FRANCISCA se había acurrucado en un rincón del sofá: una manta oscura le cubría las piernas. Abrió los ojos cuando se oyó cerca el motor del balilla, pero no se movió hasta que los pasos de su marido resonaron en la entrada. Entonces, dio un salto y corrió hacia la puerta. Enrique se había quitado el sombrero y lo colgó en una percha.
—Ayúdame a quitarme el abrigo y toma esto, es de parte del Decano.
—¿Bombones? ¿Otra vez bombones?
Francisca había besado a su marido mientras le ayudaba. Ahora, al pasar, encendió una luz y el salón quedó iluminado. Frente al sofá, el fuego de la chimenea parecía más mortecino. Enrique trajo dos leños secos y los arrojó sobre las brasas. En cuclillas atizó durante un rato, hasta que se levantó una llamita leve, que rozó los troncos. Francisca había abierto la caja de bombones y mordía uno.
—¿Quieres? —Ofreció a su marido el que tenía entre los dientes, Enrique se levantó y la miró; luego se inclinó un poco y recibió la oferta.
—¿Sabes que encontré al Decano un poco raro? Por lo pronto me devolvió el trabajo de ayer, con el pretexto de que la última página está un poco oscura. Lo cual se compagina mal con su decisión de que sea yo solo, y no los dos, quien firme el libro. ¿No soy así el responsable de cualquier oscuridad?
Francisca se había sentado en el sofá, y buscaba en la cartera de Enrique los papeles.
—¿Dónde los has metido? Aquí no están.
—Quizá en el bolsillo del abrigo. Mira, a ver…
Francisca se levantó y miró en el abrigo.
—Sí, aquí están.
—Lo que él encuentra oscuro es la última página.
Enrique se sentó en el sofá, al lado de ella. Puso una mano encima de los papeles que Francisca ya hojeaba.
—Deja eso ahora. ¿Te dije que lo encontré raro?
—Sí.
—Se comió él solo dos raciones de lamprea, y terminó con tarta de almendra. Un disparate, a su edad, por muy buen estómago que tenga; además, me llevó por primera vez a su casa.
—¿Cómo es?
—Como otra cualquiera del Colegio, lo mismo que la que yo ocupé cuando lo de las oposiciones, ya sabes. Un poco más lujosa y con muchos libros. Les eché un vistazo. ¡Cuántos de los que tanto hemos deseado! Me dijo que me regalaría todos los que necesitase. Y muchas cosas más, bastante raras. Que se va a dedicar a la novela histórica.
—¿A estudiarla?
—A escribirlas, y eso es lo raro.
Enrique se levantó y se acercó a la chimenea.
—Me temo que esta noche le coja un entripado y mañana no pueda ir a clase. Está explicando «Tutankamen en Creta». Menos mal que lo he leído.
Metió la mano en el bolsillo y sacó avíos de fumar. Francisca le detuvo.
—No fumes ahora. Métete en la cama, te llevaré una taza de té y fumarás después. Estás un poco frío.
—Sí. Hace una humedad condenada.