Todo se podía decir de Carlo Di Nardo, menos que fuera celoso de su trabajo.
Recibió a Montalbano con los brazos abiertos en su despacho de la Jefatura de Montelusa; por si fuera poco, ambos habían sido compañeros de curso y se tenían simpatía.
—¿A qué debo el placer?
Montalbano le explicó lo que quería.
—Aquí en Montelusa no tienes más que buscar en tres sitios: en la fábrica de pinturas Arena, que es proveedora de media isla, en la tienda de las hermanas Disberna y en la de Costantino Morabito, o por lo menos en lo que queda de ella. Por lo que me ha parecido comprender, tú piensas que la chica, al caer tras haber recibido el disparo, se manchó con purpurina. ¿Es así?
—Así es.
—Pues yo descarto que las hermanas Disberna hayan podido disparar contra cualquier ser vivo, ni siquiera contra una hormiga. Además, el negocio lo atienden ellas mismas, que tienen setenta y tantos años cada una, con la ayuda de una sobrina de cincuenta y pico. No creo que sea el caso. En cambio, la fábrica de pinturas es grande y tendrías que echarle un vistazo.
—¿No me dices nada de la tienda de Morabito?
—A ése lo he dejado para el final. En primer lugar, el incendio ha sido provocado, a ese respecto no cabe la menor duda. Sólo que se ha utilizado una técnica distinta.
—¿O sea?
—¿Tú sabes cómo se incendian las tiendas de los que no quieren pagar el pizzo? Raras veces los incendiarios entran en el local: se limitan a arrojar gasolina a través de una ventana abierta o a verterla por debajo de la persiana metálica o la puerta. En el noventa por ciento de los casos en que el incendiario entra en el local, resulta quemado más o menos gravemente.
—¿Aquí, en cambio, el fuego se prendió desde dentro?
—Exactamente. Y no se han registrado roturas de persianas metálicas, puertas o ventanas. Ésta es también la opinión del ingeniero Ragusano del cuerpo de bomberos.
—En definitiva, ¿tú te inclinarías más bien por una hipótesis que implicara al propio Morabito?
—¡Pero qué diplomático te has vuelto con la edad, Montalbà! Locascio, el del seguro, también cree que ha sido Morabito.
—¿Para cobrar el dinero de la póliza?
—Eso es lo que él cree.
—¿Y tú no?
—La posición económica de Morabito es muy desahogada. Si ha pegado fuego a su tienda, habrá sido por otro motivo. Ese hombre esconde algo. Tenía previsto intentar descubrirlo mañana, pero has aparecido tú. ¿Qué quieres hacer ahora?
—Quisiera echar un vistazo a la tienda.
—No hay problema. Te acompaño. ¿Vienes tú también, Fazio?
La tienda de pinturas no había sido una verdadera tienda de pinturas. Se llamaba Fantasía con muy poca fantasía y era una especie de supermercado donde se vendían toda suerte de artículos relacionados con el hogar, desde azulejos para el cuarto de baño a alfombras, desde ceniceros a arañas de cristal. Una importante sección, la que había sido incendiada y de la cual no quedaba prácticamente nada, estaba dedicada a las pinturas: quien tuviera el capricho de pintarse el dormitorio de amarillo paja con cuadraditos verdes, y el comedor rojo fuego, encontraba allí todo lo que necesitaba; pero el que se dedicaba a pintar cuadros podía elegir también entre miles de tubitos de colores al óleo, al temple o acrílicos. Desde aquella sección se podía acceder a través de una escalera interior al apartamento donde vivía el propietario, el señor Costantino Morabito. Como es natural, al apartamento también se accedía a través de una puerta que daba a la calle; la escalera interior sólo era una comodidad que le servía a Morabito para abrir o cerrar el establecimiento desde dentro.
Di Nardo contestó a todas las preguntas del comisario, que fueron muchas.
—Quisiera hablar con Morabito —dijo Montalbano mientras regresaban a Jefatura.
—No hay problema —repitió Di Nardo—. Se ha ido a vivir a casa de su hermana porque el apartamento podía amenazar ruina. Los bomberos quieren efectuar un control.
—Hablando de controles, ¿quién controla la zona? ¿A quién se paga el pizzo?
—A los hermanos Stellino. En mi opinión, deben de estar cabreadísimos porque les atribuirán este incendio a pesar de que tal vez no han tenido nada que ver.
—Ésa podría ser una buena excusa para poner nervioso a Morabito. ¿Dónde puedo hablar con él?
—En mi despacho; yo tengo que ir a hacer otra cosa. Pongo a tu disposición al inspector Sanfilippo, que lo sabe todo.
—Si Morabito no necesitaba dinero, ¿por qué tendría que incendiar la tienda? —preguntó Fazio cuando ambos se quedaron solos. Y añadió—: El dottor Di Nardo nos ha dicho que Morabito no está casado, no es aficionado al juego, no tiene mujeres, no gasta sin freno, pues más bien es tacaño, no tiene deudas… ¿Por qué descartar que se deba a un impago del pizzo?
—Una vez vi una película americana, una comedia —dijo Montalbano pensativo—, donde se contaba la historia de uno que se lleva a casa a una puta aprovechando que su esposa se ha ido a pasar el día con su madre. En el momento de irse, cuando faltan tres horas para el regreso de la mujer, la puta no encuentra las bragas. Busca que te busca, pero nada. La puta se va. El hombre, sabiendo que tarde o temprano su esposa descubrirá las malditas bragas, va y prende fuego a la casa. ¿No te parece una buena razón?
—¡Pero Morabito no está casado!
—Claro que no es lo mismo. Pero yo me preguntaba: ¿y si el incendio hubiera servido para esconder otra cosa?
—¿Y qué puede ser?
—Un casquillo, por ejemplo.
—¿Qué hacemos?
—Dile a Sanfilippo que vaya a buscar a Morabito. Y te lo advierto: dame cuerda porque voy a hacer mucha comedia.
Costantino Morabito era un cincuentón desaliñado, con la cara afeitada a la buena de Dios, el cabello despeinado y ojeras. Estaba extremadamente nervioso y se movía a sacudidas. Se sentó en el borde de la silla, sacó un pañuelo del bolsillo y lo mantuvo en la mano.
—Ha sido un golpe muy duro, ¿eh? —le dijo Montalbano tras haberse presentado.
—¡Todo se ha perdido! ¡Todo! El humo lo ha alcanzado todo, incluso lo que había en las otras secciones, ¡y lo ha estropeado todo! ¡Un daño inmenso! ¡Estoy destrozado!
—Pero en medio de la desgracia, usted ha tenido suerte.
—¿Qué suerte, perdone?
—La de no haber perdido la vida.
—¡Ah, sí! ¡San Gerlando me ayudó! ¡Ha sido un verdadero milagro, señor comisario! ¡Las llamas estuvieron a punto de alcanzar el piso de arriba, donde yo me encontraba, y de asarme a la parrilla!
—Oiga, ¿quién se dio cuenta del incendio?
—Yo. Noté un fuerte olor a quemado y…
—Yo también lo noto —lo interrumpió Montalbano.
—¿Ahora? —preguntó perplejo Morabito.
—Ahora.
—¿Y de dónde?
—Lo noto procedente de usted. ¡Qué raro!
Se levantó, rodeó el escritorio, se situó al lado de Morabito, le puso la nariz a cinco centímetros de distancia y empezó a olfatearlo desde el cabello al pecho.
—Ven a oler tú también.
Fazio se levantó, se situó al otro lado e imitó al comisario. Sorprendido, Morabito permaneció inmóvil.
—Algo se nota, ¿verdad?
—Sí —dijo Fazio.
—¡Pero yo me he lavado! —protestó Morabito.
—Se tarda tiempo en lograr que desaparezca, ¿sabe?
Regresaron a sus asientos.
—Siga, señor Morabito.
—Noté un fuerte olor, abrí la puerta que da a la sala y el humo me asfixió. Entonces llamé a los bomberos, que llegaron enseguida. ¿Usted sabe cómo arden las pinturas?
—¿Qué estaba haciendo usted?
—Estaba a punto de irme a dormir. Ya pasaba de la medianoche. Había estado viendo un poco la televisión…
—¿Qué daban?
—No me acuerdo.
—¿No recuerda ni siquiera el canal?
—No, pero…
—Diga, diga.
—Disculpe, comisario, yo ya se lo he contado todo a un compañero suyo, al jefe de bomberos, al del seguro… ¿Usted qué tiene que ver con esto?
—Mi compañero Fazio y yo formamos parte de una brigada especial creada por el señor jefe superior. Especialísima. Nos ocupamos de incendios provocados, atribuibles al impago del pizzo. —Se levantó repentinamente y se puso a dar voces—: ¡Así no se puede seguir! ¡Los honrados comerciantes como usted ya no tienen por qué someterse a las horcas caudinas que impone la mafia! ¡Hemos aguantado cuarenta años y ahora se acabó!
Se sentó y se felicitó a sí mismo, tanto por lo de las horcas caudinas como por la cita mussoliniana. Hasta Fazio lo contempló con admiración.
Costantino Morabito, impresionado primero por lo del olor y después por la fanfarronada, se tragó aquel embuste cual agua fresca y se puso muy nervioso.
—Hay que… descartarlo.
—¿A qué se refiere?
—Al impago…
—¿Usted paga el pizzo con regularidad?
—No… no se trata de pagar o no pagar. Estoy seguro de que la causa del incendio no es la que usted cree.
—¿No? ¿Y cuál es la que cree usted?
—Que no se trata de un incendio provocado.
—¿Pues qué ha sido?
—A lo mejor un cortocircuito.
—Antes de mandarlo llamar, he estado hablando con el ingeniero Ragusano. Él descarta un cortocircuito.
—¿Por qué?
—Porque se ha localizado el punto en que se inició el incendio. Y por allí no pasa nada que tenga que ver con la electricidad.
—Pues entonces ha sido autocombustión.
—Ragusano también la descarta por una cuestión de temperatura. Y se hace unas cuantas preguntas.
—A mí no me las ha hecho.
—Todavía no, pero ya se las hará.
Ahí quedaba bien una risita un tanto siniestra que le salió bordada. Se mereció otra mirada de admiración de Fazio y un vistazo desconcertado de Morabito.
—¡Se las hará, vaya si se las hará!
Otra risita mefistofélica.
—¿Quiere saber alguna?
—Oigámosla —dijo Morabito, secándose el sudor que le brillaba en la frente.
—El incendio se inició en un punto concreto, exactamente al pie de la escalera interior. Donde no tendría que haber material inflamable, cuyos restos, en cambio, han encontrado los bomberos precisamente allí. Ragusano me ha dicho que esos materiales habían sido amontonados formando una pequeña pira. ¿Quién los puso allí?
—Y yo qué sé. Cuando cerré la tienda, al pie de la escalera no había nada.
—¿No puede aventurar una suposición?
—¿Qué quiere que le diga? Debió de ponerlo el que prendió el fuego.
—Exactamente. Pero el problema sigue siendo el mismo: ¿cómo se las arregló el incendiario para llegar hasta allí?
—Y yo qué sé.
—Las dos persianas metálicas del establecimiento no fueron forzadas. Las ventanas estaban cerradas. ¿Por dónde entró?
El pañuelo que Morabito se pasaba por la frente ya estaba empapado.
—Pudo utilizar un mecanismo de relojería. Lo dejaría al pie de la escalera antes del cierre del local.
—¿Usted cerró la tienda por fuera?
—No. ¿Por qué tendría que haberlo hecho? La cerré igual que siempre.
—¿O sea?
—Desde dentro.
—¿Y cómo hizo para acceder a su apartamento?
—¿Cómo tenía que hacerlo? Subí por la escalera interior.
—¿A oscuras?
A Morabito el sudor le había traspasado incluso la chaqueta: tenía dos manchas oscuras en los sobacos.
—¿Cómo a oscuras? Con la luz.
—¡Ni hablar! Con la luz habría reparado a la fuerza en la presencia del mecanismo de relojería. ¿No lo vio?
—¡Por supuesto que no!
—O sea, tengo que tomar nota de que usted admite…
Morabito osciló tan bruscamente en la silla que poco faltó para que se cayera.
—¿Qué… qué admito? ¡Yo no he admitido nada!
—Disculpe… vamos por orden. Usted, en un primer momento, ha dicho que el incendio podría haber sido causado por un cortocircuito o por autocombustión. ¿No es así?
—Sí.
—Pero si ahora me sale con la hipótesis de un mecanismo de relojería, significa que admite la posibilidad de un incendio intencionado. ¿Está claro?
El hombre no contestó. Un ligerísimo temblor había empezado a reptar por su cuerpo.
—Oiga, Morabito, quiero echarle una mano. Veo que se encuentra en apuros. ¿Quitamos de en medio el hipotético mecanismo de relojería, del cual, por otra parte, no se ha encontrado el menor rastro?
Morabito asintió con la cabeza; evidentemente no estaba en condiciones de articular ni una palabra.
—Muy bien. Eliminado también el mecanismo de relojería. Según Ragusano —prosiguió Montalbano—, esa especie de pira hecha a propósito fue profusamente rociada con gasolina, y después bastó una cerilla… ¡Desde luego es muy raro!
—¿Qué?
—¡Que el incendiario no se incendiara a su vez! ¡Ah, ah! ¡Ésta sí que es buena! ¡Francamente buena! ¿No le recuerda l’arroseur arrosé de los hermanos Lumière o aquello de ir por lana y salir trasquilado? —Se echó a reír mientras pateaba el suelo y soltaba manotazos sobre el escritorio.
Morabito lo miró asustado y con los ojos desorbitados; a lo mejor empezaba a preguntarse si estaría tratando con un imbécil o un loco. Pero ¿de qué coño le hablaba?
—A no ser que…
Súbito cambio de expresión. Frente arrugada, mirada pensativa, boca ligeramente torcida.
—¿A no ser qué? —preguntó casi sin resuello Morabito.
—A no ser que el incendiario ya se encontrara en la escalera. Amontona la pira, sube los peldaños y arroja la cerilla o lo que fuera desde lo alto de la escalera, quedando lejos de la llamarada. Sí, eso es lo que tiene que haber ocurrido. Pero en ese caso…
Suspense. Pausa. Expresión facial crispada porque en el interior de la cabeza se está formando un pensamiento.
—¿… en ese caso? —inquirió Morabito con un hilo de voz.
—En ese caso el incendiario, para ponerse a salvo, no tenía más remedio que entrar en su apartamento. ¿Usted lo vio?
—¿A quién? —preguntó desconcertado.
—Al incendiario.
—Pero ¿qué dice?
—¿Está seguro?
—Si le digo que…
Montalbano levantó una mano.
—¡Alto ahí! —Y se puso a mirar fijamente el rincón superior izquierdo de la estancia. Después murmuró como para sí—: Sí… sí… sí… —Posó los ojos en Morabito—. ¿Sabe que se me está ocurriendo una idea?
—¿Cu… ál?
—La de que usted no sólo vio al incendiario sino que incluso lo reconoció, pero no quiere decírnoslo.
—¿Por… por qué no…?
—Porque está asustado. Y está asustado porque el incendiario era uno de los hermanos Stellino, los mafiosos que controlan su zona.
—¡Por favor! ¡Por el amor de Dios! ¡Los Stellino no tienen nada que ver! ¡Se lo juro!
—Eso lo dice usted. Y puesto que lo dice usted… ¿sabe que se me está ocurriendo otra idea?
Morabito abrió los brazos, resignado.
—¿Tiene usted enemigos?
—¿Yo, enemigos? No.
—Sin embargo, se podría pensar que alguien ha querido hacerle… ¿cómo se llama?… ahora no me sale… Fazio, ayúdame.
—¿Una mala jugada?
—¡Bravo! ¡Eso es! ¡Podríamos incluso llamarlo una broma pesada! ¿No le parece, señor Morabito?
—No entien…
—¡Pero si es muy fácil! Alguien que le quiere mal prende fuego a su tienda para que la culpa caiga sobre los hermanos Stellino.
—Podría ser —dijo el hombre, aferrándose a las palabras del comisario.
—¿Le parece que sí? ¡Pues mire, me alegro de que esté de acuerdo! ¡Me alegro muchísimo! Porque verá: también opina que se trata de un acto doloso el dottor Locascio, el inspector de seguros.
—¡Claro! ¡Ésos buscan todos los pretextos para no pagar! —replicó Morabito un poco tranquilizado.
—Pero Locascio no está pensando en un impago del pizzo.
—Ah, ¿no? ¿Pues en qué está pensando?
—¿Quiere que se lo diga? ¿De veras lo quiere? Piensa que es usted quien ha incendiado la tienda para cobrar la póliza del seguro.
—¡Pero qué hijo de la grandísima puta! ¿Qué necesidad tengo yo del dinero de la póliza? Mis negocios marchan viento en popa. ¡Basta con preguntar a los bancos!
—Mi compañero el comisario Di Nardo, que ya lo ha interrogado, no piensa lo mismo.
—¿Lo mismo que quién?
—Que Locascio, naturalmente. Él está emperrado en la idea del impago del pizzo. Y por eso ha pedido nuestra intervención. Quiere utilizar este incendio como acusación contra los miembros de la familia Stellino que ejercen el control de la zona donde usted tiene su establecimiento. Tenga un poco de valor, señor Morabito. ¡Media palabra suya nos bastará para enviar a la sombra a los Stellino!
—¡Y dale con los Stellino! ¡Le digo que los Stellino no tienen nada que ver!
—¿Está seguro?
—Segurísimo. Además, aunque tuvieran que ver, como yo diga media palabra, ¡ésos me matan!
—Sobre todo si los Stellino no tienen nada que ver con el incendio, tal como usted ha declarado reiteradamente.
—¡Oiga, usted no para de hablar y yo ya no entiendo nada!
—¿Se siente cansado, señor Morabito? ¿Quiere que hagamos una pausa?
—Sí.
—¿Y usted qué hace? ¿Me denuncia?
—¿Yo a usted, comisario? ¿Po… por qué?
—Si me fumo un cigarrillo. Aquí está prohibido.
Morabito se encogió de hombros.