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HACÍA UNA MAÑANA oscura y fría. Habían encendido la luz del zaguán y las de las esquinas; por los ventanales del claustro se veía caer la lluvia sobre los macizos: mansa, pero a veces agitada por una ráfaga breve. Los estudiantes rodeaban a otro, mayor que ellos, que explicaba la aparición del Decano, muerto, en su habitación del Colegio Mayor. Daba detalles, y a la pregunta inevitable de «¿Quién fue?», salida de todos los labios, respondía encogiéndose de hombros o con un «No se sabe» apenas mascullado. Relataba las pesquisas de la policía, los interrogatorios del Comisario-jefe, que aquella mañana se había personado en el Colegio y había preguntado a todos: estudiantes y camareros, pero también a las chicas del servicio y al mismo Director. Apareció Lisardo saliendo de su cuchitril y le preguntaron si vendría don Enrique, ese al menos. Lisardo se encogió de hombros, pero a uno que hablaba y aseguraba a los recién llegados que el Decano había sido asesinado, le dijo, pasando y sin esperar respuesta: «Estoy tan seguro de que no lo mató nadie como de que no lo maté yo»; y se perdió en las tinieblas finales del claustro, hacia Derecho. Nadie dio a sus palabras otro valor que el de una mera opinión. Cuando llegó don Enrique, le rodearon los estudiantes, le acosaron a preguntas. Por fin pudo decir: «¿Saben que soy el único sospechoso? La policía acaba de estar en mi casa, me han tomado las huellas dactilares y qué sé yo cuántas cosas más… Efectivamente, yo soy la última persona que vio al Decano vivo, pero eso no quiere decir que lo haya matado. ¿Por qué, para qué? Ustedes conocen mi respeto por él, todo lo que le debo… Estoy tan desolado como ustedes, más que ustedes, y ustedes lo comprenderán…» En la cara de don Enrique estaban escritos la sorpresa y el miedo. Entró en su aula, metió la cabeza entre las manos, los alumnos se fueron acomodando en silencio. «Comprenderán ustedes que no sepa de qué hablarles…»

A la misma hora, los Decanos entraban juntos en el Rectorado: el de Medicina, el de Farmacia, el de Derecho, el de Ciencias. El Rector les esperaba, con cara de circunstancias.

—Estoy desolado. ¡Un escándalo como éste, en la Universidad, donde jamás pasó nada semejante!

Los decanos se acomodaban en los sillones tapizados de terciopelo rojo. Uno sacó tabaco y ofreció.

—Y no por falta de ganas, puedes creerme. Yo mismo me desharía de buena gana de algún colega…

—¡Bueno, hombre! ¡A todo el mundo le estorba alguien! Pero de eso a matar… Hay muchas maneras de deshacerse de un enemigo.

—Maneras administrativas. Pero alguno estorba aquí y en Pekín. Yo, a más de uno, le deseo la muerte.

—¡A ver si has sido tú el que mató a don Federico!

—Ni lo conocía. Por lo que me dijeron de él, no era hombre simpático. Siempre esquivé que me lo presentaran. Lo he visto y lo he oído cuando todos vosotros: en los claustros. Y no puede decirse que fuera muy elocuente.

—Tenía fama de serlo.

—En sus clases. A nosotros nos despreciaba…

El Rector alzó una mano, una mano crispada.

—Por favor… No os he llamado para esto. Tenéis que daros cuenta… Mi situación. Yo tengo que presidir el entierro…

—Lo harás muy bien, con tu acostumbrado empaque. Y si alguno de éstos quiere acompañarte… Yo, no, por supuesto. Acabo de coger una gripe…

El Decano de Medicina simuló un estornudo.

—¿Veis? Una gripe oportuna.

—No se trata de eso. Es que, si no se arregla lo contrario, el entierro será civil. Hay sospechas de que nuestra colega se haya suicidado. Y eso siempre es un engorro. Hay que hablar con el arzobispo, que, a lo mejor, no da el permiso para que lo entierren en sagrado… Un verdadero engorro. A no ser que…

—¿Qué? —preguntaron a un tiempo los cuatro Decanos.

—Que ciertas sospechas se confirmen… Un auxiliar anda por el medio. ¿Recordáis? Aquel larguirucho, enlutado, que se sentaba siempre al lado de don Federico… Su propio auxiliar. ¡Y menudo jaleo el que armó para traerlo! Dicen de él que es más que una promesa. Claro que si mató a don Federico… Veinte años no hay quién se los quite.

—Por lo menos, veinte, si al Tribunal no le duele el estómago aquel día. El máximo serían treinta, descartada la pena capital, que, yo no sé por qué, se pide cada vez menos en delitos de esta clase.

—Vamos a suponer que no aparecen implicaciones políticas.

En este momento sonó el teléfono. El Rector corrió a él.

—Pásemelo en seguida —le oyeron decir; y se volvió a los Decanos—. Es el Comisario de Policía. Quedó en llamarme. —Tapaba el micrófono con la mano: lo llevó a la oreja—. Sí, diga… Yo soy. ¿Cómo está, señor Comisario?… Yo, esperando sus noticias… Sí, sí… ¡No sabe usted el peso que me quita de encima! Sí, hágalo cuanto antes… No, a nosotros no nos importa: es un auxiliar temporal, casi no forma parte de la familia universitaria… Sí, gracias.

Colgó el aparato y se volvió a los Decanos.

—Todo resuelto. La Policía presentará ahora mismo en el Juzgado acusación formal de asesinato contra el auxiliar ése…