SE HABÍAN REUNIDO en el despacho del Presidente de la Sala. Estaba el Tribunal completo; estaban el Fiscal y el Defensor; estaba un Notario de la ciudad, que había llegado el primero. Encima de la mesa, aislado, inquietante, un paquete postal de tamaño folio. Todos miraban al paquete. El Notario dijo:
—Puesto que estamos todos, podemos, si a ustedes les parece… —consultó su reloj—. Precisamente, dentro de media hora, tengo citada en mi despacho a una señora soltera, y digo señora por la edad, que quiere cambiar el testamento. Mucho me temo que sea el primero de una serie de cambios, pero esto no altera la hora de la cita.
El Presidente del Tribunal le ofreció una plegadera.
—¿Le basta este chisme?
—Preferiría unas tijeras.
El Presidente rebuscó en un cajón.
—Tome.
Con las tijeras en una mano, el Notario cogió el paquete y lo sopesó en el aire.
—Esto no contiene más que papel —dijo.
—No esperábamos que contuviera otra cosa —le respondió el Abogado; y a la vista de los rostros serios, se mordió los labios.
El Notario había comenzado por cortar la cuerdecilla roja que ataba el paquete; luego, con la plegadera, comenzó a abrirlo por los bordes. El contenido venía metido en un sobre, firmado por el Decano y lacrado. El Notario advirtió en voz alta de estas circunstancias. Cuando todos se dieron por enterados, abrió el sobre con la plegadera y metió la mano solemnemente. Sacó un nuevo paquete, envuelto en papel más liviano. Al Abogado se le escapó decir: «Es como una caja china», y el Presidente del Tribunal le miró severamente. El Notario había ya roto el envoltorio del último paquete, y sacó un fajo de papeles, del mismo tamaño, ordenados. Bien agarrados, los blandió.
—Vean ustedes…
Los dejó encima de la mesa. El Presidente del Tribunal fue el primero en hojearlos.
—Pero…, esto son…
Miró a la concurrencia, mientras con un dedo enérgico y un tanto retórico señalaba los papeles extraídos del paquete.
—Vea usted, señor Notario, el primero. Vean también ustedes, señores.
—Atestiguo que son recortes de periódicos —cogió el fajo y lo hojeó—. Recortes cualesquiera, cuidadosamente cortados, eso sí, pero sin relación entre ellos. Periódicos de Madrid y regionales, incluso locales. Pueden ustedes examinarlos.
Ofrecía el mazo. Cuatro manos tendidas, cuatro manos que se retiraron cada una con su poquito de recortes, cuatro manos que volvieron al aire, con sus folios, y los devolvieron al montón…
—Pero, ¿no hay una sola hoja escrita, al menos una?
—Véalo usted, señor Presidente, véalo usted mismo. No hay más que papeles de periódicos, sin una sola palabra escrita, sin numerar. Y los recortes, como ya dije no guardan relación entre sí.
El Presidente dijo con voz seca:
—Señor Notario, haga usted sus diligencias y que se devuelvan estos papeles al lugar de origen. Enviaré al Secretario para que levante acta, y que se una a la causa… o… —Se detuvo, devolvió los papeles a la mesa y salió: la puerta no hizo ruido al cerrarse. El Notario había empezado a escribir. Llegó el Secretario, silencioso. El Fiscal dijo en voz baja al doctor Losada:
—¿Le parece que nos veamos luego? Podríamos tomar café juntos.
—Dígame el lugar y la hora.
—Después de comer, como a las cuatro. Y el lugar…
Pareció pensarlo, vacilar…
—Un lugar no muy conocido, donde podamos estar a solas. ¿Qué le parece el Casino?
—¿El Casino? ¿A ésa hora?
—Hay rincones silenciosos y recatados. Espéreme en el bar…