LLOVÍA, y la cuesta se hacía larga. El pequeño balilla sacaba toda la fuerza de su motor para subirla. Habían pasado Carral, embarrada: ahora sorteaban los baches y seguían ascendiendo. El limpiaparabrisas era una buena invención.
Francisca solicitó un pitillo. «Enciéndemelo tú», dijo a su marido; y éste encendió dos. Era el tercero que fumaba desde la salida de La Coruña. Pasó uno de ellos a Francisca; ella lo tomó con la mano derecha, lo llevó a los labios y ya no lo soltó. El agua pegaba fuerte en el metal de la carrocería y hacía un ruido graneado y monótono. El interior del coche se llenó pronto de humo. «Abre tú una rendija. La lluvia viene de mi lado.» Él obedeció.
Pasaron otro rato en silencio. El coche, a veces, se paraba, y Francisca tenía que cambiar de marcha. No hablaron hasta remontar la cuesta.
—Si quieres, podemos tomar algo. Por ahí debe de haber un bar —dijo él, y señaló un grupo de casas que aparecía a la derecha.
—No, ya haremos nuestro té de costumbre. Si no calculo mal, llegaremos a la hora, a nuestra hora.
Llovía menos. Francisca cambió de marcha y arrojó al camino mojado la colilla, apagada hacía ya rato. Miró al camino, desierto, por la ventanilla trasera. El cigarrillo de él había durado un poco más. Al agotarse, arrojó también la colilla.
—Y, durante este tiempo, ¿qué hacías a la hora de nuestro té?
—Sentarme en mi sitio de costumbre, tomar el té sorbito a sorbito y esperarte. Nunca dudé de que volverías.
—Gracias a ti.
—Gracias a ese abogado sin experiencia que me recomendó nuestra criada, cuando «el no» de los más famosos defensores me tenía desesperada.
—¿Llegaste a estarlo?
—Llegué a creer que tú lo habías hecho, a pesar del Juez, a pesar de mi más íntima convicción —se volvió a su marido sin mover las manos del volante—. Cuanto más lo pensaba, más lógico me parecía que tú lo hubieras matado, precisamente para evitarme a mí que lo matase. Se me pasó muchas veces por la cabeza, como pasan otras ideas irrealizables. En fin, que no lo hubiera hecho.
—Yo, sí.
—¿Tú? ¿Porqué?
—Por los mismos motivos. Si no lo hice, fue por no atreverme, no por lo que pudiera pasarme a mí, sino a ti. Pero lo habría hecho de otra manera, aunque no sé cuál. Muchas veces lo pensé, en la soledad de la cárcel. Allí, entre cuatro paredes, se me disparaba la imaginación. Después de muerto el Decano, proyectaba su muerte a mis manos, una muerte más inteligente, que la policía no hubiera sido capaz de descubrir. Aprendí mucho en la cárcel, interrogatorio tras interrogatorio. Lo de los policías es una rutina, tiene un truco que se descubre pronto. Un hombre inteligente puede engañarlos. Jamás se me hubiera ocurrido recurrir al veneno, ¡con lo fácil que era!
—Ahora ya sabemos que usar el veneno califica la muerte de asesinato.
—¿Qué más me daba a mí, asesinato u homicidio? A lo que yo daba vueltas era a deshacerme del Decano para que te dejase en paz. ¿Quién lo habrá hecho?
—Nuestro abogado dice que fue un suicidio. Está moralmente persuadido, aunque no tenga pruebas.
—No le creo hombre de suicidarse. ¿Y tú?
—Pasan cosas raras. Hubo un tiempo en que no lo creía. Ahora, no sé por qué, me parece posible. Pero tampoco estoy segura.
Enrique sacó del bolsillo el paquete de cigarrillos: ella soltó el volante y lo tapó con la mano.
—Ahora, no. Has fumado ya tres desde que salimos de La Coruña. Espera un poco. Dentro de una hora habremos llegado a casa. Te prepararé el té y fumarás después, como siempre, yo contigo, y echaremos la ceniza en el cenicero de siempre, no en esa horrible hojalata. Anda…
Enrique guardó el paquete de cigarrillos. Ella siguió adelante, con el cochecillo, por la carretera mojada.