Esa fue prácticamente la última vez que vi a Jenny Pierce… en carne y hueso.
Fitzy me arrastró con él por el pasillo, escaleras abajo y por el laberinto de pasadizos que recorrían la parte de atrás del Gaudy. Tuvimos que sortear viejos restos de decorados y un basurero de utilería antes de llegar a la puerta del taller situado en la parte posterior del edificio. En los adoquines del patio, la nieve cubría hasta los tobillos. Fitzy salió al patio sin soltarme la muñeca, pero yo me resistí a salir.
—No puedo caminar por ahí. Mira mis pies. Van a quedar destrozados. Y además hace un frío de muerte. Madame Celeste dice que tengo que mantener el calor, ¿recuerda?
Fitzy se volvió y por un momento creí que iba a soltarme una bofetada. Sin embargo, lo que hizo fue bajar la vista hacia mis chinelas plateadas y hacia los lazos que me cruzaban las piernas hasta la rodilla. Era sin duda una auténtica indecencia. Si mi pobre Nan —que Dios la tenga en su seno— me hubiera visto, seguramente algo habría dicho al respecto.
Fitzy maldijo entre dientes y se quitó la chaqueta.
—Vamos, póntela.
La chaqueta olía a humo de cigarro, a ginebra y a viejo sucio, pero al menos me abrigó.
—Mejor, ¿no? Vamos, muchacha. —Empezó a cruzar el patio, pero yo seguí sin moverme.
—Ya te he dicho que no puedo salir al patio con estás chinelas. Y, en cualquier caso, por ahí no se va al escenario, ¿no?
Fitzy volvió a maldecir, esta vez alzando más la voz, y volvió sobre sus pasos. Me cogió sin miramientos en brazos y una vez más empezó a cruzar el patio con mis pies colgando sobre la cara interna de su codo. Noté que las preciosas alas de Lucca se aplastaban más y más bajo la chaqueta. Me retorcí y empecé a chillar.
La cuestión es que de ningún modo era un bulto pesado para Fitzy, aunque el frío y el esfuerzo de cargar conmigo no tardaron en dejarle sin aliento. Pasaron un par de segundos antes de que pudiera escupir:
—Cierra la boca, Kitty. Alguien quiere hablar contigo, así que será mejor que obedezcas.
Rodeamos por un lateral el cobertizo donde Lucca y los operarios trabajaban y Fitzy giró por un estrecho callejón de ladrillo en el que yo hasta entonces no había reparado. El callejón corría entre la pared posterior del taller y el muro que dividía el patio del Gaudy de las calles contiguas. Al fondo del callejón vi una puerta de madera abierta y me pareció vislumbrar un elegante carruaje negro parado en la calle. Fitzy gritó algo y el carruaje se movió bruscamente. Unos pequeños escalones descendieron repiqueteando hasta la nieve.
Un instante después estábamos de pie delante de la portezuela abierta del coche. A pesar de que las ventanillas parcialmente tapadas del carruaje estaban cubiertas de vaho, conseguí ver el pálido resplandor de una lámpara procedente del interior.
—Sube, Kitty Peck. Tenemos que hablar antes de tu actuación de esta noche.
La voz peculiar y aflautada de Lady Ginger era inconfundible. Pateé y volví a retorcerme, pero Fitzy me agarró más fuerte y más o menos me introdujo por la portezuela al interior del carruaje, que se balanceó un poco cuando aterricé desgarbadamente en el asiento situado delante de la vieja bruja. La puertezuela se cerró de golpe y uno de los caballos dejó escapar un ronco relincho.
Lady Ginger me miró atentamente. Sus ojos brillaban bajo la luz amarilla. El carruaje olía a piel y a opio, pero por debajo de ese olor había también algo más, un olor agridulce, como a leche agria, pensé.
Lady Ginger habló al cabo de un instante.
—¿Entiendo que no es este tu vestido, señorita Peck? Quítatelo. Quiero ver lo que he comprado.
Me mordí el labio, me sacudí de encima la chaqueta de Fitzy y me quedé allí sentada, encogida de hombros y con las manos firmemente entrelazadas sobre el regazo. La luz de la lámpara quedó prendida en las lentejuelas y en los cristales bordados a la malla del corpiño y a mi pequeña falda. La voz escandalizada de la vieja Abuela Peck resonó en mi cabeza: «Desnuda como un cerdo en el estiércol, aunque menos abrigada».
Abuela Peck había llegado de Irlanda en los años treinta, y se había llevado a su madre con ella. Tenía un gran surtido de expresiones —que, con el paso del tiempo, habían sido reemplazadas por el lenguaje de Limehouse— y un recelo propio y natural de una chica de campo ante todo aquello que atentara contra la moral. La ropa indecente siempre había sido para Abuela Peck un motivo de especial interés, aunque me pareció extraño que me acordara de ella justo en ese momento.
Lady Ginger entrecerró los ojos y se reclinó en el asiento. Me estudió de un modo profesional y calculador, recorriéndome entera desde los pies, pasando por las rodillas hasta la cintura (yo seguía con las manos firmemente entrelazadas sobre la mancha de sangre) y de allí hasta la parte superior del corpiño, donde la asistencia de Peggy con los cordones había provocado la aparición de dos protuberancias blancas que parecían a punto de escapar en cualquier momento. La verdad sea dicha, no me gustaba demasiado verlas cuando bajaba la vista, me impedían ver el suelo.
—Una preciosidad. Una auténtica preciosidad.
Lady Ginger asintió y se inclinó hacia delante para ajustar la fina gasa que me cubría los hombros, tirando de ella hacia abajo para dejar más de mí a la vista. La voz indignada de Abuela Peck volvió a dejarse oír.
Lady Ginger llevaba un vestido de muaré negro tachonado de cuentas también negras. Se había enrollado la trenza plateada sobre la cabeza y unos rubíes como canicas colgaban de los lóbulos de sus orejas. Tenía las rodillas cubiertas por una gruesa manta de piel, aunque a decir verdad no la necesitaba. El aire en el carruaje era caliente y sofocante como el de su habitación del Palacio.
—Fitzpatrick me ha dicho que tienes un talento natural. Me ha dicho también que tu actuación de esta noche va a causar sensación.
Me hurgué en una uña y asentí.
—Yo… he trabajado muy duro en el número, Señora. No me ha costado aprender los movimientos y no tengo vértigo.
—Eso he oído. —Guardó silencio durante un instante y cuando volvió a hablar su voz crujió como un puñado de hojas secas—. Entiendo que no has olvidado por qué estás haciendo todo esto, ¿verdad?
Levanté la vista y la miré directamente a los ojos. Llevaba mucho rouge en las mejillas y sus negros labios estaban pintados de rojo rubí.
—No, cómo iba a hacerlo, Lady Ginger. Por favor, mi hermano… tengo que saber… ¿Está…? Quiero decir… ¿dónde…?
—¡Silencio! —Levantó una mano y las pulseras de los brazos se le arremolinaron, tintineantes, en el encaje que le cubría el codo—. Ese es precisamente el motivo por el que he venido a verte: para recordártelo.
A pesar del frío, sentí que se me erizaba el vello de la nuca, empapada ahora en sudor contra el cuero del asiento mientras ella continuaba hablando.
—No quiero que vueles ahora creyéndote que eres algo más que mi simple empleada. Aunque tu actuación de esta noche te convierta en la comidilla de todo Londres, eso no cambia nada para ti ni para mí, ¿entendido? —Seguí callada mientras ella proseguía—. Martha Lidgate ha desaparecido del Comet. Hace nueve días que nadie la ha visto. A este paso, dentro de un año todas las chicas que tengo en el Paraíso serán solo un recuerdo. Así que ya lo ves, señorita Peck, no quiero que te despistes esta noche. Quiero que cantes una bonita canción, que muestres ese hermoso cuerpo y que excites a los clientes con la posibilidad de tu hermosa muerte. Pero, por encima de todo, quiero que estés muy atenta, que vigiles el teatro y que le cuentes a Fitzpatrick lo que veas. Vas a disfrutar de una incomparable vista de todos los rincones de la sala.
Se interrumpió para toser e inmediatamente después se limpió la boca con un pañuelo de seda de colores. Luego, volvió a reclinar la cabeza contra el asiento, se arrebujó bajo la piel y se humedeció los labios con la lengua. Ahora que el rojo había desaparecido, vi que los tenía manchados de negro.
—Si sobrevives una semana sin red de seguridad, te trasladaremos, a ti y a tu jaula, al Carnival, y después al Comet.
—Pero ¿y qué pasa con Joey? —estallé—. Me lo prometió. ¿Cómo sé que no me está mintiendo? Si de verdad está vivo, como usted dice, ¿por qué no puedo verle? Al menos deme alguna prueba de que está con vida: una carta… Joey tiene una letra preciosa, la reconocería entre cientos.
Lady Ginger se rio y volvió a toser.
—Qué conmovedor. Cuando hayas completado tu servicio, consideraremos su… situación. Pero ten por seguro, señorita Peck, que a menos que me satisfagas, no volverás a verle. Ahora márchate. Fitzpatrick me ha dicho que las puertas no se abrirán esta noche hasta que hayas ocupado tu sitio. Al parecer, ya se ha congregado una multitud en la calle. ¡Fitzpatrick!
Tamborileó con los dedos en la pared lateral del carruaje. La portezuela se abrió para revelar a Fitzy tiritando en la nieve.
—Ya era hora. Se me están congelando los tuétanos. Vamos, Kitty, hay una jaula esperándote.
Hice el gesto de volver a cubrirme los hombros con el apestoso abrigo, pero justo en el momento en que me volví para envolverme con él, Lady Ginger se inclinó hacia delante, rauda como una lúbrica víbora, y arrancó las pequeñas alas rotas de Lucca del corpiño.
—Sucias e inútiles —sonrió, aplastando las plumas y el yeso con sus manos profusamente cubiertas de anillos—. Llévatela.
Fitzy se inclinó hacia delante y me cogió en brazos del asiento. El carruaje volvió a mecerse y los caballos se asustaron, ansiosos por ponerse en movimiento. Cuando Fitzy me sacó en brazos a la calle, miré desde arriba las plumas desparramadas a los pies de la piel de Lady Ginger. Parecía que un gato hubiera estado allí con una paloma. Las alas de ángel que Lucca nos había construido a Joey y a mí habían quedado irreparables.
La puerta se cerró bruscamente como una trampa y el marinero persa que iba sentado en el pescante hizo restallar un látigo sobre las cabezas de los caballos. El carruaje de Lady Ginger rodó entonces, adentrándose en la nieve, y Fitzy maldijo y gruñó mientras regresaba fatigosamente al callejón para entregarme a mi jaula.