Cuando se fue Graceffa, Montalbano le dijo a Catarella que quería ver enseguida a Fazio y Mimì. Pero Augello ya se había ido. Al parecer, lo había llamado Beba porque al chiquillo volvía a dolerle la tripa.
Fazio escuchó atentamente el informe del comisario y después preguntó:
—¿Vamos enseguida a Fiacca?
—Pues no sé.
Fazio consultó el reloj.
—Si salimos ahora mismo, estaremos allí sobre las ocho y media —dijo—. Es una buena hora; igual encontramos a la mesa al notario con su mujer, y a Katia sirviéndoles la cena.
—¿Y si por casualidad Katia no está de servicio por la tarde y, por consiguiente, no duerme en casa del notario Palmisano sino en otro sitio?
—Les pedimos a los Palmisano que nos den la dirección donde se aloja la chica y vamos a verla.
—Siempre que el notario conozca la dirección. Y siempre que Katia le haya facilitado la auténtica.
—Pues entonces llamamos ahora mismo a Palmisano, hablamos con él, vemos cómo está la situación y actuamos en consecuencia.
Cuanto más decidido se mostraba Fazio, tanto más dudaba Montalbano. Pero la verdad era, y lo sabía muy bien, que no le apetecía para nada pegarse aquella paliza vespertina.
—¿Y si contesta Katia?
—Le digo que me llamo Filippotti y que quiero hablar urgentemente con el notario. Si contesta el notario en persona, mejor todavía.
—¿Y al notario qué le dices?
—Me identifico y le pregunto si Katia Lissenko duerme en su casa o se aloja en otro sitio. Si duerme en su casa, no hay problema, le digo que en cuestión de una hora estamos allí y le ruego que no le diga nada a la chica; si en cambio Katia pasa la noche fuera, le pido que me facilite la dirección. ¿He superado el examen?
—Muy bien, prueba a ver. Llama con el directo y pon el altavoz.
Fazio buscó el nombre en la guía y llamó.
—¿Diga? —contestó la voz de una anciana.
Fazio miró perplejo al comisario y éste le hizo señas de que siguiera.
—¿Ca… sa Palmisano?
—Sí, pero ¿con quién hablo?
—Filippotti. ¿Está el notario?
—No ha regresado todavía. Ha salido a dar una caminata. Si quiere, dígame a mí de qué se trata y yo se lo digo; soy su esposa.
—No, gracias, buenas tardes.
Y colgó.
—Pero ¿no podías haberte inventado cualquier chorrada para saber si estaba Katia o no?
—Disculpe, dottore, me he desconcertado. La presencia de la esposa no se había contemplado como materia de examen.
—¿Sabes una cosa? Con esta idea de llamar, es posible que hayamos hecho daño.
—¿Por qué?
—Estoy seguro de que Katia lo sabe todo, incluso lo del asesinato de una chica que pertenecía al mismo grupo de la mariposa. Está muerta de miedo y se esconde.
—Yo también lo he pensado. Pero ¿por qué, según usted, hemos hecho daño?
—Porque si Katia, mientras sirve la mesa, oye que la mujer del notario dice que ha llamado un tal Filippotti y el notario contesta que no sabe quién es, puede que sospeche algo y vuelva a desaparecer. Pero a lo mejor me preocupo demasiado.
—Yo creo que sí. ¿Qué hacemos?
—Mañana por la mañana, a las ocho como máximo, pasa a recogerme con un coche y nos vamos a Fiacca.
—¿Y lo de los nombres de La Buena Voluntad que me ha dado?
—Te encargas cuando volvamos.
Tras comerse en la galería los salmonetes encebollados que Adelina le había dejado preparados, se sentó delante del televisor.
El telediario de Retelibera dio unas noticias que parecían calcadas de las de la víspera y la antevíspera.
Es más, bien mirado, hacía años que siempre daban las mismas noticias, lo único que cambiaba eran los nombres: los de los pueblos donde ocurrían los hechos y los de las personas. Pero la esencia era siempre la misma.
En Giardina habían incendiado el coche del alcalde (la mañana anterior, en cambio, habían incendiado el coche del alcalde de Spirotta).
En Montereale, detenido un concejal por alteración de subasta, extorsión y corrupción (la víspera habían detenido a un concejal de Santa Maria bajo las mismas acusaciones).
En Montelusa, el incendio de un establecimiento de venta de marcos y pintura, provocado probablemente por el impago de la cuota mafiosa (la víspera se había producido el incendio intencionado de un establecimiento de venta de lencería en Torretta).
En Felsa, hallado carbonizado en el interior de su propio automóvil un agricultor previamente acosado por extorsiones mafiosas (la víspera, el carbonizado de turno había sido un contable de Cuculiana, también víctima de extorsiones).
En la campiña de Vibera se había intensificado la búsqueda de un mafioso que vivía en la clandestinidad desde hacía siete años (la víspera se había intensificado en la campiña de Pozzolillo la búsqueda de otro mafioso que llevaba cinco años en la clandestinidad).
En Roccabumera se había registrado un tiroteo entre carabineros y delincuentes (la víspera, el tiroteo se había producido en Bicacquino, pero los protagonistas, en lugar de carabineros, habían sido policías).
Harto, Montalbano apagó el televisor, se pasó una hora dando vueltas por la casa y después se fue a dormir.
Se puso a leer un libro alabado por un periódico que descubría una obra maestra un día sí y otro no.
El cuerpo humano empieza a descomponerse cuatro minutos después de la muerte. Lo que ha sido el envoltorio de la vida experimenta ahora la metamorfosis final. Empieza a digerirse a sí mismo. Las células se descomponen a partir del interior. Los tejidos se transforman en líquidos y después en gas.
Soltando reniegos, lanzó el libro contra la pared de enfrente. «Pero ¿será posible que uno pueda leer un libro así antes de quedarse dormido?». Apagó la luz, pero nada más tumbarse se sintió incómodo. ¿Sería que Adelina le había hecho mal la cama?
Se levantó, tensó mejor la sábana bajera, la remetió bien y volvió a acostarse.
No había manera, la incomodidad era la misma.
Pues entonces, a lo mejor no dependía de la cama sino de él mismo, de algo que tenía en la cabeza. ¿Qué podía ser? ¿Las primeras líneas de aquel libro maldito, que lo habían trastornado? ¿O bien algo que había pensado mientras Fazio llamaba al notario? ¿O quizá alguna noticia del telediario y que, por un instante, le había hecho pensar no en una idea completa sino en la sombra de una idea tan inmediatamente olvidada como había surgido? Tardó en conciliar el sueño.
Fazio llegó a las ocho en punto con su coche.
—¿No podías venir con uno de servicio?
—Es que todavía no hay gasolina, dottore.
—¿La gasolina de este viaje la pagas tú?
—Sí, señor. Pero presento la factura.
—¿Te lo reembolsan enseguida?
—Pasan unos meses. Pero algunas veces me lo reembolsan y otras no.
—¿Y eso por qué?
—Porque siguen un criterio muy concreto.
—¿Cuál?
—Según les da.
—Pues esta vez la factura me la pasas a mí y yo me encargo de presentarla.
Permanecieron en silencio porque a ninguno de los dos le apetecía hablar.
Cuando ya estaban en la circunscripción de Fiacca, Montalbano dijo:
—Llama a Catarella.
Fazio marcó el número, se llevó el móvil a la oreja mientras tomaba una curva y se encontró frente a un puesto de control de los carabineros. Se detuvo soltando maldiciones. Un carabinero se inclinó hacia la ventanilla, lo miró con la cara muy seria, movió la cabeza con gesto amenazador y dijo:
—¡No sólo corría demasiado sino que, encima, iba hablando por teléfono!
—No, yo…
—¿Quiere negar que llevaba el móvil pegado a la oreja?
—No, pero es que yo…
—Carnet de conducir y permiso de circulación.
El carabinero tomó con la punta de los dedos los documentos que Fazio le tendía, casi como si temiera un contagio mortal.
—¡Vaya, qué antipático es el tío! —masculló Fazio.
—Por la cara que pone, es de ésos que, si no estás en regla, te hace ver las estrellas como mínimo —repuso Montalbano.
—¿Le digo que somos polis?
—Ni bajo tortura se te ocurra.
Otro carabinero se puso a dar vueltas alrededor del vehículo. Después también se inclinó hacia la ventanilla.
—¿Sabe que tiene rota la luz posterior izquierda?
—¿Ah, sí? Pues no me había dado cuenta —dijo Fazio.
—¿Lo sabías? —le preguntó el comisario.
—Pues claro que lo sabía. Me he dado cuenta esta mañana. Pero ¿podía perder tiempo cambiándola?
El segundo carabinero se puso a hablar con el primero, el cual empezó a escribir cosas en el cuaderno de notas que hasta entonces llevaba bajo el brazo.
—Esta vez, multa segura —murmuró Fazio.
—¿Las multas os las reembolsan?
—¿Está de guasa?
Entretanto, de uno de los vehículos de los carabineros bajó un comandante y empezó a acercarse.
—¡Me cago en la mar! —exclamó Montalbano.
—¿Qué pasa?
—¡Dame un periódico, Fazio, dame un periódico!
—¡No tengo ninguno!
—¡Pues un mapa de carreteras, rápido!
Fazio se lo dio, Montalbano lo extendió del todo y empezó a estudiarlo con atención, ocultando prácticamente el rostro detrás. Pero oyó una voz desde su ventanilla.
—¡Disculpe, si hace el favor!
Fingió no haber oído.
—¡Le digo a usted! —repitió la voz.
No podía evitar bajar el mapa.
—¡Comisario Montalbano!
—¡Comandante Barberito! —respondió el comisario, poniendo a duras penas cara de sorpresa y mirando al comandante con una sonrisa en los labios.
—¡Cuánto me alegro de verlo!
—Imagínese yo a usted —declaró Montalbano, bajando del automóvil para estrecharle la mano.
—¿Adónde iba?
—A Fiacca.
Entretanto, los dos carabineros se habían acercado.
—¿Por algo relacionado con el servicio?
—Pues sí.
—Devuélvanle los documentos al conductor.
—Pero es que… —protestó uno de los carabineros, el cual, enterado de que eran de la policía, no quería soltar el hueso.
—Nada de peros —zanjó Barberito.
—Mire, mi comandante, que si hemos cometido algún fallo, no tenemos ningún inconveniente en… —empezó el plusmarquista Montalbano, asumiendo la actitud de alguien que está por encima de las mezquindades de la vida.
—¡Usted bromea! —exclamó Barberito tendiéndole la mano.
—Grrr… grrracias. —Tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a rugir de rabia.
Reanudaron la marcha. Al cabo de un prolongado silencio, Fazio hizo el único comentario posible:
—Nos han cubierto de mierda.
Casi a la entrada de Fiacca sonó el móvil de Fazio.
—Es Catarella. ¿Qué hago? ¿Contesto?
—Contesta —dijo Montalbano—. Y déjame oír a mí también.
—¿No habrá otro puesto de control?
—No creo. Los carabineros tienen menos gasolina que nosotros.
—Acérquese todo lo que pueda.
El comisario acercó la cabeza el máximo a la de Fazio, pero debido a los baches de la carretera, de vez en cuando se corneaban como carneros.
—Hola, Catarella. Dime.
—¿El dottori está ahí personalmente en persona en tu mismo coche?
—Sí, habla, que te está oyendo.
—¡Emocionado estoy! ¡Virgen María, pero qué emocionado estoy!
—Bueno, Catarè, procura calmarte y habla.
—¡Ah, dottori, dottori! ¡Ah, dottori, dottori! ¡Ah, dottori, dottori!
—¿Se te ha rayado el disco? —preguntó Fazio, que conducía con la mano izquierda mientras con la derecha sujetaba el móvil al alcance de su oído y el del comisario.
—Si ha repetido tres veces «Ah, dottori, dottori», la cosa tiene que ser muy seria —dijo Montalbano un tanto preocupado.
—¿Nos dices qué ha ocurrido, sí o no? —preguntó Fazio.
—¡Han encontrado a Picarella! ¡Esta mañana lo han encontrado! ¡A mejor vida pasó!
—¡Coño! —exclamó Fazio mientras el automóvil daba un bandazo, provocando un montón de frenazos y sonoras pitadas de los ciclomotores y camiones que circulaban en ambas direcciones.
—¡Coño y mil veces coño! —jadeó Montalbano.
Para controlar mejor el vehículo, Fazio soltó el móvil.
—Acércate al bordillo y para —indicó el comisario.
Fazio obedeció. Ambos se miraron.
—¡Coño! —remachó Fazio.
—¡Pues entonces el secuestro era verdaderamente de verdad! —dijo Montalbano, confuso y sorprendido—. ¡No era falso!
—¡Nos equivocamos con él, pobrecillo!
—Pero ¿por qué lo han matado sin siquiera pedir un rescate?
—Quién sabe —respondió Fazio, y repitió en voz baja y atemorizada—: ¡Coño!
—¡Llama a Augello y pásamelo!
Fazio recogió el móvil y marcó el número.
«El número solicitado…», empezó una voz femenina grabada.
—Lo tiene apagado.
—Virgen santa —suspiró Montalbano—. ¡Ahora, si el jefe superior la emprende con nosotros a puñetazos y puntapiés en el culo, tendrá toda la razón!
—¿Y a la señora Picarella dónde la deja? ¡Esto va a terminar pero que muy mal para todos nosotros! Igual el señor jefe superior nos manda a todos a freír espárragos por ahí —dijo Fazio, empezando a sudar.
El comisario también se notaba sudado. Estaba claro que el asunto tendría serias y graves consecuencias.
—Vuelve a llamar a Catarella y pregúntale si sabe dónde está Augello. Hay que adoptar inmediatamente un plan común de defensa.
Puesto que estaban parados, a Montalbano le resultó más fácil escuchar.
—Hola, Catarè. ¿Sabes dónde está el dottor Augello?
—Como el dottori Augello estaba en la comisaría al recibirse la noticia del hallazgo del susodicho Picarella, si ha ido al domicilio de los Picarella para hablar…
«¿Ha ido a ver a la señora Picarella, viuda reciente? —pensó Montalbano—. ¡Qué valiente es Mimì!».
—… con el mismo.
Montalbano y Fazio se miraron perplejos. ¿Habían oído bien? ¿Habían oído de verdad lo que habían oído? Si Picarella había muerto, aquél con quien Mimì había ido a hablar no podía ser humanamente Picarella. Pero Catarella había dicho «el mismo». Entonces el problema era: ¿qué quería decir Catarella con «mismo»?
—Dile que te lo repita —pidió Montalbano al borde de un ataque de nervios.
Fazio habló con la misma prudencia que se utiliza con un loco de atar.
—Oye, Catarè. Ahora te pregunto una cosa y tú sólo tienes que contestar sí o no. ¿De acuerdo? ¿Está claro? Ni una palabra más. O sí o no, ¿de acuerdo?
—Muy bien.
—¿El dottor Augello ha ido a hablar con el señor Picarella, el que habían secuestrado?
—De acuerdo.
Montalbano soltó una maldición y Fazio también.
—¡Tienes que contestar sí o no, joder!
—Sí.
—Pero entonces, ¿por qué has dicho que Picarella había muerto?
—¡Yo no lo hi dicho!
—Pero ¿cómo? ¡El dottor Montalbano también te ha oído decir que Picarella había pasado a mejor vida!
—¡Ah, sí! ¡Eso claro que lo hi dicho!
—Pero ¿por qué lo has dicho?
—¿Acaso no es la verdad? Antes, cuando estaba secuestrado, las pasaba moradas, mientras que ahora que es libre ha pasado a una vida mejor.
—Yo a éste cualquier día juro que le pego un tiro —dijo Fazio, cortando la comunicación.
—Pero el tiro de gracia se lo pego yo —añadió Montalbano.
—¿Damos media vuelta?
—No. Mimì ha hecho bien en ir enseguida a casa de Picarella. Ya está él. Nosotros seguimos adelante. Pero en el primer bar que encontremos, paramos y nos tomamos un coñac. Lo necesitamos, que este viaje ha sido demasiado azaroso.
* * *
Llegaron a Fiacca pasadas las once.
Encontraron enseguida via Alfano, una calle ancha y de poco tráfico. La verja del chalet estaba cerrada, pero debajo de la placa había un portero automático. Montalbano llamó. Al poco rato contestó una voz de mujer.
—¿Quién es?
—Soy el comisario Montalbano, de Vigàta.
—¿Qué quiere?
—Quisiera hablar con el notario.
—Está ocupado. Haga una cosa, entre y diríjase a la sala de espera. Lo llamarán cuando le toque el turno.
Accedieron a una antesala con dos puertas a la izquierda; encima de una de ellas una placa indicaba «Sala de espera», como en las estaciones de antaño. A mano derecha había otras dos puertas, encima de una de las cuales una pequeña placa rezaba «Despacho». Y debajo, en caracteres más pequeños: «Se ruega no entrar».
Al fondo de la sala, una escalera daba acceso al piso de arriba, donde seguramente vivían el notario y su mujer.
Fazio abrió la puerta de la sala de espera, asomó la cabeza, volvió a sacarla y cerró la puerta.
—Hay unas diez personas esperando.
—En cuanto salga alguien del despacho, pedimos que avisen al notario —dijo Montalbano.
Pasados diez minutos largos, el comisario perdió la paciencia.
—Fazio, sube un poquito y llama a la señora.
Tras subir tres peldaños, Fazio se puso a llamar en voz baja:
—¡Señora! ¡Señora Palmisano!
—¡Pero así no te oye!
—¡Señora Palmisano! —repitió Fazio un poco más fuerte.
No hubo respuesta.
—Haz una cosa. Sube al piso de arriba y dile que queremos hablar con ella.
—¿Y si se asusta al verme?
—Procura que no ocurra.
Fazio empezó a subir tan cautelosamente que si la señora Palmisano lo hubiera visto, lo habría tomado por un ladrón. Y se habría armado un escándalo digno de los demás escándalos que se habían armado esa mañana.