Capítulo VII

El detective inspector Bland estaba sentado tras una mesa en el despacho. Sir George le había recibido en seguida, le había llevado a la caseta de los botes y había vuelto luego a la casa con él. En la caseta de los botes estaban trabajando el equipo de fotógrafos, y el médico y los hombres de las huellas dactilares acababan de llegar.

—¿Tienen todo lo que necesitan? —preguntó sir George.

—Sí, muchas gracias, señor.

—¿Qué tengo que hacer respecto a la fiesta que está celebrándose, decírselo a la gente, suspenderla o qué?

El inspector Bland consideró la cuestión durante unos momentos.

—¿Qué es lo que les ha dicho ya, sir George? —preguntó.

—No he dicho nada. Anda circulando la especie de que ha ocurrido un accidente. Sólo eso. No creo que nadie haya sospechado todavía que se trata de… bueno, de un asesinato.

—Entonces, deje las cosas como están, por el momento —decidió Bland—. Demasiado pronto circulará la noticia —añadió cínicamente. De nuevo se quedó pensativo durante un momento y luego preguntó—: ¿Cuántas personas cree usted que hay aquí esta tarde?

—Unas doscientas, creo yo —contestó sir George—, y siguen viniendo a montones. Parece que ha venido gente de muy lejos. En realidad, la fiesta está resultando un éxito rotundo. ¡Qué desgracia!

El inspector Bland supuso acertadamente que la desgracia a que se refería sir George era el asesinato, no el éxito de la fiesta.

—Unas doscientas —murmuró—; y supongo que cualquiera pudo haberlo hecho.

Suspiró.

—Caso difícil —dijo sir George con simpatía—. Pero no veo qué razón iba a tener ninguna de ellas para matarla. Todo esto resulta completamente fantástico… No veo quién puede haber querido matar a una chica como ésta.

—¿Qué puede usted decirme de la chica? Tengo entendido que era de la localidad, ¿no es así?

—Sí. Su familia vive en una de las casas que están junto al embarcadero. Su padre trabaja en una de las granjas de la localidad… en la de Paterson, creo. La madre de la niña está aquí, en la fiesta. La señorita Brewis…, mi secretaria, podrá contárselo todo mucho mejor que yo. La señorita Brewis ha conseguido llevarse a la madre y está dándole tazas de té.

—Muy bien —aprobó el inspector—. Todavía no veo muy claro en todo esto, sir George. ¿Qué es lo que estaba haciendo la chica en la caseta de los botes? He oído decir que están persiguiendo a un asesino o buscando un tesoro o algo así.

Sir George hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

—Sí. A todos nos pareció una gran idea. Ahora no parece tan buena. Creo que la señorita Brewis podrá probablemente explicárselo a usted todo mucho mejor que yo. ¿Quiere que vaya a buscarla? A no ser que quiera usted saber antes alguna cosa más.

—Por el momento, no, sir George. Puede ser que más tarde tenga que hacerle más preguntas. Quiero ver a algunas personas, a usted, a lady Stubbs y a los que encontraron el cadáver. Creo que una de las personas que lo encontraron es la novelista que organizó esta Persecución del Asesino, como usted la llama.

—Exacto. La señora Oliver, Ariadne Oliver.

El inspector alzó ligeramente las cejas.

—¡Ah… ella! —dijo—. Se venden mucho sus libros. Yo mismo he leído muchos de ellos.

—Está un poco disgustada —dijo sir George— y con razón, claro. Le diré que usted la necesita, ¿no? No sé dónde está mi mujer. Parece que ha desaparecido hace un rato. Debe de andar por ahí, entre esas dos o trescientas personas… No es que pudiera decirles gran cosa. Quiero decir, de la chica y todo eso. ¿A quién quiere ver primero?

—Creo que a su secretaria, la señorita Brewis, y después a la madre de la chica.

Sir George asintió y salió de la habitación.

Robert Hoskins, agente de la policía local, abrió la puerta para que pasara sir George y la cerró después que hubo salido. Luego hizo una declaración espontánea, un comentario a una de las observaciones de sir George.

—Lady Stubbs está un poco mal de aquí —dijo tocándose la frente—. Por eso dijo que no sería de gran ayuda. Está chiflada.

—¿Es acaso una chica de aquí?

—No. Extranjera, de no sé dónde. Algunos dicen que no es blanca del todo, pero yo no lo creo. Bland movió afirmativamente la cabeza. Se quedó un momento en silencio, jugando con el lápiz sobre una hoja de papel que había frente a él. Luego hizo una pregunta extraoficial.

—¿Quién la mató, Hoskins? —dijo.

Si alguien podía tener alguna idea sobre los antecedentes del caso, pensó Bland, ese alguien era Hoskins. Hoskins era un hombre de mentalidad inquisitiva, que se interesaba mucho por todo y por todos. Tenía una mujer muy criticona y eso, unido a su posición como policía, le proporcionaba vasta información privada.

Hoskins empezó:

—Un extranjero, creo yo. Nadie aquí lo hubiera hecho. Son buena gente los Tucker. Una familia agradable y respetable. Son nueve, en conjunto. Dos de las chicas mayores están casadas; un chico en la Marina; el otro está haciendo el servicio, otra chica está en una peluquería, en Torquay… Quedan en casa tres más pequeños, dos chicos y una chica —se quedó en silencio, pensando—. Ninguno de ellos es lo que se llama brillante, pero la señora Tucker tiene la casa muy bien, limpia como una patena… Era la más joven de once hermanos. Vive con ella su padre, que es ya muy viejo. Bland recibió en silencio toda esa información. Hoskins, en su lenguaje peculiar, le había dado una descripción exacta de la posición social y el modo de vivir de los Tucker.

—Por eso digo lo de que ha sido un extranjero —continuó Hoskins—. Uno de esos que paran en el Albergue Juvenil de Hoodown, lo más probable. Algunos de ellos son muy raros y se dicen muchas cosas. Se sorprendería usted si supiera lo que les he visto hacer entre los matorrales y en el bosque. Poco más o menos como lo que pasa en los coches parados a lo largo del parque.

Hoskins era un especialista en el tema de «habladurías escandalosas». Su conversación giraba en gran parte sobre ese tema cuando, en sus ratos libres de servicio, tomaba su cerveza en el bar «El Toro y el Oso». Bland dijo:

—No creo que haya sido… bueno, nada por el estilo. Claro que el doctor nos lo dirá, cuando termine de examinar el cadáver.

—Sí, señor, es cosa suya, naturalmente. Pero lo que yo digo es que con los extranjeros nunca se sabe. De pronto, pueden volverse muy raros.

El inspector Bland suspiró, pensando que no era tan fácil como eso. Al policía Hoskins le resultaba muy cómodo echarle la culpa a «los extranjeros». La puerta se abrió y entró el médico.

—Ya terminé la faena —observó—. ¿Se la van a llevar ahora? Los otros equipos han terminado ya, también.

—El sargento Cottrell se ocupará de eso —dijo Bland—. Bueno, doctor, ¿qué ha encontrado usted?

—Es de lo más sencillo —dijo el médico—. No hay complicaciones. La estrangularon con un trozo de cuerda de tender la ropa. Nada más simple ni más sencillo. No hubo la menor lucha. Yo creo que la chica no se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo hasta que ya había ocurrido.

—¿Hay alguna señal de que haya sido atropellada?

—Ninguna. No ha sido atropellada, ni forzada ni nada por el estilo.

—¿No es probable que se trate de un crimen sexual entonces?

—No lo creo, no —y añadió—: No me parecía una chica muy atractiva.

—¿Le gustaban los chicos?

Bland dirigió esta pregunta a Hoskins.

—No creo que a ellos les interesara mucho —dijo Hoskins—, aunque acaso a ella no le desagradara despertar su interés.

—Quizá —concedió Bland. Recordó el montón de «tebeos» de la caseta de los botes y las anotaciones hechas al descuido en los márgenes: «Johnny sale con Kate», «Georgie Porgie besa a las excursionistas en el bosque». Parecía como si la chica le gustara imaginar esas cosas. Sin embargo, en conjunto, parecía poco probable que la muerte de Marlene tuviera un matiz sexual. Claro que nunca se sabía… Había que contar siempre con esos asesinos extraños, hombres con un deseo oculto de matar, especializados en chiquillas. Puede que hubiera uno de ésos en aquel lugar, aquel verano. Casi se convenció de que tenía que ser así, porque de otro modo no veía qué motivo podía haber para un asesinato tan sin objeto. «Sin embargo —pensó—, estamos sólo en el principio. Será mejor que oiga lo que esa gente tenga que decirme».

—¿A qué hora cree usted que la mataron? —preguntó el inspector.

El doctor echó una ojeada al reloj de sobremesa y a su propio reloj.

—Acaban de dar las cinco y media ahora —dijo—. Digamos que la he visto a las cinco y veinte… llevaría muerta alrededor de una hora. Aproximadamente, claro. Diremos entre las cuatro y las cinco menos veinte. Si después de la autopsia puedo decirles algo más, se lo comunicaré —y añadió—: A su debido tiempo, tendrán ustedes el informe detallado. Ahora me voy a la ciudad. Tengo que ver en seguida a algunos enfermos.

Salió de la habitación y el inspector Bland le pidió a Hoskins que fuera a buscar a la señorita Brewis. Su espíritu se animó un poco cuando entró la señorita Brewis en la habitación. En seguida supo que en ella encontraría eficiencia. Conseguiría respuestas claras a sus preguntas, horas exactas y no embrollos.

—La señora Tucker está en mi salita —dijo la señorita Brewis, mientras tomaba asiento—. Le he dado la noticia y le he preparado una taza de té. Naturalmente, está trastornada. Quería ver el cadáver, pero le he dicho que era mucho mejor que no lo hiciera. El señor Tucker sale del trabajo a las seis y ha quedado en venir aquí. Ya he dispuesto que lo busquen y lo traigan aquí en cuanto llegue. Los pequeños están todavía en la fiesta y hay una persona encargada de vigilarlos.

—¡Excelente! —aprobó el inspector Bland—. Creo que antes de ver a la señora Tucker prefiero oír lo que usted y lady Stubbs tengan que decirme.

—No sé dónde está lady Stubbs —dijo la señorita Brewis con acritud—. Me figuro que se aburriría en la fiesta y andará vagando por ahí, pero no creo que pueda decirle nada que no pueda decirle yo. ¿Qué es exactamente lo que quiere usted saber?

—Primero, quiero conocer todos los detalles de esta Persecución del Asesino y de cómo esta chica, Marlene Tucker, entró a tomar parte en ella.

—Eso es muy sencillo.

Sucintamente y con claridad, la señorita Brewis explicó que se había pensado en la Persecución del Asesino como una atracción original para la fiesta, habiendo contratado a la señora Oliver, la famosa novelista, para que preparara todo el asunto, y le hizo un resumen de la trama.

—En un principio —explicó la señorita Brewis— iba a interpretar el papel de víctima la señora Alec Legge.

—¿La señora Alec Legge? —preguntó el inspector.

Hoskins insertó unas palabras explicativas.

—Ella y el señor Legge tienen alquilada la casa de los Lawder, esa casa rosada que está junto a Mill Creeks. Han venido hace un mes. La tienen por dos o tres meses.

—Ya. ¿Y dice usted que la señora Legge iba a ser la víctima? ¿Por qué se cambió la idea?

—Bueno, una noche la señora Legge nos leyó a todos las rayas de la mano y lo hizo tan bien que decidimos que una de las atracciones sería una tienda donde se leyera el porvenir; que la señora Legge se pondría un vestido oriental, se llamaría Madame Zuleika y leería las rayas de la mano por media corona. No creo que sea realmente ilegal, ¿verdad, inspector? Quiero decir que ya suele hacerse así en esta clase de fiestas.

El inspector Bland sonrió débilmente.

—El adivinar el porvenir, las rifas y todo eso, no son tomados lo bastante en serio, señorita Brewis —dijo—. De cuando en cuando tenemos que… ¡hum!, dar un escarmiento.

—Pero por lo general son ustedes discretos, ¿verdad? Bueno, así es como fue. La señora Legge convino en ayudarnos y tuvimos que buscar a otra persona para hacer de cadáver. Los exploradores locales nos estaban ayudando a montar la fiesta y creo que alguien insinuó que una de ellas nos vendría muy bien.

—¿Quién?

—Pues no lo recuerdo exactamente… Puede que haya sido la señora Masterton, la esposa del diputado. No, quizá fue el capitán Warburton… La verdad es que no puedo concretamente asegurarlo. Pero, en cualquier caso, alguien lo propuso.

—¿Había alguna razón para escoger a esa chica en particular?

—No…; no lo creo. Sus padres son colonos de la finca, y la madre, la señora Tucker, viene algunas veces a ayudar en la cocina. No sé bien por qué la escogimos a ella. Probablemente fue el primer nombre que nos vino a la cabeza. Se lo propusimos y pareció agradarle mucho la idea.

—¿Tenía verdaderos deseos de interpretar ese papel?

—Sí, sí, yo creo que halagaba su vanidad. Era una chica bastante estúpida —continuó la señorita Brewis—. No hubiera podido interpretar un papel ni nada por el estilo. Pero todo esto era muy sencillo y a ella le parecía que le habían escogido entre las demás y eso le gustaba.

—¿Qué era exactamente lo que tenía que hacer?

—Tenía que estar en la caseta de los botes. Cuando oyera que alguien se acercaba a la puerta, tenía que tumbarse en el suelo, ponerse la cuerda alrededor del cuello y fingirse muerta.

La señorita Brewis hablaba con voz tranquila y práctica.

El hecho de que la chica que tenía que fingirse muerta hubiera sido encontrada muerta de verdad no parecía, de momento, afectarla emocionalmente.

—Un modo bastante aburrido de pasar la tarde, cuando podía haber estado en la fiesta —insinuó el inspector Bland.

—Sí, me figuro que en cierto sentido lo era —dijo la señorita Brewis—; pero no se puede tener todo, ¿verdad? Y a Marlene le encantaba la idea de ser el cadáver. Le hacía sentirse importante. Tenía un montón de periódicos para leer y entretenerse.

—¿Y también algo para comer? —dijo el inspector—. Observé que allá en la caseta había una bandeja, con un plato y un vaso.

—Sí, tenía un plato grande de pasteles y un refresco de frambuesa. Se los llevé yo misma.

Bland levantó hacia ella una mirada aguda.

—¿Se los llevó usted? ¿Cuándo?

—A media tarde.

—¿A qué hora, con exactitud? ¿Lo recuerda usted?

La señorita Brewis se quedó un momento pensando.

—Espere. Ya se había fallado el concurso infantil de trajes; hubo cierto retraso, lady Stubbs no aparecía, pero la señora Folliat ocupó su lugar; conque todo salió bien… Sí, debe de haber sido, estoy casi segura, unos cinco minutos después de las cuatro cuando cogí la bandeja con los pasteles y el refresco.

—Y se los llevó usted misma a la caseta de los botes. ¿A qué hora llegó usted allí?

—Se tardan unos diez minutos en llegar allí… a eso de las cuatro y cuarto.

—¿Y a las cuatro y cuarto Marlene Tucker estaba viva?

—Sí, naturalmente —dijo la señorita Brewis—; y tenía mucho interés en saber los progresos de la gente en la persecución del asesino. Sentí no poder decírselo. Había estado muy ocupada con las atracciones, pero sí sabía que había entrado mucha gente en el concurso. Yo sabía de veinte o treinta personas, pero probablemente eran muchos más allí reunidos.

—¿Cómo encontró usted a Marlene cuando llegó a la caseta?

—Acabo de decírselo.

—No, no; no me refiero a eso. Quiero decir si estaba en el suelo, fingiéndose muerta, cuando usted abrió la puerta.

—No, no —dijo la señorita Brewis—; porque yo grité antes de llegar allí. Ella abrió la puerta y yo pasé la bandeja y la puse sobre la mesa.

—A las cuatro y cuarto —dijo Bland escribiendo—. Marlene Tucker estaba viva. Comprenderá usted señorita Brewis, que éste es un asunto muy importante. ¿Está usted completamente segura de las horas?

—No puedo estar completamente segura porque no miré el reloj, pero lo había mirado un poco antes, y eso es todo lo que puedo aproximarme —y añadió, vislumbrando de pronto la idea del inspector—. ¿Quiere usted decir que poco después…?

—No pudo haber sido mucho después, señorita Brewis.

—¡Vaya! —dijo la señorita.

Era una expresión bastante inapropiada, pero, sin embargo, descubrió muy bien la preocupación y el horror de la señorita Brewis.

—Y ahora dígame, señorita Brewis, cuando se dirigía usted a la caseta y cuando volvía usted a la casa, ¿encontró o vio a alguien cerca de la caseta de los botes?

La señorita Brewis se quedó considerando la cuestión.

—No —dijo—. No encontré a nadie. No hubiera sido difícil, desde luego, porque esta tarde la gente tiene acceso a todas partes. Pero, en general, prefieren quedarse por el césped y junto a los puestos de atracciones y todo eso. Les gusta dar vueltas por las huertas y los invernaderos, pero no tanto por el bosque como yo hubiera creído. La gente tiene una tendencia enorme a apiñarse demasiado en estas fiestas, ¿no lo cree usted así, inspector?

El inspector dijo que así era, probablemente.

—Aunque creo —dijo la señorita Brewis, como recordando de pronto— que había alguien en el templete.

—¿El templete?

—Sí, un templete blanco, construido hace sólo uno o dos años. Está a la derecha del camino, según se baja a la caseta de los botes. Había alguien allí. Una pareja, supongo. Alguien se reía y otra persona dijo susurrando «Ssssh».

—¿No sabe usted quiénes eran?

—No tengo ni idea. No puede verse el frente del templete desde el camino. Los lados y la parte de atrás son cerrados.

El inspector consideró el asunto durante unos segundos, pero no le pareció probable que la pareja —fueran quienes fueran— del templete tuviera importancia. Pero sería mejor averiguar quiénes eran porque quizás, a su vez, podían haber visto ellos a alguien que se dirigiera a la caseta de los botes o que viniera de ella.

—¿Y no había nadie más en el camino? ¿Nadie en absoluto? —insistió.

—Sí, ya comprendo lo que usted busca —dijo la señorita Brewis—. Sólo puedo asegurarle que yo no encontré a nadie. Pero claro, no tenía por qué. Quiero decir que si hubiera en el sendero alguien que no quisiera ser visto por mí, hubiera sido lo más fácil del mundo esconderse detrás de los rododendros. El camino tiene a los dos lados arbustos y rododendros. Si alguien que no debiera estar allí oyera venir a otras personas por el camino, podía desaparecer en un momento.

El inspector cambió de rumbo.

—¿Sabe usted algo de la chica que pueda sernos útil? —preguntó.

—En realidad, no sé nada de ella —dijo la señorita Brewis—. Creo que nunca había hablado con ella hasta esto de hoy. Es una de las chicas a las que veo andar por ahí, la conozco de vista, pero eso es todo.

—¿Y no sabe usted nada de ella, nada que pueda sernos útil?

—No conozco motivo alguno para que nadie quisiera matarla —dijo la señorita Brewis—. Me parece incluso, no sé si me entiende, que es imposible que haya ocurrido semejante cosa. Lo único que se me ocurre es que, a una persona desequilibrada, el hecho de que fuera ella la víctima pueda haberla inducido a desear convertirla en una víctima auténtica. Pero hasta esa idea me parece una tontería traída por los pelos.

Bland suspiró.

—Bueno —dijo—. Supongo que será mejor que vea a la madre ahora.

La señora Tucker era una mujer delgada, de facciones enjutas, de pelo rubio y sin brillo, y nariz puntiaguda. Tenía los ojos enrojecidos, pero en aquel momento estaba tranquila y dispuesta a contestar a las preguntas del inspector.

—No es justo que ocurra una cosa así —dijo—. Lee uno estas cosas en los periódicos, pero que le haya ocurrido a nuestra Marlene…

—Lo siento mucho, muchísimo —dijo el inspector Bland suavemente—. Lo que quiero que haga usted es que se concentre todo lo que pueda y me diga si hay alguien que pueda haber tenido un motivo para hacerle daño a su hija.

—Ya he estado pensándolo —dijo la señora Tucker, sorbiéndose las lágrimas—. He pensado y requetepensado y no consigo nada. De cuando en cuando, Marlene tenía unas palabras con la maestra y se peleaba a veces con otros chicos o chicas, pero eran cosas sin importancia. No hay nadie que tuviera nada contra ella, nadie le habría hecho daño.

—¿Nunca le habló a usted de alguien que pudiera ser enemigo suyo?

—De cuando en cuando, Marlene decía tonterías, pero nada por ese estilo. Sólo hablaba de pinturas y peinados y cómo le gustaría arreglarse. Ya sabe usted cómo son las chicas. Era demasiado joven para pintarse los labios y ponerse todas aquellas porquerías, y su padre se lo dijo, y yo también. Pero eso es lo que hacía cuando conseguía algún dinero. Se compraba perfumes y barras de labios y las escondía.

Bland hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. Nada de todo aquello le ayudaba en sus pesquisas. Una adolescente bastante tonta, con la cabeza llena de artistas de cine y de sex-appeal… Había muchas Marlenes.

—No sé lo que dirá su padre —dijo la señora Tucker—. Vendrá de un momento a otro, pensando en divertirse. Es muy hábil en eso del tiro al coco.

De pronto perdió el control y empezó a sollozar.

—Si quiere que le diga mi opinión —dijo—, yo creo que fue uno de esos cochinos extranjeros del Albergue. Nunca acaba uno de conocer a esos extranjeros. Aunque la mayoría de ellos hablan con mucha educación, algunos llevan unas camisas horrorosas, con unas chicas pintadas, con esos bikinis, como los llaman. Y se ponen a tomar el sol en cualquier parte, desnudos de medio cuerpo para arriba… Todo eso no puede acabar bien. ¡Eso es lo que yo digo!

Sin dejar de llorar, la señora Tucker salió de la habitación escoltada por Hoskins. Bland se hizo la reflexión de que el prurito de la localidad, muy cómodo y probablemente muy antiguo, era el de atribuir todos los incidentes trágicos a «los extranjeros» en general.