El jefe de policía y el inspector Bland levantaron la vista con viva curiosidad al ser introducido en la estancia Hércules Poirot. El jefe de policía no estaba precisamente de muy buen humor. Sólo por la insistencia tranquila de Bland había accedido a anular un compromiso que tenía para cenar aquella noche.
—Ya lo sé, Bland, ya lo sé —había dicho, irritado—. Puede que el pequeño belga fuera un mago en sus tiempos… pero, amigo mío, se le pasó la época. ¿Qué edad tiene?
Bland soslayó con diplomacia el tener que contestar a una pregunta que, en cualquier caso, no hubiera podido contestar. El propio Poirot era muy reticente en lo que se refería a su edad.
—El caso es, señor, que él se encontraba allí, en el lugar del crimen. Y no hemos avanzado nada por ningún otro camino. Estamos en un callejón sin salida.
El jefe de policía se sonó irritado.
—Lo sé. Lo sé. Ya estoy empezando a creer en el degenerado homicida de la señora Masterton. Incluso estaría dispuesto a emplear sabuesos, si hubiera donde emplearlos.
—Los sabuesos no pueden seguir un olor a través del agua.
—Sí. Ya sé lo que ha pensado usted siempre, Bland. Y me siento inclinado a pensar como usted. Pero es que no hay el menor motivo, ni el más insignificante motivo.
—Puede ser que el motivo esté allá, en las islas.
—¿Que a lo mejor Hattie Stubbs sabía algo de De Sousa? Dada su mentalidad, puede ser razonable lo que usted dice. Era una simple, todo el mundo coincide en ello. Podía soltar lo que sabía a cualquiera y en cualquier momento. ¿Es así cómo lo ve usted?
—Algo así.
—En ese caso, esperó mucho tiempo para cruzar el mar y tomar cartas en el asunto.
—Puede ser, señor, que no supiera con exactitud lo que se había hecho de ella. Él dijo que había visto una nota en una revista de sociedad, donde hablaba de Nasse House y de su hermosa castellana y puede ser que sea cierto y que hasta entonces no supiera dónde estaba o con quién se había casado.
—Pero, al enterarse, vino corriendo en su yate para asesinarla, ¿eh? Me parece muy traído por los pelos, Bland.
—Pero es posible, señor.
—¿Y qué demonios podía saber esa mujer?
—Recuerde lo que le dijo a su marido: «Mata a la gente».
—¿Que recordara un asesinato? ¿Desde los quince años? ¿Y probablemente sin otra prueba que su palabra? Él no le hubiera dado la menor importancia.
—No conocemos los hechos —dijo Bland testarudo—. Ya sabe usted, señor, que cuando uno sabe quién hizo algo, se buscan pruebas y se encuentran.
—¡Hum! Hemos hecho averiguaciones acerca de De Sousa… discretamente, por los medios de costumbre, y no conseguimos nada.
—Precisamente por eso, señor, es posible que ese tipo raro haya tropezado con algo imprevisto. Estaba en la casa…, eso es lo que importa. Lady Stubbs habló con él. Puede que algunas de las cosas que le haya dicho se hayan compaginado y tengan sentido para él. En cualquier caso, lleva en Nassecombe la mayor parte del día.
—¿Y le llamó por teléfono para preguntarle qué clase de yate tenía Étienne De Sousa?
—Sí, cuando me llamó por primera vez. La segunda vez fue para concertar esta reunión.
—Bueno —el jefe de policía consultó el reloj—. Si dentro de cinco minutos no ha venido…
Pero en aquel preciso instante Poirot fue introducido en la habitación.
Su aspecto externo no era tan inmaculado como de costumbre. Sus bigotes, afectados por el aire húmedo de Devon, estaban fláccidos, sus zapatos de charol cubiertos de fango, cojeaba y llevaba el cabello revuelto.
—¡Bueno, monsieur Poirot, conque aquí está usted! —el jefe de policía le estrechó la mano—. Estamos todos excitados e impacientes por escuchar lo que tiene usted que decirnos.
Las palabras tenían cierto matiz irónico, pero Poirot, aunque un poco apabullado exteriormente, no estaba de humor de dejarse apabullar en su interior.
—No me explico —dijo— cómo no vi antes la verdad.
El jefe de policía recibió sus palabras con cierta frialdad.
—¿Debemos entender que ahora ve usted la verdad?
—Sí, faltan algunos detalles…, pero la línea general está clarísima.
—Necesitamos algo más que una línea general —dijo el jefe de policía agriamente—. Necesitamos pruebas. ¿Tiene usted pruebas, monsieur Poirot?
—Puedo indicarle dónde encontrarán ustedes las pruebas.
—¿Cómo por ejemplo…? —preguntó el inspector Bland.
Poirot se volvió hacia él y le hizo una pregunta.
—Me figuro que Étienne De Sousa habrá abandonado el país, ¿no es así?
—Hace dos semanas —y añadió amargamente—: No será fácil hacerle volver.
—Podría convencérsele.
—¿Convencérsele? ¿Entonces no hay pruebas suficientes para una orden de extradición?
—No se trata de una orden de extradición. Si se le presentan los hechos…
—Pero ¿qué hechos, monsieur Poirot? —el jefe de policía habló con cierta irritación—. ¿Cuáles son esos hechos de los que habla usted tan alegremente?
—El hecho de que Étienne De Sousa vino aquí en un yate de lujo, equipado en grande. Lo cual prueba que su familia es rica; el hecho de que el viejo Merdell era abuelo de Marlene Tucker (lo que no supe hasta hoy); el hecho de que a lady Stubbs le gustaba llevar sombreros de estilo chino; el hecho de que la señora Oliver, a pesar de su imaginación desenfrenada y poco digna de confianza, es, sin que ella misma lo sepa, muy aguda al juzgar a las personas; el hecho de que Marlene Tucker tenía barras de labios y botellas de perfume escondidas en el fondo del cajón de su mesa; el hecho de que la señorita Brewis sostiene que fue lady Stubbs quien le pidió que llevara a Marlene a la caseta de los botes una bandeja con un refrigerio.
—¿Hechos? —el jefe de policía se le quedó mirando—. ¿Llama usted hechos a eso? Pero si no hay nada nuevo en todo eso.
—¿Prefiere usted pruebas, pruebas terminantes, como por ejemplo, el cadáver de lady Stubbs?
Entonces fue Bland el que le miró fijamente.
—¿Ha encontrado usted el cadáver de lady Stubbs?
—No es que lo haya encontrado precisamente, pero sé dónde está escondido. Vayan ustedes allí, y cuando lo encuentren tendrán ustedes pruebas, todas las pruebas que necesitan. Porque únicamente una persona pudo haberlo ocultado allí.
—¿Y quién es esa persona?
Hércules Poirot sonrió, con la sonrisa satisfecha del gato que acaba de lamer un plato de crema.
—Quien suele ser —dijo suavemente—, el marido. Sir George Stubbs ha asesinado a su mujer.
—Pero es imposible, monsieur Poirot. Sabemos que es imposible.
—No, no —dijo Poirot—. ¡No tiene nada de imposible! Escuchen y se lo contaré.