HABÍA POCA GENTE en la sala. El Rector había enviado, si no como representante, como espía, al bedel de más galones en la bocamanga, y allí estaba, en un rincón, con la gorra encima del pupitre, como un letrado. De éstos había tres o cuatro, prontos para ver y dar posterior testimonio de cómo un colega joven e inexperto se retiraba con el rabo entre las piernas. El Fiscal y el Defensor ocupaban sus lugares del estrado; el Defensor traía puesto el birrete, esta vez sin la borla de doctor. Una voz cansada, con carraspeos matutinos, anunció la llegada del Tribunal. La gente se puso en pie. Entraron los Magistrados, se sentaron por su orden. El Presidente agitó una campanilla: «Se abre la sesión. Continúa la causa contra don Fulano de Tal, acusado de asesinato. El Señor Fiscal tiene la palabra, a petición propia», dijo el Presidente con voz seria, un poco abstracta.
—Con la venia de la sala —dijo el Fiscal.
Dispuesta a escuchar, Francisca, en segunda fila, no se movió, pero miró al Defensor. Éste parecía atareado con unos papeles.
—Comienzo dando gracias al Tribunal por haber concedido la moratoria que en su día solicitó, en esta misma sala y en el curso de esta causa, mi ilustre colega, el señor Defensor, no porque el examen solicitado de ciertos documentos haya servido para esclarecer algún punto concreto de la causa, sino porque pude disfrutar de un tiempo inesperado para releerla y meditarla.
Fue aquí cuando el Defensor miró a Francisca, cuando le hizo una señal que lo mismo podía ser de duda que de desaliento, y que ella interpretó como de duda, le miró y él respiró profundamente.
—Posiblemente llegará un tiempo en que los sumarios se entreguen al criterio de máquinas perfectísimas de cuya objetividad implacable dependan las acusaciones y los veredictos. Ese día se habrá retirado de cualquier proceso judicial toda posibilidad de que factores humanos, demasiado humanos, tuerzan la justicia de las acusaciones y, como resultado de ellas, se llegue a la realidad, profesionalmente repudiable y de consecuencias espantosas, que llamamos error judicial… Reconozco ante este público y este Tribunal que yo estuve a punto de incurrir en uno de ellos.
Hizo una pausa. Francisca y el Defensor volvieron a mirarse: el abogado Losada parecía perplejo.
—Pronto se levantará el secreto del sumario —continuó el Fiscal— y entonces quien lo lea podrá hallar en él un sistema de acusaciones perfectamente lógico, irreprochable tras cuya lectura cualquiera sin más que su leal saber y entender atribuiría al acusado la comisión del delito.
Hizo una pausa bastante teatral; miró al Defensor. Después, su mirada buscó en la sala a la mujer del acusado, y le sonrió, pero, en aquel momento, Francisca estaba entretenida con la corbata de su marido. Una de seda azul, con lunares, que ella misma le había regalado.
—Mi saber y mi entender son superiores a los de ese hombre hipotético al que acabo de referirme, por eso estoy aquí, pero mi lealtad no es relativa, ni depende de la cuantía de mi saber y de mi entender: mi lealtad es absoluta, y su objeto es la Justicia. Esa lealtad es la última razón de este discurso insólito en la persona de un Fiscal, cuya razón de ser es la de acusar, y no la de rectificar una acusación, que es lo que mueve mis palabras y la razón de su insolitez.
Los miembros del Tribunal cuchichearon, pero no dieron muestras de sorpresa. El abogado defensor había bajado la cabeza; Francisca parecía ahora pendiente de las palabras del Fiscal.
—No tengo inconveniente en describir ante esta Sala mi perplejidad y sus razones. Yo he releído el sumario completo, y lo he estudiado. A lo largo de este estudio se me planteó, como una inspiración, como una ocurrencia irracional, esta pregunta: ¿Y si el Acusado no hubiera mentido? Porque partíamos todos de que sus respuestas a las preguntas de la Policía, del Juez que instruyó el sumario, a las mías propias, eran, no sólo falsas, sino ingenuamente falsas. Es muy posible que la razón de esa pregunta que hice resida en esa palabra, ingenuidad. ¿Puede haber algo que sea ingenuamente falso? No responderé ahora esta cuestión, que excede mi propio tema. En aquel momento, mi respuesta fue negativa: las respuestas del Acusado, o eran ingenuas o eran falsas, no ambas cosas a la vez. Pero su ingenuidad saltaba a la vista, y muy pronto les cambié el adjetivo por otro más apropiado, el de sinceras. Si eran sinceras, ¿por qué no examinarlas con más cuidado? Fue lo que hice, y entonces descubrí que cualquiera de ellas que tomase como verdadera, destruía el razonamiento inconmovible, lógico, en que se apoyaban mis primeras conclusiones.
Una nueva pausa, brevísima; duró lo que la mirada de Francisca al abogado defensor.
—Sea éste el ejemplo: las pesquisas policiales, intachables, descubren en el barro unas huellas que, más tarde, se demuestra que pertenecen a los zapatos del Acusado. Éste no lo niega, pero da una explicación que puede ser satisfactoria. Lo mismo sucede con la más grave de las acusaciones: el acusado admite haber comprado el veneno, pero por encargo precisamente de la víctima. Ésta no puede atestiguarlo, es cierto. Pero, ¿por qué hemos de deplorar la ausencia de su testimonio, si el del Acusado tiene el mismo valor? Yo no digo que el sistema racional en que se basaba mi acusación sea falso; digo solamente que el sistema contrario, es decir, la declaración del Acusado, puede ser verdadero. ¿Por cuál de los dos inclinarme? El uno me solicita por su rigor; el otro, por su sinceridad. Ambos pueden también ser falsos, y en ese caso… Yo no soy el llamado a declarar la inocencia del acusado, pero retiro mis cargos contra él por falta de fe en las pruebas que podría aducir. No sé si el difunto, al que todos hemos llamado el Decano, fue asesinado o no. Los indicios no son suficientes para probarlo, o, al menos, a mí no me lo parecen. Esto es cuanto tenía que decir.
El Tribunal ofreció la palabra al abogado Defensor, pero éste se limitó a agradecer la oferta. Francisca había cambiado de sitio: hablaba con su marido por encima del bicornio de un Guardia Civil.