Debía de tratarse de algo muy serio, y por consiguiente lo mejor era no empezar enseguida a hacerse el gracioso con Bonetti-Alderighi y tanto menos dejarse llevar por las ganas de armar jaleo y provocar que todo terminara de mala manera.
El jefe superior se sentó en su sillón detrás del escritorio, pero no le indicó a Montalbano que tomara asiento. Lo cual era una confirmación de la gravedad del asunto.
Bonetti-Alderighi dedicó unos largos minutos a mirar al comisario como si jamás lo hubiera visto, y la conclusión del examen fue un desconsolado: «¡En fin!». Montalbano agotó la mitad de sus energías permaneciendo inmóvil y mudo, sin desmadrarse.
—¿Me explica cómo hace para que se le ocurran ciertas ideas? —dijo finalmente el jefe superior.
¿A qué ideas se refería? Por precaución, quizá le conviniera protegerse adelantando las manos.
—Mire, señor jefe superior, si quiere hablarme del llamado secuestro Picarella, yo asumo la…
—Me importa un carajo el secuestro Picarella. De eso no faltará ocasión para volver a hablar, no se preocupe.
Pues entonces, ¿por qué?
De pronto recordó el asunto del expediente Ninnio, cuando contestó con una poesía. A lo mejor el jefe superior había sido iluminado por el Espíritu Santo y comprendió que lo había mandado a tomar por culo en verso.
—Ah, ya entiendo. Usted se refiere a aquello que escribí de que Vigàta no es Licata y Licata no es Vigàta…
El jefe superior puso unos ojos como platos.
—Pero ¿está usted loco? ¿Qué es esa historia? ¡Sé muy bien que Vigàta no es Licata y que Licata no es Vigàta! ¿Me toma por idiota? Oiga, Montalbano, ¡no empiece a hacerse el tonto porque le aseguro que esta vez no viene a cuento!
El comisario se rindió.
—Pues entonces diga usted.
—¡Pues claro que digo yo! ¡Vaya si digo! A ver si lo entiendo, por favor. ¿Me quiere explicar qué gusto le encuentra, qué soberano placer experimenta en ponerse a sí mismo y ponerme a mí en apuros?
—Ningún gusto y ningún placer, puede creerme. Le aseguro que, si eso ocurre, no lo hago deliberadamente.
—¿Me está diciendo que no lo hace a propósito?
—Exactamente.
—¡Entonces, peor!
—¿Por qué?
—¡Porque significa que usted actúa sin discernimiento, sin tener en cuenta las consecuencias de sus actos!
«Calma, Montalbano, calma. Cuenta hasta tres y después habla. Mejor dicho, cuenta hasta diez».
—¿Se ha quedado mudo?
—Pero ¿qué he hecho?
—¿Qué ha hecho?
—Sí, ¿qué he hecho?
—¿Querría explicarme por qué fue a tocarles los cojones a los de La Buena Voluntad? ¿Por qué? ¿Quiere dignarse decírmelo?
O sea que ése era el misterio.
¡Pero qué rápido había sido el cavaliere Piro en ir a quejarse a quien correspondía! Y si el tal cavaliere había sido tan rápido en correr a protegerse, ¿no sería entonces que él, Montalbano, oliendo a quemado, había olido bien?
—Pero ¿es que no sabe quién está detrás de ellos? —añadió el jefe superior.
—No, pero puedo imaginarlo fácilmente. ¿Le ha llamado monseñor Pisicchio?
—No sólo el monseñor. También el gobernador civil, cuya esposa contribuye con largueza a las iniciativas de esa asociación benéfica. Y también el vicepresidente de la región. Y tampoco podía faltar el asesor provincial de la asistencia social. Ni el municipal. Usted ha metido el dedo en un auténtico avispero, ¿comprende?
—Señor jefe superior, cuando metí el dedo, aún no sabía que fuera un avispero. Al contrario, por su aspecto, lo era todo menos un avispero. Me limité a hacer unas cuantas preguntas a la persona que me indicó monseñor Pisicchio y que se llama Guglielmo Piro.
—El cual afirma que usted utilizó un tono insultante e inquisitorial en el transcurso de su irrupción.
—¿Irrupción? ¡Pero si fue él quien me citó!
—¿Puedo saber por lo menos por qué fue a molestar a monseñor Pisicchio y su asociación?
Con más paciencia que un santo, Montalbano le explicó de qué manera había llegado hasta allí.
El tono del jefe superior, cuando tomó de nuevo la palabra, había cambiado ligeramente.
—Es un verdadero engorro, ¿sabe, Montalbano?
—Estoy de acuerdo. Pero aquí, en cuanto te mueves para llevar a cabo cualquier investigación, siempre te tropiezas con un honorable diputado, con un cura, con un político o un mafioso que forma una cadena de san Antonio para proteger al probable investigado.
—¡Montalbano, se lo ruego! ¡Ahórreme sus teorías, por el amor de Dios! Concretamente, ¿usted cree que entre la asociación benéfica y la chica asesinada puede haber una relación?
—Yo me atengo a los hechos. Tenía que acudir a la fuerza a los de La Buena Voluntad porque otras dos chicas, con el mismo tatuaje que la asesinada, fueron atendidas por la asociación. ¡Más relación que ésa imposible!
—Pero ¿cree que puede haber algo más?
—Sí, pero todavía no alcanzo a distinguir si hay verdaderamente algo más y en qué consiste.
—Ese «todavía» suyo es lo que más me preocupa.
—¿En qué sentido?
—¿Cuánto tiempo investigará «todavía» sobre la asociación?
Pero ¿cómo iba a establecer una duración exacta?
—No puedo decirlo con seguridad.
—Pues entonces se lo digo yo. Le doy cuatro días, ni uno más.
—¿Y si no son suficientes?
—Se arregla. Y en esos cuatro días, le ruego encarecidamente que actúe con la máxima prudencia.
—¡No lo dude, derrocharé vaselina! —¡Mecachis la mar, se le había escapado!
—No se haga el gracioso, porque a la primera queja que reciba, el que irá a tomar por ese sitio, y sin vaselina, ¡será usted! Si vienen a protestar por su manera de actuar, le quito inmediatamente el caso. Y aunque usted se me ponga a llorar como una Magdalena, yo me haré el sueco y le diré: «¡Se te ve el plumero!».
Montalbano experimentó una sensación de vértigo al oír aquella retahíla de frases hechas y lugares comunes. Le provocaba mareos. ¿Cómo reaccionar dignamente?
—En resumen, señor jefe superior, el que la hace la paga.
—Veo que me ha comprendido perfectamente.
En la antesala estaba Lattes hablando con alguien. Pero en cuanto vio salir a Montalbano, fue corriendo hacia la primera puerta que encontró abierta y desapareció.
Estaba claro que no quería mantener contactos con Montalbano, el repudiado, el excomulgado, un repugnante anticlerical que no se merecía la preciosa familia que tenía, gracias a la Virgen.
Se había hecho tarde y Montalbano tenía un apetito de lobo. A lo mejor le había entrado por el esfuerzo realizado para mantener la calma en su entrevista con Bonetti-Alderighi.
—¡Hoy ha llegado pescado fresco! —le dijo Enzo en cuanto entró en la trattoria.
No sólo se lo zampó sino que, al terminar, dio el habitual paseo hasta el faro. El pescador se encontraba en su sitio de costumbre.
—Me equivoqué —admitió el hombre—. No ha durado una semana.
—Mejor así. Pero ¿volverá a llover?
—No tan pronto.
En cuanto Montalbano llegó a la roca aplanada, a saber por qué, pensó que jamás se había sentado allí con Livia. Pero ¿Livia habría querido sentarse? Hoy, por ejemplo, seguro que no.
«¿No ves que todavía está mojada?».
Era cierto. Los pequeños recovecos de la roca brillaban aún por el agua caída del cielo. Como se sentara, el fondillo de los pantalones se le convertiría en una enorme mancha oscura y mojada. Permaneció de pie, indeciso.
«Haz lo que te aconsejaría Livia», dijo Montalbano primero.
«Haz lo que tú quieras», dijo Montalbano segundo.
Se sentó en la roca.
«¿Lo has hecho para desairar a Livia?», preguntó Montalbano primero.
«Pues claro», contestó Montalbano segundo.
«¿Y qué clase de desaire es ése? Sería un desaire si Livia estuviera presente, pero así…».
«Da igual que Livia esté presente o ausente. Lo importante es la toma de posición, el hecho en concreto».
«¿Me permitís una palabra? —terció Montalbano al llegar a ese punto—. El único hecho concreto es que ahora tengo los pantalones empapados».
—¡Ah, dottori! Ha tilifoniado el siñor Gracezza.
—¿Qué quería?
—Quería hablar urgentemente con usía personalmente en persona. Dice que a ver si usía lo llama; total, él está en la casa.
—Lo llamo más tarde.
Augello y Fazio ya estaban esperándolo en su despacho.
—¿Qué me cuentas, Mimì?
—¿Qué te voy a contar? La segunda fábrica de muebles también hace mobiliario moderno y no utiliza purpurina.
—¿Y tú, Fazio?
—¿Puedo usar los apuntes?
—Basta con que no me sueltes datos del registro civil.
—La sociedad Mirabilis de Montelusa, que desarrolla su actividad desde hace unos diez años, está debidamente registrada. Se encarga de comprar, y de revender o alquilar posteriormente, grandes inmuebles tipo hoteles, edificios destinados a uso exclusivamente comercial, palacetes para congresos, naves industriales y cosas por el estilo.
—¿Entonces la Mirabilis no es la propietaria del chalet, tal como me dijo Piro?
—Piro le dijo la verdad. El chalet es de la Mirabilis y se trata de una excepción; no tienen ningún otro. Se lo compraron hace menos de cinco años a la agencia de Guglielmo Piro, que a su vez se lo había comprado a los marqueses de Torretta por una miseria porque estaba medio en ruinas.
—¡Qué curiosa coincidencia! —exclamó Montalbano.
—¿Cuál?
—La Buena Voluntad se constituye hace cinco años, y la Mirabilis encuentra inmediatamente un chalet a la medida en la agencia de Piro, lo compra y se lo alquila a la asociación. ¿Has conseguido averiguar lo que cobran?
—Siete mil euros mensuales.
—Una bonita suma, el doble que el precio corriente en Montelusa. ¿Tienes el nombre de los miembros del consejo de administración?
—Pues claro —contestó Fazio riendo.
—¿Por qué te ríes?
—Usted también se reirá en cuanto oiga un nombre. Bueno, actualmente están el presidente y administrador delegado Carlo Guarnera y los consejeros Musumeci, Terranova, Blandino y Piro.
—¿Cómo Piro?
—Emanuele Piro, dottore.
—¿Es pariente de…?
—Es el hermano menor de Guglielmo. Emanuele entró en el consejo de administración dos meses antes de que la Mirabilis adquiriera el chalet. ¿Qué pasa? ¿No se ríe?
—No.
—¿Ni siquiera si le digo que Emanuele Piro está considerado un idiota que se pasa todo el día jugando con cometas y se echa a llorar cuando el viento se le lleva alguna?
—¡Coño! —exclamó Mimì.
—Está claro por tanto que Emanuele es un testaferro de su hermano el cavaliere —dijo Montalbano echándose a reír.
—¿Por qué se ríe ahora?
—Porque me ha acudido a la memoria, aunque no tiene nada que ver con nuestra investigación, que otros cavalieri utilizan a los hermanos menores como testaferros. A estas alturas, ya es una costumbre muy arraigada.
—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Augello.
—¿Qué quieres hacer, Mimì? No tiene nada de ilegal. Es más, de penalmente relevante, tal como se suele decir ahora. E incluso un homicidio, con estas nuevas leyes, puede ser irrelevante desde el punto de vista penal. Dejémoslo correr. Me di cuenta enseguida de que esa asociación debe de ser toda ella un chollo de no te menees. Y no sólo eso. Tenemos que andar con cuidado en cómo nos movemos.
—¿Qué quería el jefe superior? —preguntó Augello.
—Mimì, pero qué listo eres. ¿Cómo te has enterado de que fui a ver a los de La Buena Voluntad? ¿Quién te lo ha dicho?
—Se lo dije yo —respondió Fazio.
—Pues el cavaliere Piro ha armado un escándalo. El jefe superior está dispuesto a cubrirnos durante cuatro días más, después nos deja tirados.
—Pero ¿podemos saber qué has descubierto? —preguntó Mimì.
Montalbano se lo contó y añadió:
—Irina Ilic, Katia Lissenko y Sonia Mejerev, las tres bailarinas procedentes de Chelkovo y las tres con la misma mariposa tatuada, se hospedan durante algún tiempo en el chalet alquilado por la asociación. Se presentaron espontáneamente, no las convenció ni Tommaso Lapis ni Anna Degregorio. Por lo menos eso me dijo Piro. El cual añadió que llegaron muertas de miedo pero no le explicaron el motivo. Aunque vete a saber si esa historia de que estaban asustadas es cierta o no. Al cabo de una semana, Sonia desaparece. Katia se va a hacer de cuidadora del señor Graceffa, pero cuando ya no la necesitan, desaparece. Irina, en cambio, se va a trabajar como asistenta en casa de mi amiga Ingrid, le roba unas joyas y también desaparece. Pero hay una cuarta ex bailarina con la misma mariposa. Su novio, un delincuente llamado Peppi Cannizzaro, la llama Zin, que a lo mejor es un diminutivo de Zinaida. Esta chica es la única que no pasó por La Buena Voluntad.
—O pasó, pero Piro no quiso decírtelo —terció Mimì.
—Exactamente. En cualquier caso, a Peppi Cannizzaro y Zin no hay manera de encontrarlos.
—Pero ¿cuántas bailarinas de Chelkovo con una mariposa tatuada van a salir en esta historia? —preguntó Augello.
—Creo que, aparte de estas cuatro, no hay ninguna más.
—¿Por qué?
—No lo sé con seguridad. Pero… ¿las alas de la mariposa no son cuatro?
—En resumen, la chica asesinada no puede ser más que Sonia o Zin —dijo Fazio.
—Exacto.
—Pero ¿por qué la mataron? —preguntó Mimì.
—Yo estoy empezando a tener cierta idea —dijo el comisario.
—¿Y a qué esperas?
—Es una telaraña demasiado confusa.
—¡Pero dilo de todos modos!
—Irina es una ladrona. Zin se junta con un ladrón. Katia, en cambio, le confiesa a Graceffa que quiere mantenerse al margen de cierto ambiente. Y, en efecto, no roba en casa de Graceffa aunque sigue hablando por teléfono con una tal Sonia.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Déjame terminar, Mimì. Detengámonos en Irina. Ésta roba una bonita cantidad de joyas, pero es extranjera. ¿Qué contactos quieres que tenga con el mundo del hampa local para venderlas? ¿A quién puede haber conocido en el poco tiempo que lleva en Montelusa?
—Bueno, una hipótesis podría ser… —empezó Mimì.
—No he terminado. Veamos ahora la chica asesinada. Pasquano le encontró en el interior de la cabeza unos hilos de lana negra. No pueden ser de un jersey grueso o de una bufanda. Entonces yo digo: ¿y si, en el momento que la asesinaron, la chica llevaba puesto un pasamontañas para que no la reconocieran?
—¿Dices que pudieron sorprenderla mientras robaba?
—¿Y por qué no? Alguien la sorprende y le pega un tiro. ¿Te dice algo esa ley tan bonita acerca de la legítima defensa aprobada por nuestro Parlamento soberano?
—Pero ¿no era mejor para el que le pegó el tiro dejarla donde estaba sin armar todo el jaleo de desnudarla e ir a arrojarla al vertedero? —intervino Fazio.
—Desde luego que sí —reconoció Montalbano—. Pero ya os he advertido que ésta es una hipótesis débil. Sin embargo, si conseguimos demostrar que la asesinada es Sonia (la cual es rubia, he visto la fotografía del pasaporte) yo os pregunto, siguiendo el dicho popular: ¿qué hay en el cesto?
—Requesón —contestó Mimì.
—Bravo. Y el requesón no es más que la asociación benéfica.
—De acuerdo. Pero ¿cómo hacemos para…?
—Fazio, ¿qué otras noticias me traes de Guglielmo Piro?
—No me ha dado tiempo, dottore.
Montalbano sacó un papel del bolsillo.
—Esto me lo dio monseñor Pisicchio. Están los nombres de todos los que trabajan en la asociación. Aquí se indica el nombre y el apellido, la dirección y el número de teléfono. No es suficiente. Quiero saberlo todo, pero lo que se dice todo, acerca de ellos. Guglielmo Piro, Michela Zicari, Tommaso Lapis, Anna Degregorio, Gerlando Cugno y Stefania Rizzo. Ahorraos a la telefonista y al personal de servicio. Repartíos el trabajo, pero mañana al mediodía quiero las primeras noticias.
Llamó a Graceffa sin pasar por la centralita. Al primer timbrazo, contestó.
—¿Dígame?
—Señor Graceffa, soy Montalbano.
—Gracias, abogado, estaba esperando su llamada.
—Señor Graceffa, no soy el abogado sino el comisario Montalbano.
—Sí, ya me he dado cuenta.
—¿Qué quería decirme?
—¿No sería mejor que fuera yo a su despacho, abogado?
Entonces el comisario lo entendió. La sobrina de Graceffa debía de estar por allí y el pobre hombre no quería que lo oyera.
—¿Es una cosa delicada? —preguntó Montalbano como si fuera un conspirador.
—Pues sí.
—¿Puede venir ahora mismo a la comisaría?
—Sí. Muchas gracias.
Beniamino Graceffa entró en el despacho del comisario con la misma actitud que debía de mostrar un seguidor del patriota Giuseppe Mazzini cuando acudía a una reunión secreta de la Joven Italia en favor de la proclamación de la República.
—¿Me permite hacer una llamada urgente?
—Utilice este teléfono.
—¿Abogado Marzilla? Soy Beniamino Graceffa. Si llama mi sobrina Cuncetta, yo estoy acudiendo a su despacho. No, no voy a ir, pero usted tiene que decirle eso, por favor. ¿De acuerdo? Muchas gracias.
—Pero ¿es que su sobrina lo vigila? —preguntó Montalbano.
—Cada vez que salgo.
—¿Por qué?
—Tiene miedo de que me gaste el dinero yendo de putas.
A lo mejor la sobrina Cuncetta no estaba totalmente equivocada.
—¿Qué quería decirme?
—Que esta mañana he ido a Fiacca en el autocar de línea.
—¿Por negocios?
—¡Qué negocios ni qué historias! ¡Yo ya estoy jubilado! He ido… es una cosa muy delicada.
—Pues no me lo diga. Pero ¿por qué quería hablar conmigo?
—Porque a la salida de haber hecho la cosa delicada y cuando iba a tomar el autocar de línea para regresar, vi a Katia.
Montalbano pegó un respingo.
—¿Seguro que era ella?
—Pongo la mano en el fuego.
—¿Y Katia lo vio a usted?
—No. Estaba abriendo el portal de una casa, donde entró.
—¿Por qué no la llamó y le dijo algo?
—No tenía mucho tiempo. Si perdía el autocar de línea, buena la hubiera armado mi sobrina.
—¿Recuerda la calle y el número de esa casa?
—Claro. Via Mario Alfano, número catorce. Es un chaletito de dos plantas. En la puerta hay una pequeña placa que dice «Ettore Palmisano. Notario».