—Salvo, soy yo.
¡Livia!
Ya no se esperaba esa llamada; no pensaba, después de lo que se habían dicho la última vez, que ella volviera a llamarlo. En todo caso, el que habría tenido que llamar era él. Y lo había intentado, no la encontró en casa y lo dejó correr; sin insistir y sintiéndose, además, un poco aliviado por no haber hablado con ella. Porque volver a llamar habría sido inútil, quizá habría empeorado las cosas. En cambio, era necesario que se vieran personalmente y hablaran. Pero era precisamente ese encuentro el que le daba miedo, pues bastaría una tontería, una palabra equivocada, un pequeño ataque de nervios, para que ambos emprendieran un camino sin retorno. Entretanto estaban como en suspenso, en el aire, como los globitos de los niños que, cuando están medio desinflados, no consiguen ni subir al cielo ni bajar a la tierra.
Pero esa especie de limbo, a cada día que pasaba, se convertía en algo peor que el infierno.
Inmediatamente, la voz de Livia le encogió el corazón. Sintió la boca seca y habló a duras penas.
—Me encanta oírte, de verdad.
—¿Qué estabas haciendo?
—Acabo de cenar en la galería. Por suerte ha dejado de llover, porque desde hace varios días…
—Aquí no llueve. ¿Has conseguido quedarte en mangas de camisa?
—Sí; no hacía frío.
—¿Qué has comido?
Y entonces lo comprendió. Livia intentaba estar en la casa de Marinella con él, se lo estaba imaginando como las muchas otras veces que lo había visto, trataba de anular la distancia, imaginándoselo mientras hacía los gestos habituales de todas las noches. Montalbano sintió que lo asaltaba una mezcla de melancolía, ternura, añoranza, deseo.
—Caponatina —contestó con la voz quebrada por la emoción.
Pero ¿cómo era posible que uno corriera el riesgo de que se le formara un nudo en la garganta diciendo una palabra como caponatina?
—¿Por qué no has vuelto a llamarme, Salvo?
—Lo intenté hace varias noches, pero no contestabas. Después no…
—¿Ya no te has sentido con ánimos?
Él fue a contestar que no había tenido tiempo, pero se contuvo y prefirió decir la verdad.
—Me faltó valor.
—A mí también.
—¿Y cómo te has decidido esta noche?
—Porque no podemos seguir así.
—Es verdad.
Se hizo el silencio.
Pero Montalbano siguió percibiendo la respiración un tanto afanosa de Livia. ¿Era sólo por estar hablando con él que respiraba de aquella manera? ¿Era la emoción o alguna otra cosa?
—¿Cómo estás? —le preguntó.
—¿Cómo quieres que esté? ¿Y tú?
—No estoy nada bien, la verdad.
—Pero ¿trabajas?
—Sí, tengo entre manos un caso que…
—Tienes suerte.
—¿Por qué?
—Porque puedes distraerte. Yo, en cambio, ya no he podido.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que me he declarado enferma. No es enteramente mentira, ya que todos los días tengo un poco de fiebre.
—¿Todos los días? ¿Has ido al médico?
—Sí, no es nada grave. Tengo que hacer una serie de aburridos análisis. Sea como fuere, desde ayer puedo quedarme dos semanas en casa. Ya no me sentía con fuerzas para ir al despacho. ¿A que no lo sabes? —Se rió sin jovialidad—. Por primera vez he provocado un estropicio en el despacho. Me han llamado la atención.
Y entonces él dijo sin pensar, porque le salía de lo más hondo del corazón:
—Pero si no vas al despacho, ¿por qué no vienes aquí?
Pasó un ratito antes de que ella contestara:
—¿De verdad lo quieres?
—Coge un avión mañana. Voy a buscarte al aeropuerto. Venga, ánimo, no lo pienses más.
—¿No es mejor esperar?
—¿Esperar a qué?
—A que tú resuelvas el caso que tienes entre manos. No creo que, si voy mañana, tengas demasiado tiempo para mí.
—Lo dejo todo.
—Salvo, ya sabes que después no lo harías; empezarías a buscar excusas que, en este momento, no me siento con ánimo de soportar.
—Te prometo que…
—Ya conozco tus promesas.
Montalbano pensó: «Ésas son las palabras equivocadas que yo temía. Ahora empezará la consabida pelea».
Pero Livia añadió:
—Además, no creo que pudiéramos hablar en serio de lo nuestro, viéndonos deprisa y corriendo. Tenemos que hacerlo mirándonos a los ojos durante todo el tiempo que haga falta.
Tenía razón.
—Pues entonces, ¿cómo lo hacemos?
—Vamos a hacer lo siguiente. En cuanto sepas que tienes unos días verdaderamente libres, me llamas y yo voy. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Pues hasta pronto.
—Hasta pronto.
—Que duermas bien.
—Lo mismo te digo.
—Un… saludo.
Y se cortó la comunicación. Montalbano experimentó la clara sensación de que Livia le estaba diciendo «Te quiero» y de que el pudor se lo había impedido. La emoción lo dejó sin respiración. Corrió a la galería, se agarró con fuerza a la barandilla y respiró hondo. Después se sentó y apoyó la cabeza sobre los brazos cruzados.
En la voz de Livia se advertía una nota de tristeza tan honda que se estaba sintiendo mal. Sólo otra vez había percibido en las palabras de ella la misma nota: cuando hablaron del hijo que ya jamás podrían tener.
Durmió mal, dando vueltas en la cama, levantándose y acostándose a cada momento, encendiendo y apagando la luz para ver las manecillas del reloj que parecían moverse a cámara lenta.
Al final vio entrar por la ventana la luz de un claro amanecer.
Se levantó esperanzado; a lo mejor el pescador se había equivocado sobre la duración del mal tiempo. Y así fue efectivamente: el cielo estaba despejado, soplaba un aire fresco y cortante. El mar aún no estaba en calma, pero tampoco tan agitado como para haber impedido que las embarcaciones pesqueras salieran a faenar. Montalbano se sintió consolado por la idea de que Enzo encontraría finalmente pescado fresco. Tan consolado que regresó a la cama y durmió tres horas de sueño que le permitieron recuperar el que había perdido.
Al salir de casa, decidió no pasar por la comisaría sino dirigirse a la cárcel, que se encontraba a unos kilómetros de Montelusa. No tenía ninguna autorización para hablar con el recluso, pero confiaba en su buena amistad con la alcaide del establecimiento y en su comprensión.
En efecto, no tardó ni poco ni mucho en encontrarse en un cuartito con Pasquale, el hijo de Adelina.
—Pero ¿cuándo te van a conceder el arresto domiciliario?
—Es cuestión de días. Dicen que el juez tiene que pensarlo. Pero ¿qué es lo que tiene que pensar? ¿En sus cuernos tiene que pensar? Yo ya no podía esperar más para decirle lo que quiero decirle.
—¿Y qué quieres decirme?
—Dutturi, se lo pido por lo que más quiera. Aunque esté aquí dentro con usía, yo con usía no estoy hablando. ¿Me explico?
—Perfectamente.
—Es más, vamos a hacer una cosa, usía jamás se ha reunido en la cárcel con Pasquale Cirrinciò. No quiero ganarme fama de miserable.
—Te doy mi palabra.
—¿Ya han identificado a la chica asesinada del vertedero?
—Por desgracia, todavía no.
Pasquale se quedó pensando y después dijo:
—La otra noche, cuando estaba viendo la televisión, vi que enseñaban dos fotografías.
Montalbano levantó enseguida las orejas; se lo esperaba todo menos que la llamada de Pasquale tuviera relación con el caso que tenía entre manos.
—¿Te refieres a la mariposa tatuada?
—Sí, señor.
—¿La habías visto antes?
—Sí, señor.
—¿Encima de una chica?
—No, señor; en fotografía.
—Habla y no me obligues a arrancarte las palabras con tenazas.
—¿Usía se acuerda de Peppi Cannizzaro?
—No. ¿Quién es?
—Lo acusaron de atraco a mano armada a la Banca Regional de Montelusa. Lo tuvieron unos meses encerrado y después lo pusieron en libertad por falta de pruebas.
—Pero ¿había sido él?
Pasquale acercó tanto el rostro al del comisario que parecía querer darle un beso en la boca.
—Sí, señor, pero no tenían pruebas.
—Bueno, pero ¿qué tiene que ver Peppi Cannizzaro con…?
—Ahora se lo explico. Detuvieron a Peppi Cannizzaro y lo pusieron en la misma celda que a mí.
—¿Lo conocías?
Pasquale adoptó una actitud evasiva.
—Bueno… algunas veces habíamos trabajado juntos.
Mejor no preguntar qué clase de trabajo habían hecho juntos.
—Sigue.
—Dutturi, tiene que creerme. No era el mismo Peppi que yo había conocido. Había cambiado. Antes gastaba bromas, se comportaba como un amigo, se reía por cualquier tontería, y ahora en cambio se había vuelto muy callado y estaba nervioso y de mal humor.
—¿Por qué?
—Se había enamorado.
—¿Y le hacía ese efecto?
—Sí, señor, porque no podía estar sin su novia. De noche se quejaba y la llamaba. ¡Me daba una pena el pobre! Tenía siempre su fotografía delante y de vez en cuando la besaba. Un día me la enseñó. La verdad es que era una chica muy guapa.
—¿Y cómo es posible que en la foto se viera el tatuaje?
—Porque la chica estaba de espaldas; la fotografía estaba cortada justo bajo las paletillas y ella tenía la cabeza vuelta hacia atrás. Por eso se veía muy bien la mariposa.
—¿Qué te dijo de ella?
—Que era rusa, que tenía veinticinco años y que antes trabajaba como bailarina.
—¿Cómo se llamaba?
—Zin, me parece.
Pero ¿qué nombre era aquél? ¿Tal vez un diminutivo de Zinaida?
—¿Qué más te dijo de ella?
—Nada.
—¿Dónde puedo encontrar a Cannizzaro?
—Dutturi, ¿y yo qué sé? Yo estoy dentro y él está fuera.
—Pasquà, te lo agradezco. Espero que te saquen pronto de aquí. Me has sido verdaderamente útil.
Antes de abandonar la cárcel, pidió a la dirección las señas de Peppi Cannizzaro. Vivía en Montelusa, en una travesía de via Bacchi-Bacchi. Decidió ir a verlo enseguida.
Era una casa de cuatro pisos; Cannizzaro habitaba en el tercero. Montalbano llamó al timbre, pero nadie abrió.
Volvió a llamar más fuerte. Nada. Entonces utilizó el puño cerrado. Después añadió al puño unos cuantos puntapiés. Armó tal jaleo que se abrió la puerta de enfrente y apareció una viejecita furibunda.
—Pero ¿qué es todo este escándalo? ¡Tengo a mi hijo durmiendo!
—Pues la verdad, señora, es un poco tarde para dormir.
—¡Es que mi hijo trabaja como vigilante nocturno, grandísimo cabrón de mierda!
—Perdone, buscaba a Cannizzaro.
—Si no te abre, es que no está.
—¿Sabe si tardará?
—¡Y yo qué sé! Hace tres días que no veo a Peppi por la escalera.
—Oiga, señora, ¿ha visto hace poco a la novia de Peppi, una chica que se llama Zin?
—Si la he visto o no la he visto, ¿a ti qué carajo te importa?
—Soy el comisario Montalbano.
—¡Pues mira qué miedo me das! ¡Me estoy cagando del susto! —contestó la vieja.
Y le cerró la puerta en las narices con un golpe tan fuerte que el pobre vigilante nocturno debió de caerse de la cama.
No había más que una manera de localizar a Cannizzaro.
Regresó a la cárcel, y la alcaide puso unos cuantos peros, aunque al final se dejó convencer. Montalbano volvió a reunirse con Pasquale en el mismo cuartito de antes.
—¿Qué pasa, dutturi?
—He ido a ver a Cannizzaro, pero no estaba en casa; la señora de enfrente dice que hace tres días que no lo ve.
—¿Zin tampoco estaba? Peppi me dijo que se la había llevado a su casa para que viviera con él.
—Ella tampoco. ¿Tienes idea de dónde puedo encontrarlo?
—No, señor dutturi. Pero a lo mejor, hablando con alguien de aquí dentro… Hay dos amigos de Peppi… Si me entero de algo, se lo hago saber.
* * *
Llegó a la comisaría pasado el mediodía, muy nervioso a causa del tráfico que había en las calles. En cuanto lo vio, Catarella empezó a quejarse en plan coro griego.
—¡Ah, dottori, dottori!
—Espera. ¿Está Fazio?
—Todavía no está. ¡Ah, dottori, dottori!
—Bueno, ¡pero qué pesado eres, Catarè! ¿Qué ocurre?
—¡El siñor jefe superior llamó! ¡Dos veces llamó! Estaba fuera de sí. ¡Y la segunda vez más fuera que la primera!
—¿Qué quiere?
—Dice que usía tiene que dejar todo lo que está haciendo e ir enseguida y urgentemente donde él. ¡Virgen María, dottori, la de voces que daba! ¡Con todo el rispeto debido al siñor jefe superior, parecía haberse vuelto loco!
¿Qué podía haber hecho para que el jefe superior se hubiera enfadado tanto? Se le ocurrió una idea que le pegó un susto: ¿quizá resultaba que a Picarella lo habían secuestrado en serio?
—Hazme un favor: llama a Fazio al móvil y pásame la llamada al despacho.
—¡Ah, dottori, dottori! Pero si no se presenta urgentemente, el siñor jefe superior…
—Catarè, haz lo que te digo.
En cuanto se sentó, sonó el teléfono.
—Fazio, ¿dónde estás?
—En Montelusa, dottore. Por aquello que usted me dijo que hiciera.
—¿Has encontrado algo acerca de la Mirabilis?
—Después se lo digo.
O sea que había algo; había acertado.
—Oye, Fazio, puesto que me ha mandado llamar el jefe superior, no quisiera que… ¿Hay alguna novedad sobre el secuestro de Picarella?
—¿Y qué novedades quiere usted que haya, dottore?
—Nos veremos a las cuatro.
Y cortó la comunicación.
—¿Catarella? Llámame al dottor Augello al móvil.
—Ahora mismísimo, dottori. Cuente hasta cinco… Aquí lo tengo; se lo paso.
—Mimì, ¿dónde estás?
—En Monterago. He visitado la fábrica de muebles que hay aquí.
—¿Has encontrado algo?
—Nada. Aquí fabrican muebles modernos sin dorados. Horribles, por cierto.
—¿Sabes si por casualidad se han recibido noticias de Picarella?
—¿Y por qué tendría que haber noticias?
—Nos vemos a las cuatro.
Salió, volvió a subir al coche soltando reniegos y repitió el camino de Montelusa. Menos mal que el día seguía despejado, sin una sola nube.
—Buenos días, Montalbano.
—Buenos días, dottor Lattes.
¿Sería posible que, cada vez que iba a Jefatura, la primera persona con quien se tropezaba fuera siempre el dottor Lattes, apodado Latte e Miele?
—¿Cómo va la familia?
Lattes, el jefe de gabinete del jefe superior, se había emperrado desde hacía tiempo en pensar que él era un hombre casado y con hijos, y no había manera de convencerlo de lo contrario. Por consiguiente, la respuesta de Montalbano no podía ser más que:
—Todos bien, gracias a la Virgen.
Lattes no dijo nada. Si el «gracias a la Virgen» era una expresión que le encantaba, ¿por qué no se había asociado al agradecimiento tal como hacía siempre? ¿Y por qué no lo había llamado «queridísimo» como solía? Fue entonces cuando el comisario reparó en que Lattes estaba menos comunicativo que de costumbre. Le entró la duda de si su actitud se debía a la convocatoria del jefe superior.
—¿Conoce el motivo de la…?
—No he sido informado.
Demasiado rápido en contestar el señor jefe del gabinete. Quizá mereciera la pena insistir.
—Temo haber cometido un error —murmuró Montalbano con rostro contrito.
—Yo también lo temo.
Tono severo.
—¡Entonces es que usted sabe algo y no quiere decírmelo! Dottor Lattes, ¿es grave la cosa?
Lattes inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Montalbano siguió haciendo teatro dramático.
—¡Oh, Dios mío! ¡No puedo perder el puesto! ¡Tengo una familia que mantener! ¡Una verdadera familia! ¡Con hijos y todo! ¡No una unión de hecho como las que, por desgracia, suele haber hoy en día!
Lattes miró alrededor; el ujier estaba leyendo el periódico, en la antesala sólo se encontraban ellos dos.
—Escúcheme bien —dijo bruscamente—. Parece que usted…
En aquel momento el jefe superior abrió la puerta de su despacho.
—Pero ¿es que todavía no ha llegado ese…?
Lattes tuvo una reacción instintiva: agarró con ambas manos a Montalbano empujándolo hacia el jefe superior, y al mismo tiempo pegó un salto hacia atrás como para distanciarse del comisario. Pero ¿qué era, un apestado?
—¡Aquí está! —exclamó.
—Ya lo veo. Pase, Montalbano.
—¿Necesita algo de mí? —preguntó Lattes.
—¡No!
La puerta se cerró a la espalda del comisario con un sordo rumor de lápida sepulcral.