1
Hércules Poirot estaba sentado en una butaca cuadrada frente a la chimenea cuadrada de la habitación cuadrada de su piso de Londres. Frente a él había varios objetos que no eran cuadrados, sino violenta y casi increíblemente curvos. Examinando por separado cada uno de ellos, no parecía posible que pudiera ejercer ninguna función en el mundo normal. Su forma era improbable, irresponsable y como surgida por casualidad. Naturalmente, en realidad no eran nada de eso. Valorándolos con justicia cada uno tenía un lugar determinado en determinado universo. Colocado cada uno en el lugar exacto de su propio universo, no solamente adquirían sentido, sino que componían un cuadro. En otras palabras: Hércules Poirot estaba ordenando un rompecabezas.
Miró a un rectángulo, que todavía presentaba huecos de formas improbables. Encontraba esa ocupación sedante y agradable. Del desorden surgía el orden. Tenía, pensó, cierto parecido con su profesión. También en ella se enfrentaba uno con hechos imposibles o improbables, hechos que no parecían tener la menor relación unos con otros, y, sin embargo, todos formaban una parte equilibrada del todo. Con habilidad, cogió una pieza improbable, color gris oscuro y la acopló en un cielo azul. Entonces vio que se trataba de parte de un aeroplano.
—Sí —se dijo Poirot—; eso es lo que uno debe hacer. La pieza imposible, la pieza improbable, la pieza lógica que no es lo que parece, todas tienen su lugar señalado y, una vez colocada en él eh bien, se acabó el asunto. Todo está claro. En rápida sucesión, fue colocando un pequeño fragmento de un minarete, otra pieza que parecía parte de un toldo de rayas y era en realidad el lomo de un gato, y un trozo de puesta de sol, que había cambiado con rapidez asombrosa del anaranjado al rosa.
Si supiera uno lo que tenía que buscar, sería muy fácil, se dijo Poirot. Pero uno no sabe lo que tiene que buscar. Suspiró irritado. Sus ojos pasaron del rompecabezas que tenía frente a sí a la butaca colocada al otro lado de la chimenea. Menos de media hora antes, había estado sentado allí el inspector Bland tomando té y bollos (bollos cuadrados) y charlando tristemente. Había tenido que ir a Londres para un servicio y, terminado éste, se había acercado a ver a Monsieur Poirot. Quería saber, explicó, si monsieur Poirot tenía alguna idea. Luego había explicado sus propias ideas. Poirot había coincidido con él en todos los puntos. El inspector Bland, pensó Poirot, había hecho un resumen del caso muy justo e imparcial.
Había pasado un mes, casi cinco semanas, desde los acontecimientos de Nasse House. Cinco semanas negativas, de completa inactividad. El cadáver de lady Stubbs no había sido hallado. Si estaba viva, no se había dado con ella. Lo más probable, había observado el inspector, era que estuviera muerta. Poirot convino en ello.
—Claro —dijo Bland— que puede que el cuerpo no haya sido llevado a tierra todavía. Una vez que un cadáver está en el agua, nunca se sabe. Puede que aparezca todavía, aunque para entonces no habrá quien lo reconozca.
—Hay una tercera posibilidad —señaló Poirot.
Bland afirmó con un movimiento de cabeza.
—Sí —dijo—. Ya he pensado en ella. No dejo de pensar en ella, en realidad. Se refiere usted a que el cuerpo está allí, en Nasse, escondido en algún lugar donde no se nos ocurrió buscar. Puede ser, desde luego. Es una posibilidad. En una casa antigua, rodeada de todo ese terreno, habrá lugares en los que nadie pensaría, que nunca llegaría uno a suponer que existieran.
Hizo una pausa, caviló unos instantes y luego dijo:
—Todavía el otro día estuve en una casa. Durante la guerra construyeron un refugio contra los bombardeos. Una gruta endeble, de confección poco menos que casera, en el jardín, junto al muro de la casa, y abrieron un pasadizo desde el refugio hasta la casa, hasta la bodega. Bueno, la guerra terminó, el refugio se derrumbó, hicieron unos montículos y construyeron como una especie de jardín rocoso. Pasando ahora por el jardín, nadie diría que aquello había sido un refugio antiaéreo y que hay una cámara debajo. Parece como si toda la vida hubiera sido un jardín rocoso. Y allí, detrás de una gran tinaja de vino, en la bodega, sigue estando el pasadizo que lleva al refugio. Eso es lo que quiero decir. Una cosa así. Un camino o algo que conduzca a un sitio del que ningún extraño puede tener idea. ¿Supongo que no habrá ningún escondite de los que utilizaban los sacerdotes cuando las persecuciones religiosas?
—No creo… en esa época no.
—Eso es lo que dice el señor Weyman. Dice que la casa fue construida alrededor de 1790. No había razón para que los sacerdotes se ocultaran en esa época. De todos modos, podría haber en alguna parte algún cambio en la estructura de la casa, del que alguien de la familia podía tener noticia. ¿Qué cree usted, monsieur Poirot?
—Es posible, sí —dijo Poirot—. Mais oui, decididamente es una idea. Si acepta uno esa posibilidad, lo siguiente es pensar, ¿quién conocería la existencia de algo así? Supongo que cualquiera de los que están en la casa podría saberlo, ¿no le parece?
—Sí. Claro que eso dejaba fuera a De Sousa —el inspector no parecía satisfecho. De Sousa seguía siendo su sospechoso favorito—. Como usted dice, cualquiera que viviera en la casa, un criado o alguien de la familia, podía saberlo. Sería menos probable que lo supiera alguien que se encuentra en la casa sólo de paso. Y gente como los Legge, que viven fuera y sólo van de visita, todavía menos probable.
—La persona que con toda seguridad conocería la existencia de una cosa así y que podía decírselo, si se lo pregunta, es la señora Folliat —dijo Poirot, plenamente convencido.
La señora Folliat, pensó, sabía todo lo que había que saber sobre Nasse House. La señora Folliat sabía muchas cosas… La señora Folliat había sabido desde el primer momento que Hattie Stubbs estaba muerta. La señora Folliat sabía, antes de que Marlene y Hattie Stubbs murieran, que el mundo era muy malo y que había gente muy mala en él. La señora Folliat, pensó Poirot irritado, era la clave de todo el asunto. Pero la señora Folliat no iba a descubrir su secreto fácilmente.
—Me he entrevistado con esa señora varias veces —dijo el inspector—. Muy amable, muy agradable, y parece disgustarle mucho el no poder aportar ninguna idea que nos ayude.
«¿No puede o no quiere?», pensó Poirot; Bland, posiblemente, pensaba lo mismo.
—Hay cierta clase de señoras a las que uno no puede obligar a hablar. No puede uno asustarlas ni convencerlas ni engañarlas.
«No —pensó Poirot—, ni se podía obligar, ni convencer ni engañar a la señora Folliat».
El inspector había terminado de tomar su té, había suspirado y se había marchado, y Poirot había sacado su rompecabezas para aliviar su creciente exasperación. Porque estaba exasperado. Exasperado y humillado al mismo tiempo. La señora Oliver le había llamado a él, Hércules Poirot, para aclarar un misterio. Tenía la impresión de que algo andaba mal, y era cierto, algo andaba mal. Había acudido esperanzada a Poirot, primero, para evitar el mal, y no lo había evitado, y, segundo para descubrir al asesino, y no había descubierto al asesino. Se hallaba sumergido en la niebla, en la niebla en la que, de cuando en cuando, surgen resplandores que ciegan. De cuando en cuando, o así se lo parecía a él, había visto uno de esos resplandores fugaces. Y nunca había podido llegar más lejos. No había podido valorar lo que le parecía haber visto por un momento.
Poirot se levantó, cruzó al otro lado de la chimenea, colocó la otra butaca cruzada de modo que formara un ángulo perfecto con el hogar, y se sentó en ella. Había pasado del rompecabezas de cartón y madera pintada al rompecabezas de un asesino. Sacó de su bolsillo un cuadernito y escribió con su letra pequeña y clara:
«Étienne de Sousa, Amanda Brewis, Alec Legge, Sally Legge, Michael Weyman».
Era materialmente imposible que sir George o Jim Warburton hubieran matado a Marlene Tucker. Como no era materialmente imposible que la señora Oliver lo hubiera hecho, añadió su nombre, después de una breve pausa. También añadió el nombre de la señora Masterton, puesto que no recordaba haberla visto constantemente en el césped entre las cuatro y las cinco menos cuarto. Añadió el nombre de Hender, el mayordomo; más bien porque en la Persecución del Asesino, figuraba un mayordomo siniestro que porque sospechara realmente del moreno artista del gong. También escribió «chico de la camisa de tortugas», seguido de un signo de interrogación. Luego sonrió, meneó la cabeza, cogió un alfiler de la solapa de la chaqueta, cerró los ojos y pinchó en él. Era un sistema tan bueno como cualquier otro, pensó.
Se irritó justificadamente cuando comprobó que el alfiler había traspasado el último nombre.
—Soy un imbécil —dijo Hércules Poirot—. ¿Qué tiene que ver con esto el chico de la camisa de las tortugas?
Pero también se dio cuenta de que debía haber tenido alguna razón para incluir ese enigmático personaje en la lista. Recordó de nuevo el día en que estaba sentado en el templete y la cara de sorpresa del chico al verle allí. No era una cara muy agradable, a pesar de su belleza juvenil. Una cara arrogante y cruel. El joven había ido allí con algún fin. Había ido a encontrarse con alguien, de donde resultaba que ese alguien era una persona con quien no podía o no quería encontrarse de modo normal. Era un encuentro sobre el que no debía llamarse la atención. Un encuentro culpable. ¿Tendría algo que ver con el asesinato?
Poirot continuó con sus reflexiones. Era un chico que estaba en el Albergue Juvenil, un chico, por lo tanto, que sólo podía estar allí dos noches como máximo. ¿Habría ido allí por casualidad? ¿Sería uno de los muchos estudiantes jóvenes que visitan Gran Bretaña? ¿O habría ido allí por un motivo determinado, para encontrarse con determinada persona? Podrían haberse encontrado en la fiesta de un modo al parecer casual… acaso se habían encontrado. ¿Cómo saberlo?
Sé muchas cosas, se dijo Poirot. Tengo en mis manos muchas, muchas piezas de este rompecabezas. Tengo una idea acerca de la clase de crimen de que se trata… pero seguramente no miro a todo ello del modo que es debido.
Volvió una página de su cuaderno y escribió:
¿Le pidió lady Stubbs a la señorita Brewis que llevara el té a Marlene? Si no se lo pidió, ¿por qué la señorita Brewis dice que sí lo hizo?
Se puso a considerar la cuestión. Hubiera sido muy normal que a la señorita Brewis se le hubiera ocurrido llevarle a la chica unos pasteles y una bebida. Pero de ser así, ¿por qué no decirlo sencillamente? ¿Por qué iba a mentir y decir que lady Stubbs le había pedida que lo hiciera? ¿Habría ido la señorita Brewis a la caseta de los botes y encontrado a Marlene muerta y de ahí la mentira? A no ser que la señorita Brewis fuera la asesina, parecía muy poco probable. No era una mujer nerviosa ni imaginativa. Si hubiera encontrado a la chica muerta, ¿no sería lo más probable que hubiera dado la voz de alarma inmediatamente?
Se quedó contemplando durante algún tiempo las dos preguntas que acababa de escribir. No pudo evitar el pensar que en medio de aquellas palabras que acababa de escribir debía de haber algo que señalaba hacia la verdad y que él no era capaz de ver. Después de reflexionar durante cuatro o cinco minutos, escribió algo más.
Étienne de Sousa declara que escribió a su prima tres semanas antes de su llegada a Nasse House. ¿Es cierta o falsa esta declaración?
Poirot tenía la casi certeza de que era falsa. Recordó la escena durante el desayuno. No parecía haber la menor razón para que sir George y lady Stubbs fingieran una sorpresa (lady Stubbs incluso una consternación) que no sentían. No podía imaginar qué fin perseguían con ello. Sin embargo, concediendo que Étienne de Sousa hubiera mentido, ¿por qué había mentido? ¿Para dar la impresión de que su visita había sido anunciada y admitida? Podía ser, pero era un motivo muy poco convincente. Desde luego, no había prueba alguna de que semejante carta hubiera sido escrita o recibida. ¿Sería un intento por parte de Étienne de Sousa de demostrar su buena fe, de hacer que su visita pareciera natural e incluso esperada? Realmente, sir George le había recibido muy amistosamente, aunque no lo conocía.
Poirot hizo una pausa, deteniéndose en este pensamiento. Sir George no conocía a De Sousa. Su esposa, que le conocía, no lo había visto. ¿Habría algo de esto? ¿Sería posible que el Étienne de Sousa que había llegado aquel día a la fiesta no fuera el verdadero Étienne de Sousa? Consideró la cuestión, pero tampoco encontró un motivo que la justificara. ¿Qué iba a ganar De Sousa? En cualquier caso, a De Sousa no le beneficiaba la muerte de Hattie. Hattie, según la policía había averiguado, no tenía dinero propio, excepto el de su esposo.
Poirot trató de recordar con exactitud lo que le había dicho lady Stubbs aquella mañana. «Es un hombre malo. Hace cosas malas». Y, según Bland, le había dicho a su esposo: «Mata a la gente». Examinando todos los hechos, había en todo eso algo significativo. Mata a la gente.
El día en que Étienne de Sousa había llegado a Nasse House, una persona había sido asesinada con toda seguridad, posiblemente dos personas. La señora Folliat había dicho que no había que hacer caso de las frases melodramáticas de Hattie. Lo había dicho con mucha insistencia. La señora Folliat…
Hércules Poirot frunció el ceño; luego dio un golpe con la mano en el brazo del sillón.
—Siempre, siempre vuelvo a la señora Folliat. Es la clave de todo este asunto. Si yo supiera lo que ella sabe… No puedo seguir más tiempo sentado en un sillón, limitándome a pensar. No, tengo que coger un tren y volver a Devon para hacer una visita a la señora Folliat.
2
Hércules Poirot se detuvo un instante ante las grandes puertas de hierro forjado de Nasse House. Miró la calzada en curva que se extendía ante él. El verano había terminado. Las hojas doradas caían de los árboles, revoloteando suavemente. Los pequeños ciclámenes ponían una nota de color en las lomas de hierba situadas en primer término. Poirot lanzó un suspiro. La belleza de Nasse House le atraía, aun a su pesar. No sentía gran admiración por la belleza salvaje; le gustaban las recortadas y en orden; pero no podía dejar de apreciar la belleza, a un tiempo suave y salvaje, de aquellos árboles y arbustos.
A la izquierda estaba la casita blanca de la señora Folliat. Hacía buena tarde. Probablemente la señora Folliat no estaría en casa. Andaría por los alrededores, con su cesta de jardinera, o si no, visitando a algunos vecinos. Tenía muchos amigos. Éste era su hogar y había sido su hogar durante muchos años. ¿Qué era lo que le había dicho el viejo del embarcadero? «Siempre seguramente habrá algún Folliat en Nasse House».
Poirot golpeó suavemente con los nudillos la puerta de la casa. Después de unos segundos de espera, oyó pasos dentro. Le parecieron unos pasos lentos y algo vacilantes. Luego se abrió la puerta y la señora Folliat apareció en el umbral. Poirot se sobresaltó al verla tan vieja y tan frágil. Ella le miró durante unos segundos, como si no creyera lo que veía, y luego dijo:
—¡Monsieur Poirot! ¡Usted!
Por un momento, le pareció que había visto el miedo asomar a sus ojos, pero acaso ello fuera pura imaginación por su parte. Dijo cortésmente:
—¿Puedo pasar, señora?
—Naturalmente.
Había recobrado todo su equilibrio, le hizo seña de que entrara y le condujo a su pequeña salita. En ella había un par de butacas cubiertas con exquisitos tapices de punto de aguja, sobre una mesita, un servicio de té de porcelana de Derby y en la repisa de la chimenea varias figuras de delicada porcelana procedentes de Chelsea. La señora Folliat dijo:
—Iré a buscar otra taza.
Poirot alzó la mano en débil protesta, pero ella no admitió la protesta.
—Tiene que tomar una tacita.
La señora Folliat salió de la habitación. Poirot echó una nueva ojeada a su alrededor. Una labor de punto de aguja con la aguja clavada descansaba sobre la mesa. Contra la pared había una estantería con libros. En la pared había un racimo de miniaturas y una fotografía borrosa, en un marco de plata, de un hombre con uniforme, con bigotes tiesos y barbilla débil.
La señora Folliat volvió a la habitación llevando una taza con su plato.
—¿Es su marido, señora? —dijo Poirot.
—Si.
Observando que la mirada de Poirot resbalaba por la repisa de la estantería, como si buscara más fotografías, la señora Folliat dijo bruscamente:
—No soy aficionada a las fotografías. Le hacen a una vivir el pasado. Hay que aprender a olvidar. Hay que cortar las ramas secas.
Poirot recordó que la primera vez que había visto a la señora Folliat estaba recortando un arbusto con unas tijeras. Recordaba que había dicho algo entonces sobre las ramas secas. La miró pensativo tratando de llegar al fondo de su carácter. Era una mujer enigmática, pensó, y, a pesar de su dulzura y su fragilidad, tenía una faceta que podía ser cruel. Una mujer que podía cortar ramas secas, no solamente de la plantas, sino también de su propia vida…
La señora Folliat se sentó y sirvió una taza de té, preguntando:
—¿Leche? ¿Azúcar?
—Tres terrones de azúcar, si me hace usted el favor, señora.
Ella le tendió su taza y dijo en tono de desconfianza:
—Me sorprendió el verle. No sé por qué, no creí que volviera usted a pasar por esta parte del mundo.
—No estoy pasando, exactamente —dijo Poirot.
—¿No?
Hizo la pregunta levantando ligeramente las cejas.
—Mi visita a esta región es intencionada.
Ella siguió mirándole interrogante.
—He venido en parte para verla a usted, señora.
—¿Sí?
—Para empezar… ¿No habrá habido noticias de la joven lady Stubbs?
La señora Folliat negó con un suave movimiento de cabeza.
—El otro día, en Cornualles, la marea arrojó un cadáver a tierra —dijo—. George fue allí para ver si podía identificarlo. Pero no era ella —añadió—: Me da mucha pena George. La tensión ha sido muy grande para él.
—¿Sigue creyendo que su mujer puede estar viva?
La señora Folliat negó con un movimiento lento de cabeza.
—Creo —dijo— que está perdiendo las esperanzas. Después de todo, si Hattie estuviera viva, no le sería posible ocultarse, con toda la Prensa y la policía detrás de ella. Incluso si le hubiera ocurrido algo como la pérdida de la memoria…, bueno, la policía la habría encontrado a estas horas, ¿no es cierto?
—Sí, es de suponer que sí —dijo Poirot—. ¿Sigue buscándola la policía?
—Me figuro que sí. No lo sé en realidad.
—Pero sir George ha perdido las esperanzas.
—Él no lo dice —dijo la señora Folliat—. Claro que no lo he visto recientemente. Se ha pasado en Londres la mayor parte del tiempo.
—¿Y la chica asesinada? ¿No ha habido ningún progreso en este asunto?
—Que yo sepa, no. Parece un asesinato sin sentido, sin el menor objeto… Pobre chica.
—Veo, señora, que todavía le disgusta pensar en ella.
La señora Folliat no contestó en seguida. Pasados unos segundos dijo:
—Creo que cuando se es viejo, la muerte de una persona joven le disgusta a uno de un modo exagerado. Nosotros los viejos tenemos que morir, pero aquella chica tenía toda la vida por delante.
—Oh, quizá no hubiera sido una vida muy interesante.
—Puede que no, desde nuestro punto de vista, pero quizás a ella le pareciera interesante.
—Y aunque, como usted dice, los viejos tenemos que morir —dijo Poirot— no lo deseamos en realidad. Por lo menos yo no quiero morir. Todavía encuentro interesante la vida.
—Yo creo que no.
Habló más para sí misma que para él, con los hombros aún más hundidos.
—Estoy muy cansada, monsieur Poirot. Cuando llegue mi hora, no sólo estaré dispuesta, sino que la recibiré con alegría.
Él le dirigió una mirada fugaz. Como en otra ocasión, se preguntó si estaría hablando con una mujer enferma, una mujer que presentía o que tenía la certeza de la proximidad de la muerte. De otro modo no encontraba justificación a su intenso cansancio y la lasitud de su porte. Le parecía que aquella lasitud no era característica de la señora Folliat. Amy Folliat debía ser una mujer de carácter, enérgica y decidida. Había sobrellevado muchos disgustos, la pérdida de su hogar y de su fortuna, la muerte de sus hijos. Había sobrevivido a todo esto. Había cortado «las ramas secas», según su expresión. Pero entonces había en su vida algo que no podía cortar, que nadie podía cortarle. Si no se trataba de una enfermedad física no veía qué podía ser. Ella sonrió, como si leyera sus pensamientos.
—En realidad, monsieur Poirot, no tengo mucho por qué vivir. Tengo muchos amigos, pero ningún pariente cercano, ni familia.
—Tiene usted su hogar —dijo Poirot en un arranque.
—¿Quiere usted decir Nasse? Sí…
—Es su hogar, aunque legalmente pertenezca a sir George Stubbs. Ahora que sir George se ha ido a Londres, gobierna usted en su hogar.
De nuevo sorprendió en sus ojos aquella expresión de miedo. Cuándo habló, lo hizo con voz fría.
—No comprendo qué es lo que quiere usted decir, monsieur Poirot. Le agradezco a sir George que me alquile esta casa, pero me la alquila. Le pago al año por la casa, con derecho a pasear por toda la finca.
Poirot extendió las manos.
—Le ruego me disculpe, señora. No era mi intención el ofenderla.
—Seguramente le he interpretado mal —dijo la señora Folliat, fríamente.
—Es un lugar muy hermoso —dijo Poirot—. La casa es hermosa y la tierra que la rodea es hermosa. Se respira una paz, una serenidad muy grandes.
—Sí —el rostro de ella se iluminó—. Siempre hemos experimentado esa sensación. Lo sentí la primera vez que vine aquí siendo una chiquilla.
—¿Pero se respira ahora la misma paz, la misma serenidad?
—¿Por qué no?
—Porque un crimen sigue impune —asestó Poirot—; se ha derramado sangre inocente. Hasta que se aclare el misterio, no habrá paz aquí. Y creo, señora, que usted lo sabe tan bien como yo.
La señora Folliat no contestó. Ni se movió ni dijo una palabra. Permaneció completamente inmóvil y Poirot no tenía idea de lo que estaba pensando. Se inclinó un poco y dijo:
—Señora, usted sabe muchas cosas, puede que sepa todo lo que hay que saber sobre este asesinato. Sabe usted quién mató a la chica y sabe usted por qué. Sabe usted quién mató a Hattie Stubbs; puede que sepa dónde se encuentra su cadáver en estos momentos.
Entonces la señora Folliat habló. Con voz alta, casi dura.
—No sé nada —dijo—. Nada.
—Puede que no me haya expresado bien. No sabe usted la verdad, pero la adivina. Estoy completamente seguro de ello.
—¡Es usted…, y perdone, absurdo!
—No es absurdo; es algo muy distinto, es peligroso.
—¿Peligroso? ¿Para quién?
—Para usted, señora. Mientras guarde usted para sí lo que sabe, está usted en peligro. Conozco a los asesinos mejor que usted, señora.
—Ya se lo he dicho a usted, no sé nada.
—Sospecha, entonces…
—No sospecho nada.
—Eso, perdóneme, señora, no es cierto.
—Hablar por simples sospechas no estaría bien, sería una mala acción.
Poirot se inclinó hacia ella.
—¿Tan mala como la que se cometió hace un mes?
Ella se encogió en su asiento, haciéndose un montón.
—No me hable de eso —dijo en un susurro. Y luego añadió estremeciéndose—. De todos modos, ya ha pasado. Todo ha terminado.
—¿Cómo lo sabe usted, señora? Se lo digo por experiencia: los asesinos nunca terminan de matar.
Ella hizo un movimiento negativo de cabeza.
—No. No. Ya se ha acabado. Y además no puedo hacer nada. Nada.
Poirot se puso en pie y se quedó mirándola.
—Si hasta la policía se ha dado por vencida… —dijo la señora Folliat, angustiada.
Poirot negó con la cabeza.
—Ah, no, señora; está usted equivocada. La policía no se ha dado por vencida. Y yo —añadió— tampoco me doy por vencido. Recuerde, señora. Yo, Hércules Poirot, no me doy por vencido.
Fue un mutis muy típico de Poirot.