11

LLEGABAN VOCES lejanas, y el ruido del bar. El ancho ventanal se abría a una calle muy transitada. Más allá, los jardines.

—Acerque su sillón al mío… Así. Dejé encargado café para los dos. ¿Quiere usted alguna copa?

El doctor Losada dijo que no con la cabeza, y añadió:

—Ya he tomado un sorbo de ron.

—Pues yo acostumbro a tomar coñac. He pedido una copa para mí. Era por si usted quería acompañarme…

Se acercaba el camarero con la bandeja. Acomodó el pedido en la mesita baja, el coñac delante del Fiscal.

—¿Quiere usted traerle al señor una copa de ron? La misma marca que tomó en la barra.

—Sí, señor Fiscal.

Volvió pronto el camarero, y dejó el ron delante del doctor Losada; un ron oscuro… Cuando el camarero estuvo lejos, dijo el Fiscal:

—El Presidente estaba hecho una furia. Echaba chispas contra usted. Habló del tiempo perdido, ¡quince días nada menos! ¡Total para nada!

—¿Para nada? ¿Es que no tiene imaginación?

—En la Audiencia, querido amigo, la imaginación está de más. Lo que hacen falta son razones…

—En este caso, con la razón no iremos a ninguna parte. Es decir, la razón nos llevará a donde estamos: la condena de un inocente.

—¿Está usted tan seguro?

—Lo estaba ya. Ahora lo estoy más. Y espero que usted haya cambiado también.

—Explíquese.

—¿Necesita explicación? ¿No es ya evidente?

—La evidencia no la veo por ninguna parte.

—¿Qué esperaba usted de esos papeles?

—La pregunta debería hacerla yo. Usted fue el que los sacó a colación… debería decir de quicio.

—Yo no esperaba nada concreto, más bien lo esperaba todo… o casi todo. Lo que se encerraba en el paquete no me ha sorprendido. Figuraba entre las posibilidades calculadas, precisamente entre las más lógicas.

—¿No esperaba usted una confesión del Decano?

—No, en absoluto.

—Yo, sí. También sería lógica: una confesión al cabo de veinte años, cuando ya nada tenía remedio…

—Cuando veinte años de presidio habrían destrozado la mente del acusado… en el caso de que hubiera sobrevivido. Que esta es otra: el acusado no resistirá la condena arriba de un par de años. A pesar de los cuidados que su mujer pueda proporcionarle ahora, ha decaído bastante. Usted lo vio el otro día, pero yo lo sé además por mis visitas a la cárcel y por el médico. El acusado es un hombre débil, toda su fuerza se le va por la cabeza…

El Fiscal había tomado el café, y ahora tomaba el coñac a sorbitos. Había encendido un puro pequeño y fino, alternaba la chupada del puro con los sorbos de coñac.

—Según todos los barruntos, tendremos que deplorar la muerte de esa cabeza pensante pasado cierto tiempo. Yo tendré que repetir mi acusación, y mucho me temo que usted no convenza a la sala… hoy predispuesta ya contra usted.

—Lo que yo esperaba de esta entrevista era convencerlo a usted. Lo espero todavía.

—¿Cómo? ¿Con un montón de recortes de periódico?

—Un montón de recortes que no significan nada… o lo significan todo. Depende de cómo se los mire.

—¿Y usted espera que los mire como usted?

—Al menos, de manera parecida.

El doctor Losada no había probado el ron. Alargó la mano para tomar la copa, y el Fiscal pudo ver, en el puño de la camisa, un gemelo de oro, sencillo de dibujo. «Éste es un señorito, pensó: un señorito que ha leído mucho, pero que carece de la menor práctica forense.» Se dispuso a escucharlo, con la ayuda del coñac, con la ayuda del cigarro, quizá también con la ayuda de un remoto sueño que se insinuaba, allá lejos. El doctor Losada había bebido de un trago media copa de ron. Sacó un pañuelo impecable y se limpió los morros.

—¿Admite usted que, a primera vista, todo aparece confuso? Teniendo en cuenta, por supuesto, la declaración del fraile.

—Admito, al menos, que sólo teniendo en cuenta la declaración del fraile, todo aparece confuso. Si prescindimos de ella…

—Pero, ¿podemos prescindir de ella? ¿Podemos honradamente hacerlo?

—El Comisario de policía estableció un sistema racional sin tener en cuenta la declaración del fraile.

—De ahí se derivan todos los errores que venimos padeciendo. La declaración del fraile no es ociosa, sino todo lo contrario. Yo la considero fundamental. Yo encuentro en ella los puntos de apoyo de mi razonamiento.

—La declaración del fraile se refiere a palabras. El razonamiento del Comisario se apoya en hechos.

—¿Da usted a los hechos mayor jerarquía que a las palabras?

—Cuando existen hechos y palabras, sí.

—Detrás de las palabras del fraile podemos ver hechos, tan significativos como los otros, aunque distintos, ¡ya lo creo!, completamente distintos.

—Veámoslos.

—Y no por orden. Por ejemplo, ¿cómo puede un hombre, que dice temer ser asesinado, aceptar tranquilamente la muerte, sin la menor rebeldía? ¿No lo encuentra usted extraño? Un hombre que teme ser asesinado se revuelve contra la idea misma, no la acepta con mansedumbre, como hecho inevitable, como si se tratara del día sucediendo a la noche. Sin embargo, es un hecho que el Decano se condujo como quien está seguro de su muerte. Nunca se puede estar tan seguro, ni aun en caso de suicidio, pero es indudable que la mayor seguridad sobreviene en el caso de que sea uno mismo el que proyecta su propia muerte. El Decano tenía esa seguridad. Si abandonamos un momento la declaración del fraile y examinamos la de mi defendido, ¿no le sorprende el hecho de que el Decano haya cenado una ración doble de lamprea? Una ración doble es difícil de digerir incluso para un muchacho, cuanto más para un cuarentón como era el Decano. Pidió una ración doble de lamprea porque no tenía miedo a su digestión, porque se sabía muerto a la hora de digerirla. Igual sucede con todos los excesos de aquella noche. La autopsia habla de una cantidad de alcohol, whisky creo, ingerida también, una cantidad capaz de emborrachar a cualquiera. ¡El Decano borracho! Ni aun a la hora de acostarse, ni aun a solas. Y, sin embargo, aquella noche…

—¿Adonde intenta usted llevarme? —le interrumpió el Fiscal.

—No lo sé. Mi razonamiento no busca un fin premeditado. Razono en voz alta y le hago a usted testigo. ¿Dónde estábamos? No lo sé. Me ha hecho usted perder el hilo, pero no importa, porque hay muchos otros puntos de partida. Podemos, por ejemplo, examinar el hecho por el que estamos aquí reunidos: ese montón de recortes de periódico que hemos hallado. No hay duda de que este descubrimiento, este examen, no había sido tenido en cuenta por el autor de los hechos. No habría resistido a la tentación de añadir un escrito, cualquier cosa, que nos hubiera despistado aún más. Pero él no contó con que sus recortes fueran descubiertos antes de tiempo. ¿Qué podría añadir a un proceso cerrado, acaso por la muerte, una declaración póstuma? ¿La rehabilitación de mi defendido? Para él, carece de sentido. Para su mujer… un consuelo póstumo, muchos años pasados… ¿Un consuelo, y no una rabia? ¿Es usted capaz de imaginar el estado de ánimo de esta mujer, que recibe de viuda la rehabilitación de un hombre que no puede resucitar? Y aunque supongamos, que ya es mucho suponer, que mi defendido viviera todavía, ¿cuál sería su situación? Desde luego, perdido como historiador y como hombre, el presidio nos devolvería una piltrafa sin otro porvenir que rumiar su amargura, en el mejor de los casos curarla, ayudado por su mujer…

—Entonces, usted supone que el Decano montó toda esta máquina complicada y confusa sólo para aniquilar intelectualmente al acusado.

—Es una conclusión válida.

—¿Y el suicidio? ¿Cómo explica usted el suicidio?, ¿no le dice nada el que tanto el acusado como su mujer no crean en suicidio alguno?

—Nunca he conocido de cerca a un suicida, y menos en un caso como éste, en que el suicidio carece de motivos, al menos aparentes. Por más vueltas que le doy…

El Fiscal sacudió la ceniza del puro, dio una chupada a lo que quedaba de él, dejó la colilla en el cenicero.

—¿Qué es para mí el Decano? Poco más que un nombre. Digamos, unos datos en un proceso, muchas palabras sobre él, ninguna palabra de él, al menos directa, fidedigna. ¿Se da usted cuenta de que la hipótesis del suicidio tropieza con ese escollo? ¿Por qué iba a suicidarse el Decano? Era un hombre joven, triunfante. Ni siquiera padecía, que se sepa, de una enfermedad incurable…

—Que se sepa, usted lo dice. Pero no se sabe. La autopsia no dice nada al respecto: no se ha encontrado en su cuerpo ni siquiera el germen de un tumor… ¿Y motivos de otra clase? Psicológicos, por ejemplo.

—¡Si nos metemos en psicologías, no saldremos jamás del barullo!

—Sin embargo, es el único camino que nos queda. Un camino con muchas bifurcaciones, eso lo reconozco. ¡Ah, si fuera un camino único y claro…!

—¿Y usted pretende que le acompañemos por él? Quiero decir, los magistrados de la sala y yo…

—De momento, sólo usted. Ellos están lo bastante indignados contra mí como para no acompañarme de buen grado… Pero, usted… Usted parece distinto. Usted me ha invitado a este encuentro, y me ha dejado hablar.

—¿Y no acabaré arrepentido?

—Cabe dentro de lo posible, pero eso sólo sucederá si le aburro. En mi mano está el no hacerlo.

Había terminado el café, había terminado el ron; con la copa en la mano, miró al Fiscal. Éste sonrió y encargó al camarero otra copa de ron. Apenas tardó en traerla.

—Tengo entendido que existen suicidas natos, gente que no concibe otra manera de morir que la traída por su mano y que se matan con el menor pretexto o a la menor ocasión, a veces ya de viejos, después de una larga vida escapando a la muerte que puede sobrevenirles por una enfermedad o por un accidente. Yo no sé si el Decano pertenecía a esta clase de hombres, no le conocí, no le vi jamás, no pude, por tanto, ver si era uno de esos hombres que llevan la muerte prendida en las pupilas. En cualquier caso me resultaría difícil explicar cómo, un hombre así, quiso endilgar su muerte a otro. Difícil dije, no imposible, aunque el razonamiento me saliese algo retorcido, inverosímil para quienes sólo ven lo verosímil en lo claro, en lo rectilíneo. Por lo que vamos viendo, sin embargo, el Decano era bastante complicado. Veamos el otro caso, el del que llamaríamos suicida ocasional. Según todos los barruntos, el Decano perteneció a esta clase. El suicidio era una de las muchas cosas que no figuraban en su programa de vida… hasta que se le apareció en el camino como única salida. ¿Única salida de qué? De su fracaso personal. Hemos quedado en que era incapaz de cualquier pensamiento especulativo, y, si nos cabía alguna duda, ese montón de periódicos lo muestra. Esos recortes hubieran sido durante años la amenaza. ¡Ah, el día en que se publiquen mis papeles!, venía a decir ese montón de recortes guardados en la Academia de la Historia, guardados durante años. Pero nosotros sabemos ya lo que contiene el famoso paquete, la inanidad de la amenaza. Pero dejemos esos papeles, quizás sólo de momento. A lo mejor volvemos a ellos. Ahora quiero llamar la atención de usted sobre un hecho, atestiguado de diferentes maneras por la declaración de un estudiante y por la de mi defendido. El estudiante declara que el Decano, de repente, dejó de contar la Historia en sus hechos y comenzó a explicar novelas históricas, comenzando por «Tutankamen en Creta». Mi defendido, por su parte, declara que el Decano, la noche de autos, le confesó su decisión de dedicarse en lo sucesivo a la novela histórica como medio de penetrar más profundamente en la realidad del pasado. Bueno, no sé si son éstas exactamente sus palabras o algo equivalente. A mí lo que me importa es el hecho que enmascaran, pero me gustaría que fuese usted el que pronunciase la palabra exacta.

—¿Juego? ¿Es esa palabra la que espera?

—No. Yo esperaba otra. Yo esperaba la palabra fracaso.

—¿Por qué? Yo no la encuentro tan exacta. Más aún, a mí no me dice nada. ¿A qué llama usted fracaso? ¿A que el Decano se pasase el resto de su vida académica explicando novelas históricas? Sería, incluso, original. Yo conozco a un cierto número de catedráticos que no hacen ni siquiera eso. En mi universidad, durante mi licenciatura en Derecho, tuve un profesor de Economía política, hombre por otra parte de gran prestancia personal, rector de la universidad, muy elegante en los desfiles, que nos leía unos apuntes escritos a máquina y recordados por varias generaciones de estudiantes. No creo que se tuviese por fracasado. Tampoco se consideran tales los muchos rutinarios que tanto usted como yo podríamos citar. Repetirse un año y otro está entre lo aceptado, entre lo usual y corriente. Y el Decano parecía hombre ingenioso como para hacer lo que los demás, pero con más disimulo. Por lo pronto, existen novelas históricas suficientes como para entretener unos años de docencia.

Sobrevino un silencio. Tanto el Fiscal como el Defensor lo llenaron con sorbitos de sus copas. Después, se miraron y rieron, pero no demasiado. «Sin embargo, usted se tiene por un buen abogado, como yo me tengo por un buen Fiscal. Hay una enseñanza que prepara técnicos, y a éstos les da igual que se repita el profesor cada año, pues de una manera u otra le dice al alumno cosas que tiene que saber.»

—Sí, pero el Decano no aspiraba a formar esa clase de alumnos. Para él, el modelo era… su presunto asesino, y a ése hace tiempo que no tenía nada que enseñarle.

—¿Ni siquiera explicar la Historia por las novelas?

—Me temo que mi defendido se las sabe de memoria. Claro está que hablo por conjeturas, pero no creo equivocarme.

—Usted está muy seguro de sí mismo, ¿verdad?

—Sólo en el asunto que nos atañe, y aun eso no del todo.

—¿Por qué, entonces, intenta convencerme de que mi dictamen es erróneo?

—Porque de eso sí que estoy seguro. Quizá sea mi única certeza.

—Hasta ahora, no me ha convencido.

—Ni lo intento. Es decir… lo intento por otra vía. Repitiendo ante usted mi propio razonamiento, con todas sus dudas y altibajos.

El Fiscal sorbió otro traguito de su copa. Luego dijo: «Prosiga».

—¿Cómo quiere que lo haga, si no sé adonde había llegado? Acaso usted lo recuerde.

—Más o menos, andaba usted por otra clase de suicidas.

—Pura teoría. Le aseguro que es la primera vez que me veo obligado a pensar en ese tema. Pero, a veces, la teoría y la realidad coinciden. En este caso, por ejemplo…

Se detuvo. El Fiscal le miraba, expectante.

—O sin ejemplo. Estábamos hablando del Decano. Que si su estro se había apagado, que si no se sentía capaz de arrostrar, o de arrastrar, como usted prefiera, la vida del profesor rutinario… Hay, sin duda, un proceso psicológico que yo no soy capaz de imaginar, pero a cuyo final aparece la idea del suicidio. Con tiempo, tomado muy de lejos, calculado. Esto es fácil de deducir por la fecha de la adquisición del veneno, que podemos situar a finales del curso pasado. Hubo tiempo, mucho tiempo, para estudiar los detalles, para prepararlos.

El Fiscal le interrumpió:

—Esa hipótesis es aceptable, pero no explica por qué el Decano escogió como víctima a su amigo, a su discípulo brillante, a quien podía exhibir como su único triunfo visible. Tengo entendido que había unas oposiciones próximas, en las cuales el profesor auxiliar saldría catedrático. Un triunfo personal, sí, pero también de su maestro. Su maestro era el Decano. ¿Tiene usted una explicación de todo esto?

—No, por supuesto, ni creo que pueda hallarse, salvo una serie de conjeturas, buenas para una novela, pero no para convencerle a usted.

—¿Es que usted intenta convencerme? ¿De qué?

—Ni yo mismo lo sé, pero supongamos que, con esta conversación, intento llevar a su ánimo la idea de que el aparente razonamiento irrefutable en que usted se basa, y que es el mismo en que se basa la denuncia del Comisario de policía, pierde todo valor en el momento en que se acepte como válida una sola de las declaraciones de mi defendido.

—¿Como cuál?

—Pongamos la más difícil de aceptar, la compra del veneno.

El Fiscal se echó atrás en el sillón, sorbió de su copa el fondo que quedaba, sacó la pitillera, ofreció un cigarrillo. El abogado Losada lo aceptó, lo lió, lo encendió sin ofrecer de su fuego al Fiscal, que ya encendía el suyo.

—Es indudable que lo compró su defendido.

—Sí, pero, ¿para qué? Para que el Decano pudiese matar una fantástica rata de la que no volvió a hablarse, un veneno guardado en algún escondrijo durante todo el verano, porque se pensaba en utilizarlo más tarde.

—¿Y usted cree que eso es sostenible?

—Ni más ni menos que la tesis oficial, la que usted hizo suya, porque, según ésta, el veneno fue guardado por mi defendido durante el mismo tiempo, en algún escondrijo, para usarlo llegado el momento. Lo cual basta para que el homicidio se convierta en asesinato, con larga premeditación. Todo un verano por medio, el final del curso pasado, el principio de este curso… Yo pienso que el Decano tuvo más oportunidades de esconder el veneno que mi defendido. No olvide que el Decano era soltero.

—Sí, pero vivía en un Colegio Mayor, donde las criadas que hacen la limpieza son por lo menos tan curiosas como una esposa legítima.

El abogado Losada no respondió, pero sonrió.

—Hablo por experiencia —concluyó el Fiscal y entonces el abogado rió francamente.

—Yo carezco de ella: soy soltero.

—Es una suerte que cualquier día tirará usted por la borda.

—Todavía no, aunque no le niego que pueda pasar. No olvide que soltero quiere decir solitario. Que es lo que era el Decano: un solitario, pero entrado en años. ¿Los cuarenta y tantos? Por esas kalendas andaba, y se me ocurre que es una mala situación… Vea usted por ejemplo: nos hemos deshecho demasiado rápidamente de la idea de que el Decano estuviese enamorado de Francisca. Para ser exacto y justo, soy yo mismo quien eliminó esa idea, pero eso no impide que, en privado, entre usted y yo, no vuelva a ella. ¿Será la única verdad dicha por el Decano? Usted sonríe, porque piensa que a Francisca no la puede amar más que un bicho raro, como su marido. Es una idea ligera sobre la que conviene volver o tenerla a la vista. Es fea, tiene mala figura, de acuerdo. Pero, ¿se ha fijado usted en sus ojos? Quizás sólo en que son penetrantes e implacables, pero, además, son bellos, de una belleza poco convencional, de acuerdo. Basta para que un hombre se enamore de ella, aunque ella misma no lo crea ni lo espere. ¿Por qué no ha de ser el Decano ese hombre? Si lo admitimos, hágame usted gracia de toda la motivación de celos. Hubiera sido más lógico deshacerse del marido, también de acuerdo, pero hay gente que prefiere suicidarse a cometer un homicidio, o un asesinato, que sería en este caso. Al Decano le bastó la satisfacción de pensar que, con un poco de suerte, su rival pasaría veinte o más años en la trena. Pero no descartó que su rival quedase en libertad, ¿qué se yo?, porque las pruebas contra él se juzgasen insuficientes, o porque un abogado ilustre lograba sacarlo libre… Todo eso lo tuvo en cuenta, y ahí viene ese depósito de recortes de papeles que tanto ha irritado a los señores magistrados. No es ninguna estupidez. ¿Imagina usted la angustia de mi defendido, trabajando durante veinte años con la amenaza a plazo fijo de una losa que lo aplastaría, de ese pensamiento del Decano en que se resumía… lo que no fue capaz de pensar?

—Lo cual sucederá inevitablemente si su defendido sale libre. No olvide nuestro compromiso, nuestro juramento de secreto acerca del contenido de ese paquete que acabamos de ver y que en poco tiempo se hallará otra vez en el archivo de la Academia de la Historia, amenazante.

—Ese riesgo no hay quién se lo evite a nuestro pobre amigo.

—¿Nuestro? ¿Por qué dice nuestro?

—Mío, desde luego, aunque poco haya hablado con él… De usted… ¿no se siente ya un poco amigo?

El Fiscal no contestó. Echó una larga bocanada de humo que le cubrió el rostro un instante…