Trece

Se despertó completamente dolorido; desde hacía un tiempo, dormir en el sofá equivalía a levantarse a la mañana siguiente con los huesos molidos. Sobre la mesa del comedor había una nota de Ingrid.

Duermes como un angelito y, para no despertarte, me voy a duchar a mi casa. Un beso. Ingrid. Llámame.

Estaba a punto de entrar en el cuarto de baño cuando sonó el teléfono. Consultó el reloj: aún no eran las ocho.

Dottore, necesito verlo.

No reconoció la voz.

—Pero ¿quién eres?

—Marzilla, dottore.

—Ven a la comisaría.

—No, señor, a la comisaría no. Podrían verme. Voy a su casa, ahora que está solo.

¿Y cómo sabía que antes estaba en compañía y ahora estaba solo? ¿Es que lo estaba espiando, escondido en las inmediaciones de su casa?

—Pero ¿dónde estás?

—En Marinella, dottore. Justo al otro lado de su puerta. He visto salir a la mujer y lo he llamado.

—Te abro dentro de un minuto.

Se lavó rápidamente la cara y fue a abrir. Marzilla estaba pegado a la puerta como si se estuviera refugiando de una lluvia inexistente y entró esquivando al comisario. A su paso, una vaharada de sudor rancio golpeó las ventanas de la nariz de Montalbano. Marzilla, de pie en el centro de la sala, respiraba afanosamente, como si hubiera efectuado una larga carrera. Tenía la cara amarillenta, los ojos atemorizados y el pelo en punta.

—Estoy muerto de miedo, dottore.

—¿Habrá un desembarco?

—Más de uno simultáneamente.

—¿Cuándo?

—Pasado mañana por la noche.

—¿Dónde?

—No lo sé. Sólo me han dicho que será una cosa muy gorda y que a mí no me concierne.

—Entonces, ¿por qué tienes miedo? Tú no tienes nada que ver…

—Porque la persona que usted sabe me ha dicho que ponga cualquier excusa en el trabajo porque hoy tengo que estar a su disposición.

—¿Te ha dicho para qué?

—Sí, señor. Esta noche a las diez y media me dejarán un coche muy rápido delante de mi casa. Tengo que ir a un sitio muy cerca de cabo Russello para recoger a unas personas y llevarlas a un lugar que una de ellas me dirá.

—O sea, que aún no sabes adónde tienes que llevarlas.

—No, señor, me lo dirá cuando me dejen el coche.

—¿A qué hora has recibido la llamada?

—Esta mañana, un poco antes de las seis. Dottore, debe creerme, he intentado negarme. Le he dicho que nuestro trato era que yo intervendría siempre con la ambulancia… Pero no ha habido manera. Me ha dejado bien claro que, si no obedezco o algo va mal, me matará.

Y rompió a llorar, dejándose caer en una silla. Un llanto que a Montalbano le pareció obsceno, insoportable. Aquel hombre era una mierda. Una mierda temblorosa como un flan. Tenía que aguantarse las ganas de echársele encima y convertirle la cara en un sanguinolento amasijo de piel, carne y huesos.

—¿Qué debo hacer, dottore? ¿Qué debo hacer?

El miedo hacía que le saliera una voz de gallito estrangulado.

—Exactamente lo que te han pedido. Pero, en cuanto te dejen el coche en la puerta de casa, me llamas y me dices la marca, el color y, a ser posible, el número de la matrícula. Y ahora quítate de mi vista. Cuanto más lloras, más ganas me entran de romperte las encías a patadas.

Jamás, ni aunque estuviera moribundo delante de él, le perdonaría la inyección al chiquillo en el interior de la ambulancia. Marzilla se levantó de golpe, aterrorizado, y corrió hacia la puerta.

—Espera. Primero explícame el lugar exacto de la reunión.

Marzilla se lo explicó. Montalbano no lo entendió muy bien, pero como Catarella le había dicho en una ocasión que un hermano suyo vivía por aquella zona, decidió que se lo preguntaría a él. Después Marzilla dijo:

—¿Y usía qué intención tiene?

—¿Yo? ¿Qué intención habría de tener? Tú esta noche, cuando termines, me llamas y me dices adónde has llevado a esas personas y qué pinta tienen.

Mientras se afeitaba, decidió no informar a nadie en la comisaría de lo que le había dicho Marzilla. En el fondo, la investigación del asesinato del pequeño inmigrante era enteramente personal, una cuenta pendiente que difícilmente conseguiría saldar. Sin embargo, necesitaba que le echaran una mano. Entre otras cosas, Marzilla le había dicho que dejarían delante de su casa un coche rápido. Lo que significaba que él, Montalbano, no podría hacer nada. Dadas sus escasas aptitudes como conductor, no conseguiría seguir a Marzilla. Se le ocurrió una idea, pero la descartó. Obstinada, la idea le volvió a la mente, pero él, con la misma obstinación, la volvió a descartar. La idea apareció por tercera vez mientras tomaba un último café antes de salir de casa. Y esta vez cedió.

—¿Dica? ¿Quién habla?

—Soy el comisario Montalbano. ¿Está la señora?

—Tú espera, yo ver.

—¡Salvo! ¿Qué hay?

—Vuelvo a necesitarte.

—¡Eres insaciable! ¿No has tenido suficiente con la noche que acabamos de pasar? —replicó maliciosamente Ingrid.

—No.

—Bueno, si de verdad no puedes resistir, voy ahora mismo.

—No hace falta que vengas ahora. ¿Podrías estar aquí, en Marinella, a las nueve y media de esta noche?

—Sí.

—Oye, ¿tienes otro coche?

—Puedo coger el de mi marido. ¿Por qué?

—El tuyo llama demasiado la atención. ¿El de tu marido es rápido?

—Sí.

—Hasta esta noche entonces. Gracias.

—Espera. ¿Con qué disfraz?

—No entiendo.

—Ayer fui a tu casa como testigo. ¿Y esta noche?

—Con disfraz de ayudante del sheriff. Ya te daré la estrella.

—¡Dottori, Marzilla no ha tilifoniado! —dijo Catarella, levantándose de un salto.

—Gracias, Catarella. Pero tú sigue atento, te lo ruego. ¿Quieres decirles al dottor Augello y a Fazio que vengan?

Como había decidido, sólo les hablaría del desarrollo de los acontecimientos relativos al asunto del muerto nadador. El primero en entrar fue Mimì.

—¿Cómo está Beba?

—Mejor. Finalmente esta noche hemos podido dormir un poco.

A continuación se presentó Fazio.

—Tengo que comunicaros que, por pura casualidad, he conseguido dar una identidad al ahogado —dijo el comisario—. Para ello fue muy importante tu descubrimiento, Fazio, de que en los últimos tiempos había sido visto en Spigonella. Efectivamente, vivía allí. Había alquilado el chalet de la gran terraza sobre el mar. ¿Lo recuerdas?

—¡Cómo no!

—Era capitán de un petrolero y se hacía llamar Ernesto Lococo, Ninì para los amigos.

—¿Cuál era su verdadero nombre? —preguntó Augello.

—Ernesto Errera.

—¡Virgen santísima! —exclamó Fazio.

—¿Como el de Cosenza? —siguió preguntando Mimì.

—Exactamente. Eran la misma persona. Lo siento por ti, Mimì, pero tenía razón Catarella.

—Me gustaría saber cómo has llegado a esa conclusión —lo apremió implacable Augello.

Estaba claro que no acababa de convencerse.

—No he llegado yo, sino mi amiga Ingrid.

Y les contó toda la historia. Cuando terminó de hablar, Mimì se sujetó la cabeza entre las manos, meneándola de vez en cuando.

—Jesús, Jesús —decía a media voz.

—¿Por qué te sorprendes tanto, Mimì?

—No, no es eso, lo que me sorprende es que, mientras nosotros nos rompíamos los cuernos, haya sido Catarella quien haya llegado desde hace tiempo a esta misma conclusión.

—¡Eso quiere decir que jamás has comprendido quién es Catarella! —dijo el comisario.

—Pues no. ¿Quién es?

—Catarella es un niño dentro del cuerpo de un hombre. Por eso razona con la mente de un niño, de un chiquillo de siete años…

—¿Y qué quieres decir con eso?

—Con eso quiero decir que Catarella tiene la fantasía, las ocurrencias y las salidas de un niño. Y, como tal, dice lo que piensa sin el menor reparo. Y a menudo acierta. Porque la realidad que vemos los adultos es distinta de la que ven los niños.

—En resumen, ¿qué hacemos ahora? —terció Fazio.

—Eso mismo quería preguntaros yo a vosotros —dijo Montalbano.

Dottore, si el dottore Augello me lo permite, tomo la palabra. Quiero decir que el asunto no es tan sencillo. Hoy por hoy este hombre, Lococo o Errera, no importa, no consta oficialmente en ninguna parte como víctima de asesinato, ni en la Jefatura Superior ni en la Fiscalía, sino como alguien que se ahogó fortuitamente. Por eso me pregunto: ¿con qué pretexto abrimos un expediente y proseguimos las investigaciones?

El comisario lo pensó un poco.

—Hagamos lo de la llamada anónima —dijo al final.

Augello y Fazio lo miraron con expresión inquisitiva.

—Funciona siempre. Lo he hecho otras veces, estad tranquilos.

Sacó del sobre la fotografía de Errera con bigote y se la extendió a Fazio.

—Llévala enseguida a Retelibera y se la entregas en mano a Nicolò Zito. Dile de mi parte que necesito que emita un llamamiento urgente en el telediario de este mediodía. Tiene que decir que los familiares de Ernesto Lococo están desesperados porque no tienen noticias suyas desde hace dos meses. Vamos, lárgate ya.

Sin decir ni pío, Fazio se levantó y se retiró. Montalbano estudió detenidamente a Mimì, como si en ese momento hubiera descubierto su presencia. Augello, que conocía aquella mirada, se removió molesto en la silla.

—Salvo, ¿qué coño se te está pasando por la cabeza?

—¿Cómo está Beba?

Mimì lo miró perplejo.

—Ya me lo has preguntado, Salvo. Está mejor.

—Por consiguiente, está en condiciones de efectuar una llamada.

—Por supuesto. ¿A quién?

—Al fiscal Tommaseo.

—¿Y qué tiene que decirle?

—Deberá interpretar una escena. Media hora después de que Zito haya mostrado la fotografía en la televisión, Beba tiene que efectuar una llamada anónima al dottor Tommaseo y decirle, en tono histérico, que ella ha visto a aquel hombre, que lo ha reconocido perfectamente, sin lugar a dudas.

—¿Cómo? ¿Dónde? —preguntó molesto Mimì, a quien el hecho de meter a Beba en el asunto no le hacía la menor gracia.

—Mira, tiene que decirle que hace cosa de un par de meses vio a ese hombre en Spigonella. Dos hombres lo estaban moliendo a golpes. En determinado momento consiguió librarse y se dirigió hacia el coche en el que estaba Beba, pero los otros volvieron a cogerlo y se lo llevaron.

—¿Y qué hacía Beba en ese coche?

—Estaba haciendo guarradas con uno.

—¡Venga, hombre! ¡Eso Beba jamás lo dirá! ¡Y a mí tampoco me hace ninguna gracia!

—¡Sin embargo, es fundamental! Tú ya sabes cómo es Tommaseo, ¿no? Las historias de sexo le encantan. Éste es el anzuelo apropiado para él, verás como pica. Es más, si Beba pudiera inventarse algún detalle escabroso…

—¿Pero es que te has vuelto loco?

—Alguna cochinadita…

—¡Salvo, tienes una mente enferma!

—Pero ¿por qué te enfadas? Yo quería decir… no sé, cualquier bobada; por ejemplo, que, como estaban desnudos, no pudieron intervenir…

—Bueno. ¿Y después?

—Después, cuando te llame Tommaseo, tú…

—Perdona, ¿por qué dices que Tommaseo me va a llamar a mí y no a ti?

—Porque esta tarde yo no estaré. Debes decirle que nosotros ya estamos siguiendo una pista, porque habíamos recibido la denuncia de la desaparición, y que necesitamos una orden de registro en blanco.

—¡¿En blanco?!

—Sí, señor, porque yo sé dónde está ese chalet de Spigonella, pero no a quién pertenece ni si vive alguien en él. ¿He hablado claro?

—Clarísimo —dijo Mimì en tono malhumorado.

—Ah, otra cosa, que te den también autorización para interceptar las llamadas que haga o reciba Gaetano Marzilla, domiciliado en Via Francesco Crispi dieciocho, Montelusa. Cuanto antes podamos escuchar sus conversaciones, mejor.

—¿Y qué pinta en todo esto el tal Marzilla?

—Mimì, en esta investigación no pinta nada, pero puede serme útil para un asunto que tengo en la cabeza. Te lo diré con una frase hecha, de las que a ti te gustan: quiero cazar dos pájaros de un tiro.

—Pero…

—Mimì, déjalo estar, si no quieres que el tiro que tenía para los dos pájaros te…

—Entendido, entendido.

Fazio se presentó al cabo de menos de media hora.

—Listo. Zito emitirá el llamamiento en el telediario de las catorce horas y pondrá la fotografía. Le envía saludos.

E hizo ademán de retirarse.

—Espera.

Fazio se detuvo con la certeza de que el comisario seguiría adelante y le diría algo. Sin embargo, Montalbano no habló. Se limitó a mirarlo. Fazio, que lo conocía, se sentó. El comisario lo siguió mirando, pero Fazio sabía que, en realidad, no lo estaba mirando a él: tenía los ojos clavados en él, pero no lo veía, porque su cabeza estaba perdida cualquiera sabía dónde. Y, en efecto, Montalbano se estaba preguntando si no convendría pedirle a Fazio que le echara una mano. Aunque, si le contaba la historia del pequeño inmigrante, ¿cómo se lo tomaría? ¿No le diría que se trataba de una fantasía suya sin ningún fundamento? Pero quizá, contándoselo a medias, conseguiría obtener alguna información sin arriesgarse demasiado.

—Oye, Fazio, ¿tú sabes si en nuestra zona hay inmigrantes clandestinos que trabajan ilegalmente?

Fazio no pareció sorprenderse de la pregunta.

—Hay muchísimos, dottore. Pero no exactamente en nuestra zona.

—¿Pues dónde?

—Donde hay invernaderos, viñedos, huertas, naranjales… En el norte trabajan en la industria, pero aquí, como no la hay, realizan labores agrícolas.

La conversación se estaba volviendo demasiado genérica. Montalbano decidió delimitar el campo.

—¿Hay algún pueblo en nuestra provincia donde existan posibilidades de trabajo para los inmigrantes clandestinos?

—Sinceramente, Dottore, no estoy en condiciones de elaborar una lista exhaustiva. ¿Por qué le interesa?

Era la pregunta que más temía.

—Pues… no sé… por pura curiosidad…

Fazio se levantó, se dirigió a la puerta, la cerró y volvió a sentarse.

Dottore —dijo—, ¿tiene la bondad de contármelo todo?

Y Montalbano cedió y se lo contó todo, desde aquella maldita noche en el muelle hasta su último encuentro con Marzilla.

—En los invernaderos de Montechiaro trabajan más de cien clandestinos. Es posible que el niño se escapara de allí. El lugar donde fue arrollado por el coche se encuentra a no más de cinco kilómetros.

—¿No podrías hacer averiguaciones? —se aventuró a preguntar el comisario—. Pero sin decir nada aquí, en la comisaría.

—Puedo intentarlo —dijo Fazio.

—¿Tienes alguna idea para empezar?

—No sé… podría intentar elaborar una lista de los que les alquilan las casas… ¡qué digo casas!… los establos, los huecos bajo las escaleras, los estercoleros… ¡Los meten en auténticos trasteros sin ventanas! Lo hacen de forma ilegal, y llegan a ganar millones de liras. Pero puede que lo consiga. En cuanto tenga la lista, intentaré averiguar si alguno de estos clandestinos se ha reunido recientemente con su mujer…, no será tarea fácil, ya se lo digo de entrada.

—Lo sé. Y te lo agradezco.

Pero Fazio no se levantó de la silla.

—Y esta noche, ¿qué?

El comisario lo comprendió al vuelo, pero puso cara de inocente angelito.

—No entiendo.

—¿Adónde irá Marzilla a las diez y media?

Montalbano se lo dijo.

—Y usted, ¿qué hará?

—¿Yo? ¿Qué quieres que haga? Nada.

Dottore, ¿no tendrá pensado algo?

—¡No, hombre, no, quédate tranquilo!

—¡En fin! —dijo Fazio, levantándose.

Una vez en la puerta, se detuvo y se volvió.

Dottore, si quiere, esta noche la tengo libre y…

—¡Pero qué pesado eres! ¡Qué manía!

—Como si yo no conociera a usía —murmuró Fazio abriendo la puerta para retirarse.

—¡Enciende enseguida la televisión! —le ordenó a Enzo nada más entrar en la trattoria.

El hombre lo miró sorprendido.

—¡No puedo creerlo!… Cuando está encendida, quiere que la apaguemos, y ahora que está apagada, quiere que la encendamos.

—Puedes quitarle el sonido, si quieres —dijo Montalbano, haciendo una concesión.

Nicolò Zito cumplió la promesa. En un momento del telediario (colisión entre dos camiones, derrumbamiento de un edificio, un hombre con la cabeza abierta sin que nadie supiera qué le había ocurrido, un coche incendiado, un cochecito de niño volcado en medio de la calzada, una mujer que se arrancaba los cabellos, un obrero caído desde un andamio, un sujeto víctima de un disparo en un bar), apareció la fotografía de Errera con bigote, lo que significaba vía libre para la escena que debería interpretar Beba. Sin embargo, el efecto de aquellas imágenes fue que se le pasó el apetito. Antes de regresar al despacho, dio un paseo de consolación hasta el faro.

La puerta golpeó contra la pared descascarillando el revoque, Montalbano se sobresaltó y apareció Catarella. Ritual cumplido.

—¡Catarella!… ¡El día menos pensado provocarás el derrumbe de todo el edificio!

—Pido comprensión y perdón, Dottori, pero es que, cuando me encuentro delante de su puerta cerrada, me emociono y se me va la mano.

—Pero ¿qué es lo que te emociona?

—Todo lo que se relaciona con usía, dottori.

—¿Qué querías?

—Ha llegado Poncio Pilato.

—Hazlo entrar. Y no me pases ninguna llamada.

—¿Ni siquiera del señor jefe superior?

—Ni siquiera de él.

—¿Ni siquiera de la señorita Livia?

—Catarè, no estoy para nadie. ¿Lo quieres entender o te lo hago entender yo?

—Lo he entendido, dottori.