Los hurtos eran su práctica favorita. La pelirroja a la que había visto la primera noche era una ratera habitual. Su especialidad eran los relojes, pero la vi sisar pañuelos, carteras y hasta una joya que colgaba de la oreja de una elegante dama. Nunca le deseé a la pelirroja ningún mal: debo reconocer que era una experta. Al final de esa primera semana, nos trasladaron a mí y a mi jaula al Carnival —una especie de teatro de poca monta situado en la otra punta del Paraíso al que se accedía por Bethnal Green— y la vi ejecutar también allí sus trucos habituales. Aunque me sentí mal, decidí que lo mejor sería mencionarle el caso a Fitzy.
Después ya no volví a verla.
La pelirroja no era la única. Había un par de adolescentes que trabajaban en equipo y que atiborraban a su víctima de cerveza y ginebra hasta que lograban despojarle (o despojarla) de todo lo que llevara de valor mientras seguía allí sentado tan tranquilamente.
Un caballero alto y elegantemente vestido tenía un don para extraer pulcramente pequeños objetos. En varias ocasiones le vi desenroscar la punta de plata de su bastón para depositar en el interior hueco los objetos que había robado.
Luego estaban las furcias —el grupo regimentado por la propia Lady Ginger—, que frecuentaban los raídos palcos del Carnival. No tengo un pelo de mojigata, pero ¡la de números que les vi hacer! Ni siquiera sabía que un par de ellos fueran anatómicamente posibles hasta que mantuve una charla muy sincera con Peggy una noche después de la función. Celebré que normalmente me acompañara siempre que yo actuaba y que cuidara de mi caja de pinturas. Circulaban muchas historias sobre actrices que terminaban hechas una ruina cuando una rival celosa les echaba cristal molido o ácido en la polvera. Muchas de las chicas que trabajaban en las salas de Lady Ginger me tenían tanta inquina como la propia Jenny Pierce… y la verdad es que mentiría si dijera que las culpaba.
Y eso me lleva a hablar de Jenny. Al principio nadie reparó en su ausencia. Se había mostrado tan ofendida por lo que había visto como con mi promoción que parecía más que probable que se hubiera largado por ahí con sus plumas y sus pinturas de guerra para demostrarse que todavía valía.
Todos esperábamos verla regresar en cualquier momento, acicalada con un nuevo sombrero o empapada en alguna elegante colonia. Incluso cuando se ausentó durante tres funciones seguidas, poniendo a prueba la ira de Fitzy y casi con toda probabilidad una multa, seguimos pensando que debía de estar por ahí lamiéndose las heridas como una vieja gata ociosa. No, Jenny Pierce sabía cuidar de sí misma y ninguno de nosotros sospechó que su ausencia se debiera a algo más que a un simple arrebato de mal genio o a una jaqueca.
No me interpreten mal: todos estábamos asustados por la forma en que las chicas de las salas estaban desapareciendo. Sabíamos que algo malo ocurría, pero nadie lo comentaba por temor a atraer la mala fortuna sobre nosotros. Como ya he dicho, el teatro es un lugar supersticioso, y eso en el mejor de los casos. Seguimos, pues, cada uno a lo suyo como de costumbre, pero habíamos empezado a afilar los sentidos como los cuchillos que un par de las chicas llevaban escondidos en el bolso.
Fue el miércoles, cinco días después de mi primera actuación en The Gaudy, cuando nos llegó la noticia desde la pensión de Ropemaker’s Fields en la que vivía Jenny. Su casera, la señora Skanks, envió a Bessie Docket, la muchacha con la cara picada de viruela —otra de las chicas del Gaudy que se alojaba en esa pensión infestada de pulgas situada junto al río—, al teatro exigiendo el último pago del alquiler de Jenny.
Ropemaker’s era un lugar mugriento y Jenny era allí bienvenida. La pensión de Madre Maxwell no era lo que podría llamarse elegante, pero al menos estaba limpia en todos los sentidos. La señora Skanks hacía la vista gorda a los tejemanejes de algunas de sus chicas. La verdad sea dicha, la mayoría de los días se le iba tanto la mano con la ginebra que probablemente tampoco se habría enterado si la tripulación entera de un barco hubiera entrado por su puerta. Pero reaccionaba rápidamente cuando no le pagaban el alquiler.
Desde el viernes anterior no se había visto a Jenny por Ropemaker’s Fields —de hecho, ni allí ni en ninguna otra parte— y a su casera se le había ocurrido que era justo, al parecer, que fuera Fitzy quien pagara las deudas de una de sus chicas. Como nos dijo Bessie, que todavía graznaba tras su encuentro con Fitzy, nadie en la pensión de la señora Skank se atrevía a dejar de pagar el alquiler de un solo día, y al pensar en los brazos rechonchos y cubiertos de pecas y en esos puños del tamaño de corvejones de cerdo, la creí.
Si bien es cierto que Jenny no me gustaba, también lo es que no le deseaba ningún mal. Me sentía culpable, como si su sangre manchara mis manos. «Fuera, fuera, maldita mancha». Eso es lo que había dicho en mi camerino esa noche. Tendría que haber sido más cuidadosa y no haber tentado así al destino. Me acordé entonces de la última vez que la había visto en el palco con su hombre. En ese momento no le había prestado demasiada atención y tampoco había habido mucho que ver, aparte de su gran cabeza rubia subiendo y bajando sobre el regazo del caballero.
Pero ¿qué era lo que supuestamente tenía que ver?
A pesar de pasarme noche tras noche allí arriba en la jaula, viendo los pequeños hurtos e indecencias que daban a los music halls la mala fama que tenían, lo cierto es que no había visto nada que pudiera darme una pista sobre la suerte que había corrido Jenny Pierce ni el resto de las chicas desaparecidas.
Cuando le contaba mis nimiedades a Fitzy me daba cuenta de que él no estaba contento y eso no me ayudaba a sentirme demasiado cómoda conmigo misma. A decir verdad, estaba empezando a sentirme como una de esas soplonas que van por ahí contando historias sobre esa pobre gente que como yo necesitaba ganarse la vida de algún modo. El problema era que yo necesitaba darle algo para que él a su vez informara a la vieja zorra, demostrándole así que estaba cumpliendo mi parte del trato y que no tenía otra cosa que ofrecer.
La noche de mi última actuación en The Gaudy, Fitzy nos pilló a Peggy y a mí cuando ya nos íbamos. Se quedó de pie delante de la puerta del taller, impidiéndonos el paso.
—¿Adónde creéis que vais? —Sentí que Peggy se ponía tensa a mi lado, aunque Fitzy no se dirigía a ella. Le miré directamente a su burdo rostro enrojecido. Rezumaba el habitual olor a licor y los restos de algo que acababa de comer se le habían quedado pegados al pelo del bigote alrededor de la boca. Agarré a Peggy de la mano y se la apreté con fuerza.
—Nos vamos a casa. Ahora siempre hacemos juntas parte del camino. Todas lo hacemos. Ya sabe que no es seguro que las chicas vayamos solas.
—¡Seguro! —Fitzy soltó un bufido y se inclinó hacia delante. El hedor que desprendían sus dientes podridos me obligó a contener la respiración. Miró a Peggy y vi cómo movía la lengua por su labio inferior antes de volver a mirarme—. Un poco pronto para que os vayáis a casa, ¿no?
Negué con la cabeza.
—Es tarde y hace frío. Tengo que descansar antes de trasladarnos al Carnival. Madame Celeste dijo que tenía que tener al menos un día libre a la semana por el bien de mis músculos. Insistió mucho, ¿se acuerda? Vamos, Peg —dije, dando un paso adelante.
Fitzy no se movió, pero sus ojos se entrecerraron.
—¿Has estado yéndote directamente a casa después del espectáculo todas las noches, muchacha?
Supe enseguida lo que pretendía. Era sabido que muchas de las chicas de los music halls ofrecían distracción adicional después de las funciones, no sé si me entienden, y a Fitzy le gustaba llevarse su parte de los ingresos, pero eso nunca había sido parte de nuestro trato. Cuadré los hombros y le miré directamente a los ojos.
—No me quedo por ahí esperando y charlando con los persas, si a eso se refiere. ¿No le basta con tenerme colgada todas las noches del techo disfrazada como una furcia barata sin que tan siquiera cobre como una de ellas? Hago lo que usted quiere, ¿no?
—¿Es eso cierto? Ya lo veremos. —Gruñó y se apartó de la puerta. Cuando Peggy y yo bajamos al patio helado él gritó desde la puerta—: Y no soy yo quien debería preocuparte, Kitty. No lo olvides.
Como si hubiera podido olvidarlo. Todas las noches, cuando izaban la jaula conmigo dentro desde el escenario y sobre la sala, yo cerraba los ojos, agarraba con fuerza la medalla de san Cristóbal de Joey en una mano y le prometía que todo saldría bien. Que esta vez vería algo. Nunca funcionó.
Pero les diré una cosa: me convertí en una auténtica sensación, tal y como Fitzy le había dicho a Lady Ginger. Mi número mereció incluso una pequeña columna en The London Pictorial News:
«La señorita Kitty Peck, el Pardillo de Limehouse, desafía todas las noches la ley de la gravedad para deleite de su creciente corte de ardientes admiradores. Aunque es la más radiante y osada estrella emergente de nuestra ciudad, este corresponsal declara que es la pureza de su voz y la refulgencia de su alma lo que resplandece con más lumbre en el este».
Bien, todo eso resultaba muy halagador, pero esas excelsas palabras iban acompañadas de un burdo bosquejo que dejaba a la vista una parte más generosa de mis piernas (amén de otras partes) que lo que el minúsculo vestido de lentejuelas permitía ver. En cuanto lo vio, Lucca no pudo evitar comentar que mi «pureza» y la «refulgencia» no eran probablemente las primeras cosas que atraparían la atención del lector cuando llegara a la página siete. Lucca tuvo que explicarme el significado de la palabra «refulgencia» y me pareció un detalle precioso decir algo así, la clase de palabra que seguramente Joey habría utilizado. Al menos había algo que hacía feliz a Fitzy: los ingresos. Todas las noches se formaban largas colas en las calles delante de los teatros donde yo actuaba. Creí en un principio que el éxito de la primera noche se debía al teatrerío de Fitzy, con sus susurros en la calle, la caperuza negra sobre la jaula y todas esas bobadas, pero me equivocaba. No, los clientes conocían perfectamente lo que iban a encontrar y estaban locos porque llegara la hora. Fitzy había iluminado mi jaula colocando estratégicamente los focos de las candilejas y, a medida que los clientes hacían su entrada a la sala, yo revoloteaba un poco y mostraba tanto como podía cuando me gritaban desde abajo.
La mayoría eran respetuosos, pero en ocasiones aparecía algún caballero borracho con la boca inmunda. Aunque cierto es que entre el viejo asqueroso y yo no había el menor afecto, debo admitir que agradecía cuando veía el cuerpo de barrica de Fitzy llevándose a empujones al espectador medio borracho por el pasillo central hasta hacerlo desaparecer tras las cortinas. Una muchacha de mi posición debía cuidar de su reputación. Joey siempre había sido muy claro al respecto.
Por algún motivo, el sitio situado justo debajo de la jaula era tremendamente popular entre el público. La mayoría de las noches me asomaba y veía a todos esos bobalicones con cara de corderos mirándome desde abajo. Generalmente se limitaban a mirar, aunque en alguna ocasión pillé al típico soplagaitas más envalentonado que el resto. Lo que hacían con las manos me repugnaba. Me preguntaba en esas ocasiones qué ocurriría si el Pardillo de Limehouse les soltara encima las grasientas costillas que había cenado sobre sus grasientas cabecillas, aunque entendí que probablemente no beneficiara al negocio. No, cuando eso ocurría, yo me limitaba a concentrarme en mi pureza y en mi refulgencia, ahora que por fin sabía lo que eran.
Pronto descubrimos que no tenía sentido que nadie actuara antes que yo. La señora Conway quedó rápidamente descartada y tampoco creo que al Taciturno Jimmy le hiciera demasiada gracia la nueva disposición. Los actores habituales no dudaron en amotinarse hasta que vieron los sobres con sus respectivas pagas, pero ¿qué otra cosa se podía hacer? Si un cliente entraba a la sala y me veía ahí colgada con mi minúsculo vestido de lentejuelas, por supuesto que no iba a tragarse el número del perro, una sentimental serenata, un mago y un número de marionetas antes de poder hincarle el diente al plato principal.
Fitzy comprobó que si yo abría la noche y la cerraba un par de horas más tarde, todos (salvo la señora Conway) se iban a casa contentos, sobre todo si el coro aparecía en mitad de la función y ofrecía el número de las ninfas.
Todas las noches me daban mucho tiempo para que pudiera observar la sala desde mi jaula, aunque a decir verdad no sirvió de mucho.
Cuando llegó el día de inaugurar mi número en The Comet, el tercer teatro de Lady Ginger, exactamente dos semanas después de esa primera noche, no era ya solo Jenny Pierce la que había desaparecido. Otra chica —de tan solo catorce años— había desaparecido del Gaudy, debajo mismo de mi jaula.