Capítulo cuatro

Las plumas de la estola de intenso tono púrpura fuertemente ajustada al cuello de Jenny Pierce se agitaron cuando respiró.

Jenny tenía la cara como una plancha de hierro muchos días de la semana, pero ese día, el modo en que movía su prominente mandíbula —contraída del todo y presa de pequeñas sacudidas en los laterales— le daba el aspecto de un boxeador con vestido. Obviamente estaba buscando pelea.

Se recostó contra la puerta, se cruzó de brazos y recorrió la habitación con la mirada. Soltó un bufido y las plumas baratas que tenía bajo la barbilla volvieron a bailotear.

—Y encima tienes chimenea, Kitty. Vaya, vaya, estás hecha una auténtica damisela con suerte.

Peggy no pudo seguir conteniéndose.

—Si no tienes nada agradable que decirle a Kitty, yo en tu lugar me largaría.

Estaba de rodillas detrás de mí, tirando con tanta fuerza de los lazos del corpiño de lentejuelas y clavándomelo hasta tal punto en la cintura que, el primer día que había practicado con él, me había desmayado. Afortunadamente, en aquella ocasión estaba a tan solo un par de metros sobre el suelo.

—Sabes muy bien por qué tiene una chimenea, Jenny Pierce. Si tú fueras a colgar sobre las cabezas de los clientes y tuvieras que hacer las cosas que ella tiene que hacer esta noche, también tú desearías un poco de calor en los huesos. —Peggy volvió a arrodillarse y tiró nuevamente de los cordones. Contuve el aliento—. Lo siento, Kitty, pero Fitzy ha sido muy claro sobre cómo quiere verte aparecer esta noche: frágil, como si un hombre pudiera partirte por la mitad con sus propias manos, ha dicho. —Se estremeció antes de añadir por lo bajo—: Viejo pervertido.

Inspiré hondo, me incliné hacia delante y me agarré al respaldo de la silla que tenía delante mientras Peggy tiraba más y más.

—No te preocupes —dije—. Usa el pie si eso te ayuda. No nos conviene decepcionarle, ¿no te parece?

No pretendía ser sarcástica. Quizá no fuera el tipo de Fitzpatrick, pero desgraciadamente Peggy, con su generosa figura y su espesa mata de rizos oscuros, sí lo era. La señora C y él tenían un acuerdo desde tiempos inmemoriales, aunque eso no impedía que Fitzpatrick sacara a pasear al perro a otros parques, por así decirlo… o al menos que lo intentara. Cuando estaba achispado, arrinconaba a Peggy en algún lugar oscuro, empezaba a manosearla y se ponía violento cuando nada ocurría. En un par de ocasiones ella había aparecido en The Gaudy con un ojo morado o con un cardenal del tamaño de una huella de bota cruzándole los hombros. En esas ocasiones le pedíamos prestada la caja de pinturas a la señora C e intentábamos disimular los moratones.

Peggy no quería que su Danny se enterara. Él era un tipo decente, pero con mucho genio, y de haber sabido lo que Fitzy le había hecho a su chica no habría dudado un solo segundo en hacérselo pagar, y eso no habría sido bueno para nadie. Si bien es cierto que Fitzy doblaba a Dan en edad y parecía un sofá mal relleno, todavía era capaz de soltar un puñetazo con el que podía tumbar a un holandés. Yo le había visto enfrentarse a grupos de holandeses corpulentos y altos recién bajados de las gabarras y cargados hasta arriba de ginebra, y si hubiera tenido que apostar por el resultado de uno de esos encuentros, no habría dudado dónde poner mi dinero.

Supongo que así son las cosas: cuando has aprendido a sobrevivir en las calles, los movimientos se te graban en la cabeza como la coreografía del baile de un coro, o como mi rutina en la jaula. No tienes ni siquiera que pensar en ello, porque tus músculos saben exactamente lo que tienen que hacer. A veces, cuando veía a Fitzy sacudir a un marinero borracho, me hacía una idea de cómo debía de haber sido en sus tiempos. La verdad sea dicha, debajo de toda esa carne quizá incluso podría haber sido el tipo de Peggy… en otro tiempo, claro está.

Pero Peggy tenía ahora al grandullón Danny Tewson y no dejaba de repetirme que un día no muy lejano la pareja recogería sus cosas y se marcharían del Paraíso. Costaba imaginarlo. Danny me caía bien, era bueno con Peggy y era además uno de los mejores técnicos de los teatros, aunque Lucca decía que si anotabas sus deudas de juego en hojas distintas y las ponías en fila en el suelo, podías andar sobre ellas desde la escalera de acceso al Gaudy hasta las Kidney Stairs del río… antes de plantearte largo y tendido la posibilidad de arrojarte al agua.

Yo nunca le dije nada de eso a Peggy. Éramos muy respetuosas con los secretos de la otra. No era asunto mío en qué líos anduviera metido su hombre, y si el asunto la tenía preocupada, ella jamás me dijo nada. Estaba más ocupada en intentar por todos los medios que Danny no se enterara de las intenciones de Fitzy y la verdad es que no la culpaba por ello.

Una vez ocurrió cuando Peggy bajó a representar un Sylvan Interlude con otras dos chicas. Aunque yo no he estado nunca más allá de Lambeth y mentiría si dijera que he visto a muchas ninfas del bosque divirtiéndose, jubilosas, juraría que llevan mucha más ropa encima que las ligeras prendas con las que supuestamente se habían disfrazado. En cualquier caso, Peggy no pudo salir a escena esa noche porque tenía en el cuello un moratón del tamaño y la forma de una mano de hombre, dedos incluidos. Le puse un paño sobre los hombros, cubriéndole con él hasta las orejas, y la mandé a casa. Luego le dije a Dan que había pillado un fuerte resfriado y que no podía hablar, lo cual no era del todo incierto.

No es mi intención dar una idea equivocada sobre Peggy. No era una chica dura como Jenny Pierce. De hecho, era exactamente lo contrario. Peggy era afectuosa y reconfortante, y cuidaba de la pequeña Alice como una madre. Pensándolo bien, eso era probablemente lo que al viejo Fitzy le gustaba de ella. Intuyo que le recordaba a la señora Conway en sus buenos tiempos, cuando los dos eran jóvenes y el futuro era un camino de rosas a la luz de la luna. Y eso era a la vez lo que provocaba su enojo.

No, Peggy era mi amiga y, a juzgar por cómo habían ido las cosas en los teatros desde que había corrido la voz sobre mi nuevo número, yo me alegraba por ella más que nunca. No le había contado por qué Fitzpatrick me había seleccionado a mí para ser su pajarillo enjaulado, pero Peg no era tonta. Sabía que algo ocurría y esperaba a que se lo contara cuando lo creyera oportuno.

—Aprieta cuanto quieras. Vamos, estira otra vez, estoy a punto. —Me preparé, agarrándome bien a la silla, e inspiré hondo de nuevo.

Jenny sorbió. Seguía apoyada contra la puerta.

—Quiere que parezcas frágil, ¿verdad? ¿Cómo algo que pudiera romperse y hacerse añicos si se precipitara al suelo? —Le brillaron los ojos maliciosamente y una sonrisa malvada le torció las comisuras de los labios.

Peggy volvió a levantarse. Seguía con los cordones del corpiño firmemente agarrados en las manos y yo me incorporé bruscamente, separándome de la silla cuando se movió.

—Siempre has sido una arpía, pero esto ya es demasiado. ¿De verdad te gustaría ocupar esta noche el lugar de Kitty? ¿Te gustaría que te colgaran allí arriba en esa maldita cosa? Puede que esté cubierta de hermosos lazos y brillantes joyas, pero te diré lo que es: es una trampa mortal sin tan siquiera una red o un cuerda con la que salvarte cuando… si…

Peggy vaciló y soltó un poco los cordones que tenía en las manos.

—Perdona, Kitty. No pretendía.

Durante un instante se hizo el silencio en la habitación, solo interrumpido por el chisporroteo del pequeño fuego en la chimenea. Era de vital importancia poder estar caliente antes de una actuación. Así lo había dicho Madame Celeste.

Durante aproximadamente toda la semana anterior, e incluso durante la Navidad, que en cualquier caso tampoco significaba demasiado para mí, me había pasado los días enteros en la cavernosa buhardilla de Madame Celeste, aprendiendo a utilizar el trapecio que la había convertido en una estrella en la época en que Fitzy empezaba su andadura como empleado de circo en Irlanda. La vieja mujer bebía como un obrero y al mirarla ahora era imposible creer que alguien con tan prodigiosa corpulencia pudiera haber sido capaz de hacer subir su cuerpo por los escalones de una taberna, y mucho menos encaramarse a la plataforma de un columpio volador a veinticinco metros de altura. Sin embargo, conocía muy bien el oficio.

Fitzy decía que había sido la artista aérea más deslumbrante que había visto la ciudad de Dublín, y los carteles descoloridos y de esquinas parcialmente enrolladas que decoraban la sucia escalera que subía a su buhardilla mostraban a una hermosa y ágil joven que planeaba en el aire como un ángel pintado.

Ahora no era más que un amasijo de carne, embutida en lo que parecían los deshilachados jirones de unas cortinas de borlas de algún salón. Tan solo los brillantes ojos negros y la inverosímil confección de espeso pelo negro recogido sobre la coronilla apuntaban tímidamente a una conexión muy remota con la muchacha voladora cuyas imágenes decoraban la escalera.

Lo primero que deberíamos decir es que la buhardilla de Madame Celeste era inmensa. Debía de ocupar la superficie de cuatro casas. Cuando abrí de un empujón la pequeña portezuela situada en lo alto de las escaleras no esperaba encontrar de pronto un espacio tan amplio delante de mí… y también sobre mí. Era como una de esas ilusiones ópticas de Swami Jonah. Swami tenía una caja mágica que era más grande por dentro de lo que parecía desde fuera. Según él mismo me había dicho, estaba hecha con espejos. Madame Celeste tenía un espejo de seis metros de altura apoyado contra la pared de la izquierda. Seguramente debía de haber existido como mínimo una planta más sobre nosotros, pero la habían quitado, dejando por tanto a la vista el entramado de vigas que se elevaban en las alturas bajo la cara inferior del tejado.

El lugar apestaba a sudor y a orines de gato. A decir verdad, no era demasiado sorprendente: cuando entré en la reverberante habitación, una docena de pares de ojos amarillos se volvieron a mirarme. La anciana se balanceó hasta ponerse en pie y dio unas palmadas al tiempo que los ahuyentaba con pequeños gritos. Cuando los gatos salieron huyendo hacía las escaleras, Madame Celeste asintió para sus adentros y acarició distraídamente la petaca de cuero que llevaba en la cadera. No pareció muy capaz de enfocar sobre mí la mirada.

—Tú debes de ser Kitty. Quítate los zapatos y acércate.

Indicó con un gesto poco preciso el centro de la habitación. Cuando agitó la mano, percibí una fuerte oleada de olor a sobaco que no había visto una barra de jabón desde la muerte de príncipe Alberto.

Yo sabía adónde quería que fuera. La buhardilla era un espacio grande y vacío. En una chimenea situada en un rincón crepitaba un fuego, había un montón de botellas de ginebra precariamente apoyadas contra la pared más alejada y un montón de polvorientos cojines cubrían un columpio de largas cuerdas que colgaba de las vigas situadas en las alturas. Aunque digo «columpio», a decir verdad no tenía asiento, tan solo una estrecha barra de madera que oscilaba suavemente en el aire, a un par de metros.

Empezamos con el columpio a poca altura, aunque ya entonces tuve que utilizar un taburete para trepar hasta él. Al principio Madame Celeste me dijo: «Inclínate hacia atrás, date impulso con las piernas y sube tanto como puedas, simplemente para sentirte colgando sobre el vacío».

No negaré que era una sensación fantástica cuando las ropas crujían y el columpio subía cada vez más alto hasta colarse entre los espacios que mediaban entre las vigas. La vieja se limitaba a vigilarme, dándole de vez en cuando un trago a la petaca. Pasados unos minutos gritó:

—Ya basta. Hazlo parar, Kitty.

Cuando el columpio volvió a estar quieto, me ordenó que me pusiera de pie sobre él. Como pude, logré encaramarme a la barra y vi alejarse a Madame Celeste hasta un rincón de la buhardilla y accionar una rueda encajada en la pared. La vieja respiraba con dificultad mientras la manejaba. Al instante, las cuerdas dieron un tirón y el columpio empezó a subir dos, tres, cinco, seis y ocho metros en el espacio que separaba las vigas. Me agarré con fuerza mientras subía, intentando no pensar que lo único que me separaba de la tarima del suelo —ahora ya a unos diez metros por debajo de mí— era una barra de madera del grosor de una anguila.

—Bien, Kitty. —Madame Celeste resolló desde algún punto del suelo situado hacia la izquierda—. Bien hecho. No has gritado ni tampoco has mirado abajo, lo cual es siempre un error fatal. Creo que está claro que tienes potencial, como bien dice el joven Paddy.

Se me revolvió el estómago, aunque no por culpa de la altura. La imagen de Lady Ginger con sus dedos manchados de hollín y su boca como una tela de araña volvieron a aparecer en mi mente.

Yo tenía «potencial». Eso es lo que Fitzpatrick también le había dicho a ella. ¿Y qué era lo que también había dicho sobre Joey hacía tres años?

Los resoplidos prosiguieron.

—Mientras estés ahí arriba, quiero que hagas algo muy sencillo para poner a prueba tu temple. Siéntate en el columpio.

Me deslicé hasta quedar sentada sobre la barra. Sencillo.

—Bien, así. Ahora suelta las manos de las cuerdas y sujeta los laterales del asiento, agárrate con fuerza. No mires abajo. La vista al frente.

No era tan sencillo. Con cuidado, hice lo que me dijo. El columpio se bamboleó y me moví para recuperar el equilibrio, sin apartar en ningún instante los ojos de una mancha que había en la pared de enfrente. Sentía cómo se me contraían los músculos de los brazos. Tenía la espalda bañada en el sudor que me goteaba debajo de la ropa.

«Joey. Estoy haciendo esto por Joey», pensé, agarrándome más fuerte y concentrándome en la mancha marrón de la pared, que estaba empezando a recordarme a una calavera.

—La espalda recta, Kitty. Bien. —La vieja había contenido el aliento—. Bien —prosiguió—. Quiero que te quedes así, quieta, hasta que te diga lo contrario, y luego quiero que te inclines hacia atrás y despegues el cuerpo del columpio hasta que solo las pantorrillas y las manos queden en contacto con la madera.

Joey. Sentí su medalla de san Cristóbal alrededor del cuello mientras seguía las indicaciones de Madame Celeste, reclinándome hacia atrás hasta que mi trasero quedó colgando en el aire y todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo se tensaron como un calabrote de astillero. Las cuerdas crujieron y el columpio empezó a estremecerse y a girar de izquierda a derecha y viceversa.

—¡Suéltate! ¡Ahora!

La voz sonó de pronto afilada y muy alta. Tomé aire y sentí que mis dedos soltaban despacio la madera. Arqueé la espalda hacia atrás y noté que el columpio se movía hacia delante. Las rodillas se tensaron sobre la barra, los músculos de las pantorrillas se contrajeron y los pies apuntaron hacia abajo tan violentamente que me dolieron los empeines. Por mero instinto, extendí los brazos a ambos lados, intentando mantener el equilibrio. Se me cayeron los pasadores del pelo y la tupida trenza rubia que llevaba recogida sobre la nuca quedó liberada, balanceándose en el inmenso vacío que se abría debajo de mí.

Poco a poco, el columpio se estabilizó y me descubrí riéndome. No sé si fue por el alivio de no haber dado con mi cerebro contra la tarima situada mucho más abajo o si me reía de ese modo por el hecho de que el nombre real del «joven» Fitzy fuera Patrick Fitzpatrick.

—Bien, bien, bien. —Madame Celeste volvía a resoplar mientras accionaba la rueda y el columpio empezaba a descender. Cuando mi pelo barrió la tarima del suelo, me incorporé. La vieja sonreía: ahora parecía mirarme más directamente—. Sí. Creo que podemos empezar a trabajar contigo. Ahora quítate el vestido y también la combinación. No podemos tener metros de tela ondeando alrededor de tus piernas y sobre tu cabeza, muchacha: impide el flujo, destruye la línea de movimiento y es sin duda letal. Pruébate esto, a ver si es de tu talla.

Eructó, le dio un trago a la petaca de cuero y señaló un montón de material oscuro apilado en el suelo, junto al columpio. Eran unos pantalones de tela fina —como unas medias de dama elegante, aunque más resistentes— y una especie de camisola de material similar. Ambas prendas estaban cubiertas de pelos de gato. En cuanto me las puse, Madame Celeste me rodeó, arrastrando los pies al tiempo que asentía, murmurando para sus adentros:

—Tienes mi cuerpo, Kitty.

Me abotoné la camisola mientras ella seguía hablando:

—Eres como yo, tienes un talento natural. Como dice Paddy, tienes un potencial enorme. Es un gran desafío, ya lo creo que lo es, pero haré que todo Londres hable de ti.

Un ascua estalló en la pequeña chimenea y escupió un fragmento encendido del tamaño de una canica sobre la harapienta alfombra. Peggy le propinó una patada, devolviéndola a la chimenea, y lanzó a Jenny una mirada cargada de odio.

—¿Es qué no tienes a dónde ir? Mírate, aquí encerrada como una buscona en un funeral.

Jenny entrecerró los ojos.

—De hecho, tengo una cita esta noche con un caballero, de modo que no podré ir a verte actuar, Kitty. Por eso deseaba especialmente verte para despedirme de ti, por así decirlo. De hecho, tanto yo como muchas de las chicas estaremos pensando en ti esta noche con nuestros mejores deseos.

Peggy tiró con tanta fuerza de los cordones que contuve el aliento.

—No le hagas caso. Es una vaca celosa con la boca sucia. Todas deseamos verte triunfar.

—¿Ah, sí? Hace mucho tiempo que no tienes una charla como Dios manda con las chicas, ¿verdad? Aunque supongo que has estado demasiado ocupada chupándole la pipa al viejo Fitzy para prestarnos demasiada atención.

Peggy cogió una botella de perfume del desvencijado tocador que había junto a la chimenea y se la arrojó a Jenny a la cabeza. Erró por centímetros y estrelló el frasco en la pared más alejada, llenando el aire de olor a violetas baratas.

Jenny soltó un bufido, se sacudió el pelo cobrizo, se acercó a los cristales rotos y se volvió hacia la puerta. Cuando estaba a punto de poner la mano sobre el pomo, la puerta se abrió y apareció Lucca de pie en el pasillo a la luz de la lámpara de gas. Cargaba un gran bulto envuelto con una tela.

—Y aquí llega tu feo novio, como si nos hubiera oído.

Lucca entró, apartándola a un lado.

—¿Los has terminado? —La voz de Peggy sonó alegre y expectante. Lucca asintió y me dio el paquete. Noté algo duro y anguloso bajó el envoltorio cuando le miré.

—¿Pero qué es esto? ¿Un amuleto de buena suerte?

Lucca sonrió y se encogió de hombros.

—Tendrás que abrirlo para verlo, Fannella.

—¿No es lo más dulce que has visto en tu vida? —La voz de Jenny era como el vinagre azucarado—. Un regalo en tu primera noche de tu novio que te adora.

—No soy su novio. —Lucca prácticamente le escupió las palabras a la cara. Se produjo un silencio incómodo y Peggy volvió de nuevo a apretarme los cordones del corpiño.

—Eso es lo que tú dices —dijo Jenny—. Todas sabemos que un tullido como tú daría su ojo izquierdo —se interrumpió desagradablemente— porque una chica como Kitty le diera una oportunidad. No pienso largarme hasta haber visto lo que le has traído.

Lucca se sonrojó y le dio la espalda.

—No tengo mucho tiempo. Ábrelo, por favor.

Miré a Jenny y tuve que contenerme para no abofetearle su gran rostro brillante, pero ya me había granjeado demasiadas enemigas entre las chicas del Gaudy como para arriesgarme a dejar que fuera por ahí contando más mentiras sobre la arrogancia de la señorita Kitty Peck. De modo que simplemente inspiré hondo y volví a centrarme en Lucca y en el paquete que tenía en las manos. Empecé a desenvolver la tela y al hacerlo una pluma dorada cayó sobre el suelo de madera. Un segundo más tarde tenía en las manos el par de alas doradas y plateadas más hermoso que hubiera podido imaginar: plumas auténticas retocadas con yeso coloreado y montadas sobre una red de finos alambres para crear la delicada forma arqueada.

—Oh, Lucca —jadeé—. Son maravillosas. Gracias. —Me acerqué a besarle en la mejilla, pero él rápidamente apartó la cara, supuse que avergonzado de sus cicatrices y quizá también por la presencia de Jenny.

—No tiene importancia. En Nápoles, las regalamos en Natale, o sea, en Navidad, a los más pequeños. Me ha parecido que las necesitarías esta noche para ayudarte a creer que realmente puedes volar. —Guardó un instante de silencio y una peculiar expresión asomó a su rostro—. Y para que te recordaran a Joey. un querubín, ¿te acuerdas de lo que me contaste? Me ha parecido que quizá esta noche necesitarías…

Se encogió de hombros y sonrió. Sin embargo, parecía preocupado.

—¡Un ángel de la guarda! Qué detalle tan tierno e inteligente, Lucca. Son preciosas. —Peggy murmuró, admirada, quitándome las alas de las manos al tiempo que empezaba a toquetear el corpiño—. Mirad, he abierto un hueco para insertarlas en el vestido de Kitty, justo aquí. ¡Oh!

Se detuvo y empezó a dar pequeños toques a la malla cubierta de lentejuelas que me rodeaba la cintura.

—Lo siento mucho. Debo de habértelo ajustado demasiado.

Bajé la vista y vi pequeñas manchas de sangre roja y brillante que traspasaban la plateada gasa y manchaban la tela del corpiño justo por encima de mi cintura. Algunos de los cristales cosidos al traje se me habían clavado demasiado a la piel cuando Peggy tiraba de los cordones. Por un momento por mi mente voló la imagen de un petirrojo.

—Fuera, fuera, maldita mancha. —Jenny clavó la mirada en la mancha y sonrió. Peggy contuvo el aliento, soltó los cordones y me tapó los oídos. Quizá las chicas del Gaudy no fuéramos muy leídas, pero sabíamos reconocer a Shakespeare cuando lo oíamos y, sobre todo, sabíamos que jamás debíamos mencionar ni citar la obra escocesa en voz alta a menos que estuviéramos literalmente en escena. E incluso entonces, solo si participábamos de la representación.

—Luces en diez minutos.

El enorme rostro rojo de Fitzy asomó por la puerta. Entró en la habitación, que en ese momento estaba abarrotada, y se frotó las manos.

—Un trabajo fantástico, Peggy. Un palmo de cintura, una preciosidad. Tendremos que pensar en algún modo de recompensarte.

Sentí el estremecimiento de Peggy.

—Vamos, en marcha, Kitty, por la parte de atrás para que nadie pueda verte. Esta va a ser una noche antológica para The Gaudy, lo siento en las venas.

Me agarró la mano y tiró de mí por la puerta hacia el pasillo.

Cuando pasé junto a Jenny, me dijo, muy despacio y alzando ostensiblemente la voz:

—Mucha mierda, cielo.