SE OYERON RUIDOS y voces de estudiantes que llegaban tarde y discutían con el portero. Se oyó también el ruido de un automóvil, que se detuvo un momento y luego paró el motor. Voces en tono natural, hacia la entrada del colegio, fuera. Se batió una puerta. Otro rato, breve, de silencio. Llamaron.
—¡Señor Decano, señor Decano!
El Director abrió la puerta, pero no entró. A alguien que le acompañaba, dijo:
—Espere. Aquí ha pasado algo.
Se acercó. Encontró al Decano en el suelo, espatarrado, con los brazos en cruz, un cordón de batín flojamente arrollado al cuello, como si el cuerpo al caer lo hubiera arrastrado consigo.
—Parece muerto.
Volvió a la puerta, la cerró tras de sí.
—¡Que llamen inmediatamente a la policía y que traigan también al juez!
Le escuchaba el portero, un camarero, una criada.
—Que nadie entre en el cuarto del señor Decano, hasta que venga la policía. Avíseme en cuanto llegue.
—¿Le decimos que hay un muerto?
—Sí, digan que hay un muerto, que vengan en seguida.
El Director subió las escaleras hasta su despacho con la cabeza baja, de circunstancias. La enderezó al entrar y encontrarse solo. El teléfono al que llamó comunicaba: esperó un rato, luego llamó al Rector. Se puso la criada. Le dijo con quien quería hablar, que era urgentísimo.
—Soy el Director del Colegio Mayor. Venga en seguida: el Decano de Historia acaba de aparecer muerto en su cuarto. A primera vista parece un suicidio, pero, no sé por qué, lo encuentro algo raro. Sí, el cordón con el que se ahorcó se soltó al caer el cuerpo. Ya está avisada la policía.
El Rector le respondió que iría en seguida, en cuanto encontrara un taxi.
El Comisario llegó: apenas había salido de su despacho el Director del Colegio. Venía acompañado de dos inspectores jóvenes que se quedaron a la puerta. El Comisario se identificó: era un cuarentón bien conservado, un poco calvo y un poco gris el pelo que le quedaba. Al abrirse el abrigo, se le vio en la solapa una estrella de alférez. Venía fumando una pipa muy profesional.
—Me han ido a buscar a casa por el asunto éste. Menos mal que aún no me había acostado…
Estaban en el vestíbulo, en círculo: el portero, dos camareros y una camarera huidiza.
—El Director, ¿es usted?
—Profesor Viñals, de la Facultad de Derecho. Este es el portero de noche, estos dos, camareros de guardia. Puede usted preguntar lo que quiera.
—Ante todo, ¿qué ha sucedido? ¿Dónde está el muerto?
Iba a hablar un camarero, pero el Director le detuvo con un gesto.
—El muerto es el Decano de la Facultad de Historia, don Federico Daoíz Perales. Quizás le conociera usted…
—No le conocía, pero he oído hablar de él. Un sabio, ¿no?
—De eso tenía reputación. Yo puedo añadirle que era un genio. He hablado mucho con él, casi todas las noches. Solíamos tomar juntos una taza de té. Precisamente hoy…
El Comisario le interrumpió.
—¿Puede usted enseñarme el cadáver?
—Muy cerca de aquí en esta misma planta. Como le iba diciendo…
—Espere a que yo le pregunte. ¿Dónde está?
—Aquí, como le decía… Es esta planta. Sígame.
El Director del Colegio torció hacia la habitación del Decano. Le siguió el Comisario. Los demás, mudos, no se movieron. El Director, al salir, les había dicho:
—Ustedes, esperen.
Abrió la puerta de la habitación. El cuerpo del Decano seguía en el suelo.
—Ahí lo tiene. Nadie ha entrado, ni nadie ha tocado nada. Está como yo le vi cuando abrí la puerta.
—Usted, ¿para qué abrió la puerta?
—Le dije antes que solíamos tomar juntos una taza de té. Hoy me había citado para mi regreso. Estaba muy tranquilo: nadie diría que iba a suicidarse.
—¿Por qué supone usted que se suicidó?
—No hay más que ver, esa cuerda alrededor del cuello. No parece verosímil que don Enrique se la haya puesto, ¿me comprende?
—¿Don Enrique? ¿Quién es don Enrique?
—Don Enrique Flórez su auxiliar, un muchacho muy despierto, según dicen. Estaba con él cuando yo entré a decirle…
—Todavía no le he preguntado por lo que le dijo. Hábleme de ese don Enrique.
—Sé poco de él. Todo el mundo le tenía por su sucesor. Don Enrique va a hacer oposiciones, y el Decano aspiraba a una cátedra de Madrid. Era lógico, un hombre como él…
—Tampoco le he preguntado lo que era lógico. Para sacar las consecuencias lógicas estoy yo aquí.
El Comisario había entrado en la habitación. Inspeccionó el cuello del Decano, le abrió los ojos, cogió con mucho cuidado la taza del té y la dejó en el mismo sitio. Después examinó los objetos de la mesa…
—¿Fumaba, el Decano?
—Él, sí. Yo, no. Ese puro con toda la ceniza quemada es el suyo. Presumía de no soltar la ceniza hasta arrojar la colilla. El otro medio puro y la ceniza en varios pedazos debe de ser de don Enrique. No sabía fumar puros, a lo que se ve.
—¿Y este vaso?
—No lo sé. El Decano, a veces, bebía. Un poco de whisky con agua. Pero hoy no le vi con el vaso.
El Comisario cogió el vaso, lo olió y lo devolvió a su sitio.
—¿Y esa ventana abierta?
—El Decano solía abrirla: la calefacción del colegio le resultaba muy fuerte. Aquí, en el Colegio, tenemos muy buena calefacción.
—¿Vivía hacía mucho el muerto en este Colegio?
—Desde que lo destinaron a esta Universidad, el curso pasado, cuando se abrieron los estudios. Venía algo así como castigado.
El Comisario torció el morro.
—¿Un rojo?
—No tanto como rojo, pero tampoco muy adicto al régimen. Un intermedio de esos, ya sabe usted. Un intelectual de los que no emigraron.
—Ya.
Se volvió hacia el Director.
—Voy a dar una vuelta por los alrededores. ¿Han avisado a alguien más?
—Al juez, por supuesto, y también al Rector, como es natural.
—Al juez es natural que se le avise. Al Rector… no tiene jurisdicción penal, ¿lo sabía usted?
—Pero es el Rector, y el muerto era un Decano… El Decano de Filosofía y Letras, nada menos.
El Comisario se ponía los guantes y se acomodó la bufanda.
—¿Y cómo hicieron Decano a un rojo?
—Ya le dije que no lo era del todo. Un desafecto. Nada indicado para Rector, pero un Decano, ¿qué más da?
El Comisario guardó la pipa en el bolsillo del abrigo y se lo abrochó. Se puso el sombrero.
—¿Por dónde se sale?
—¿Quiere que le acompañe? Esto está en obras, hay zanjas y montones de barro.
—Gracias. Llevo mi linterna —respondió el Comisario, secamente.
Salió, atravesó el grupo del vestíbulo, dijo algo a los inspectores que guardaban la puerta y se perdió en la oscuridad. Al primer tropezón, encendió la linterna, iluminó el suelo, siguió el camino de unas huellas, pasó delante de la ventana abierta del Decano, volvió, examinó el alféizar y la pared, hasta el suelo. Tomó una muestra del barro pegado a la cal y la guardó en un papel de fumar que sacó de un bolsillo. Al entrar de nuevo en el Colegio, los inspectores no se habían movido, pero uno de ellos, señalando un coche apagado, le dijo que el Juez acababa de llegar, y que el automóvil que se acercaba sería seguramente el del Rector. El Comisario le dio las gracias.
—Ustedes no se muevan de ahí. Identifiquen a todo el mundo.
—Sí, señor Comisario.
El juez se hallaba reunido con el Director del Colegio y los demás, en mitad del vestíbulo. Hablaba el Director, explicaba las costumbres del Decano muerto.
—¿Y a usted le cogió de sorpresa el suicidio?
—Señor Juez, hay personas de las que no sorprende nada, ni aun esa determinación fatal. Pero el Decano no tenía, que se sepa, motivos para tomarla. Era un hombre alegre, seguro de sí mismo. Si me dijeran que había matado a alguien, lo creería. Pero suicidarse…
—Sin embargo, —dijo el Juez—, usted me dijo que se había suicidado.
—Es lo que me pareció a primera vista.
Terció el Comisario.
—Buenas noches, señor Juez. No nos hallamos ante un caso de suicidio, sino de asesinato.
El Director del Colegio quedó con la boca abierta y los ojos muy grandes.
—¿Un asesinato? ¿Aquí, en mi colegio?
El Comisario cogió del brazo al Juez y lo empujó.
—Venga conmigo, señor Juez.
Se dirigió a los demás.
—Que no se mueva nadie de aquí. Quizás el señor Juez quiera hacer alguna pregunta. Yo, por supuesto, les haré algunas.
Entraron en la habitación del Decano. El aire se había enfriado. Ninguno de los dos se quitó el abrigo.
—¿Cierro la puerta? —preguntó el Comisario.
—A esa gente no puede parecerle mal.
—Lo digo por si viene el Rector.
—El Rector poca vela tiene en este entierro.
—En realidad, señor Juez, lo que se dice vela en el entierro… él llevará la más grande.
La puerta cerrada, el Comisario saltó por encima del cadáver; el Juez se limitó a rodearlo por la parte de la cabeza. No puso atención, pisó el cordón, el Comisario gritó:
—¡Cuidado! Si hay que sacar fotografías, ese cordón, como usted verá…
—Sí.
El cordón se había movido unos milímetros. El Comisario se arrimó al anaquel de libros, de espaldas a ellos, mientras el Juez husmeaba aquí y allá.
—Está claro, —dijo después de un rato—. Se trata de un suicidio.
—¿Tiene usted mucha práctica en estos casos?
—No. Mi carrera es corta. Hasta ahora, algunos robos, algunas peleas. ¿Y usted?
—Yo tampoco tengo mucha práctica pero he leído novelas policíacas que son el mejor libro de texto y que suplen la experiencia. Están escritas por gente enterada, con más medios que nosotros, y, sobre todo, con más experiencia en cierta clase de crímenes, diríamos complicados. Aquí no pasamos del crimen pasional o de la reyerta entre payos y gitanos. Esos libros ilustran. En el frente, como usted sabe, hubo períodos de calma. Yo los aproveché leyendo.
Como quien no quiere la cosa se había desabrochado el abrigo, y mostraba la estrella de alférez de su solapa. El Juez no hizo ningún comentario.
—Por eso me inclino por la versión del asesinato.
—¿Tiene usted algún motivo especial? ¿Hay algo en lo que yo no me haya fijado? El cadáver no presenta en el cuello ninguna rozadura, de modo que ese cordón es o parece un lujo inútil. Este hombre ingirió una cantidad de veneno que le causó la muerte. La autopsia y el análisis de ese té nos darán la respuesta. Todo me parece pensado, muy pensado, muy preparado. Fíjese, por ejemplo: si el veneno es de los de efecto inmediato, como parece, el muerto debía haber caído hacia atrás, y la taza que sostenía, ésa de ahí encima, debería haber caído y derramado el resto del té. Es muy probable, además, que se hubiera roto pues sin duda es de porcelana fina, incluso de marca. Al aparecer en su sitio, y el cadáver caído hacia adelante hay que suponer que el suicida mantuvo el buche de té en la boca sin tragarlo, hasta que dejó la taza en su sitio y él se colocó de espaldas a la mesa. Así se explica la posición en la que se le ha hallado. Es lo que se me ocurre.
—¿Y la presencia de una persona?, ¿no ha pensado en ello?
—No.
—Fíjese en ese cenicero. Está claro que dos personas distintas fumaron sendos puros. Uno estaba tranquilo, dueño de sí mismo. El otro, nervioso. El primero mantuvo la ceniza sin separarla del puro hasta el final. El otro la sacudió cuatro o cinco veces, exactamente cinco, fíjese usted. Y al final restregó la colilla para apagarla, en tanto que el primero se limitó a dejarla en el cenicero, con la ceniza adherida, como lo está aún. Se me ocurre que la víctima estaba tranquila y el asesino inquieto. Un asesino principiante, un chapucero.
—También pudo haber sido al revés.
—Eso lo comprobaremos luego, en los interrogatorios. Un hombre que es capaz de fumarse un cigarro grande sin que se le caiga la ceniza, no mantiene oculta su habilidad. Pero hay algo más que no tiene usted por qué saber, pero que yo sé porque tuve tiempo de inspeccionar el exterior. Hay unas pisadas que van y vienen y que terminan al pie de esa ventana. También en la pared hay desconchados, como si alguien hubiera trepado por ella y restos de barro de los que he tomado muestras —sacó del bolsillo un papel doblado y se lo enseñó, abierto, al Juez—. La presencia de una segunda persona explica muchas cosas, además de ese cordón que no llegó a lastimar el cuello, y que fue puesto por alguien tan ignorante que no sabe que, en un caso como éste, la última palabra la tiene siempre la autopsia.
—¿Ya tiene usted el nombre de esa segunda persona?
—Por lo pronto hay alguien que fue el último en estar con el Decano. Un auxiliar suyo, o ayudante, o cosa así. Habrá que interrogarlo, aunque, de momento, no lo tenga en mi lista de sospechosos. De momento. Pero eso no descarta que pudiera existir una tercera persona. Lo que se dice el primer sospechoso incógnito. Y quien dice una tercera, dice una cuarta.
—… y una quinta…
—¿Por qué no? Estamos en el momento de las hipótesis. La nueva ocurrencia corrige la anterior y la sustituye.
—En este caso…
—En este caso, usted anunció una hipótesis, y yo le corregí con la mía. Claro que yo jugaba con ventaja: tenía más datos que usted.
—Sí. Ya me di cuenta.
El Comisario se abrochó la gabardina: la estrella de alférez desapareció bajo las anchas solapas.
—Entonces, si le parece, yo daría esto por terminado. Hay que interrogar a esa gente de ahí fuera; usted tendrá que disponer el levantamiento del cadáver, y eso de la autopsia. Yo, por mi parte, tengo trabajo para el laboratorio.
—El Catedrático de Medicina Legal le echará una mano, si lo necesita. Se me ofreció alguna vez.
—Esa gente de la Universidad son unos chapuceros. Yo me arreglaré con mis medios. Máquina fotográfica… ¿Se fijó en que hay muchas huellas? Escayola para esas pisadas, y un recipiente inocuo para recoger el té. Me falta algo… algo que tenía que estar por aquí y que todavía no he encontrado, ¿usted vio por ahí un papel de botica, doblado o aplastado? A ver… miraré en el cesto de los papeles, aunque me parece bastante ingenuo tirarlo aquí. ¿Ve usted? —mostró al Juez un papel doblado, con la marca de una farmacia conocida—. Aquí está. Lo que le dije antes, un chapucero.
—¿Quién? ¿El boticario?
—Ya se lo dije, el asesino. Un principiante. En su vida había leído una novela policíaca, lo ignora todo de las huellas dactilares y de los restos que fue dejando. En realidad, para saber de quién se trata, bastará que en el laboratorio descubran en este papel restos de cianuro, y que el farmacéutico diga a quién se lo vendió. Estas cosas quedan registradas, aunque el asesino no lo sepa, pero el boticario no puede haberlo olvidado. Se registran, por mandato legal, de modo que no puede parecerle mal a nadie. Para eso se registran. ¿Usted no lo sabía?
—Sí, lo sabía, naturalmente…
—Es que como no vi que se preocupase por el veneno… Cianuro de potasa, estoy seguro. Un veneno de principiantes. Si el asesino hubiera leído algo…
—Si no fuera un principiante, nos daría más quebraderos de cabeza.
—También tiene usted razón.
El Comisario se acercó a la puerta e hizo girar el picaporte.
Pero se detuvo, volvió sobre sus pasos, y de la papelera sacó un trozo de periódico arrugado, lo abrió, lo examinó.
—¿Ve usted? La segunda persona, o la tercera, en todo caso el que entró por la ventana, se limpió el barro de los pies con este periódico. Algo del barro habrá quedado ahí debajo de la ventana. Lo mandaré recoger…
Guardó el trozo de periódico.
—¿Salimos?
—Usted, sí, si quiere. Cierre la puerta. Yo quedaré aquí un rato, viendo esto. Atienda al Rector, si vino ya o cuando venga. Y cuidado con la cuerda…
El Comisario había salido y cerró la puerta. El Juez realizó una nueva inspección, demorada. Movió la cabeza dos o tres veces. Por último, salió también.
El Rector, apartado, hablaba con el Director de las cosas del Colegio. El Comisario había hecho instalar una mesa, se había sentado detrás de ella, e interrogaba al portero.
—¿Faltó usted mucho rato de su puesto?
—Lo que se tarda en ir al retrete.
—¿No vio usted salir a nadie?
—A Don Enrique, un rato después. Llevaba puesto el abrigo y el sombrero, y debajo del brazo, una caja grande, chata, bien envuelta, y unos papeles. Los papeles, los iba doblando, como para guardarlos en el bolsillo. Poco después se oyó el ruido de un coche.
—¿El de don Enrique?
—No lo sé bien, pero puede que sí. No me fijé demasiado.
El Comisario quedó un momento callado.
—¿Puedo retirarme?
—Espere que yo se lo mande.
—Sí, señor.
El Comisario parecía meditar, o examinar la próxima pregunta. El Juez se le acercó.
—¿Algo nuevo?
—Cosas de trámite, nada más. Hasta ahora, cualquiera puede ser el asesino, incluso este portero. ¿Qué hizo usted desde que salió don Enrique hasta que se descubrió el cadáver?
El portero se había aturullado: daba vueltas a los dedos de la mano izquierda con la derecha.
—Yo, señor Comisario…
El Comisario se echó atrás en la silla riendo. El portero cogió al vuelo el sombrero que caía.
—Se le caía el sombrero…
—Gracias. Póngalo ahí. Y no pase cuidado, hombre, que, de momento, está usted fuera de toda sospecha. Puede volver a su rincón.
—Gracias, señor Comisario.
El policía se volvió hacia el Juez:
—Carente de motivos. Todo asesinato tiene un motivo, y hay que buscarlo.
—En alguna parte he leído que el crimen perfecto carece de motivos. Y todo crimen acaba descubriéndose, aunque muchas veces los autores, o el autor, no lleguen a dominio público… por cualesquiera razones.
El policía se aproximó al Juez, confidencial.
—¿Sabe usted, o sospecha, que podemos hallarnos ante un caso de crimen político?
—Ni lo sabía, ni lo sospecho.
—El Decano era un rojo conocido. No podemos descartar ese detalle. Una cosa sería si le mató uno de los suyos, otra si le mató uno de los nuestros.
—¿Los nuestros? ¿Quiénes son los nuestros? Para mí no hay más que delincuentes o inocentes. El matiz político no hace al caso.
Se acercaban el Rector y el Director del Colegio. El Juez se levantó; el Comisario lo hizo también, unos segundos después. El Director del Colegio los presentaba. El Rector parecía muy impresionado. El muerto, famoso profesor en España y en el Extranjero, era una de las glorias de la Universidad que él tenía el honor inmerecido de presidir… Aunque el auxiliar del difunto, y su presunto sucesor, don Enrique Flórez, no le fuese a la zaga, pero es todavía una promesa.
El Comisario se había entretenido en cargar la pipa, en encenderla. Echó al aire una buena bocanada.
—¡No sabe usted, señor Rector, que ese presunto sucesor del asesinado, es también nuestro único presunto asesino… al menos de momento!
El Rector le miró de soslayo, con fingida consternación.
—¡El profesor Flórez! ¡Se refiere usted al profesor Flórez!
—¿Le conoce usted?
—Personalmente, no. Alguna vez le he visto y le he oído, de lejos, en un Claustro. Don Enrique Flórez según lo que sé de él es incapaz de matar un mosquito… si hay por medio un mosquitero o un insecticida. Todas las muertes de que sería capaz don Enrique Flórez son muertes dialécticas.
—Pues ésta habrá sido una de ellas.
—Según me ha dicho el Di… el señor Director, parece que hay venenos por medio, y un cordón al cuello del Decano.
—Lo del cordón no está claro todavía. Lo del veneno es más verosímil. Cianuro potásico.
—De mi farmacia no salió, eso puedo asegurárselo, —dijo el Rector bastante apurado. Y se retiró unos pasos atrás, disculpándose con que no quería estorbar los trámites de la Justicia. El Comisario se sentó de nuevo, y se puso el sombrero. La pipa continuaba entre sus dientes, y de vez en cuando dejaba salir de la boca un humillo perfumado.
—¿El señor Juez quiere asistir a mis interrogatorios o se desentiende?
Por respuesta, el Juez recabó una silla y se sentó al costado de la mesa. El Comisario interrogó a dos camareros. En el entretanto, vinieron gentes del laboratorio y fotógrafos, a los que dio instrucciones. El Juez se levantó con el pretexto de inspeccionar el trabajo de los subalternos. Hizo alguna indicación acerca de las fotografías que había que tomar, y desde dónde. Corrigió la prisa del que guardaba en un frasco los restos de té y envolvía la taza y el plato. Cuando volvió al vestíbulo, el Comisario interrogaba a dos estudiantes, alumnos, al parecer, del Decano. Uno se había puesto un abrigo por encima del pijama; el otro, de gafas muy destacadas, un albornoz rojo fuerte. A ninguno de los dos estudiantes parecía verosímil que el Decano se hubiera suicidado, pero tampoco hallaban muy explicable el asesinato. «Como no haya sido por sus ideas políticas…», dijo uno de ellos.
—¿Qué quiere usted decir con eso de las ideas políticas? —preguntó, muy a tiro, el Comisario.
—Lo único que quiero decir es que el señor Decano no estaba muy de acuerdo con el régimen. Era monárquico.
—Y, usted, ¿cómo lo sabe? ¿Lo decía en clase?
—Esas cosas se notan, aunque no se mencionen.
El Comisario hizo un jeribeque en el aire con la pipa y volvió a dejarla en los labios.
—Por ausencia o por presencia, ¿no?
—Usted lo sabrá.
El Comisario pareció que iba a replicar, pero retiró el gesto, se levantó de la mesa.
—Puede retirarse.
El Juez medio se levantó en el asiento.
—Yo quisiera hablar con usted —dijo al de los dos que más había hablado, al del albornoz rojo—. ¿Le importa que le robe un rato a su sueño?
—¡Para lo que voy a dormir…!
El Juez le cogió del brazo y lo llevó aparte. Le preguntó si a aquellas horas se podía tomar algo. El estudiante dijo que quizá, que toda vez que aquellas eran horas extraordinarias, en una situación extraordinaria, que sí… Se apartó del Juez, habló al oído a uno de los camareros, que dormitaba de pie, el camarero se acercó al Juez y éste pidió dos whiskies.
—A estas horas es lo menos dañino.
Pero en el bar no había whisky, y el camarero sugirió que podía servirse del del Director, que total… El estudiante consultó al Juez con una mirada; el Juez le respondió con un gesto de indiferencia. El estudiante lo interpretó como señal de asentimiento, y dijo que sí al camarero. El Director puso su whisky a disposición de los presentes, e invitó por su cuenta al Rector y al Comisario, pero el Rector no bebía, seguía hablando de las cosas del Colegio. Se oyó fuera el ruido de un coche, era una ambulancia. El Juez dirigió las operaciones de levantamiento del cadáver, y cuando se lo hubieron llevado, anunció en voz alta que cada cual era libre de ir a dónde fuese. Uno, a uno, fueron desfilando: el Rector, el Director, los camareros, el Comisario y sus inspectores guardianes… Quedaba sólo el portero. El Juez ordenó que se retirase después de haber cerrado, pero el portero era a la vez vigilante nocturno, y aquél era su puesto. Finalmente quedó él en su puesto, y, en un rincón, con los vasos de whisky intactos, el Juez y el estudiante del albornoz rojo vivo.
—¿Usted era alumno del Decano? Perdone que le llame así, pero no me acostumbro a llamarle el muerto o el difunto.
—Se llamaba don…
—Sí. Creo haberlo oído. Usted, ¿era su alumno?
—Sí, este curso por segunda vez. Era un profesor extraordinario. Una de esas personas que atraen y le tienen a uno sujeto al banco sólo por la fuerza de su palabra. Sabía mucho, pero, cómo lo decía… No crea exagerar. Aunque dijera tonterías, daba gusto oírle. Llegaba siempre sin abrigo y sin sombrero, seguramente los dejaba en el decanato. Llegaba, digo, se sentaba en una esquina de la mesa, y sentarse es un decir, se apoyaba, se dirigía a nosotros, nunca a uno determinado. Solía encender un pitillo, si no venía fumando. Este curso lo dedicaba a la literatura histórica, novelas y dramas, quiero decir. Habló primero de Shakespeare, después, de Lope de Vega y de Schiller. Finalmente empezó con las novelas, las más conocidas, las que leyó todo el mundo: Bulwer Lytton, Merejowsky, Victor Hugo… Una novela de Merejowsky la comparó con Ibsen: se veía su simpatía por Juliano el Apóstata. Y en esto estaba.
—Y a don Enrique, ¿lo ha escuchado usted?
—También. Es otra cosa. Si lo comparamos con don Federico, éste sabía más que él, pero don Enrique es más profundo, más serio. Don Enrique llegaba a clase como pidiendo perdón, sacaba media docena de fichas, las leía y las comentaba. La diferencia mayor era cuando uno y otro ponían diapositivas. El Decano hablaba a oscuras; don Enrique permanecía callado, después de habernos ilustrado sobre los detalles en que debíamos fijarnos. Luego, al hacerse la luz, los comentaba. Siempre como si le diera vergüenza. Solía, a veces, preguntar si el Decano había tratado el mismo tema, aunque fuera de refilón, y si advertíamos algún desacuerdo… No recuerdo que lo hubiera más que una vez: se apresuró a rectificar su propio pensamiento, pidiendo perdón por el desliz… Hubo muchos testigos de esto, yo soy uno de ellos, y le aseguro que lo que decía don Enrique de su cosecha, era más profundo, aunque menos brillante…
—Si se demostrara que don Enrique mató al Decano, ¿usted lo creería?
—No, aunque…
—¿Aunque, qué…?
El estudiante pareció meditar la respuesta. Echó al coleto un buen trago de whisky, carraspeó.
—Mire, señor Juez: ese mundo de los sabios no es como el nuestro. Se rigen por otras leyes y por otros valores. Por eso, a nadie sorprende que tanto el uno como el otro no fuesen del régimen. Aunque más alejado don Enrique que el Decano. Esto no quiere decir que yo crea que lo mató por razones políticas, no. A nadie le cabrá en la cabeza que don Enrique haya matado a alguien, un tipo pusilánime… Sin embargo, hay otra clase de razones. Para nosotros no lo serán, para ellos, sí. Imagine usted que don Enrique tenía hecha una idea del Decano, no tanto de lo que era como de lo que debía ser, y que un día descubre que el Decano va por otro camino, que él, don Enrique, no encuentra apropiado, o lo encuentra peligroso para la figura intelectual de su maestro…, pongamos por caso, y eso pudiera deducirlo perfectamente alguien que le hubiera escuchado durante este curso, imagine que proyecta abandonar la filosofía de la Historia por la novela histórica. No es que el Decano lo haya anunciado, es un decir. Entonces, su discípulo favorito, su hijo intelectual, al ver que la figura ideal se tuerce, va y lo mata, para que al menos conserve la figura que tuvo hasta ahora mismo. Pero también pudiera suceder lo contrario, aunque éste no sea el caso, porque el muerto es el Decano y don Enrique… Se lo digo para que vea cuántas hipótesis son posibles, aunque yo no crea en ninguna.
—¿Ni siquiera en ésa que acaba de exponer?
—Ya le dije que yo no creo que don Enrique haya matado a don Federico.
—Entonces, ¿cómo se explica…?
—La muerte del Decano no tiene explicación a no ser que se trate de un suicidio.
—Es lo que a mí se me ocurrió, pero hay tantos detalles en contra… ¿Usted tiene alguna razón especial para creer en el suicidio?
—Yo, no; pero no existe nadie que alguna vez no haya tenido una razón para suicidarse.
—¿Usted, por ejemplo?
—Yo igual que cualquiera. Se tienen motivos aunque se ignoren. No los tiene, por desconocimiento, quien no se mira al interior.
—¿Qué edad tiene usted?
—Veintiocho años, y, detrás de mí, una guerra que hice valerosamente y en la que no creía.
El Juez se levantó. Sin decir nada, se puso el abrigo y el sombrero. Tendió la mano al estudiante.
—Muchas gracias. Es posible que alguna vez le llame para seguir charlando.
—Como usted quiera. Ya sabe dónde encontrarme.
Se puso también de pie. Al alejarse el Juez, encendió un cigarrillo y empezó a subir las escaleras. Había dejado el whisky sin terminar, volvió sobre sus pasos, apuró el vaso y repitió el ascenso.
El Juez buscó su coche y se marchó.