Mientras bajaba a Vigàta, Montalbano pensó que un jersey grueso de cuello alto no podía haber sido traspasado por una bala que entrara por encima del hueso de la mandíbula. La trayectoria no lo permitía, era como si la bala, tras haber rozado la parte superior del cuello, subiese repentinamente un escalón.
Podía tratarse, eso sí, de una bufanda negra que la chica llevara cubriéndose la boca, tal como se hace ciertos días de frío. En ese caso, algún hilo de lana podía haber ido a parar al interior de la herida.
Pero la hipótesis no encajaba porque no era la época adecuada para llevar bufandas de lana. Aunque a lo mejor la chica se la había puesto para una ocasión especial. ¿Y cuáles son las ocasiones especiales en que uno se pone una bufanda de lana? No supo responder.
Y además, ¿dónde puede uno mancharse de purpurina?
¿Y por qué la chica tenía la purpurina debajo de las uñas y no en la yema de los dedos, tal como habría sido lógico?
Un poco antes de llegar a Vigàta, se desencadenó el diluvio que el pescador había previsto la víspera. Del aparcamiento a la entrada de la comisaría, Montalbano se empapó.
—Está aquí el señor Beniamino Graceffa —le advirtió Galluzzo mientras el comisario se sacudía el agua de la ropa.
—Dame tiempo para que me seque la cabeza y después lo haces pasar.
En su despacho abrió un clasificador donde guardaba una toalla, se la pasó por el cabello y se peinó. Pero el agua que se le había colado entre la piel y la camisa le molestaba. Entonces se quitó la camisa y se secó la espalda. Pero en cuanto volvió a ponerse la prenda mojada, la molestia se intensificó.
Empezó a soltar maldiciones. Se quitó de nuevo la camisa y la sacudió cual bandera ondeando al viento.
Mimì Augello entró justo en aquel instante.
—¿Te estás entrenando para una corrida?
—No me hagas caso. ¿Qué te ha dicho la señora Annunziata?
—Chorradas.
—¿O sea?
—Tiene miedo de que también maten a su hija Michela, que es una chica de dieciocho años. Me ha enseñado una fotografía. Puedes creerme, Salvo: una verdadera joya.
—¿Por qué tiene miedo de que la maten?
—Porque Michela también lleva una mariposa tatuada.
—¿Como la de la asesinada?
—No; me la ha descrito y no se parece en nada. Además, Michela la lleva tatuada en la teta izquierda.
—¿Y tú qué le has dicho?
—En primer lugar, que si tuvieran que matar a todas las chicas que llevan una mariposa tatuada, sería una auténtica «catombe», como dice Catarella. En segundo lugar, que mande venir aquí a su hija para que yo pueda examinar meticulosamente el tatuaje.
—Pero ¿te has vuelto loco?
—¡Era una broma, Salvo! ¿Sabes una cosa?, antes eras un hombre con sentido del humor.
—Tú, cuando hay una mujer por medio, nunca se sabe si bromeas o no.
—¿Sabes qué te digo? Mejor me voy. Hasta luego, nos vemos esta tarde.
Apareció en la puerta un septuagenario redondo y bajito, con una cara tan colorada como un tomate maduro y unos ojillos astutos escondidos entre pliegues de grasa.
—¿Da usted su permiso?
—Pase.
El hombre entró y Montalbano le indicó que se sentara.
—Me llamo Beniamino Graceffa. —Se sentó en el borde de una silla—. Estoy jubilado —añadió sin que el comisario le hubiera hecho ninguna pregunta—. Tengo setenta y dos años. —Lanzó un suspiro—. Y soy viudo desde hace diez años.
Montalbano lo dejó hablar.
—No tengo hijos.
El comisario le dirigió una mirada de ánimo.
—Me atiende Cuncetta, la hija de mi hermana Carmela.
Pausa.
—Anoche vi la televisión.
Pausa larga. El comisario pensó que, a lo mejor, ahora le tocaba a él.
—¿Ha reconocido el tatuaje?
—Exactamente el mismo.
—¿Y dónde lo vio?
Los ojillos de Beniamino Graceffa brillaron de emoción. Se lamió los labios con la punta de la lengua.
—¿Y dónde iba a verlo, comisario? —Esbozó una sonrisita y añadió—: Detrás del hombro de una chica.
—¿Estaba en el mismo sitio? ¿Cerca del omóplato izquierdo?
—Justo en el mismo sitio.
—¿Y dónde estaba la chica cuando usted vio el tatuaje?
—La cosa es muy delicada.
—Ya me lo ha dicho, señor Graceffa.
—Ahora me explico. Hace unos cinco meses, mi sobrina Cuncetta me dijo que no podría atenderme durante cierto período de tiempo porque tenía que irse a Catania a hacer una suplencia.
—¿Y entonces?
—Entonces mi hermana Carmela, que tiene miedo de dejarme solo porque ya he sufrido dos infartos, me buscó una chica, una… ¿Cómo se llama ahora?
—Una cuidadora.
—Eso. La verdad es que mi hermana habría querido una persona mayor, pero no la encontró. Y por eso me llevó a casa a esa chica rusa que se llamaba Katia.
—¿Muy joven?
—Veintitrés años.
—¿Guapa?
Beniamino Graceffa se acercó el pulgar, el índice y el dedo corazón a la altura de los labios y emitió el ruido de un beso. Ya estaba todo dicho.
—¿Dormía en su casa?
—Pues claro. —El hombre hizo una pausa y miró alrededor.
—Esté tranquilo, aquí estamos sólo usted y yo —aseguró Montalbano.
Graceffa se inclinó hacia el comisario.
—Todavía soy un hombre.
—Lo felicito. ¿Intenta decirme que tuvo una relación con aquella chica?
Graceffa lo miró con expresión desolada.
—Pero qué dice, comisario. ¡No fue posible!
—¿Por qué?
—Comisario, yo, una noche en que ya no podía más, entré en su habitación, pero no hubo manera, no conseguí convencerla, ni siquiera diciéndole que estaba dispuesto a pagar mucho.
—¿Y entonces qué hizo?
—¡Comisario, yo soy un caballero de los de antes! ¿Qué tenía que hacer? Lo dejé correr.
—Pero entonces, ¿cómo pudo verle el tatuaje?
—Comisario, ¿puedo hablarle de hombre a hombre?
—Por supuesto.
—La mariposa la vi tres o cuatro veces mientras Katia se bañaba.
—A ver si lo entiendo. ¿Usted estaba con la chica mientras ella se bañaba?
—No, señor comisario. Ella estaba sola en el cuarto de baño; yo, en cambio, estaba fuera.
—Pero ¿cómo podía…?
—Miraba.
—¿Desde dónde?
—A través del agujero.
—¿El de la llave?
—No, señor, desde el agujero de la cerradura no podía verse nada porque muchas veces estaba puesta la llave.
—¿Entonces?
—Un día que Katia había salido a hacer la compra, tomé el taladro y ensanché un agujero que ya había en la puerta.
Justo un caballero como los de antes.
—¿Y la chica no se dio cuenta?
—La puerta es muy vieja.
—¿Esa Katia era rubia o morena?
—Negra como la tinta.
—En cambio, la joven asesinada era rubia.
—Mejor así. Me alegro de que no haya sido ella. Porque uno se encariña con una chica así.
—¿Cuánto tiempo estuvo en su casa?
—Un mes y veinticuatro días y medio.
Seguramente había contado incluso los minutos.
—¿Por qué se fue?
Graceffa lanzó un suspiro.
—Regresó mi sobrina Cuncetta.
—¿Sabe cuánto tiempo llevaba en Italia?
—Más de un año.
—¿A qué se dedicaba antes de ir a su casa?
—Había trabajado como bailarina en clubes de Salerno y Grosseto.
—¿De dónde procedía?
—¿Quiere saber el pueblo ruso? Me lo dijo, pero lo he olvidado. Si me vuelve a la memoria, lo llamo.
—Pero ¿no ganaba más como bailarina en los clubes?
—A mí me dijo que, como cuidadora, ganaba una miseria.
—¿No le explicó por qué había dejado de trabajar como bailarina?
—Una vez me contó que no lo había hecho voluntariamente y que era mejor que pasara un tiempo al margen de todo eso.
—¿Hablaba bien el italiano?
—Suficiente.
—Durante el período en que estuvo en su casa, ¿recibió visitas?
—Jamás.
—¿Tenía un día libre?
—El jueves. Pero volvía a las diez de la noche.
—¿Recibió o hizo llamadas a menudo?
—Tenía su móvil.
—¿Y sonaba con frecuencia?
—De día, como mínimo diez veces. De noche, no sabría decirle.
—De hombre a hombre, señor Graceffa, ¿jamás se le ocurrió levantarse de noche e ir a escuchar detrás de la puerta de la chica?
—Bueno, sí. Algunas veces.
—¿La oyó hablar?
—Sí, en voz demasiado baja para que pudiera comprender algo. No obstante…
—Dígame.
—Una vez que tenía el móvil sin batería, me pidió permiso para hacer una llamada. La oí, pero no entendí nada porque hablaba en ruso. Pero debía de estar hablando con una mujer porque la llamaba Sonia.
—Se lo agradezco, señor Graceffa. Si recuerda el nombre del pueblo, tenga la bondad de llamarme.
La hora de comer ya había pasado hacía un buen rato y Catarella aún no había regresado.
Montalbano decidió ir a almorzar a la trattoria de Enzo. Seguía lloviendo.
Esperó fumando un cigarrillo a que el agua del cielo amainara un poco y después pegó una carrerilla, subió a su automóvil y se fue. Por suerte, encontró sitio para aparcar junto a la entrada.
—Dottore, le advierto que el mar está muy agitado —le dijo Enzo a modo de saludo.
—¿Y eso a mí qué carajo me importa? No tengo que salir en barca.
—Se equivoca. ¡Tiene que importarle y mucho!
—Explícate.
—Dottore, si el mar está agitado, las embarcaciones de pesca no salen a faenar, y por consiguiente mañana, en lugar de pescado fresco, usía se encontrará en el plato o bien pescado congelado o bien una preciosa chuleta a la milanesa.
Montalbano se horrorizó ante la idea de la chuleta.
—Pero ¿hoy tenemos pescado?
—Sí, señor. Y muy fresco.
—Pues entonces, ¿por qué me das un susto de antemano?
Pensando que tal vez al día siguiente no habría pescado fresco, pidió una ración doble de salmonetes.
Cuando salió de la trattoria llovía a cántaros. El paseo hasta el muelle quedaba descartado; lo único que podía hacer era regresar a la comisaría.
Galluzzo seguía a cargo de la centralita.
—¿Alguna noticia de Catarella?
—Ninguna.
—¿Ha llamado alguien para mí?
—El periodista Zito. Dice que lo llame.
—Muy bien, llámalo y pásamelo.
No había terminado de secarse la cabeza cuando sonó el teléfono.
—¿Salvo? Soy Nicolò. ¿Has visto?
—No. ¿Qué hay?
—He vuelto a pasar las fotografías del tatuaje en el telediario de las diez de esta mañana y en el de la una.
—Te lo agradezco. Yo he hablado con las dos personas que te llamaron.
—¿Te han dicho algo útil?
—Uno, el llamado Graceffa, puede que sí. Tendrías que…
—¿Volver a pasarlas? Comprendo. Serás servido.
Finalmente, cuando ya faltaba muy poco para las cuatro, se presentó Catarella, glorioso y triunfante.
—¡Listo, dottori! Cicco De Cicco ha tardado mucho rato, ¡pero ha hecho una obra de arte! —Sacó cuatro fotografías de un sobre y las depositó encima del escritorio del comisario—. ¡Mire el original y mire en las tres copias cómo ha cambiado el hombre que usía quería que cambiara!
En efecto, Di Noto, con bigote, gafas y algunas hebras de plata en el cabello, parecía otra persona.
—Gracias, Catarè. Felicita de mi parte a De Cicco. Cuando lleguen el dottor Augello y Fazio, envíamelos.
Catarella se retiró haciendo la rueda como un pavo real. Montalbano se quedó un rato pensando y después decidió guardar el original y las tres copias en un cajón.
Fazio y Augello llegaron casi al mismo tiempo, sobre las cuatro y cuarto.
—Catarella nos ha dicho que querías vernos —dijo Mimì.
—Sí. Sentaos y prestad atención.
Y les contó lo que había averiguado a través del doctor Pasquano y lo que le había dicho Graceffa.
—¿Qué pensáis?
—Yo me pregunto —dijo Mimì— si hay algún significado en el hecho de que dos jóvenes rusas de más o menos la misma edad tengan el mismo tatuaje en el mismo lugar.
—¡Pero, Mimì, si tú mismo me has dicho que las chicas de hoy en día lucen tatuajes en cualquier sitio!
—¿De la misma mariposa?
—¿Y quién te asegura que es la misma?
—Te lo ha dicho Graceffa.
—Pero ten en cuenta que Graceffa pasa de los setenta, que miraba a la chica a través de un agujero y desde cierta distancia; imagínate si, viéndola desnuda, iba a quedarse estudiando el omóplato izquierdo. Además, ¡dime qué crédito se puede dar a semejante testimonio!
—A lo mejor, la contemplación de toda aquella belleza le agudizó la vista —replicó Augello.
—Pues yo, en cambio, pienso en la purpurina —terció Fazio.
—Y haces muy bien —contestó Montalbano.
—¿Dónde se trabaja con purpurina? —se preguntó Fazio. Él mismo se dio la respuesta—: En alguna fábrica de muebles.
—¿Se hacen todavía muebles dorados? —preguntó Montalbano.
—¡Cómo no! —dijo Augello—. El otro día estuve en la boda de un pariente lejano de Beba. Pues bien, todos los muebles estaban…
—En algún restaurador.
—No —replicó Augello perplejo—. ¿Por qué lo dices? Los muebles no estaban en el taller del restaurador, sino en la casa.
—Mimì, lo que yo quería decir es que la purpurina también se puede encontrar en el taller de alguien que restaure muebles antiguos.
—Mañana por la mañana voy a echar un vistazo por ahí —dijo Fazio.
—Sí, pero no puedes limitarte a Vigàta. Tienes que mirar también en Montelusa y en algún pueblo de por aquí cerca. El vertedero del Salsetto lo utilizan los de Vigàta, los de Montelusa, los de Giardina, los de Gallotta…
—Y algunas veces también los de Borgina —terció Augello.
—¡Ojalá Dios nos permitiera descubrir que el homicidio se cometió en Borgina! —exclamó Montalbano.
—¿Por qué?
—¿Has olvidado que Borgina depende de la comisaría de Licata? En ese caso, la investigación les correspondería a ellos.
—Yo estaba pensando en la purpurina —dijo Fazio.
—Pero ¿es que todavía no habías pensado?
—Dottore, me estaba preguntando por qué la purpurina estaba debajo de las uñas y no también en los dedos.
—Eso también me lo he preguntado yo.
—Pero yo vi a la muerta y usía no. Tuve la impresión…
—¿Cuál…?
—De que la habían lavado después de matarla y desnudarla —respondió Mimì—. Yo también pensé lo mismo que Fazio.
—La lavaron cuidadosamente, pero olvidaron limpiarle las uñas.
—Perdonad, pero ¿por qué pensáis que la lavaron?
—Porque en el cuello no había ni rastro de sangre —dijo Mimì.
—Ni una gota —confirmó Fazio.
—Lo cual significa que, si no la hubieran lavado, nosotros habríamos podido descubrir dónde la mataron —aventuró Montalbano.
—Probablemente sí —contestaron ambos a coro.
Sonó el teléfono. Fazio y Augello hicieron ademán de levantarse y abandonar la estancia.
—Esperad, que todavía tengo que deciros una cosa.
—Dottori, al tilífono hay una mujer que no comprendo cómo si llama.
—Prueba a decirme lo que has comprendido.
—Cirrinciò, dottori.
—Pues lo has comprendido muy bien, Catarè. Pásamela.
Se preocupó. ¡A ver si ahora Adelina le decía que no podía ir a hacer la limpieza y prepararle la comida!
—¿Qué hay, Adelì?
—Dutturi, perdone, pero tengo que decirle que esta mañana he ido a ver a mi hijo Pasquale a la cárcel y me ha dicho que quiere hablar con usía.
—¿No le han concedido todavía el arresto domiciliario?
—Todavía no, dutturi.
—¿Mañana vienes?
—Pues claro, dutturi.
—Prepárame la comida y recuerda que mañana no encontrarás pescado fresco en el mercado.
—Déjeme hacer a mí.
Una vez desaparecida la pesadilla de la chuleta a la milanesa, Montalbano se sintió rebosante de alegría.
Se apoyó en el respaldo del asiento y, en su afán de divertirse haciendo un poco de comedia, miró a Mimì y Fazio con cara muy seria.