Después de salir de Nasse, Poirot se fue al pueblo, donde preguntando encontró la casa ocupada por los Tucker. Su llamada quedó sin respuesta durante algún tiempo, ahogada por la voz aguda de la señora Tucker.
—… ¿En qué estarás pensando, Jim Tucker, para poner tus botas en mi linóleo? No te lo he dicho una vez, te lo he dicho mil veces. Me he pasado la mañana limpiándolo, y míralo ahora.
Un rumor sordo fue la reacción del señor Tucker a esas observaciones. En conjunto, era un rumor conciliador.
—No tienes por qué olvidarlo. Todo por tu manía de poner en la radio las noticias de deportes. No hubieras tardado ni dos minutos en quitarte las botas. Y tú, Gary, a ver lo que haces con ese caramelo. No te consiento que pongas los dedos pringosos en mi mejor tetera de plata. Marilyn, alguien llama a la puerta. Vete a ver quién es.
Se abrió la puerta con cuidado y una niña de unos once años se quedó mirando a Poirot con desconfianza. Tenía un caramelo en la boca, que le hinchaba una de las mejillas. Era una niña gorda, con pequeños ojos azules y belleza de cerdito.
—Es un señor, mami —gritó.
La señora Tucker, con mechones de pelo colgándote sobre el rostro acalorado, se acercó a la puerta.
—¿Qué hay? —preguntó con viveza—. No necesitamos…
Hizo una pausa y en su rostro apareció una vaga expresión de reconocimiento.
—Espere un momento; ¿no estaba usted aquel día con la policía?
—Siento, señora, haberle traído recuerdos tristes —dijo Poirot, pisando con firmeza en el interior.
La señora Tucker dirigió a sus pies una rápida mirada de agonía, pero los puntiagudos zapatos de charol de Poirot sólo habían pisado la carretera principal y no dejaron rastro de fango en el reluciente linóleo de la señora Tucker.
—Pase, señor, por favor —dijo ella, retrocediendo ante Poirot y abriendo una puerta situada a la derecha.
Poirot fue introducido en un saloncito desoladamente ordenado, que olía a cera de pulir muebles y en el que había un juego estilo jacobino, una mesa redonda, dos geranios en sus correspondientes macetas, un guardafuegos de bronce, muy complicado, y una gran variedad de delicadas figuritas de porcelana.
—Siéntese, señor, por favor. No recuerdo su nombre. En realidad, no creo que lo haya oído nunca.
—Mi nombre es Hércules Poirot —dijo Poirot rápidamente—. Me encuentro de nuevo por estas tierras y he venido a ofrecerles mi sentido pésame y a preguntarles si ha habido algún progreso. ¿Supongo que el asesino de su hija habrá sido hallado?
—No se sabe nada de él —dijo la señora Tucker, hablando con cierta amargura—; y es una verdadera vergüenza, si quiere que le diga la verdad. A mí me parece que la policía no se molesta por gentes como nosotros. Y además, ¿para qué sirve la policía? Si todos son como Bob Hoskins, no me extrañaría que todo el país fuera un conjunto de criminales. Lo único que hace Bob Hoskins es pasar el tiempo mirando dentro de los coches que se paran en el parque.
En este momento, apareció en la puerta el señor Tucker, sin botas, con los pies enfundados en unos calcetines. Era un hombre alto, de cara colorada y expresión pacífica.
—Los policías tienen su mérito —dijo con voz ronca—; tienen sus preocupaciones como todo el mundo. Estos maniáticos no son fáciles de coger. Se parecen a usted, o a mí…, no sé si me entiende —añadió, hablando a Poirot directamente.
La pequeña que había abierto la puerta a Poirot apareció detrás de su padre, y un niño de unos ocho años asomaba la cabeza por el hombro de su hermana. Todos se quedaron mirando a Poirot, con intenso interés.
—Ésta es su hija pequeña, ¿eh? —dijo Poirot.
—Ésta es Marilyn —dijo la señora Tucker—, y éste es Gary. Ven a saludar a este señor, Gary, y a ver qué modales tienes.
Gary se marchó a esconderse.
—Es muy vergonzoso —dijo la madre.
—Muy amable por su parte, señor —dijo el señor Tucker— el venir a preguntar por lo de Marlene. ¡Ha sido un asunto horrible!
—Acabo de visitar a la señora Folliat —dijo monsieur Poirot—. También ella parece muy afectada por este asunto.
—Desde entonces no anda bien —dijo la señora Tucker—. Es una señora muy mayor y la impresión ha sido muy grande para ella y más todavía habiendo ocurrido en su propia casa.
Poirot observó una vez más cómo todo el mundo, inconscientemente, consideraba a la señora Folliat como a la dueña de Nasse House.
—Le hace sentirse un poco responsable —dijo el señor Tucker—; aunque claro que ella no tuvo nada que ver con este asunto.
—¿Quién fue exactamente el que propuso que Marlene hiciera el papel de víctima?
—Preguntó Poirot.
—La señora de Londres, la que escribe libros —se apresuró a decir el señor Tucker.
Poirot dijo suavemente:
—Pero si no era de aquí. Ni siquiera conocía a Marlene.
—Fue la señora Masterton la que reunió a todas las chicas —dijo la señora Tucker—, y me figuro que fue la señora Masterton quien dijo que lo hiciera Marlene. Y a Marlene le encantó la idea.
De nuevo se encontró Poirot con que tropezaba con una pared en blanco. Pero ahora sabía lo que había sentido la señora Oliver cuando le había mandado llamar. Alguien había estado trabajando en la sombra, alguien que había hecho cumplir sus deseos por medio de personas de representación. La señora Oliver, la señora Masterton, eran los figurones.
—He estado preguntándome, señora Tucker —dijo Poirot—, si Marlene conocería a algún…, ¡hum!, a algún loco homicida.
—¡Cómo iba a conocer a una persona así! —dijo la señora Tucker, escandalizada.
—Pero es que, como acaba de observar su marido —dijo Poirot—, es muy difícil identificar a estos locos. Tienen el mismo aspecto que… que podemos tener usted y yo. Puede que a Marlene le haya hablado alguien en la fiesta, o antes. Puede haberse hecho amigo de ella de un modo inocente, haberle hecho regalos, por ejemplo.
—No, no, señor; nada de eso. Marlene no hubiera aceptado regalos de un desconocido. No la he educado tan mal como para poder obrar así.
—Pero puede que no haya visto nada malo en ello —insistió Poirot—. Supongamos que una señora muy amable le ofreciera alguna cosa…
—¿Alguien, quiere usted decir, como la señora Legge, la de Mill Cottage?
—Sí —dijo Poirot—; alguien así.
—Una vez le dio una barra de labios, sí, señor —dijo la señora Tucker—. ¡Me enfadé muchísimo! No consentiré que te pongas esa basura en la cara, Marlene, le dije. Piensa en lo que diría tu padre. Bueno, pues me dijo, toda descarada «me lo dio la señora de la casa de Lawder. Me dijo que me Sentaría muy bien». Bueno, le dije yo, no tienes que escuchar lo que digan las señoras de Londres. Eso está bien para ellas, pintarse la cara, ponerse negro en los ojos y en las pestañas y todo eso. Pero tú eres una chica decente, dije, y llevarás la cara lavada con agua y jabón hasta que seas mucho mayor de lo que eres.
—Pero me figuro que ella no estaría de acuerdo con usted —dijo Poirot sonriendo.
—Cuando yo digo una cosa, se hace —dijo la señora Tucker.
La gorda Marilyn saltó de pronto una risita divertida. Poirot le dirigió una mirada rápida.
—¿Le dio la señora Legge alguna otra cosa? —preguntó.
—Creo que le dio un pañuelo o algo así, uno que ya no usaba ella. Muy llamativo, pero no de buena calidad. Yo sé cuando una cosa es de calidad —dijo la señora Tucker moviendo la cabeza—. De chica trabajé en Nasse House. Aquéllas eran sedas, las que llevaban las señoras en aquellos tiempos. Nada de colorines y nylon y seda artificial; seda pura. ¡Qué digo, si algunos de aquellos vestidos de tafetán se tenían solos!
—A las chicas les gusta arreglarse un poco —dijo el señor Tucker indulgente—. A mí no me molestan los colores vivos, pero no consiento esa porquería de pintura en la boca.
—Estuve un poco dura con ella —dijo la señora Tucker, con los ojos húmedos de pronto— y luego se murió de aquel modo tan horrible. Después hubiera deseado no haberle hablado tan duramente. ¡Ay, señor, parece que últimamente sólo nos caen desgracias y funerales! Dicen que la desgracia nunca viene sola y es bien cierto.
—¿Han tenido ustedes otras pérdidas? —preguntó Poirot cortésmente.
—El padre de mi mujer —explicó el señor Tucker—. Venía con el bote de la taberna de los «Tres Perros», de noche, muy tarde, y debió de haber perdido el pie al saltar al embarcadero y se cayó al río. Claro que debía haberse quedado quieto en casa, a su edad. Pero con los viejos no se sabe. Siempre andaba por el embarcadero.
—Padre siempre había entendido mucho de botes —dijo la señora Tucker—. En otros tiempos se ocupaba de los botes del señor Folliat, hace muchísimos años. No es que lo de mi padre fuera una gran pérdida —añadió vivamente—. Tenía más de noventa años y en muchas cosas era una verdadera prueba. Siempre farfullando tonterías. Ya era hora de que se muriera. Pero, naturalmente, tuvimos que enterrarlo con decencia… y los funerales cuestan mucho dinero.
Poirot no prestó atención a estas reflexiones económicas… Estaba recordando vagamente algo.
—¿Un hombre viejo… en el embarcadero? Recuerdo haber hablado con él. ¿Se llamaba…?
—Merdell, señor. Ése era mi nombre de soltera.
—¿Su padre, si mal no recuerdo, había sido jardinero mayor en Nasse?
—No, ése era mi hermano mayor. Yo era la más joven de todos los hermanos…, once éramos —y añadió con cierto orgullo—: Ha habido varios Merdell en Nasse durante mucho tiempo, pero ahora están todos desperdigados. Padre fue el último de nosotros.
Poirot dijo Suavemente:
—«Siempre habrá Folliat en Nasse House».
—¿Cómo dice, señor?
—Repito lo que me dijo su padre en cierta ocasión, en el embarcadero.
—Bueno, decía muchas tonterías. Tenía que mandarle callar muchas veces de mal modo.
—De modo que Marlene era nieta de Merdell… —dijo Poirot—. Sí, ya empiezo a ver claro.
Se quedó en silencio durante un momento, mientras en su interior iba surgiendo una excitación enorme.
—¿Dice usted que su padre se ahogó en el río?
—Sí, señor. Había bebido un poco de más. Y no sé de dónde sacaba el dinero. Claro que se ganaba propinas de cuando en cuanto en el embarcadero por ayudar a la gente de los botes y aparcar los coches. Era muy astuto para esconder de mí el dinero. Sí, creo que había bebido demasiado. Perdió el pie, supongo, al bajar del bote y saltar al embarcadero. Y cayó al agua y se ahogó. El cadáver apareció en Helmmouth al día siguiente. Lo extraño fue que no hubiera ocurrido antes, con noventa y dos años y medio ciego, además.
—Pero lo cierto es que no ocurrió antes…
—Bueno, los accidentes ocurren, sea más tarde o más temprano.
—¡Accidente! —murmuró Poirot—. Me pregunto si habrá sido un accidente.
Se levantó.
—Debí haberlo adivinado —murmuró—. Debí haberlo adivinado hace mucho tiempo. Si la niña casi me lo dijo…
—¿Cómo dice, señor?
—Nada —dijo Poirot—. De nuevo les expreso mi más sentido pésame por las dos muertes, la de su hija y la de su padre.
Les estrechó las manos a los dos y salió de la casa.
«He sido un tonto —se dijo—. Un verdadero tonto. Lo he contemplado todo desde un punto equivocado».
—¡Eh, señor!
Era un susurro cauteloso. Poirot miró a su alrededor. Marilyn, la niña gorda, estaba de pie en la sombra que hacía la pared de su casa. Le hizo seña de que se acercara y le habló en un susurro.
—Mami no lo sabe todo —dijo—. A Marlene no le dio el pañuelo la señora de Mill Cottage.
—¿De dónde lo sacó?
—Lo compró en Torquay. También se compró unas barras de labios y un perfume, Nuit en Paris, un nombre muy raro. Y un bote de crema base, que habría visto en un anuncio —Marilyn se rio—. Mami no lo sabe. Marlene lo escondió todo en el fondo de su cajón, debajo de las camisetas de invierno. En la parada del autobús se iba al lavabo y se pintaba cuando iba al cine.
Marilyn se rio otra vez.
—Mami nunca supo nada.
—¿No encontró tu madre esas cosas después de la muerte de tu hermana?
Marilyn sacudió la cabeza de pelo rubio y sedoso.
—No —dijo—. Las tengo yo ahora… en mi cajón. Mami no lo sabe.
Poirot la contempló pensativo, y dijo:
—Pareces una chica muy lista, Marilyn.
Marilyn se rio, confusa.
—La señorita Bird dice que no sirvo para la escuela secundaria.
—Bueno, la escuela secundaria no lo es todo —dijo Poirot—. Dime, ¿cómo conseguía Marlene el dinero para comprar esas cosas?
Marilyn se puso a mirar con mucha atención una cañería.
—No sé —murmuró.
—Yo creo que sí sabes —dijo Poirot.
Sin él menor rubor, Poirot sacó de su bolsillo media corona y la juntó con otra media.
—Creo —dijo— que hay un nuevo tono de pintura de labios, muy bonito, que se llama Beso de Carmín.
—Debe ser bárbaro —dijo Marilyn, adelantando la mano hacia los cinco chelines. Y empezó a hablar en un rápido susurro—. Marlene espiaba a la gente. Veía cosas… ya me entiende. Marlene prometía no decirlo y entonces le hacían un regalo, ¿entiende?
Poirot entregó los cinco chelines.
—Entiendo —dijo.
Le hizo una seña de despedida a Marilyn y se fue. De nuevo murmuró en voz baja, pero esta vez de un modo más incisivo:
—Entiendo.
Muchas cosas estaban adquiriendo sentido. No todas. El asunto no estaba claro todavía ni mucho menos, pero había acertado por fin con el camino. Había una pista muy clara, pero no había tenido la inteligencia necesaria para verla. La primera conversación con la señora Oliver, unas palabras casuales con Michael Weyman, la significativa conversación con el viejo Merdell en el embarcadero, una frase de la señorita Brewis que aclaraba muchas cosas…, la llegada de Étienne de Sousa.
Junto a la oficina de Correos del pueblo había una cabina telefónica.
Entró en ella y marcó un número. Minutos más tarde hablaba con el inspector Bland.
—Bueno, Poirot, ¿dónde está usted?
—Estoy aquí, en Nasse House.
—Pero ¿no estaba usted en Londres ayer por la tarde?
—Sólo se tarda tres horas y media en llegar aquí, en un buen tren —hizo notar Poirot—. Tengo que hacerle una pregunta.
—¿Sí?
—¿De qué clase era el yate de Étienne de Sousa?
—Me parece que sé lo que está pensando, monsieur Poirot, pero le aseguro que no había nada de eso. No era un barco preparado para contrabando, si eso es lo que quiere saber. No había tabiques disimulados ni trampas secretas. Los hubiéramos encontrado, de haberlos habido. No había ningún sitio donde pudiera esconderse un cadáver.
—Se equivoca usted, mon cher; no es eso lo que quería decir. Sólo le preguntaba qué clase de barco era. ¿Grande o pequeño?
—Ah, era un yate estupendo. Debió costar una fortuna. Todo muy elegante, recién pintado y equipado con mucho lujo.
—Exactamente —dijo Poirot.
Parecía tan sumamente complacido que el inspector se sorprendió.
—¿Qué anda usted tramando, monsieur Poirot? —preguntó,
—Étienne de Sousa —dijo Poirot— es un hombre rico. Esto, amigo mío, es un hecho muy significativo.
—¿Por qué? —preguntó el inspector Bland.
—Encaja con mi última teoría.
—¿Tiene usted una teoría, entonces?
—Sí. Por fin tengo una teoría. Hasta ahora he sido un estúpido.
—Querrá usted decir que todos hemos sido unos estúpidos.
—No —dijo Poirot—. Me refiero a mí especialmente. Tuve la buena suerte de que me obsequiaran con una pista perfectamente clara y no la vi.
—¿Pero ahora, tiene usted algo entre las manos?
—Sí, eso creo.
—Escuche, Poirot…
Pero Poirot había colgado. Después de buscar en sus bolsillos el dinero necesario, puso una conferencia a la señora Oliver a Londres.
—Pero —se apresuró a añadir una vez hubo solicitado el número— no molesten a la señora si se encuentra trabajando.
Recordaba lo amargamente que le había reprochado la señora Oliver una vez el haber interrumpido sus pensamientos creadores, privando al mundo, en consecuencia, de un misterio centrado en una anticuada camiseta de mangas largas. La telefonista, sin embargo, era incapaz de apreciar estos escrúpulos.
—Bueno —preguntó—, ¿quiere usted la conferencia o no?
—Sí —dijo Poirot, sacrificando el genio creador de la señora Oliver en el altar de su impaciencia. Se tranquilizó al oír decir a la señora Oliver:
—Es maravilloso que me haya llamado —dijo interrumpiendo sus excusas—. Ahora mismo iba a salir a dar una charla sobre «cómo escribo mis libros». Así le diré a mi secretaria que telefonee y diga que me han entretenido y no puedo salir.
—Pero, señora, no quiero privarla…
—No me priva usted de nada —dijo la señora Oliver muy alegre—. Hubiera hecho el ridículo más espantoso. Porque, ¿qué va una a decir del modo como escribe sus libros? Es decir, primero hay que pensar en algo, y cuando se ha pensado, se sienta uno y lo escribe. Eso es todo. Hubiera tardado exactamente tres minutos en explicarlo, y entonces se terminaría la charla y todo el mundo se quedaría allí fastidiado. No comprendo por qué todo el mundo tiene tanto interés en que los escritores hablen de su modo de escribir. Yo diría que la profesión de un escritor es escribir, no hablar.
—Y, sin embargo, yo quiero preguntarle a usted algo sobre su modo de escribir.
—Pregunte —dijo la señora Oliver—, pero probablemente no sabré contestarle. Quiero decir, todo lo que hace una es sentarse y escribir. Espere un segundo, me había puesto para la charla un sombrero completamente absurdo… y tengo que quitármelo ahora mismo. Me rasca la frente.
Se produjo una pausa momentánea, tras la cual continuó la voz de la señora Oliver, aliviada:
—En, realidad, los sombreros sólo son un símbolo en estos tiempos, ¿verdad? Quiero decir que ya no los lleva una por ningún motivo razonable, para abrigarse la cabeza o para defenderla del sol o para ocultar la cara de las personas a quienes no quiere uno saludar. Monsieur Poirot, ¿decía usted algo?
—Fue sólo una exclamación. Es extraordinario —dijo Poirot muy impresionado—. Siempre me da usted ideas. Igual que mi amigo Hastings, a quien no veo hace muchos, muchos años. Acaba de darme usted la clave de otra pieza de mi problema. Pero dejemos eso. Deje que le haga mi pregunta. ¿Conoce usted a algún investigador atómico, mi estimada señora?
—¿Si conozco a algún investigador atómico? —dijo la señora Oliver con voz sorprendida—. No sé. Me figuro que debo conocer alguno. Nunca sé con claridad lo que hacen realmente.
—Sin embargo, en su Persecución del Asesino figura como sospechoso un investigador atómico, ¿no es eso?
—¡Ah, bueno! Eso fue para andar con los tiempos. Quiero decir, cuando fui a comprar regalos para mis sobrinos, las últimas Navidades, todo se volvía novelas científicas y juguetes supersónicos y estratosféricos, y entonces, cuando empecé con eso de la Persecución del Asesino, pensé: «Será mejor estar a la moda y que el más sospechoso sea un investigador atómico». Después de todo, si me hacía falta algo de jerga técnica, siempre podía preguntar a Alec Legge.
—¿Alec Legge…, el marido de Sally Legge? ¿Es investigador atómico?
—Sí, lo es. No está en Harwell, sino en algún lugar de Gales. Cardiff. ¿O Bristol? Es sólo una casa de campo que tiene en el río Helm. Sí, claro, entonces, después de todo, conozco a un investigador atómico.
—¿Y no sería por encontrarse con él en Nasse House por lo que se le ocurrió la idea de un investigador atómico? Pero su esposa no es yugoslava.
—¡Ah, no! —dijo la señora Oliver—. Sally no puede ser más que inglesa. Se habrá dado cuenta, ¿verdad?
—Entonces, ¿por qué se le ocurrió lo de la esposa yugoslava?
—No lo sé en realidad… ¿Sería por los refugiados? ¿Por los estudiantes? Todas esas chicas extranjeras del Albergue invadieron los bosques de Nasse House y hablando un inglés entrecortado…
—Ya veo… Sí; ahora veo muchas cosas.
—Ya era hora —dijo la señora Oliver.
—Pardon?
—Digo que ya era hora —dijo la señora Oliver—. Que ya era hora de que viera usted cosas, quiero decir. Hasta este momento no parece que haya hecho usted absolutamente nada.
Su voz encerraba un reproche.
—No se puede llegar al fondo de las cosas en un momento —se defendió Poirot—. La policía ha andado completamente desconcertada.
—¡Ah, la policía! —dijo la señora Oliver—. Otra cosa sería si una mujer estuviera al frente de Scotland Yard…
Poirot se apresuró a interrumpir la tantas veces repetida frase.
—El asunto ha sido muy complejo —dijo—. Extraordinariamente complejo. Pero ahora, y se lo digo confidencialmente, ¡ahora estoy llegando al fin!
La señora Oliver no se dejó impresionar.
—Sí, lo creo —dijo—; pero entretanto se han cometido dos asesinatos.
—Tres —corrigió Poirot.
—¿Tres asesinatos? ¿Quién es la tercera víctima?
—Un hombre viejo llamado Merdell —dijo Hércules Poirot.
—No me he enterado de eso —dijo la señora Oliver—. ¿Saldrá en los periódicos?
—No —dijo Poirot—, hasta ahora nadie ha sospechado que no se tratara de un accidente.
—¿Y no fue un accidente?
—No —dijo Poirot—, no fue un accidente.
—Bueno, dígame quién lo hizo…, es decir, quién los hizo; ¿o no puede usted decirlo por teléfono?
—Esas cosas no se dicen por teléfono —dijo Poirot.
—Entonces, cuelgo —dijo la señora Oliver—. No puedo soportarlo.
—Espere un momento —dijo Poirot—. Quería preguntarle otra cosa. ¿Qué era?
—Eso es un síntoma de la edad —dijo la señora Oliver—. Me pasa a mí. Se me olvidan las cosas…
—Era algo, un pequeño detalle… que me preocupaba. En la caseta de los botes…
Hizo retroceder a su imaginación. El montón de tebeos. Las frases de Marlene garabateadas en el margen. «Alberto sale con Doreen». Había tenido la impresión de que algo faltaba…, de que tenía que preguntar alguna cosa más a la señora Oliver.
—¿Sigue usted ahí, monsieur Poirot? —preguntó la señora Oliver. Al mismo tiempo, la telefonista solicitó más dinero para la prórroga.
Concluidas las formalidades de rigor, Poirot volvió a hablar.
—¿Está usted ahí, señora?
—Estoy aquí —dijo la señora Oliver—. Vamos a dejarnos de gastar dinero preguntándonos si estamos aquí. ¿De qué se trata?
—Es algo muy importante. ¿Recuerda usted su Persecución del Asesino?
—Pues claro que la recuerdo. Me parece que era de eso precisamente de lo que estábamos hablando, ¿no era así?
—Cometí un error muy grave —dijo Poirot—. No leí el resumen que hizo usted para los concursantes. Ante la importancia de descubrir al asesino, esto otro parecía no tener valor. Me equivoqué. Lo tenía. Usted es la persona sensitiva, señora. A usted la afecta la atmósfera, la personalidad de las personas que conoce. Y estas personas se reflejan en sus obras. No exactamente iguales a la realidad, pero son la inspiración de donde su cerebro extrae sus creaciones.
—Me gusta su lenguaje florido —dijo remarcando las palabras la señora Oliver—. Pero ¿qué quiere usted decir con exactitud?
—Que, desde el principio, ha sabido usted más de este crimen de lo que usted misma creía. Vamos ahora con la pregunta que quería decirle…, dos preguntas en realidad; pero la primera es muy importante. ¿Cuando empezó usted a organizar su Persecución del Asesino, pensaba usted ni remotamente que el cadáver fuera descubierto en la caseta de los botes?
—No.
—¿Dónde había pensado, señora Oliver, que fuera descubierto?
—En aquel pequeño cenador tan gracioso, metido entre los rododendros, cerca de la casa. Me parecía el lugar ideal. Pero entonces, alguien, no recuerdo quién, empezó a insistir en que era mejor en el templete. ¡Eso, claro, era absurdo! Es decir, cualquiera podía llegar allí por casualidad y encontrar el cadáver, sin haber seguido ni una sola pista. ¡La gente es tan tonta! ¡Como es natural, no pude consentir en eso!
—Entonces, a cambio del cenador aceptó usted la caseta, ¿verdad?
—Sí, así es como ocurrió. En realidad, lo de la caseta no estaba mal, aunque yo sigo pensando que hubiera sido mejor el cenador.
—Sí, ésa es la técnica que me esbozó usted el primer día. Y hay otra cosa todavía. ¿Recuerda usted que me dijo que la última pista estaba escrita en uno de los tebeos que le llevaron a Marlene para que se entretuviera?
—Sí, claro.
—Dígame, ¿era algo así como… —hizo un esfuerzo mental para situarse de nuevo en el momento en que había estado leyendo las frases mal escritas—: «Alberto sale con Doreen», «Georgie Porgie besa a las exploradoras en el bosque», «Peter pellizca a las chicas en el cine»?
—¡Qué barbaridad, nada de eso! —dijo la señora Oliver ligeramente escandalizada—. No era nada tan tonto como eso. No, mi clave era completamente sencilla —bajó la voz y habló en tono misterioso—. «Mira en la mochila de la exploradora».
—Epatant! —exclamó Poirot—. Epatant! Naturalmente, el tebeo donde estaba escrito eso tenía que ser retirado de allí. ¡Podía haber dado alguna idea a alguien!
—La mochila, por supuesto, estaba en el suelo, junto al cadáver, y…
—Pero yo estoy pensando en otra mochila.
—Me está usted armando un lío con todas esas mochilas —se quejó la señora Oliver—. En mi historia no había más que una. ¿No quiere usted saber lo que había dentro?
—De ningún modo —dijo Poirot—. Es decir —añadió amable y cortésmente—, me encantaría oírlo, naturalmente, pero…
La señora Oliver pasó por encima del «pero».
—A mí me parece muy ingenioso —dijo con orgullo creador—. En la mochila de Marlene, que se suponía era la mochila de la yugoslava, no sé si me entiende…
—Sí, sí —dijo Poirot, disponiéndose a perderse en la niebla una vez más.
—Bueno, en la mochila estaba la botella de medicina, que contenía el veneno con que el hacendado había envenenado a su esposa. ¿Entiende? La chica yugoslava había estado aquí haciendo prácticas de enfermera, y estaba en la casa cuando el coronel Blunt había envenenado a su primera esposa por el dinero. Y ella, la enfermera, había cogido la botella y la había escondido, y luego volvió para hacerlo víctima de un escándalo. Y por eso, claro, la mató. ¿Encaja esto, monsieur Poirot?
—¿Si encaja dónde?
—Con sus ideas —dijo la señora Oliver.
—En absoluto —dijo Poirot, pero se apresuró a añadir—: De todos modos, la felicito, señora. Estoy seguro de que la Persecución del Asesino era tan ingeniosa que nadie ganó el premio.
—Sí que lo ganaron —dijo la señora Oliver—. Ya muy tarde, a eso de las siete. Una vieja muy obstinada y a la que se tiene por medio tonta. Fue pasando de pista en pista y llegó a la caseta en actitud triunfal, pero claro, la policía estaba allí. Entonces se enteró del asesinato y me figuro que fue la última persona de la fiesta en enterarse. De todos modos, le dieron el premio —y añadió con satisfacción—: Aquel horrible joven de las pecas, que dijo que bebo tanto como un cosaco, no pasó del jardín de las camelias.
—Algún día, señora —dijo Poirot—, tiene usted que contarme desde el principio al fin y con todo detalle esa historia.
—En realidad —dijo la señora Oliver—, estoy pensando en convertirla en un libro. Sería una verdadera pena no aprovecharla.
Y diremos, de paso, que unos tres años más tarde, Hércules Poirot leyó «La mujer del bosque», de Ariadne Oliver, y al leerlo se preguntaba por qué algunos de los personajes y de los incidentes le parecían vagamente familiares.