Capítulo seis

Cuando la jaula, conmigo colgando dentro, fue izada y retirada del escenario y elevada después más y más arriba hasta que quedó colgando del mismo centro del techo pintado del Gaudy sobre los asientos vacíos, las mesas y las cuatro gradas de palcos rojos y dorados instalados alrededor de la sala, en lo único que yo podía pensar era en Joey.

Si he de ser justa con la vieja zorra, la pequeña conversación había logrado su objetivo. A pesar de que no me gustaba reconocerlo, ni siquiera ante mí misma, durante todos esos días que había pasado en el ático de Madame Celeste, y más recientemente, mientras practicábamos de noche en The Gaudy después del espectáculo hasta altas horas de la madrugada, había empezado a disfrutar del número.

Era buena… y lo sabía. Más aún: los operarios especialmente seleccionados por Fitzy para manejar las cuerdas y los cables también lo decían.

Ahora, todos ellos habían visto el número cien veces o incluso más, de modo que cuando los oyes silbar y notas los ánimos caldeados que provoca un nuevo número, sabes que algo sabroso se cuece en el horizonte. Que Dios me perdone, pero la verdad es que había noches allí arriba, en la jaula, mientras practicaba mis piruetas, perfeccionaba mis equilibrios y ensayaba mi voz, en las que me olvidaba por completo de Joey y de Alice y de las chicas desaparecidas, y me permitía el lujo de imaginar el día en que me vería libre como el pájaro que fingía ser, con todo Londres a mis pies, por así decirlo.

La verdad sea dicha, Jenny Pierce y el resto de las chicas de las distintas salas estaban en todo su derecho de sentir celos de mí. Yo empezaba a disfrutar de la atención. Me encantaba el peligro y la gloria que encontraba en él. Sí, es una vergonzante confesión donde las haya, ¿no les parece?

Colgada allí arriba en mi barra, atenta a los sonidos del Gaudy, que iba llenándose debajo, había dejado de pensar en mí: pensaba en mi hermano, como ella sabía que ocurriría.

Ten por seguro, señorita Peck, que a menos que me satisfagas, no volverás a verle.

Sentí que me escocían los ojos —era el humo—, pero no quise frotármelos, porque con ello solo conseguiría estropear el exagerado maquillaje en el que Peggy tanto rato había estado trabajando. De modo que me quedé sentada allí arriba, en la oscuridad y con las lágrimas surcándome el rostro.

Al principio nadie sabía que yo estaba allí arriba. Habían cubierto la jaula con una fina capucha de seda oscura con ranuras en las costuras, lo cual me permitía mirar por ellas con relativa facilidad y a la vez impedía que nadie pudiera ver lo que había dentro. Incluso aunque alguien hubiera mirado hacia arriba, era muy poco probable que hubiera sabido descifrar qué era esa gran forma oscura que colgaba a treinta metros sobre su cabeza. Fitzy había ordenado mantener bajas las luces del Gaudy para que la jaula quedara sumida entre sombras y el humo que subía desde el público.

Yo no había tenido en cuenta el humo. Debajo de mí, un mar de puntos rojos mostraba el lugar donde alguien aspiraba el humo de un cigarrillo o de un puro. Desde arriba la visión parecía una versión infernal de las constelaciones que Lucca a veces me mostraba cuando nos sentábamos en los escalones de la parte de atrás del teatro. Mi constelación favorita era Septentriones, porque se reconocía muy fácilmente. Lucca decía que su padre la había llamado los Sette Principi, que al parecer equivalía al signo de los Siete Príncipes y que sonaba muy romántico a oídos de una muchacha de Limehouse.

El humo caracoleaba desde el suelo de la sala hacia el techo, llenándome la nariz y también los pulmones con el aire viciado y dulzón del tabaco. Empezó a costarme respirar en la jaula debajo de la capucha, así que me agarré a las cuerdas del columpio y me incliné hacia delante, enganchando los pies a las barras. La jaula empezó a oscilar un poco, pero segundos después volvió a quedarse quieta. Pegué la cara contra una de las ranuras de la seda e inspiré hondo.

Debajo de mí, a la izquierda, la orquesta del Gaudy empezaba a ocupar el foso situado delante del escenario. Digo «orquesta», aunque de hecho eran cuatro los músicos que la componían. El «Profesor» Ruben al piano, Tommy e Isaac, los violinistas, que se profesaban un odio cordial, y el Viejo Peter, un taciturno ruso. Según decía, sus dotes con la corneta dependían de la cantidad de alcohol que ingería.

—Me ayuda a olvidar —me confesó con tono triste una noche en The Lamb.

A las chicas les encantaba la orquesta del Gaudy. Eran todos unos auténticos caballeros, dotados de esa tristeza de ojos tiernos que los músicos parecen desprender a menudo. Después de una función, siempre se trasladaban, junto con sus instrumentos y su tristeza, al Lamb, que quedaba a dos calles de allí, y no eran pocas las veces que nos uníamos a ellos. Tres años atrás, Joey también estaba allí, a veces solo y otras con sus elegantes amigos. Me pregunté dónde estarían ahora esos bulliciosos jóvenes.

El ronco sonido de la risa se elevaba desde el patio de butacas. Pude distinguir en el humo el sabor dulzón de la ginebra. Íbamos a tener un lleno absoluto. Había corrido la voz de que The Gaudy iba a desvelar algo extraordinario. O al menos eso era lo que decía Fitzy.

Sin embargo, era cierto que la perspectiva que yo tenía desde allí arriba era increíble. Podía dominar prácticamente todos los rincones del teatro. Justo debajo de mí vi a una mujer elegantemente vestida con el pelo rojo y lustroso que se abría paso entre las mesas. Topó con un hombre, se disculpó, siguió avanzando rauda fila arriba al tiempo que se guardaba diestramente un reluciente reloj de oro de bolsillo entre los pliegues de la falda antes de volver a intentar la misma rutina con otro desconocido. Interesante.

Miré a la derecha y vi que los palcos del segundo piso estaban ya ocupados. Aunque The Gaudy no era un music hall de primer orden, tenía una docena aproximada de palcos privados para uso de grupos y de lo que bien podría llamarse caballeros mecenas. Un par de ellos ya habían corrido las cortinas.

Alcancé a ver un destello de algo brillante en uno de los palcos: una cabeza broncínea que parecía flotar, subiendo y bajando sobre el regazo de un cliente. No logré ver del todo al hombre porque la cortina estaba corrida por su lado, pero sí llegué a ver al novio violáceo estremeciéndose mientras ella se dedicaba a sus quehaceres con él.

De hecho, esta noche tengo una cita con un caballero

Solté un bufido. Quizá fuera fea como el culo de un estibador, pero por fin había encontrado un uso a su malvada lengua. Y además, el «caballero» en cuestión tampoco tenía por qué mirarla. A fin de cuentas, no hace falta mirar un hervidor de agua para saber que el agua hierve.

Me habría encantado contárselo después todo a Lucca, pero lo pensé mejor, porque no siempre le gustaba oírme comentar esas vulgaridades. De hecho, cuando le canté mi nueva canción, se puso furioso y nos peleamos. Creo que sus alas habían sido una ofrenda de paz.

La orquesta empezó a tocar y el público rompió a gritar y a reírse, alzando aún más la voz.

La primera actuación corrió a cargo del Lúgubre Jimmy, un gracioso escocés cuyas retorcidas historias eran a menudo un modo seguro de calmar al público de la sala. Aunque esa noche no fue así. El aire estaba plagado de risotadas y de abucheos mientras Jimmy terminaba su número y aparecía la señora Conway con su atavío de Britannia. Fitzy le había prometido salir justo antes que yo para compensarla.

—No he venido aquí a comer caldo de gallina vieja. ¿Dónde está la carne fresca? —gritó una voz desde la oscuridad.

—Que te jodan, cara de culo, y déjanos en paz —añadió otro, alzando más la voz. Parecía estar hablando en nombre de la mayoría. La gente del gallinero empezó a patear el suelo y las linternas de gas temblequearon en sus soportes.

En cuestión de segundos, The Gaudy se había convertido en un auténtico clamor y, desde mi jaula, pude ver que la señora Conway tenía lágrimas en los ojos. Fitzy —con sus botones relucientes y su ajustado terciopelo de color mostaza— salió caminando alegremente a escena, le susurró algo al oído y la despidió con unas palmaditas afectuosas. Luego se volvió hacia el público y sonrió. Su rostro orondo, rojo y grasiento era lo más parecido a una luna llena de septiembre salpicada de viruela.

Agitó las manos en el aire y pidió «un poco de silencio en la sala».

Los gritos remitieron, pero no los pataleos. Fitzy asintió, más para sí mismo que para los demás, antes de dar un paso adelante y aclararse la garganta.

—Damas y caballeros, es para mí un inmenso placer presentarles esta noche una actuación de deslumbrante destreza aérea, una muestra de valor y desafío mortal sin parangón en este teatro ni en ningún otro. Con la voz de un ruiseñor, la gracia de un ángel y el cuerpo de la propia Venus… —se interrumpió y se frotó sugerentemente las manos al tiempo que los silbidos suaves y agradecidos recorrían la sala—. Permítanme que les presente al mismísimo Zarcillo de Limehouse: ¡la señorita Kitty Peck!

Hubo un redoble de tambor y la capucha que cubría mi jaula fue retirada de un tirón por manos ubicadas en cuatro rincones de la sala que sujetaban el extremo de las cuerdas. Las candilejas iluminaron con fuerza y por un segundo casi me cegaron. Jamás había estado sentada en una jaula a oscuras durante tanto rato antes de empezar mi actuación.

Pero no tuve tiempo de parpadear. Mi música sonó al instante e inmediatamente empecé a colgar y a girar, ejecutando los primeros movimientos de mi rutina. La había repetido tantas veces que no tuve ni que pensar. Ni en cuándo y cómo cogerme, ni en los equilibrios, ni tampoco en el balanceo y el crujido de la reluciente jaula, y mucho menos en los treinta metros de vacío que me separaban de las cabezas del público de la sala.

Al principio se quedaron todos muy callados, supongo que perplejos. Después llegaron los silbidos y los gritos. Todo muy atento. Nada que ver con los que le habían dedicado a la señora C.

Y entonces empecé a cantar…

Tengo un limpio nidito,

pero busco un gallo

que me ayude a encontrar la llave

de mi minúscula cerradura.

La perdí en el parque

mientras picoteaba un gusanito

y ahora busco a un caballero

que me haga un buen favor.