La jaula debía de medir aproximadamente un metro ochenta de altura por uno veinte de ancho. Era de metal pintado de dorado y tenía entreverados lazos tachonados de diamantes que serpenteaban entre las barras y brillaban a la luz de la lámpara. Digo «tachonados de diamantes» aunque, de hecho, los lazos estaban decorados con joyas de cristal como las que yo cosía a los corpiños de la señora Conway.
—Vamos, adentro, muchacha. Veamos si cabes.
Fitzy inclinó la jaula hacia atrás para que pudiera gatear dentro. No tenía puerta ni tampoco base. Lo que sí tenía era un columpio suspendido con cadenas y sujeto a un gancho atornillado al dosel superior.
Me quedé mirando la jaula sin decir nada.
—Vamos, Kitty. No tengo toda la noche.
Fitzy estaba irritado. Esa noche el espectáculo no había ido bien. Habíamos tenido problemas con un grupo de marineros que desde el gallinero no habían dejado de arrojar cosas a los ricachones de los palcos. Mientras la señora C estaba en escena, metida de lleno en su Serenata del ruiseñor ya al cierre de la primera mitad, una docena de hombres estaban en plena pelea de gallos al fondo del vestíbulo.
Un gran espejo francés había quedado totalmente destrozado y habían volcado una de las barricas de ginebra, lo que provocó que la consumición de toda una noche se colara por la tarima del suelo hasta la bodega.
A pesar de que habíamos cerrado temprano, habíamos tardado un par de horas en reparar los desperfectos. A mí me habían mandado al gallinero.
A la gente le gusta siempre decir que los marineros aguantan bien el licor porque tienen las entrañas bien entrenadas en el mar, pero a juzgar por mi experiencia —después de haber fregado— no hay peor trabajo que el de limpiar el gallinero del Gaudy después de haber tenido allí arriba a un grupo de marineros.
¡Qué olor más nauseabundo!
Bajaba con el tercer cubo lleno de vómitos por la escalera cuando Fitzy se acercó a la parte delantera del escenario. Se protegió los ojos del destello de las candilejas —siempre dejábamos un par encendidas después de un incidente para así poder ver con qué nos tocaba bregar— y estudió la sala con los ojos entrecerrados.
—¿Kitty? ¿Eres tú la del cubo que se mueve por ahí detrás? Tengo que hablar contigo.
Sentí que se me encogía el estómago más que la concha de una ostra. Desde que Lucca y yo habíamos vuelto tarde al Gaudy, no había tenido tiempo para nada salvo sujetar con alfileres y ocuparme en cuerpo y alma del vestuario de la señora C durante el resto de la noche. La señora C no se había tomado excesivamente bien mi ausencia.
La voz de Fitzy, pastosa por la ginebra, volvió a chirriar.
—Vamos, muchacha. Andando.
Fitzpatrick sabe lo que hay que hacer. Te lo contará todo después de la función de esta noche.
Había llegado la hora. Fuera lo que fuera lo que Lady Ginger y Fitzpatrick habían planeado, todo parecía indicar que había llegado mi hora de saberlo. Me di cuenta de que él habría preferido esperar a que hubiera terminado de limpiar para contármelo.
Dejé el cubo en el suelo y apoyé la fregona en una columna trenzada. Cuando llegué al escenario, Fitzy se había retirado a un lado y me esperaba delante de la puerta oculta tras una cortina que comunicaba directamente con la sala con sus oficinas. A juzgar por las manchas oscuras de su chaleco de rayas —prenda que luchaba por contener la consecuencia de su apetito—, era evidente que hasta él se había visto afectado por los altercados de la noche.
Fitzy era un hombre corpulento y normalmente yo hacía lo posible por mantenerme alejada de él. Se rumoreaba que en los viejos tiempos —después del circo y antes de que empezara a trabajar en los music halls— había sido uno de los matones más temidos de las calles, aunque a esas alturas ya solo le gustaba pegar a las mujeres. Entre las chicas del Gaudy gozaba de una no muy buena reputación.
—Por aquí.
Descorrió la deshilachada cortina de terciopelo rojo con la punta del bastón y abrió la puerta. Yo no había estado antes allí y me sorprendió ver que parecía más el salón de una dama que una oficina: estaba lleno de flores, porcelana, cojines y retales de vistosas telas colgando sobre unos biombos. Había hasta un mullido sofá cama cubierto con cojines de borlas desplegado delante de la chimenea.
—Pasa.
Debió de ver mi expresión, porque se echó a reír.
—Nada de eso, muchacha. No eres mi tipo. Demasiado flacucha.
Me empujó por la puerta y se dirigió a la pared del fondo, donde un biombo cubierto de chales y labrado como un dragón chino se alzaba delante de otra puerta.
—Pasaremos por aquí al taller. Necesito que… intentes algo.
Le seguí por un pasillo que llevaba hasta la parte trasera del teatro y desde allí cruzamos el pequeño patio adoquinado hasta los cobertizos donde Lucca solía trabajar con los decorados y los telones de fondo del Gaudy.
Ya era tarde y el frío que impregnaba la niebla que había subido antes desde el río prometía nieve. Fitzpatrick abrió con su llave la enorme puerta y la empujó con un traqueteo, dejando que el olor familiar de la pintura y de la trementina se colara en la noche. El taller estaba oscuro como una de las celdas del Fleet, como le gustaba decir a Abuela Peck, pero Fitzy no tardó en encender un par de lámparas y varias velas, dejando a la vista la gigantesca jaula dorada en el centro del suelo salpicado de serrín. Se acercó entonces a la jaula y la acarició afectuosamente como lo habría hecho con su perro favorito.
—Maravillosa, ¿verdad? Una preciosa obra de artesanía. La Señora, se llama, en lo que bien podríamos describir como un favor de unos amigos de la Fundición de Whitechapel.
Acarició con la punta del bastón uno de los laterales de la jaula y sonó una nota larga y musical.
—Un tono precioso.
Se detuvo, visiblemente admirado, al tiempo que la nota dejaba paso al silencio.
—Llegó el martes en una carreta. La recibimos entrada la noche, y me encargué yo personalmente. No es aconsejable dejar que la competencia vea tu próxima atracción. —Se volvió a mirarme y entrecerró los ojos—. Bien, según tengo entendido, Kitty, la Señora y tú habéis tenido hoy un pequeño tête-a-tête sobre un asunto.
Tragué saliva y asentí. Si había alguien que podía saber lo que había sido de Joey, ese alguien sin duda era Fitzy. A fin de cuentas, era el puño derecho de la Señora. Noté que se me aceleraba el corazón bajo el corpiño.
—Esta tarde, cuando he ido al Palacio, ella, quiero decir la Señora, ha dicho que mi hermano estaba…
—¡Basta!
De pronto la voz de Fitzpatrick sonó muy afilada.
—No quiero oír ni una palabra más sobre ese degenerado.
—Pero tengo que saberlo. La Señora dijo que estaba.
—Muerto… a ojos del mundo, ese joven lo está. Y es una bendición que así sea. Tú, por otro lado, estás muy viva y nos gustaría hacer uso de tu… potencial para asegurarnos de que todas nuestras muchachas del Gaudy y las de nuestros establecimientos hermanos también siguen estándolo. Sé que la Señora ya te ha hablado de esto.
Di un paso atrás. Estaba enfadada por lo que Fitzpatrick había dicho sobre Joey, aunque también aliviada. ¿Entonces estaba vivo? Eso era lo que había querido decir, ¿verdad? No pude contenerme. Aunque el viejo matón podía ser muy hábil con el bastón cuando el humor le superaba, mis palabras salieron a borbotones.
—¿Dónde está, entonces? La Señora me dijo que tenía que ayudarla a encontrar a las chicas si quería volver a ver a Joey. Creo que tengo derecho a saber lo que le ha ocurrido a mi hermano.
En el taller se hizo el silencio durante un momento. No se oía el crujido de las vigas y tampoco las ratas rascando las paredes, algo inusual, porque el lugar estaba infestado de esos sarnosos seres.
Fitzpatrick dio un paso adelante y realmente creí que iba a dejar caer sobre mí el peso del bastón, pero se limitó a sonreír… aunque no fue una sonrisa amistosa.
—Bien. Me gusta la gente con arrestos, y lo mismo les ocurre a los clientes. Esa, Kitty, es una de las razones. La Señora y yo te hemos seleccionado. Pero en lo que hace referencia a tus derechos, creo que pronto entenderás que no tienes mucho que decir al respecto. Tu hermano es propiedad de la Señora, tú eres propiedad de la Señora, yo soy propiedad de la Señora. Todos lo somos. Así son las cosas.
Fitzy desprendía un olor a ginebra con el que vició el aire frío del taller. Vi que se le contraía el párpado derecho al hablar. Todos sabíamos que le gustaba terminar el día con un buen trago de algo fuerte, pero también se decía que últimamente también le gustaba empezar el día así.
El Paraíso nunca había sido un jardín del Edén de color de rosa, pero durante las últimas semanas se había vuelto amargo como el foso de un curtidor. Mientras le miraba, entendí que no era solamente el olor a ginebra lo que desprendía, sino que había algo más. Fitzy apestaba a miedo y eso no me resultó nada tranquilizador.
Estudié atentamente la jaula. La Señora y yo te hemos seleccionado. ¿Para qué?
Inspiré hondo.
—Oiga, yo quiero saber lo que les ha ocurrido a las chicas. Todos queremos saberlo. Alice Caxton… es casi una hermana pequeña para mí y para Peggy. Pero no entiendo qué es lo que se supone que debo hacer. Esto es trabajo para la poli, no para alguien como yo.
Fitzy se echó a reír y noté que me ardían las mejillas.
—Oh, vamos, muchacha, debes de saber a estas alturas que las últimas personas a las que Lady Ginger consultaría son los representantes de la ley. El Paraíso tiene sus propias reglas, así son las cosas. Creí que tu hermano te lo había contado. —Dio un paso más hacia mí—. A ella siempre le han gustado los muchachos guapos, Kitty. Y yo lo fui en su día, ¿puedes creerlo?
Tendió la mano y cogió un rizo que se me había soltado de un moño que llevaba en la nuca. Aparté la cara, evitando el hedor de su aliento, y solté un grito cuando tiró de mí con fuerza.
—Te pareces mucho a él, ¿lo sabías? Pero no te congratules. Jamás se me ocurriría tocarte. No después de…
Se interrumpió y se volvió a mirar a la jaula.
—Si quieres volver a ver a Joseph Peck, será mejor que cumplas las reglas.
Cerré los puños. «No dejes de pensar en Joey», me dije. «Está vivo y esta es tu oportunidad de verle».
Levanté la mirada hacia los diminutos ojos inyectados en sangre de Fitzy.
—Muy bien, ¿qué quiere que haga? ¿Y qué es, exactamente, esa ridiculez?
Me preparé para recibir una bofetada, pero él no pareció advertirlo. Hizo girar el mechón de cabello entre su índice y el pulgar durante un momento, lo soltó y se volvió de espaldas antes de acercarse a la jaula.
Me ajusté más el mantón alrededor de los hombros. Hacía un frío terrible en el taller, pero ese no fue el motivo de que me arrebujara como lo hice. De pronto me asaltó una intensa premonición sobre lo que estaba por llegar.
Fitzpatrick se volvió a mirarme y abrió los brazos con un ademán teatral. Al hacerlo, uno de los brillantes botones puestos a prueba en el pecho de su chaleco salió disparado al suelo, perdiéndose entre tintineos en un sombrío rincón.
—Esta, señorita Kitty, es tu jaula, y cuando hayamos trabajado contigo en tu nuevo número para The Gaudy (un número que, en confianza, predigo que se convertirá en la envidia de todos los music halls de Londres), colgarás a veinte metros sobre las cabezas de nuestro público, seis noches a la semana, y girarás y cantarás para ellos como un pardillo.
¿Soportas bien las alturas?
De pronto las peculiares preguntas de Lady Ginger tuvieron sentido.
—Pero yo no soy actriz, señor Fitzpatrick. No soy más que una costurera. Jamás he pisado un escenario.
—Te he oído cantar, Kitty Peck. Tienes una voz dulce y una buena figura… para aquellos a los que le gustan las de tu tipo. Los chicos me han dicho que no le tienes miedo a la grúa y, por supuesto… —sus gruesos labios se retorcieron hasta esbozar una malvada sonrisa bajo su descolorida barba pelirroja—, tendrás que hacerlo si quieres volver a ver a tu querido hermano. —Escupió estás dos últimas palabras como si su sabor fuera amargo—. Mientras estés suspendida sobre el teatro, cantando hermosas canciones y realizando hermosos números acrobáticos, serás nuestros ojos. Desde tu incomparable atalaya estarás al corriente de las idas y venidas que tendrán lugar en la sala, y no solo en The Gaudy, sino que irás turnándote en todas las demás. Y si ves algo que pueda sernos de ayuda, nos lo comunicarás.
Se volvió hacia la jaula.
—Tendrás que ir con cuidado con la pintura aquí, a la derecha, porque está todavía fresca. He tenido a tu novio pintándola durante estos dos últimos días. A decir verdad, ha hecho un buen trabajo, teniendo en cuenta que es un pobre macarroni. Vamos, sube, muchacha. Probemos si el tamaño es el adecuado.