EL ALGUACIL de la capa parda y la gorra de plato entró sin llamar en el despacho del Juez.
—Está ahí esa señora.
—Acompáñela y quítese la gorra mientras esté ella delante.
—Es que, señor Juez, hace tanto frío…
Salió y volvió al cabo de un momento, con la gorra quitada. Se hizo a un lado mientras dejaba pasar a la señora: fea, de ojos azul intenso, muy hermosos; vestida con un abrigo negro. Se quedó en la puerta y dijo:
—Buenos días.
El Juez se levantó y la mandó pasar. Le indicaba la silla al otro lado de su mesa. Ella adelantó unos pasos, pero no se sentó.
—¿Puedo quitarme el abrigo?
Señaló la estufa.
—Si usted me da un poco de calor…
El Juez, sin responderle, empujó con un pie la estufa, hasta enfocar de pleno la segunda silla.
—¿Así?
—Puede que esté bien —se sentó—. Sí, está bien, gracias. Me ha mandado usted llamar. Soy la mujer de…
—Sí, ya la supongo. Le agradezco que haya venido. Por ser usted la esposa legítima del encausado, no tiene usted obligación de testificar, y menos en contra. Esto va a ser una conversación, no una declaración. Claro que puede usted negarse…
—Estoy dispuesta. Me llamo Francisca y soy la esposa legítima de, como usted dice, el encausado. Puede preguntarme lo que quiera.
El Juez, desde su asiento, la miró largamente. Al quitarse el abrigo, había aparecido vestida de un traje sastre, gris, con una blusa camisera y una cinta de terciopelo o de seda mate en lugar de corbata. No era agradable, y sus ojos vivos, oscuros, miraban con una insistencia molesta.
—La primera pregunta que quiero hacerle no se la haría delante de su marido. El Decano, antes de morir, confesó a alguien que estaba enamorado de usted.
Francisca rió con risa sorda, poco grata.
—Eso es mentira.
—¿Cómo lo sabe?
—¿Cree usted que yo soy de esas mujeres de quienes van enamorándose los hombres? Míreme bien. Además, una mujer, aun fea como yo, sabe perfectamente cuándo un hombre la ama. No era el caso del Decano. Al Decano, un hombre guapo y bien plantado, le gustaban las jovencitas lindas y, cuanto más tontas, mejor. Yo, ni soy linda, ni soy tonta.
—El Decano le dejó a alguien la encomienda de que si a su marido le metían en la cárcel, pudiese usted ganar algún dinero.
Francisca volvió a reír, esta vez con risa apenas perceptible.
—Soy rica, aunque no demasiado, pero lo suficiente como para sostener con mi dinero un hogar modesto y un coche con escaso gasto. El sueldo de mi marido, cuya cuantía usted debe conocer, apenas si nos llegaba para pagar mensualmente los libros. Aunque pase lo peor, nunca recurriré a nadie para seguir subsistiendo.
—¿A qué llama usted lo peor?
—A que mi marido sea castigado por un homicidio que no cometió.
El Juez le pasó por encima de la mesa un cuaderno de folios:
—Eche un vistazo a eso.
Francisca leyó, primero por encima, luego con atención. Devolvió los folios al juez.
—Asesinato, —dijo—. Está claro: la acusación es de asesinato.
—¿Podría usted decirme algo de todo esto?
—Sí, pero sólo referente al veneno. Hace bastante tiempo, un par de meses o así. Mi marido me dijo que el Decano le había encargado hacerse con una sustancia que pudiera acabar con cierta rata… Yo le dije a mi marido que no se metiera en eso, pero, como se ve, no me hizo caso. Era natural: el Decano tenía sobre él más autoridad que yo. Ahora lo del veneno se vuelve contra él.
—La declaración de su marido coincide con lo que usted me dice, pero no se refiere para nada a usted.
—Es lógico. Y yo no le guardo rencor por no haberme hecho caso. Ha sucedido muchas veces, cuando al lado opuesto se hallaba el Decano.
—¿Por qué dice usted en el lado opuesto?
—Es un modo de hablar, pero no caprichoso. El mundo, para mi marido, tenía dos partes. La una, la ocupaba el Decano por entero; en la otra estaba yo, y, conmigo, el resto del mundo.
—¿Se llevaban ustedes mal?
—No. Admirablemente. Por otra parte, yo me siento responsable de esa afición de mi marido al Decano. Yo los puse en relación, pero nunca creí que Enrique pudiera alcanzar un sometimiento y una ceguera tales. Su identificación con el Decano llegó al punto de no darse cuenta de que quien pensaba era él, y no el Decano. El Decano era hombre agotado desde hace ya tiempo, pero mi marido no se dio cuenta. Uno dejó de pensar, pero pensaba el otro.
El Juez empujó hacia ella el montón de papeles dejado por el fraile.
—¿Conoce usted eso?
A Francisca le bastó un vistazo.
—No sólo lo escribí yo materialmente, es decir, no sólo está mecanografiado por mí, sino que la prosa es mía. Mi marido no sabe escribir; yo, sí. Él piensa, yo escribo. Él garabatea borradores, yo doy forma a lo que contienen. Le puedo mostrar a usted los borradores de cada uno de esos capítulos. Esa obra la está escribiendo mi marido, bueno, quiero decir que la está pensando. Iban a firmarla los dos, pero anoche, precisamente anoche, el Decano le dijo a Enrique que no, que se publicaría sólo con su nombre, con el de Enrique, y que él, el Decano, se limitaría a ponerle un prólogo. A mí me pareció una decisión justa, pero a mi marido no le hizo feliz. Él seguía creyendo que la sustancia del libro pertenece al Decano. Pero hay algo más, o lo hubo. Mi marido me contó también que el Decano iba a dedicarse en lo sucesivo a la novela histórica.
—¿Y eso le disgustó?
—¿Por qué iba a disgustarle? La idea que se tiene de la Historia puede también expresarse por imágenes. Eso pensaba mi marido. Además, siendo una decisión de su maestro, jamás se atrevería a discutirla. La verdad es que me lo contó con alborozo. «Mira lo que se le ha ocurrido al Decano…» Era, según Enrique, una ocurrencia genial.
—Y, usted, ¿estaba de acuerdo?
—Yo esperaba hace tiempo algo parecido. Una ficción de genialidad no puede prolongarse indefinidamente. Hay que buscar una salida, y el Decano o la halló, o creyó hallarla, o fingió hallarla, en eso de la novela histórica. Nada más que ensayar el oficio de novelista consumiría unos años. ¿Lo imagina usted disculpándose? «No domino el diálogo, las descripciones me salen apelmazadas, vacilo al elegir lo verdaderamente significativo…» Un cambio en el medio de expresión tan radical como es el paso de la prosa conceptual a la narrativa…
El Juez la interrumpió:
—¿No se le ocurre pensar que yo no entienda bien esos conceptos?
—Perdóneme. Seré más sencilla. Quería decir que el paso del ensayo histórico a la prosa narrativa es fácil, y que puede dar lugar a dilaciones y pretextos.
—Ahora entiendo, pero, ¿cómo se justifica todo esto en un hombre que piensa suicidarse? ¿No advierte usted una total incongruencia?
—Total.
—¿Hasta el punto de hacerle pensar que el hombre que se comportó así no pensaba suicidarse?
—Es que yo no estoy totalmente convencida de que lo haya hecho.
—¿Entonces…?
—De lo único que estoy segura es de que no lo hizo mi marido. Sin otras razones que mi propio sentimiento.
El Juez se levantó, permaneció de pie sin cambiar de sitio. Los ojos azul oscuro de Francisca se habían clavado en él.
—Yo pienso lo mismo que usted, pero necesito razones. Le he dado a su marido cuatro días para hallarlas. Esos cuatro días también son suyos, señora.
—Yo no investigo.
—Son los mismos de que dispongo yo. Un tiempo, escaso, sí, pero suficiente acaso. El Comisario de Policía seguramente lo encontrará excesivo. Él está tan convencido como nosotros, aunque no de lo mismo… No pienso en un Tribunal a quien haya que convencer, sino precisamente en él, en el Comisario.
Francisca cerró los ojos, y el Juez se sintió libre, pero sólo usó de su libertad para sentarse, al tiempo que Francisca se levantaba.
—¿Me dará usted un permiso para ver a mi marido?
—Por supuesto. Un permiso para verle, para hablarle, para llevarle comida y ropa. Nuestra cárcel local no es de las modernas. Tendrá frío, la comida no será buena. ¿Necesita usted algo más?
—No. Creo que no.