Encontraron a Mimì Augello esperándolos a la entrada de la comisaría; tenía la cara de alguien que no ha pegado ojo en toda la noche.
—¿Cómo está el crío?
—Ahora mejor.
—Pero ¿qué tenía?
—Una tontería magnificada por Beba.
—Vamos a mi despacho.
—Ah. Quería deciros que acaban de llamar del hospital: Lapis ha muerto.
—Bueno pues… —empezó Montalbano nada más sentarse—. Tenemos que recuperar el asunto de La Buena Voluntad. Os había pedido que me facilitarais la mayor cantidad de información posible acerca de…
—Guglielmo Piro, Michela Zicari, Anna Degregorio, Gerlando Cugno y Stefania Rizzo —enumeró Fazio de memoria—. Estaba también Tommaso Lapis, pero hemos de tacharlo de la lista por fuerza mayor.
—Ahora ya no tenemos tiempo que perder con los datos. Debemos pasar a los hechos. Quiero verlos uno por uno a partir de ya mismo. El primero de la lista ha de ser el querido cavaliere Guglielmo Piro.
—Un momento —dijo Mimì—. ¿No tendríamos que informar al ministerio público?
—Tendríamos, pero no lo haremos.
—¿Por qué?
—Porque en un noventa y nueve por ciento, Tommaseo encontrará una serie de pegas para hacernos perder el tiempo.
—Pues perdámoslo. Lo esencial es que no nos bloquee.
—Mimì, en primer lugar, tengo mucha prisa. Y en segundo, mucho me temo que alguno de sus jefes obligue a Tommaseo a bloquearnos.
—¿Por qué tienes tanta prisa?
—Cosas mías.
Mimì se levantó, hizo una reverencia y volvió a sentarse.
—Ante una explicación tan exhaustiva de tus motivos —dijo—, me considero plenamente satisfecho. O sea, ¿que tú crees en la existencia de una relación entre el homicidio de Lapis y el de la chica tatuada?
—Me parece evidente.
—¿Y de dónde sale esa evidencia?
—Del hecho de que el disparo que mató a Lapis siguió exactamente la misma trayectoria que el que mató a la chica.
—Habrá sido una casualidad.
—No, Mimì; es un mensaje. Muy claro para quien quiera leerlo. Para quien no quiera leerlo es sólo una casualidad, tal como dices.
—¿Y qué dice el mensaje?
—«He matado a este hombre de la misma manera en que él hizo que mataran a aquella chica».
—Pero quizá…
—Mimì, me estás haciendo perder demasiado tiempo. Ánimo, Fazio, ponte en marcha. Y por favor, Mimì, échale tú también una mano.
Ya eran las dos. Intentó llamar a Livia de nuevo. Nada, la habitual grabación de una voz femenina. Sonó el teléfono. ¿A que era ella? Estaba dispuesto a pedirle perdón, poniéndose incluso de rodillas en presencia de toda la comisaría.
—¡Ah, dottori! Hay uno que dice que se llama Dona Antonio y que quiere hablar con usía personalmente en persona.
Jamás en su vida había conocido a ningún Antonio Dona. Pero ordenó que se lo pasaran.
—Soy don Antonio, ¿me recuerda?
¡Vaya si lo recordaba! ¡El cura boxeador!
—Dígame.
—Voy hacia su despacho con Katia.
—¿Dónde se encuentra en este momento?
—He recorrido tres cuartas partes del camino.
Pero si Katia acudía a la comisaría, igual se tropezaba con alguien de La Buena Voluntad.
—Oiga, padre, ¿usted conoce Marinella?
—Pues claro.
—Quizá será mejor que nos reunamos allí. Hay un bar donde a esta hora no habrá nadie. Lo verá enseguida; tiene un rótulo de gran tamaño.
Catarella lo vio pasar por delante como un rayo.
Katia Lissenko era una chica preciosa. Las formas de su compacto cuerpo impecablemente diseñado casi estallaban a pesar de estar escondidas en el interior de unos anchos vaqueros y un grueso jersey deformado. Se comprendía que el pobre Graceffa hubiera perdido la cabeza.
—Katia ha decidido hablar con usted nada más enterarse de que habían disparado a Tommaso Lapis. Y por el camino hemos sabido que ha muerto —empezó don Antonio.
—Una advertencia —dijo Montalbano—. Usted, Katia, ¿desea que esta reunión se mantenga en privado o está dispuesta a declarar ante un tribunal?
Katia intercambió una mirada con don Antonio.
—Estoy dispuesta a declarar.
—Pero hasta que llegue el momento —terció el sacerdote—, es mejor que se quede con nosotros. Katia ha conocido a un buen chico que la hospeda en su casa. Se quieren. Comisario, yo no me fío de lo que pueda ocurrir.
—Tiene toda la razón. Pues entonces, Katia, ¿empiezo con las preguntas?
—Sí.
—¿Por qué la mariposa tatuada?
—En Chelkovo, la agencia a la que me dirigí para emigrar tenía esa costumbre. Puesto que nos íbamos en pequeños grupos, en general de cuatro o cinco chicas, a cada grupo le hacían un tatuaje distinto.
—Una especie de marcado.
El bello rostro de Katia se entristeció.
—Sí. Como a las bestias. Nosotras, para ellos, éramos como bestias de carga. Y necesitábamos trabajo para ayudar a nuestras familias, que lo habían vendido todo. Habíamos pasado momentos terribles en Rusia. Nos hacían aprender un poco de baile y nos enviaban a clubes nocturnos italianos. Nuestro grupo era de cuatro, como las alas de la mariposa tatuada.
—¿Cuánto ganaban por término medio en los clubes nocturnos?
—Lo que ganábamos era para saldar la deuda con la agencia de Chelkovo, que en Italia se encargaba de facilitarnos también un apartamento en común. Para ganar el dinero suficiente para poder enviar algo a casa, teníamos que irnos con los clientes después del cierre del local. —Se ruborizó.
—Comprendo. ¿Dónde conoció a Tommaso Lapis?
—En un club nocturno de Palermo. Antes habíamos estado en Viareggio, Grosseto y Salerno. Lapis habló sobre todo con Sonia. Varias veces. Hasta que un día que estábamos todas en casa, Sonia nos dijo que Lapis le había propuesto trasladarnos a todas a Montelusa, donde una organización benéfica se haría cargo de nosotras y nos encontraría trabajo como cuidadoras, empleadas del hogar y mujeres de la limpieza.
—¿Y quién saldaría la deuda con la agencia?
—Lapis nos dijo que no nos preocupáramos, que él lo arreglaría con la participación de sus amigos.
Mafiosos, evidentemente.
—El caso es —prosiguió Katia— que nuestras familias en Rusia no sufrieron represalias. Porque con eso nos amenazaban siempre los de la agencia: si una de vosotras se escapa, la que lo pagará será su familia.
—En resumen, aceptaron la propuesta de Lapis.
—Sí. Pero Lapis quiso que nos presentáramos en La Buena Voluntad diciendo que habíamos ido allí voluntariamente, no por consejo suyo. Y nos ordenó que no acudiéramos todas juntas.
Estaba claro: Lapis no quería aparecer personalmente como inspirador y organizador del grupo.
—¿Por qué, a su llegada, tanto usted como Irina estaban tan aterrorizadas?
—¡¿Nosotras?! —dijo Katia perpleja.
Por lo visto, había sido una nota de color añadida por el cavaliere Piro.
—¿Después de ustedes dos llegó Sonia?
—Sí.
—¿Por casualidad la cuarta del grupo era Zin?
—Zinaida Gregorenko. Sí.
—¿Por qué ella no fue a La Buena Voluntad?
Katia lo miró sorprendida.
—¡Cómo que no! ¡Fue la cuarta en llegar!
Pero el cavaliere Piro no se lo había dicho. Lo cual significaba que el cavaliere estaba metido en el asunto hasta el cuello.
—¿Y después qué ocurrió?
—Ocurrió que al día siguiente, cuando todas estábamos juntas, Lapis nos llamó aparte y nos dijo lo que tenía pensado. En las casas adonde iríamos a trabajar, debíamos tener los ojos muy abiertos y comprobar si había joyas o dinero. Después, en el momento oportuno, robarlo todo y desaparecer. A continuación, él se encargaría de cambiarnos de pueblo y de colocar las cosas. A la que cometía el robo, le tocaba la cuarta parte de las ganancias.
—¿Aceptaron?
—Sonia enseguida. Pero creo que ya se había puesto de acuerdo con él antes de irse del club nocturno. Después dijeron que sí Irina y Zin. Yo también acepté.
—¿Por qué?
—¿Adónde podía ir sin las otras? Era importante estar juntas. Pero me prometí escapar a la primera ocasión. Lo hice y jamás robé nada. Después Zin también lo dejó, pero por otros motivos.
—¿Cuáles?
—Se enamoró y se fue a vivir con su novio.
—¿Y Lapis cómo se lo tomó?
—Mal. Pero no pudo hacer nada. Porque el hombre que estaba con Zin, un peligroso delincuente, amenazó con contárselo todo a la policía.
—Cuando en la televisión hablaron de la chica encontrada en el vertedero, ¿comprendió usted enseguida que se trataba de Sonia?
Katia puso unos ojos como platos.
—¡¿Sonia?!
—¿No es ella?
—No; ¡es Zin la asesinada!
Esa vez el turno de abrir los ojos le tocó a Montalbano.
—Pero ¿Zin no estaba ya fuera?
—Lo estaba. Pero necesitaba dinero para pagar al abogado de su novio, que había ido a parar a la cárcel. Y Lapis lo aprovechó para convencerla de que regresara con él. Hizo que la contratara una empresa de limpieza. Zin recibió el encargo de limpiar también el apartamento del comerciante y entonces se dio cuenta de que en la casa, sobre todo el sábado por la noche, había mucho dinero. Pero Zin puso una condición: que después de aquel trabajo, Lapis desaparecería. Pero en cambio…
Dos gruesas lágrimas se le escaparon de los ojos. Don Antonio le puso la mano en el hombro un momento.
—Pero ¿usted cómo se las ha arreglado para saber todo eso?
—De vez en cuando llamo a Sonia.
—Perdone, pero Sonia podría descubrir la procedencia de la llamada.
—Para hablar con ella utilizo siempre teléfonos públicos.
De momento, no tenía más preguntas. Lo que había averiguado bastaba y sobraba.
—Oiga, señorita, le estoy inmensamente agradecido por lo que me ha dicho. Si la necesitara todavía como…
—Llámeme a mí —dijo don Antonio—. Y permítame una petición.
—Dígame.
—Envíe también a la cárcel a esos canallas de La Buena Voluntad. Ensucian con sus actos el trabajo limpio de miles de honrados voluntarios.
—Es lo que intentaré hacer —contestó el comisario levantándose.
Katia y don Antonio también se levantaron.
—Te deseo una vida tranquila y feliz —le dijo Montalbano a Katia. Y la abrazó.
Pero antes de salir del bar, llamó a Livia desde el teléfono del local. Nada.
Catarella volvió a verlo pasar como el consabido rayo.
—Ah, dott…
—¡No estoy, no estoy!
Ni siquiera se sentó a su escritorio. De pie, llamó de nuevo a Livia. La misma respuesta grabada. Llegó a la conclusión de que Livia, después de esperarlo en vano, habría regresado a Boccadasse. Desconsolada, tal vez desesperada. ¿Qué noche pasaría sola en Boccadasse? Pero ¿qué hombre de mierda era Salvo Montalbano, que la dejaba de aquella manera? Entonces buscó una hoja en un cajón, la cogió, tomó el teléfono directo y marcó un número.
—¿Comisaría de Punta Raisi? ¿Está el dottor Capuano? ¿Me lo pasa? Soy el comisario Montalbano.
—¿Qué hay, Salvo?
—Capuà, tienes que encontrarme una plaza para el vuelo de las siete de esta tarde a Génova. También tienes que sacarme el billete.
—Espera.
Tabla del seis. Seis maldiciones. Tabla del siete. Siete maldiciones. Tabla del ocho. Ocho maldiciones.
—¿Montalbano? Hay plaza. Te mando sacar el billete.
—Decir que eres un ángel es poco, Capuà.
En cuanto colgó, entraron Fazio y Augello respirando afanosamente.
—Catarella nos ha dicho que habías regresado y entonces… —empezó Mimì.
—¿Qué hora es? —lo interrumpió Montalbano.
—Casi las cuatro.
Tenía una hora escasa a su disposición.
—Los hemos convocado a todos —dijo Fazio—. Guglielmo Piro estará aquí sobre las cinco en punto y después vendrán los demás.
—Ahora escuchadme bien, porque en cuanto termine de hablar, la investigación pasará a vuestras manos. A las tuyas, Mimì, y las de Fazio.
—¿Y tú qué haces?
—Yo desaparezco, Mimì. Y que no se os ocurra tocarme los cojones buscándome, porque, aunque consiguierais encontrarme, no hablaré con vosotros. ¿Está claro?
—Clarísimo.
Y Montalbano les contó lo que le había dicho Katia.
—Es evidente —concluyó— que el cavaliere Piro estaba conchabado con Lapis. Y también es evidente que Lapis ha sido asesinado por venganza. Había obligado a Zin a volver a robar, pero entonces Morabito dispara contra la chica. Y el amante de Zin, que al parecer estaba locamente enamorado de ella, mata a su vez de un disparo a Lapis.
—No será fácil descubrir el nombre del asesino —repuso Augello.
—Te lo digo yo, Mimì. Se llama Peppi Cannizzaro. Con antecedentes penales.
Fazio y Augello lo miraron estupefactos.
—Sí, pero… será difícil encontrarlo.
—Hasta te doy la dirección, Mimì: via Palermo dieciséis, de Gallotta. ¿Quieres que te diga también qué número calza?
—¡Pues no! —saltó—. Tienes que decirnos cómo has hecho para…
—Cosas mías.
Mimì se levantó, hizo una reverencia y volvió a sentarse.
—Sus explicaciones nunca dejan espacio para la duda, maestro.
Sonó el teléfono.
—¡Ah, dottori, dottori! ¡Ah, dottori, dottori!
La cosa era grave.
—¿Qué ocurre, Catarè?
—¡Tilifonió el siñor jefe superior! Desde Roma tilifonió.
—¿Y por qué no me lo has pasado?
—Porque a mí sólo me dijo que le dijera a usía que quiere encontrarlo de manera absolutamente absoluta a las cinco y cuarto en punto que él vuelve a llamar desde Roma.
—En cuanto llame, me lo pasas. —Miró a Fazio y Augello—. Era el jefe superior desde Roma. Volverá a llamar a las cinco y cuarto.
—¿Qué quiere? —preguntó Mimì.
—Nos rogará que manejemos el asunto con mucha prudencia. Es una cuestión explosiva. Oye, Fazio, ¿está Gallo?
—Está aquí.
—Dile que llene el depósito de un coche de servicio. La gasolina la pago yo. Y que se mantenga preparado.
Fazio se levantó y salió.
—No me convence —dijo Mimì.
—¿Qué?
—La llamada del jefe superior. Ése nos lo quita de las manos.
—Mimì, si eso ocurre, ¿qué le vamos a hacer?
Augello lanzó un profundo suspiro.
—Hay veces en que me gustaría ser don Quijote.
—Hay una diferencia sustancial, Mimì. Don Quijote creía que los molinos de viento eran monstruos, mientras que éstos son monstruos de verdad y se hacen pasar por molinos de viento.
Regresó Fazio.
—Todo arreglado.
No les apetecía hablar. A las cinco Catarella anunció por teléfono que había llegado el señor Giro.
—Debe de ser Piro —dijo Fazio—. ¿Qué hago?
—Hazlo pasar al despacho de Mimì. Y haz esperar a ese desvergonzado.
A las cinco y cuarto sonó el teléfono.
—¡Ah, dottori, dottori!
—Pásamelo —dijo Montalbano poniendo el altavoz—. Buenos días, señor jef…
—¿Montalbano? Escúcheme con atención y no conteste. Estoy en Roma con el subsecretario y no tengo tiempo que perder. Me han informado de lo que está ocurriendo por ahí. Entre otras cosas, usted ni siquiera ha advertido al dottor Tommaseo de la precipitada convocatoria del dirigente de La Buena Voluntad. A partir de este preciso instante, la investigación pasa al jefe de la brigada móvil dottor Filiberto. ¿Está claro? Usted ya no debe encargarse de este caso. De ninguna manera y en ninguna forma. ¿Entendido? Adiós.
—Tal como queríamos demostrar —comentó Augello.
Sonó el otro teléfono.
—¿Quién puede ser? —se preguntó el comisario.
—El Papa, que te excomulga —dijo Mimì.
El comisario levantó el auricular.
—¿Sí? —respondió en tono circunspecto.
—¿Montalbano? Todavía no hemos tenido ocasión de conocernos; soy Emanuele Filiberto, el nuevo jefe de la brigada móvil. ¿A qué fase había llegado tu investigación?
—A la fase que tú quieras.
—¿O sea?
—Por ejemplo, ¿quieres que te diga que conozco el nombre y apellido de la chica asesinada?
—¿Por qué no?
—¿Quieres que te diga que Tommaso Lapis era el jefe de una banda de ladronas?
—¿Por qué no?
—¿Quieres que te diga el nombre del asesino de Lapis?
—¿Por qué no?
—¿Quieres que te hable de las conexiones entre Lapis y una organización benéfica llamada La Buena Voluntad, que tiene unos protectores situados muy pero que muy arriba? ¿O bien me callo y ya no te digo nada más?
—¿Por qué me ofreces callar en el momento más interesante?
—Porque hace poco me ha llamado el jefe superior desde Roma.
—A mí también.
—¿Qué te ha dicho?
—Que actúe con prudencia.
—¿Y nada más?
—Nada más. La relación con la organización benéfica me interesa de una manera muy especial. Ya no podemos tomárnoslo a la ligera. ¿Has oído Retelibera?
—No. ¿Qué ha hecho?
—Está armando un escándalo a este respecto, acerca de los líos de ese tal Piro. En dos horas ya ha sacado en antena dos ediciones especiales.
—Pues entonces, ahora mismo va a tu despacho mi subcomisario, el dottor Augello, que lo sabe todo.
—Lo espero.
Montalbano colgó y miró a Fazio y Mimì, que lo habían oído todo.
—A lo mejor, puede que todavía haya un juez en Berlín —dijo levantándose—. Mimì, llévate contigo al cavaliere Piro. Una muestra de amistad a Filiberto. Adiós, muchachos. Nos vemos dentro de unos días.
Gallo lo esperaba en el pasillo.
—¿Podrás llegar a Punta Raisi en cuestión de una hora?
—Poniendo la sirena, sí, señor.
Fue peor que en Indianápolis. Gallo tardó cincuenta y ocho minutos y catorce segundos.
—¿No llevas equipaje? —le preguntó Capuano.
Montalbano se dio un fuerte manotazo en la frente. Había olvidado la maleta en su coche.
En cuanto estuvo en el aire, le entró un voraz apetito.
—¿Hay algo para comer? —suplicó.
La azafata le llevó un paquete de galletas. Se las arregló con eso.
Y después empezó a repasar las palabras que diría para lograr el perdón de Livia. La tercera vez que las repitió, le parecieron tan convincentes, tan conmovedoras, que poco faltó para que le asomaran las lágrimas a los ojos.
Pegó la oreja a la puerta del apartamento de Livia mientras el corazón le latía tan ruidosamente como para despertar a toda la casa. Pom-pom, pom-pom, pom-pom. Se notaba la boca seca; tal vez como consecuencia de la emoción, tal vez como consecuencia de las galletas. No se oía nada al otro lado de la puerta. La televisión no estaba encendida, silencio absoluto. A lo mejor Livia ya se había ido a dormir, cansada y enfurecida por el viaje en vano. Entonces pulsó el timbre con un dedo que le temblaba levemente. Nada. Volvió a pulsar. Nada.
Desde el primer año juntos, ambos se habían intercambiado las llaves de sus domicilios respectivos y las llevaban siempre consigo.
La sacó, abrió y entró.
Y enseguida comprendió que Livia no estaba, que después de la salida matutina ya no había regresado a su apartamento. Lo primero que vio fue el móvil encima de la mesita del recibidor. Lo había olvidado, por eso no contestaba a sus llamadas.
¿Y ahora? ¿Adónde se había ido? ¿Cómo hacía para encontrarla? ¿Por dónde empezaba la búsqueda? Se entristeció; el cansancio lo asaltó de golpe e hizo que las piernas se le ablandaran tanto como si fueran de requesón. Se dirigió al dormitorio y se tumbó. Cerró los ojos. E inmediatamente volvió a abrirlos porque el teléfono de la mesilla empezó a sonar.
—¿Diga?
—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¡Había adivinado que eras tan estúpido y tan imbécil que te irías a Boccadasse!
Era Livia, furiosísima.
—¡Livia! ¡No sabes lo que te he buscado! ¡Casi me he vuelto loco! ¿Desde dónde llamas? ¿Dónde estás?
—Al ver que no llegabas, cogí el autocar. ¿Dónde quieres que esté? ¡En Marinella! ¿Ves cómo por empeñarte en hacerlo todo a tu manera acabas armando un follón que…?
—Oye, Livia, si tú no te hubieras olvidado el móvil aquí, yo…
Y volvieron a enzarzarse en una de aquellas preciosas peleas de antaño.