—¡El futuro de la humanidad depende de ello!
El que acababa de pronunciar estas palabras era un hombre de rostro enérgico y autoritario. En él, todo expresaba poder.
De hecho, solo había un hombre en aquella sala que no diera la impresión de riqueza y poder. Cinco hombres, cada uno sentado en una silla, se enfrentaban a él.
Exteriormente, era el más insignificante de todos. Bajo y deforme, tenía las piernas torcidas y era jorobado. Unos ojos enfermos miraban de reojo por debajo de una frente muy abombada.
—¿Por qué han venido a buscarme? —preguntó con voz aflautada, sonora, en la que un extraño desafío se mezclaba con la humildad.
Los otros le miraron con desprecio, casi con desagrado.
—Sabe muy bien —replicó el hombre que habló en primer lugar, levantándose y recorriendo la habitación— que es el único hombre en todo el mundo que tiene lo que queremos. Lo que debemos tener a cualquier precio. Como ya sabe, una nueva especie de hongo ha aparecido en Ecuador. No hay, al parecer, nada que pueda detener su crecimiento. Esos hongos se desarrollan y cubren los campos, las granjas, las casas. Todo cuanto tocan, lo destruyen. Antes de su llegada, tierras fértiles y una rica vegetación; tras su paso, un desierto desnudo y árido. Esos hongos se extienden a una velocidad sorprendente y pueden recorrer millas en una sola jornada. Nada puede impedir su avance. Se alimentan de carne lo mismo que de vegetación. Bosques y ciudades desaparecen del mismo modo ante ellos. Los océanos no pueden detenerles, pues se extienden sobre su superficie, como sargazos inmensos e inconcebibles, obstruyéndolos, destruyendo los peces y atrapando los barcos, devorándolos. Como si fuera un inmenso pulpo, esa forma desconocida de hongo extiende sus tentáculos a través del mundo para dominarlo y cubrirlo por completo. Pero, sin ninguna duda, usted ya sabe todo eso.
—Vagos rumores han llegado hasta mi laboratorio aislado del mundo exterior.
—Bien. Es usted toda una autoridad en lo referente a plantas parásitas. Ha consagrado su vida al estudio de los hongos. Hace algunos años anunció que había descubierto por casualidad una fórmula, un producto capaz de controlar el crecimiento de cualquier hongo y destruirlo, fuera cual fuese su naturaleza. Aunque escépticos, algunos capitalistas le ofrecieron una fuerte suma de dinero para hacerse con la fórmula, pero usted se negó. Ahora, en nuestro propio interés, en el suyo, en interés del mundo entero, hemos ido a buscarle para obtener esa fórmula —a cualquier precio y sin importar el modo—, la fórmula que salvará al mundo antes de que se convierta en un desierto deshabitado.
El viejo sabio se levantó y se acercó a una ventana, mirando hacia fuera durante un momento. Luego, se volvió y declaró:
—¿Y por qué debería entregarles mi fórmula de inestimable valor?
—Porque las vidas de todos los que viven en este mundo, incluida la suya, dependen de ella.
—Ya soy muy viejo.
—Se lo debe al mundo que le dio la vida.
—¡Ah! —Una extraña luz apareció en los ojos del anciano—. Según ustedes, tengo una deuda con el mundo... Escúchenme y les contaré lo que ha sido la vida de Zan Uller, el científico loco...
»Nací en un infecto cuchitril de Londres. Mi madre, abandonada cuando yo tenía muy pocos meses, acabó en prisión... por intentar robar algo de leche para su hijo que se moría de hambre. Nunca volvió. Tras una infancia miserable en un hospicio, fui expulsado a patadas al mundo a la edad de diez años, para que me ganara el sustento como pudiera. Trabajar en las hilaturas arruinó mi salud —la poca salud que tenía— y los golpes y los malos tratos de un capataz brutal hicieron de mí un enfermo de cuerpo deforme. Conseguí sobrevivir mendigando y robando, y luego empecé a vender periódicos por las calles, ganando algunos céntimos al día. Ya en aquella época la llama de la ciencia brillaba con fuerza en mi alma hambrienta de conocimientos, y cuando los demás vendedores de periódicos me golpearon y me apartaron de su lado, me dirigí a una universidad importante y supliqué y obtuve permiso para trabajar allí, barriendo el suelo, limpiando, desempeñando los trabajos más infames. En compensación, recibí solamente una escasa comida y un lugar donde dormir, pero también tenía la posibilidad de leer y de estudiar. Durante el día padecía y me deslomaba como un esclavo, y por la noche hacía sacrificios ante el altar de la ciencia, leyendo a la luz de las velas que podía encontrar mientras barría el suelo los libros que había robado o tomado prestados. ¡Ja, no les contaré con detalle esta larga y penosa educación! Todos los obstáculos, todas las trabas, aparecieron en mi camino, la avidez, los prejuicios, la estupidez y los celos. Pero triunfé sobre todos aquellos obstáculos y me abrí camino con obstinación, sostenido únicamente por mi voluntad y mi determinación. Fui expulsado de un sitio u otro, pero siempre acababa por encontrar algo mejor. Una explosión en un laboratorio —provocada por el rencor de un rival— afectó mi vista de manera permanente.
»Mi libro Evolución de la vida animal a partir de la vida vegetal fue objeto de polémicas y persecuciones y, como yo era su autor, fui sometido al tratamiento más innoble. Expulsado de mi casa de Londres por un populacho fanático, busqué refugio en el campo. Sin embaído, incluso allí, un periodista, que olisqueó un artículo sensacionalista, fue a buscarme, y un pastor... —En aquel momento, su voz tembló apasionada, y un destello casi fanático hizo brillar sus ojos—... un pastor incitó a la multitud desenfrenada para que me atacara. Estuve a punto de ser linchado, pero conseguí salvarme.
»Finalmente, tras muchos esfuerzos y largas y penosas pruebas, obtuve una posición eminente. A partir de aquel momento no tuve que soportar ni los insultos ni los sarcasmos del mundo. Un mundo al que tanto le debo, me dice usted... —Su voz sonaba cínica, burlona, con una ironía casi brutal.
»Y a partir de entonces pude consagrar todo mi tiempo al trabajo. Como ha dicho usted mismo, estudié las plantas, y especialmente los hongos. Vi lo que ustedes, pobres locos, no han visto... que los hongos son un organismo vivo, devorador, una amenaza para la raza humana.
»Hace años, en un libro que ustedes no han visto y que está agotado hace mucho tiempo, advertí a los hombres. ¡Se burlaron de mí! Me tildaron de viejo loco, deformaron mis intenciones, me ridiculizaron.
»Por eso mismo renuncié a intentar servir a esa humanidad que me había atacado con su ostracismo; pero a lo que no renuncié fue a mis investigaciones.
»Dice usted que "descubrí por azar" una sustancia que permite destruir los hongos. ¡Es verdad! Pero no fue el azar, sino el resultado de años de trabajo, de días de esfuerzo y noches de estudio. Puse el corazón y el alma en esa empresa. Y lo conseguí; encontré la fórmula, la perfeccioné.
»Hace años, en uno de mis viajes en busca de nuevas plantas, vi el nacimiento de esta forma desconocida de hongos, esos hongos que ahora están devastando el mundo. Comprendí lo que significaba. Habría podido impedir entonces su crecimiento, pero decidí no hacer nada. ¿Para qué? ¿Quién soy yo para intentar desviar el curso del destino impuesto por la Naturaleza?
»Incluso ahora podría destruirlos. Si decidiese hacerlo.
—Entonces, ¿reconoce que tiene esa fórmula?
—Así es.
—¿Cuál es su precio, si es que quiere ser pagado, cuando la mayor parte de los hombres donarían esa fórmula con alegría?
—No tengo precio.
—¿Se niega a deshacerse de ella?
—Eso es una prerrogativa mía.
—Estamos capacitados para registrarle a usted, para registrar su laboratorio, de punta a cabo si es necesario. Tendremos la fórmula... incluso por la fuerza.
—Sería inútil que se molestasen. La sustancia y la fórmula las destruí hace ya mucho tiempo. Sin embargo, aprendí la fórmula de memoria y podría plasmarla en papel en cuanto decidiera hacerlo.
El jefe del grupo se levantó.
—Señor —dijo con voz severa—, no le servirá de nada contrariar nuestros deseos. Venimos de un mundo que está a un palmo de la destrucción. Estamos decididos a obtener lo que pedimos por cualquier método, honesto o no. Hagamos lo que hagamos, contaremos con la aprobación del mundo entero.
El viejo se encogió de hombros.
—Si es necesario, el fuego y la tortura le arrancarán su secreto.
Los demás asintieron con vehemencia, levantándose y acercándose al anciano. Toda la escena evocaba de un modo grotesco la presencia de una manada de lobos arrojándose sobre un caribú herido. Las facciones de aquellos hombres —hombres de alta cuna, intelectuales— mostraban su odio y se deformaban con el furor. Porque estaban dominados por el Miedo. El Miedo, que es el mayor tirano de todos los sentimientos.
El viejo científico levantó una mano. En cierto modo, aunque estuviera deforme y enfermo, parecía dominar al grupo.
—Este es el momento para el que he vivido... ¡el momento que he esperado toda mi vida! —dijo, y su voz vibraba con una exultación difícilmente contenida—. El mundo que me maltrató, que me hirió, que me injurió... el mundo, digo, está a mis pies. Pero no es el apogeo.
»Soy el único hombre capaz de salvar el mundo. ¿No es esa la verdad? Ahora, yo, a quien todo el mundo ha golpeado y pisoteado, yo, que nada le debo al mundo, ¿debo ser su salvador?
»Si me niego a daros la fórmula, ¿me torturaréis?
Cinco voces respondieron afirmativamente.
—¿Y si aceptase ponerla en vuestras manos? ¿Acaso el perdón no es un gesto divino? ¿Quién soy yo para abandonar el mundo a su destrucción?
»Señores, esta es mi venganza, ¡este es el momento supremo!
Sacó su deforme mano oculta tras la espalda y, de sopetón, se la llevó a la sien.
Los cinco hombres se echaron hacia atrás, lanzando roncas exclamaciones al mismo tiempo que retumbaba el estampido del arma.
Los ecos de la detonación repercutieron en la sala como una risa burlona y demoníaca.