Jim Brill se pasó la lengua por los labios agrietados y, con los ojos inyectados en sangre, lanzó miradas feroces a su alrededor. Tras él se extendía un arenal de dunas de cimas redondeadas; por delante se alzaban los contrafuertes desolados de las montañas sin nombre que eran su destino. El sol flotaba por encima del horizonte, al oeste, con un color de oro viejo en el velo de polvo que tintaba el cielo de un amarillo azufrado e impregnaba el aire que respiraba.
Sin embargo, contemplaba con gratitud aquella nube de polvo. Porque, sin la tormenta de arena, habría conocido sin lugar a dudas la misma suerte que sus guías y sus sirvientes... la suerte que cayó sobre ellos de manera imprevisible.
El ataque tuvo lugar al alba. Surgiendo por detrás de una duna árida que disimuló su acercamiento, un enjambre de jinetes achaparrados, a lomos de caballos de pelo largo, llegó al galope e irrumpió en el campamento, aullando como demonios, disparando y lanzando tajos. En lo más duro del combate, llegó la tempestad portando nubes de un polvo cegador que cubrieron el desierto. Jim Brill aprovechó aquel hecho para huir, sabiendo que era el único miembro de la expedición que seguía con vida, a costa de muchos esfuerzos, para proseguir con su extraña búsqueda.
En aquel momento, tras aquella huida desesperada que había agotado sus fuerzas y las de su montura, no veía señal alguna de sus perseguidores, aunque el polvo, que flotaba por encima del desierto, limitaba considerablemente la extensión de lo que podía ver.
Era el único hombre blanco de la expedición. Por sus anteriores encuentros con bandidos mongoles, sabía que no le dejarían escapar si estaba en su mano impedirlo.
Los bienes de Brill consistían en un Colt 45, que colgaba de su cadera, y un bidón que contenía unas pocas gotas de agua. Su caballo, sin rechistar bajo su peso, estaba extenuado por culpa de la larga huida.
Considerando aquel hecho, el hombre bajó de la silla y siguió a pie, conduciendo al animal tomado de las riendas. Escrutaba sin esperanza las pendientes abruptas que se alzaban ante él. En el desierto le esperaba una muerte segura; lo que le reservaran aquellas montañas, lo ignoraba. Nadie sabía lo que se hallaba en aquella región inexplorada. Si un hombre blanco se aventuró en ellas alguna vez, no volvió vivo para contar lo que allí encontró.
El caballo refunfuñó repentinamente y alzó enseguida la cabeza, tirando de las cinchas. Brill juró cansado y se esforzó por calmar al animal. Los ojos de la bestia giraban locamente y sus flancos se estremecían. Miró con inquietud a su alrededor. Se acercaban a la estrecha entrada de un cañón cuyo suelo rocoso ascendía en una ligera pendiente. Las paredes eran abruptas, interrumpidas por cornisas que formaban salientes. En una de aquellas cornisas, sobre la entrada del desfiladero, algo se movió y salió corriendo para ocultarse tras una piedra de buen tamaño. Brill tuvo la impresión vaga de algo voluminoso y velludo que se desplazaba de un modo que no sugería ni a un hombre ni un animal.
Se apartó lo suficiente como para evitar la cornisa, acercándose cuanto pudo a la pared opuesta. Cuando pasaron a su altura, el caballo protestó y relinchó y luego se calmó mientras se iban alejando. La cosa que aterrorizaba al caballo —fuera lo que fuese— estaba acurrucada arriba, entre las piedras.
Brill se fue interrogando sobre aquel incidente mientras subían por el cañón, hasta que aquel problema fue barrido de su mente por un sonido que le dejó convertido en piedra... ¡el martilleo de unos cascos! Se dio media vuelta, sintiéndose como el lobo que ha caído en una trampa. Surgiendo del desierto y dirigiéndose hacia la entrada del desfiladero, un grupo de jinetes llegaba al galope... diez siluetas achaparradas, vestidas con pieles de lobo. Golpeaban con las fustas sus monturas y esgrimían cimitarras, dominados por una exultación feroz. A pesar de la tormenta de arena, los mongoles habían encontrado su rastro. Al verle, empezaron a lanzar gritos estridentes.
Brill soltó las riendas y se puso al abrigo de una roca, desenfundando su 45. Los jinetes no sacaron los fusiles de los estuches adosados a sus sillas, bajo las rodillas. Sabían que su presa estaba en una trampa; sus ansias de matar con arma blanca dominaron su prudencia.
Brill apoyó el revólver sobre la roca y apuntó cuidadosamente al jinete que llegaba en cabeza. Automáticamente, apreció la distancia, con intención de disparar cuando el hombre llegara a la cornisa. Pero el disparo nunca se produjo.
En el momento en que el mongol pasaba rápidamente bajo la cornisa, un ruido, o el instinto, le hizo mirar hacia arriba. En el acto, su rostro amarillo adquirió un color de ceniza; lanzando un grito, levantó los brazos a toda velocidad. De manera simultánea, algo negro y peludo saltó de la cornisa y se dejó caer sobre el hombre; la cosa le golpeó en el pecho y le arrancó de la silla de montar.
Sus compañeros, que llegaban tras él, lanzaron aullidos de terror y tiraron de las riendas, haciendo que sus monturas se encabritaran. Retumbó un atroz grito de dolor dominando su clamor. Los caballos dieron la vuelta y huyeron corriendo a la desesperada, lanzando estridentes relinchos.
El mongol que había caído del caballo se retorcía en el suelo del cañón, aplastado y cubierto por una forma que parecía una criatura nacida de una pesadilla. Brill la miró con estupor, inmóvil y horrorizado. Era una araña, algo que estaba más allá de los sueños más demenciales en los que aparecieran criaturas arácnidas.
Aquella parecía una tarántula, con un cuerpo carnoso, erizado de pelos hirsutos y con patas negras y arqueadas. Pero era tan grande como un cerdo. Bajo ella, los aullidos del mongol cesaron tras un último gorgoteo; sus miembros crispados se aflojaron y cayeron blandamente.
Los otros hombres del desierto se detuvieron más allá de la entrada del cañón. Uno de ellos tomó su fusil y disparó contra la criatura, pero, evidentemente, sus nervios estaban al límite. La bala se aplastó, inofensiva, en una piedra. Como molesto por el ruido de la detonación, el monstruo se volvió en su dirección. En el acto, lanzando gritos de terror, los mongoles hicieron dar media a sus caballos y huyeron cobardemente hacia el desierto.
Brill les vio alejarse y convertirse en puntos negros en el polvo, y luego se volvió y se asomó con precaución por encima de la roca que le ocultaba. Su caballo, dominado por el miedo, había huido desfiladero arriba. El crepúsculo caía rápidamente; estaba solo en el cañón, junto con aquella monstruosidad peluda, acuclillada, como un ogro negro, sobre el hombre que acababa de matar.
Brill esperaba poder deslizarse furtivamente hacia lo alto del cañón sin ser molestado. Pero, en el mismo instante en que se incorporó y se dejó ver, el monstruo soltó su presa y corrió en su dirección a terrible velocidad.
Transpirando en abundancia, dominado por un terror en estado puro, Brill apuntó su revólver sobre la forma negra y voluminosa que se le acercaba. Apretó el gatillo. El impacto de la bala proyectó a la criatura hacia un lado y la derribó, pero la bestia se incorporó y siguió acercándose. Sus ojos rojos brillaban en el seno de sus pelos negros. El revólver rugió una y otra vez; el eco de las detonaciones repercutió en el estrecho cañón. Finalmente, el monstruo rodó por el suelo, agitando en vano sus patas velludas. Entonces, un siniestro murmullo se elevó por todas partes. Brill se estremeció cuando vio una abominable horda que corría desde el fondo del cañón. Las monstruosas arañas parecían surgir de cada grieta y de cada anfractuosidad del terreno, convergiendo hacia la forma mortalmente herida que se debatía en el suelo. Ninguna era tan enorme como el primer monstruo, pero todas eran lo suficientemente grandes y horribles como para hacer que cualquier hombre dudara de su razón.
Las arañas ignoraron a Brill y se lanzaron sobre su rey mutilado, como los lobos que se arrojan sobre el jefe herido de su manada. El gigante quedó cubierto por una masa palpitante y frenética de cuerpos de colores negro y gris. Brill se dirigió a toda prisa cañón arriba antes de que las bestias terminasen su abominable comida y se fijasen en él.
Se encaminó hacia las montañas porque no se atrevía a descender de nuevo por el desfiladero una vez sobrepasada aquella colina de la muerte viviente; porque solo la muerte esperaba en el desierto sin agua, más allá del cañón; y también porque fue para encontrar aquellas colinas por lo que se aventuró en el desierto del Gobi. Jim Brill estaba buscando a un hombre... a un hombre a quien odiaba más que a nadie en el mundo... y sin embargo, estaba dispuesto a jugarse la vida por aquel hombre.
No fue porque sintiera amistad por Richard Barlow, eminente científico y explorador, lo que llevó a Brill a emprender aquella empresa insensata; tenía sus propias razones, y estas eran suficientes. Reuniendo de los indígenas vagos indicios y alusiones enigmáticas, llegó a la conclusión de que el hombre al que buscaba —si es que seguía con vida— se encontraba en las misteriosas colinas situadas en una región inexplorada en el corazón del desierto del Gobi. Y estaba persuadido de que aquellas colinas eran las que intentaba alcanzar.
Emergió del cañón para avanzar entre un demencial laberinto de acantilados y barrancos. No había vegetación alguna, ni agua. Las crestas se alzaban a su alrededor, siniestras, desoladas y sombrías en el crepúsculo. Pensó en las gigantescas arañas y escuchó atentamente, dispuesto a discernir el rumor furtivo de sus patas peludas. Pero el paisaje se extendía ante él tan desnudo como la Tierra antes de la creación del hombre; la luna se alzó y dio nacimiento a las sombras oscuras de los acantilados almenados. Pronto, su luz le mostró un sendero casi borrado que ascendía hacia las cimas serpenteando de un modo vertiginoso. Aquel sendero, abierto por la mano del hombre, era el signo de una presencia humana en alguna parte de aquellas montañas.
Siguió el sendero; este se retorcía entre los acantilados escarpados que conducían a una hendidura en la muralla rocosa desde la que se podía ver un cuadrado de cielo tachonado de estrellas. Cuando llegó a aquel lugar, se detuvo, casi sin aliento y agotado por el esfuerzo. Luego, lanzó un gruñido de sorpresa. Una pesada cadena estaba tendida a través del desfiladero. Apoyando las manos en la cadena, miró más allá del estrecho pasaje. El sendero seguía una larga pendiente que descendía hacia un valle en el que se veía el reflejo del claro de luna en una extensión de agua, en medio de un bosquecillo de árboles tupidos. Y algo más brillaba entre los árboles... torres y muros, aparentemente de mármol blanco.
Los relatos de los indígenas decían la verdad; había una ciudad en el seno de aquellas colinas. ¿Pero qué clase de hombres vivirían en ella? Mientras aquel pensamiento pasaba por su mente, algo se movió en la sombra proyectada por las colinas. Pudo medio ver furtivamente una alta silueta negra, con una cabeza curiosamente deforme en la que brillaban dos ojos que parecían dos bolas de fuego maléfico. Un grito estrangulado brotó de los labios de Brill. Ningún ser humano había tenido nunca unos ojos como aquellos.
Agarrando con una mano la cadena para tener un punto de apoyo, quiso desenfundar el revólver. En el mismo instante, el universo explotó a su alrededor e inundó el cielo con rojas pavesas que no tardaron en ser devoradas por las tinieblas de la inconsciencia.
Cuando Jim Brill volvió en sí, su primera sensación fue la de que estaba tendido sobre algo suave que se hundía bajo su cuerpo robusto. Ante él, flotaba el dulce y pálido óvalo de un rostro de ojos negros y rasgados. Una voz hablaba en alguna parte, una voz familiar, pero con un acento desconocido; el rostro desapareció. Acto seguido, Jim Brill recuperó por completo el sentido y miró a su alrededor.
Estaba tendido sobre un diván de satén, en una habitación cuyo techo era una cúpula adornada con frisos. Colgaduras de seda, con bordados de dragones de oro, adornaban las paredes; gruesas alfombras cubrían el suelo.
Vio todo esto con una mirada circular, luego toda su atención se concentró en la silueta sentada ante él. Era la silueta de un hombre muy fuerte. Su chocante atavío de seda tornasolada no conseguía disimular la musculatura de su robusto cuerpo. El hombre llevaba un tocado de terciopelo; bajo este, brillaban unos ojos grises y fríos, acordes con la dureza de su rostro tallado a cincel. Fue la mandíbula, que se adelantaba de manera agresiva, la que despertó los recuerdos de Brill.
—¡Barlow!
Se levantó, agarrándose al reborde del diván, y miró al otro con estupor, como si fuera alguien que hubiera resucitado de entre los muertos.
—En efecto, soy yo —dijo el hombre con voz sardónica—. ¡Qué curioso que hayas dado conmigo!
—¡Te buscaba, que el diablo se te lleve! —se resistió Brill.
Sí, era Barlow, sin ninguna duda, con aquella facultad tan suya de poner los nervios de Brill a flor de piel.
—¿Me buscabas? —La sorpresa que expresaba la voz de Barlow no era fingida.
—Oh, no por amistad hacia ti —masculló Brill—. No habría perdido el sueño por tu causa.
—Entonces, ¿por qué?
—Gran Dios, ¿no lo adivinas? —exclamó Brill, irritado—. Gloria...
—¡Ah! —La expresión de Barlow era extraña, como si acabara de recordar algo que había olvidado totalmente—. ¿Así que has venido por mi mujer?
—Naturalmente. Ella ha esperado cuatro años. Nadie sabía si estabas vivo o muerto. Partiste a Mongolia y allí, literalmente, te evaporaste. No hubo noticias tuyas. Gloria acudió en mi busca porque era el único a quien podía dirigirse. Financió la expedición y... ¡aquí estoy!
—Y muy poco contento por haberme encontrado con vida —se burló Barlow.
Brill se contentó con emitir un gruñido; era demasiado directo para responder con alguna hipocresía.
—¿Qué me ha pasado? —preguntó—. ¿Qué era aquella criatura demoníaca que pude medio ver antes de perder el conocimiento?
—Solamente uno de mis servidores, ataviado con una túnica y un capuchón en el que se habían pintado unos ojos fosforescentes. Una pequeña astucia para impresionar a nuestros vecinos supersticiosos, los mongoles. Ese servidor fiel te dejó sin sentido haciendo lo que yo mismo le enseñé a hacer. Es uno de los guardianes del paso. Bajó una palanca e hizo pasar una corriente eléctrica por la cadena en la que te apoyabas. Si no hubiera visto que eras un hombre blanco, ahora estarías muerto.
Brill se miró la mano. Como no sabía nada acerca de la electricidad, se imaginaba vagamente que una corriente eléctrica capaz de hacerle perder el conocimiento también tendría que haberle quemado la mano.
—No hay quemaduras —le aseguró Barlow—. Habrás visto hombres muertos por el rayo sin haber recibido quemaduras de ningún tipo, ¿o me equivoco? El principio es el mismo. Puedo controlar la electricidad tan fácilmente como escribo mi nombre. Sé más en ese terreno que cualquier otro hombre del mundo.
—Tan modesto como de costumbre —rezongó Brill.
Barlow sonrió indulgente y despectivamente. Había cambiado sutilmente en aquellos cuatro años. Daba muestras de mayor aplomo; un aire de una superioridad más acentuada emanaba de su persona. Y había una vaga diferencia en su rostro... en el color de su tez o en la forma de sus ojos... Brill no conseguía definirlo con precisión, pero allí estaba, en alguna parte. Y, en ciertos momentos, su voz tenía unos acentos desconocidos.
—A propósito, ¿qué es este agujero?
Brill, con su camisa, sus pantalones de montar y sus botas manchadas de polvo, contrastaba claramente con la habitación de exótica decoración y con el hombre vestido con sederías finamente bordadas. Brill era tan alto y robusto como Barlow; era un hombre de hombros cuadrados, torso poderoso y brazos musculosos, dotado de una fuerza y un empuje que le hacían tan ligero y peligroso como una enorme fiera.
—Es la ciudad de Khor —declaró Barlow, como si aquello lo explicara todo.
—Khor es un mito —gruñó Brill—. He oído a los mongoles hacer mil cábalas sobre las mentiras que se dicen sobre ella...
Barlow sonrió fríamente.
—Estás en la posición de un hombre que tiene un camello ante los ojos y se niega a admitir su existencia. Khor existe y tú te encuentras ahora mismo en una de las estancias de su palacio real.
—Entonces, ¿dónde está el rey? —preguntó Brill con un tono sarcástico.
Barlow inclinó la cabeza con falsa modestia y luego juntó las manos sobre su seno y miró a Brill. Sus ojos brillaban entre sus párpados medio cerrados. Brill sintió una vaga inquietud que crecía en su interior. Había algo anormal en el aspecto de aquel hombre.
—¿Quieres decir que eres el jefe de esta ciudad? —preguntó con incredulidad.
—Y de este valle. Oh, no fue difícil. Esta gente es muy supersticiosa. Traje conmigo un verdadero laboratorio a lomos de los camellos. Mis herramientas eléctricas les convencieron por sí solas de que yo era un poderoso mago. He sido el poder a la sombra del trono de su rey, el viejo Khitai Khan, hasta que este encontró la muerte en el curso de una incursión mongola. Entonces, ocupé su puesto sin el menor problema; no tenía herederos. No soy solamente el gran brujo de Khor; también soy Ak Khan, el Rey Blanco.
—¿Y esta gente?
—Una raza mestiza, mongola y turca en su origen con algún rastro de sangre china. ¿Has oído hablar de Genghis Khan?
—¿Quién no ha oído hablar de él? —dijo Brill, seco.
—Bien, como sabes, conquistó la mayor parte de Asia a principios del siglo XIII. Destruyó numerosas ciudades, pero también hizo construir algunas. Esta era su ciudad de placer. Fue alzada por arquitectos persas de gran talento. La pobló con eslavos, tanto hombres como mujeres. Cuando murió, el mundo olvidó la existencia de Khor, situada en estas montañas aisladas. Los descendientes de aquellos esclavos han vivido aquí desde entonces, bajo la autoridad de sus propios khans, cultivando este valle para cubrir sus necesidades, haciendo trueques con los mercaderes mongoles que se atrevían a aventurarse por estas colinas.
Dio una palmada con ambas manos.
—Pero, me olvidaba... ¡debes estar hambriento!
Los ojos de Brill se entornaron cuando una silueta esbelta, vestida con sedas, se deslizó suavemente en la habitación.
—Así que no era un sueño —murmuró.
—¡Claro que no! —dijo Barlow, echándose a reír—. Los mongoles la raptaron en un ataque a una caravana china, y luego me la vendieron. Su nombre es Lala Tzu.
Las mujeres chinas no tenían atractivo para Brill, pero aquella joven era incuestionablemente bella. Sus ojos almendrados brillaban con un fuego suave, sus facciones estaban cinceladas delicadamente y su cuerpo grácil era una maravilla de gracia y ligereza.
«Una bailarina», decidió Brill al tiempo que se lanzaba vorazmente sobre el alimento y el vino que la joven dispuso ante él. Con el rabillo del ojo la vio pasar un brazo delicado sobre el hombro de Barlow y susurrarle al oído tiernas palabras. El hombre la apartó con un gesto de impaciencia e hizo un gesto para que saliera de la habitación. Los finos hombros de la joven se encogieron, como si la hubieran reprendido por algo, mientras obedecía.
—¿Te gustaría ver la ciudad? —preguntó bruscamente Barlow.
Brill se levantó con una mueca de desagrado, como queriendo decir que la pregunta era totalmente inútil.
Al tiempo que dejaban la habitación, comprendió que había estado inconsciente bastantes horas. Fuera ya era totalmente de día. Barlow le condujo a través de una sucesión de corredores antes de salir a un pequeño patio a cielo abierto. El patio estaba rodeado en tres de sus lados por galerías que conducían al palacio y, en el cuarto de sus lados, por un muro bajo. Brill miró por encima del muro y contempló la ciudad que se extendía a sus pies, en cuyo centro se encontraba el palacio, situado sobre una colina poco elevada. Se parecía a tantas otras ciudades orientales, con plazas, mercados a cielo abierto, tenderetes en los que ofrecían mercancías diversas, y casas de techos con terrazas. La principal diferencia residía en una limpieza poco frecuente y en el lujo de las construcciones. Las casas eran de mármol y no de adobe; las calles estaban pavimentadas con el mismo material.
—Hay canteras de mármol en las colinas —gruñó Barlow, como si leyera los pensamientos de Brill—. Les he acostumbrado a limpiar la ciudad desde que me convertí en su khan. No quería que se propagasen las epidemias, ni vivir rodeado de inmundicias.
Brill tenía una buena vista del valle. Este estaba rodeado por una serie de acantilados cortados a pico. Salvo por el paso por el que había sido transportado, hacia el que conducía algo parecido a una rampa natural, no había brecha alguna en aquellas macizas murallas. Un río corría por el valle; la vegetación que cubría sus orillas era una vista reconfortante tras la árida monotonía del desierto de más allá. Vergeles, con pequeñas cabañas, cuadriculaban el valle; cordero y otro tipo de ganado pacían en la hierba hasta las murallas de la ciudad. Esta no era muy extensa, a pesar de lo numeroso de su población.
Los habitantes iban y venían con indolencia por las calles. Vestidos con sederías, tenían la piel amarillenta; sus rostros eran redondos y lisos; sus ojos, rasgados y soñadores. Para Brill, parecían los supervivientes de alguna raza extinguida que hubieran cumplido con su destino y esperasen la muerte con indiferencia.
Los servidores de Barlow pertenecían a otra raza... eran hombres de cuerpos secos y nervudos, con la piel morena, originarios de Tonkín. Hablaban raramente, pero parecían tan vivos y peligrosos como felinos. Barlow le dijo que los llevó consigo a Khor.
—Supongo que te preguntarás por qué razón vine aquí, ¿no es cierto? —observó el científico—. Bueno, supongo que sería porque me sentía constreñido en América. Aquellos imbéciles, con sus anticuadas leyes, interferían constantemente en mis trabajos. Oí hablar de este lugar, y me pareció el sitio ideal para continuar con mis investigaciones. Y así fue el caso. He ido más allá de los sueños más demenciales de los sabios occidentales. Aquí no hay nadie que contradiga mis deseos. Aquí, la vida humana no significa nada; la voluntad del soberano es todopoderosa.
Brill arrugó el ceño ante el significado de aquellas palabras.
—¿Quieres decir que haces tus experimentos con cobayas humanas?
—¿Por qué no? Mis servidores viven únicamente para ejecutar mis órdenes, y los habitantes de Khor me consideran como el gran sacerdote de Erlik, el dios al que veneran desde tiempos inmemoriales. Los sujetos que les pido para mis experimentos no son más que ofrendas para su dios según su modo de pensar. Los sacrifico en nombre de la ciencia.
—¡En nombre del Diablo! —rugió Brill, revuelto—. ¡No me cuentes tonterías! A ti te da igual el progreso de la Humanidad. Desde siempre solo has pensado en una única cosa... en tus ambiciones.
Barlow, sin rencor, soltó una carcajada.
—En todo caso, mi voluntad es la única ley que cuenta en Khor... un hecho que harías bien en no olvidar. Si de vez en cuando alguno de los palurdos que empleo en mis experimentos pierde desafortunadamente la vida, también les protejo. Antes de mi llegada padecían las incursiones de los mongoles. Este paso es la única vía de acceso al valle; sin embargo, incluso así, los bandidos consiguieron muchas veces abrirse camino entre las filas de defensores para devastar todo lo que se encontraba dentro de los muros de la ciudad. Tarde o temprano, habrían acabado por destruirla.
»Condené el acceso al paso por medio de la cadena electrificada, y he imaginado otros dispositivos que han atemorizado tanto a los mongoles que ahora apenas se aventuran por las colinas. Por ejemplo, tengo una máquina en una de las cúpulas de este mismo palacio por la que cualquier potencia occidental pagaría una fortuna si descubriera su existencia...
—Esas arañas monstruosas... —empezó Brill.
—¡De nuevo, son cosa mía! En su origen, eran minúsculas criaturas que vivían en grutas, en el seno de las colinas. Me serví de mis descubrimientos científicos para hacer de ellas monstruos carnívoros. Excelentes perros guardianes. Los mongoles las temen de un modo desproporcionado, si se considera su verdadera capacidad de destrucción. Haber conseguido esa mutación es un triunfo, pero he ido más allá en la infatigable consecución de mis investigaciones. Ahora exploro el más profundo de los misterios.
—¿Es decir...?
—El cerebro humano; el ego, la mente, el alma, llámalo como quieras. Lo que contiene la esencia primordial de la vida. Durante mucho tiempo, los hombres han buscado a tientas, aventurándose como magos en el terreno de lo que llaman lo oculto. Era tiempo de acercarse a ese misterio de un modo científico. Es lo que he hecho.
—Bueno, escúchame —le interrumpió brutalmente Brill—. He hecho todo este viaje para encontrarte, pensando en que serías prisionero de alguna tribu de montañeses. Ahora descubro que eres el jefe de la tribu y que viniste hasta aquí por tu propia voluntad. Al menos podrías haberle mandado a Gloria noticias tuyas.
—¿De qué modo? —preguntó Barlow—. Ninguno de mis servidores habría podido atravesar el desierto y seguir con vida, y no podía fiarme de algún mercader mongol para que me llevase las cartas al mundo exterior. De todos modos, cuando un hombre se consagra a un trabajo que es el objetivo de su vida, no tiene tiempo para preocuparse por una mujer.
—Ni siquiera por su esposa, ¿verdad? —se burló Brill, con un resentimiento que crecía por minutos—. Perfecto, ahora que te he encontrado, me gustaría saber una cosa: ¿volverás a América conmigo?
—Claro que no.
—¿Y qué le diré a Gloria?
—Dile lo que quieras; ya encontrarás cualquier pretexto.
Los puños de Brill se crisparon. La actitud de aquel hombre era intolerable. Pero antes de que pudiera pronunciar la cortante respuesta que se estaba formando en sus labios, Barlow declaró:
—Te enseñaré mi último descubrimiento triunfal. Sin duda no lo comprenderás, e incluso te negarás a creerlo. Pero es algo muy importante para mí; debo hablar de ello con alguien, mostrárselo a un hombre blanco... incluso a ti.
Al tiempo que Barlow daba media vuelta y le precedía por los corredores, Brill pudo ver una mano delicada que apartaba una colgadura; el rostro de Lala Tzu apareció entre los pliegues de terciopelo oscuro. Su mirada se posó con amor sobre Barlow y luego se endureció y ardió de cólera cuando miró fijamente a Brill. Evidentemente, la joven estaba irritada por su presencia. Sin duda, comprendía el inglés; había escuchado su conversación, lo suficiente para temer que Brill se llevará consigo a su amo al volver a América.
Barlow se detuvo ante una puerta de teca barnizada, abovedada, en la que se retorcía un dragón de oro. Una llave antigua giró en una cerradura también muy antigua. Barlow precedió a Brill al interior de la habitación.
Estaba rematada por un domo en el que se veían incrustaciones de oro y marfil. No había ningún tapiz colgando de las paredes de una extraña piedra verdosa que brillaba suavemente. El suelo era del mismo material. La habitación no tenía ventanas; la cúpula estaba hábilmente taladrada con numerosos orificios que permitían que la luz del sol pasase por ellos e iluminase el interior. El único mobiliario era un diván de satén.
—Esta era la sala de meditación del gran khan, Genghis —dijo Barlow—. Cuando vivía, era el único que entraba en ella; tras su muerte, nadie volvió a franquear su umbral hasta mi llegada a Khor. Se sentaba aquí y se sumergía en los sueños inducidos por el vino, el opio y el bhang. Aquí fue donde tuve por primera vez la idea de mi gran proyecto.
»Cada cosa deja su huella en el decorado que la rodea, imágenes, sonidos, incluso el pensamiento, porque el pensamiento es una fuerza tangible, invisible solamente porque se sitúa en una esfera distinta a la de la sustancia visible. Cuando un hombre vive en una habitación, deja la huella de su personalidad en la misma tan claramente como sus pies dejan sus huellas en la arena o el barro. Madera, acero, piedra, todos esos materiales son, de hecho, otros tantos potenciales aparatos cinematográficos y fonógrafos que registran de un modo imperecedero las imágenes y los sonidos de las escenas que se desarrollan en sus cercanías. Pero, en el caso del hombre que se encontrase en esta habitación, si otras personas iban y venían por ella, dejarían igualmente su huella; y todas esas huellas diferentes se superpondrían, se mezclarían las unas con las otras y se confundirían de un modo irremediable.
»Naturalmente, algunas sustancias conservan esas "impresiones" durante más tiempo y más claramente que otras, lo mismo que el lodo conserva una huella de pasos de una manera más definida que la piedra. Estas paredes poseen esa cualidad a un nivel fenomenal. No se encuentra ninguna otra piedra así en todo el mundo. Creo que proviene de un aerolito que se estrelló en este valle hace ya mucho tiempo; fue tallado y utilizado por los constructores de Khor para hacer esta sala.
»Estas paredes han conservado las impresiones mentales de Genghis Khan, y no habido otras que las recubrieran, excepto las mías, pero son algo desdeñable. Contienen, impresos de un modo indeleble, los pensamientos, los sueños y las ideas que constituyeron la personalidad del gran conquistador. Imagínate que estas paredes son como una película cinematográfica. ¡En ellas puedo ver las imágenes registradas de un modo invisible!
Bill emitió un gruñido despectivo.
—¿Y cómo? ¿Agitando una varita mágica?
—Mediante un procedimiento que no podría hacerte comprender, lo mismo que no podría enseñarle a un salvaje del Congo lo que es la televisión —respondió Barlow, imperturbable—. Te diré solo una cosa, e incluso tú deberías ser capaz de comprenderla: solo un neófito necesita aparatos mecánicos para ejecutar experimentos psíquicos. Un maestro puede abstenerse de usar ayudas artificiales. Como un atleta que no necesita muletas, por poner un ejemplo concreto al alcance de tu mente interior.
»He desarrollado mi energía psíquica... empleo este término a falta de otro más explícito. Esta energía es la verdadera fuerza de la vida; el mismo cerebro no es más que una de sus emanaciones, una máquina por medio de la cual actúa. No necesita aparatos mecánicos. Estos son simples canales que la permiten liberarse. He descubierto el modo de liberar naturalmente esa formidable energía.
»Reconozco de buen grado que el experimento que voy a realizar es posible gracias a una extraña serie de circunstancias, a fin de cuentas, de la propiedad sorprendente de estas paredes. En este planeta, algunas personas son médiums; aquí se encuentra una sustancia inanimada que, sin ninguna duda, tiene un poder mediúmnico.
—Pero un pensamiento abstracto...
—¿Qué es una persona sino una forma material que contiene miríadas de abstracciones? El universo es una cadena gigantesca en la que cada eslabón está soldado de un modo inseparable con el eslabón adyacente. Algunos de esos eslabones los conocemos gracias a nuestros sentidos externos; de otros, sabemos de ellos únicamente por mediación de nuestros poderes mentales y ello es posible, únicamente, cuando esos poderes están particularmente desarrollados. Me imagino un eslabón invisible bajo una forma reconocible por nuestras facultades externas.
»Es un simple asunto de transmutación, de reducción a principios básicos. Los pensamientos se relacionan finalmente con las cosas materiales. Emanaciones del pensamiento que dejan sus impresiones en las cosas materiales, y las cosas son transmutables en formas reconocibles por nuestros sentidos externos. ¡Mira!
Barlow ocupó el diván y, apretando los codos sobre las rodillas, con el mentón entre las manos, miró de un modo hipnótico la pared opuesta a él. Una singular transformación se produjo en la atmósfera de la habitación; la luz se atenuó hasta convertirse en un gris crepuscular. El mismo tono de las paredes verdosas se modificó y fue atravesado por diversos matices, como nubes que pasasen por un cielo sombrío. Brill lanzó inquietas miradas a su alrededor. Veía solamente las paredes desnudas y cambiantes, la cúpula gris y vaga por encima de ellos, y aquella silueta enigmática, sentada en el diván, tan inmóvil como una estatua.
Miró de nuevo las paredes. Las atravesaban sombras que se deslizaban formando un cortejo sin fin; informes, nebulosas, pasaban rápidamente y se desvanecían. En algunos momentos, una tenue distorsión de la luz las daba la apariencia de formas humanas contrahechas. Todas convergían en el lugar en el que se fijaba la mirada hipnótica de Barlow. En aquel punto preciso, la sustancia verde empezó a brillar, a hacerse más profunda, a tomar el aspecto de algo translúcido. En sus profundidades se produjo un movimiento y una agitación, se creó una masa confusa de formas vagamente humanas. Cuando las sombras empezaron a deslizarse hacia aquel punto, la amalgama caótica adquirió unos contornos más distintos. Brill sofocó una exclamación. Era como si contemplase un lago verdoso; en sus profundidades pudo ver de un modo brumoso una silueta humana, un gigante macizo vestido con sederías. Los contornos de sus vestiduras y del cuerpo eran imprecisos, pero el rostro iba apareciendo cada vez más claramente bajo un bonete de terciopelo. Era un rostro cejijunto, impasible, de ojos grises y rasgados; unos poderosos bigotes adornaban sus labios anchos y delgados. Era...
A Brill, a su pesar, se le escapó un grito. Se levantó de un salto, temblando como una hoja. La imagen se desvaneció brutalmente. Las sombras se borraron, desaparecieron de la superficie lisa y verde de las paredes. Barlow le observaba crítico.
—¿Y bien? —quiso saber el sabio.
—¡Es una superchería! —exclamó secamente Brill—. Has ocultado un aparato de proyección en alguna parte. He visto el rostro de Genghis Khan en algunas monedas chinas antiguas, lo mismo que tú. Un truco como este no ha debido costarte mucho trabajo.
Al tiempo que pronunciaba estas palabras, fue desagradablemente consciente del sudor helado que cubría su cuerpo.
—No esperaba que te lo creyeras —replicó Barlow, sentado como un Buda vestido con sederías.
En la luz tenue, el desagradable cambio que se había operado en sus facciones era más perceptible. Era casi como una deformidad; sin embargo, Brill no conseguía darle un nombre a aquella transformación.
—Lo que creas, importa poco —continuó Barlow con voz tranquila—. Yo sé que esa silueta era Genghis Khan. No, no era un fantasma, un espectro resucitado de entre los muertos. Era la suma de sus pensamientos, de sus sueños y de sus recuerdos; estos, una vez reunidos, forman un todo tan real como el hombre que fue realmente. Es el hombre; en efecto, ¿qué es un hombre sino la suma de sus sentimientos, emociones, sensaciones y pensamientos? El cuerpo de Genghis Khan regresó al polvo hace siglos, pero las partes inmortales de su ser han dormitado entre estos muros. Cuando se materializan en un plano visible, toman, naturalmente, el aspecto del hombre físico del que emanan.
»He permanecido sentado durante horas en esta habitación; he visto al gran khan de una forma cada vez más precisa, hasta que las paredes, la habitación y el tiempo parecieron desaparecer, hasta que él y mi propio espíritu se convirtieron en lo que podrían ser las únicas realidades del universo... ¡hasta que parece penetrar en mi ego y ser uno solo conmigo! He comprendido sus sueños, sus conceptos, el secreto de su poder.
»A todos los grandes conquistadores —César, Alejandro, Napoleón, Genghis Khan— la naturaleza les ha dotado con poderes que no tienen los demás hombres. ¡Y yo estoy adquiriendo ese genio increíble que permitió que Genghis Khan, que había nacido en una tienda de cuero de caballo en el seno de una tribu nómada, pudiera vencer ejércitos, deponer reyes, destruir ciudades y aniquilar imperios!
En su excitación máxima, se había levantado. Se dirigió a grandes pasos hacia el pasillo, cerrando la puerta barnizada a sus espaldas.
—¿Y ahora? —le preguntó Brill que, naturalmente, le había seguido.
—¡Yo mismo me convertiré en un conquistador! Mi ego ha absorbido todas las impresiones dejadas por el suyo. ¡Seré emperador de Asia!
—¡Tonterías! —exclamó Brill, irritado—. Ya me he cansado de escuchar todas estas quimeras. Todo lo que quiero saber es si estás dispuesto a volver conmigo a América y regresar al lado de Gloria.
—No, y serás tú quien traiga a Gloria hasta aquí.
—¿Qué? —exclamó Brill.
—Así es. He tomado una decisión. Encajará muy bien en mis proyectos. Vendrá si la hago llegar un mensaje... Gloria es una esposa sumisa.
—¡Y tanto! —gruñó Brill—. De otro modo, ya habría pedido y conseguido el divorcio hace ya mucho tiempo. No es que te ame. Sus padres la obligaron a casarse contigo cuando apenas era una niña, y tú la trataste como si fuera una perra; pero ella tiene un sentido del deber exagerado. Por esa razón me pidió que partiera en tu busca. Gloria y yo nos amamos desde siempre. Esperaba descubrir que habías muerto. Lamento que sigas con vida. Pero no haré que Gloria venga nunca a este valle dejado de la mano de Dios. ¿Y esa joven china, Lala Tzu? Tienes mucha cara...
—¡Silencio! —rugió Barlow imperiosamente—. ¡Le dirás a mi mujer que venga aquí!
—¡Maldito...!
Brill se enfrentó a Barlow con los puños cerrados. Pero, antes de que uno u otro pudieran hacer un gesto, una silueta esbelta apareció por detrás de una colgadura y se precipitó sobre ellos. Era Lala Tzu; sus espléndidas facciones estaban retorcidas por la ira.
—¡Lo he oído todo! —le gritó a Barlow con voz estridente—. ¡No harás que venga ninguna otra mujer! ¡No te desharás de mí por una mujer blanca! ¡La mataré antes de...!
Gesticulando de rabia, Barlow la golpeó salvajemente en el rostro con la mano abierta y gritó algo que Brill no comprendió con una voz gutural y entrecortada. Tres tonkineses, delgados y silenciosos, se deslizaron desde el pasillo, sujetaron a Lala Tzu y se la llevaron. Mientras la joven gritaba y se debatía, cruzaron un paso abovedado, cerrado por una cortina. Poco después sonó un golpe, se escuchó un grito de dolor y luego los sollozos desesperados de la mujer se fueron perdiendo al mismo tiempo que los hombres se la llevaban.
Barlow estaba inmóvil, como la encarnación de la cólera de un emperador oriental. Brill le miró con los ojos entornados, y luego se le erizó el cabello sobre la cabeza, dominado por un terror incrédulo.
—¡Ahora lo sé! —rugió el americano—. ¡Desde el principio observé un cambio en ti! Tu acento... ¡es el acento mongol! Tus ojos están ligeramente rasgados; tu piel tiene un tono cobrizo. Esas impresiones sobre las que has lanzado discursos incoherentes... ¡las has absorbido hasta tal punto que te han transformado! ¡Te han transformado! Demonio de corazón negro... ¡te estás convirtiendo en un mongol!
Una salvaje marea de exultación diabólica hizo brillar el rostro de Barlow.
—¡Sí! —bramó—. Te dije que estaba absorbiendo las emanaciones mentales de Genghis Khan. ¡Y seré Genghis Khanl Su personalidad reemplazará la mía, pues es la más fuerte. Cómo él, conquistaré el mundo. No combatiré contra los mongoles, pues me estoy convirtiendo en uno de ellos. Serán mi pueblo; ¡todos los asiáticos serán mi pueblo! Haré un presente al jefe de los mongoles y me ganaré su amistad. Volverás a América y me traerás a esa idiota con la que me casé en un momento de debilidad. Es muy bella... será mi presente a Togrukh Khan, el jefe mongol...
Lanzando un rugido de furia enloquecida, Brill se lanzó sobre él, cada uno de los músculos de su robusto cuerpo tensándose al verse dominado por su primitivo deseo de golpear, de desgarrar, de destripar. Con un ronco gruñido, el científico aguantó el ataque, y empezó un salvaje cuerpo a cuerpo.
Brill apenas sentía los golpes que llovían sobre su rostro y su cuerpo. En el seno de una roja bruma de furia demencial, obligó a Barlow a retroceder, aplastando sus puños de acero, una y otra vez, contra las odiadas facciones de su enemigo. El científico, proyectado hacia atrás, se golpeó contra una mesa y cayó al suelo entre los restos del mueble. Brill saltó sobre él y hundió los dedos en la garganta de toro de Barlow. Murmullos incoherentes salían gruñendo de los labios de Brill mientras transmitía la fuerza de sus poderosos hombros y de sus musculosos brazos hacia unas manos que apretaban y estrangulaban. La sangre que manaba de la lacerada garganta de Barlow corría sobre los dedos de Brill; la lengua del científico asomaba entre sus labios violáceos; sus ojos se volvían vidriosos.
Unos hombres llegaron corriendo por el pasillo, pero Brill, envuelto por la bruma de su cólera, no escuchó sus gritos, ni sintió las manos que tiraban en vano de sus antebrazos que tenían los músculos tensos como cuerdas. Luego, la culata de un arma se aplastó violentamente contra su cabeza y las luces se apagaron.
Brill volvió en sí con el claro recuerdo de lo que había pasado, y con el feroz deseo de reanudar el combate. Pero estaba atado a una silla, con las muñecas y los tobillos sujetos con cuerdas. La sangre de una herida que tenía en el cuero cabelludo caía sobre sus ojos. Sacudió la cabeza y volvió a ver normalmente. Distinguió entonces a Barlow sentado ante él. Brill sonrió con crueldad al ver las desfiguradas facciones del sabio... ¡sus puñetazos habían sido bastante certeros! Comprendió que la nariz de Barlow estaba rota y que tenía, por lo menos, una costilla fracturada. Su rostro parecía una máscara de carne picada; uno de sus ojos estaba cerrado; el otro brillaba con destellos demoníacos.
—¡Salid! —croó, sofocando la rabia, y los tonkineses impasibles salieron silenciosamente de la habitación.
Retorciendo la cabeza a los lados para poder ver lo que le rodeaba, Brill adivinó que le habían transportado al laboratorio de Barlow. La vasta sala estaba atestada de aparatos científicos de todas clases; enormes tarros de cristal con siniestros restos que Brill se negó a examinar más atentamente. Su mirada se posó de nuevo sobre Barlow... toda razón parecía haberle abandonado.
—Esperabas encontrarme muerto —vociferaba el hombre—. ¡Así podrías haberte ido y casarte con mi mujer! Pues bien, volverás a su lado. ¿Ves esto? ¿El mono disecado? Dentro de una hora, serás algo muy parecido. ¡Ríete ahora, loco ignorante! Hace menos de un mes, este mono era un hombre, tan inteligente y normalmente desarrollado como lo eres tú ahora. He descubierto un procedimiento de degeneración que hace que el ser humano se retrotraiga a la bestia que fue su ancestro. Podría ir incluso más lejos, y hacerle retornar hasta los protozoos que nos engendraron a todos un día remoto.
»Pero te dejaré en el estado de un simio. Este espécimen está muerto, pero tú vivirás... ¡para saltar y chapurrear en un zoo o en un circo! —Su voz se alzó hasta convertirse en un grito penetrante—. Loco, ¿no comprendes lo que te estoy diciendo? ¡Serás una bestia! ¡Un antropoide inmundo, peludo y cubierto de suciedad! Solo entonces te enviaré junto con mi tierna esposa con mis mejores deseos... ¡Aaaah!
Pasó tan deprisa que Brill no vio el movimiento. Desde que entraron en la sala abovedada, les vigilaba oculta tras una colgadura una silueta estilizada y sanguinaria; esta saltó, blandiendo un arco de resplandeciente acero. Escuchó el impacto del golpe, el gruñido de dolor del científico. Luego, Barlow, con su rostro marcado por la muerte, se tambaleó y cayó. Sus manos asomaron de sus anchas mangas de seda y se agitaron espasmódicamente y luego cayeron inertes. Barlow se estremeció, pero sus manos estaban amarillentas y sus facciones y sus uñas no eran las de un hombre blanco. Los rasgos de Barlow, inmovilizados en la muerte, apenas resultaban reconocibles; su aspecto era extraño, monstruoso.
Lala Tzu se mantenía por encima del cuerpo del hombre a quien acababa de matar, apretando una daga en su mano. Con los ojos abiertos de par de par, miraba fijamente a Brill. Este sostuvo su mirada, dominado por un miedo fascinado; aquel joven animal, espléndido y sin alma, probablemente iba a matarle, como acababa de matar al hombre a quien amó. Aquellas bailarinas eran criaturas fantásticas, bellas, inconstantes, crueles y apasionadas. Luego, Brill lanzó un grito instintivo como advertencia. Por encima del hombro de la joven, un rostro amarillo apareció entre los pliegues de la colgadura. Uno de los servidores tonkineses contemplaba con horror el cuerpo de su amo. Lala Tzu gritó y saltó hacia él, blandiendo la daga, pero el rostro desapareció. En el pasillo, fuera de la estancia, retumbó un aullido estridente. Lala Tzu se quedó inmóvil, indecisa.
—¡Corta mis ataduras, muchacha! —rugió Brill tirando de las cuerdas—. ¡Suéltame y te ayudaré!
En un instante, la joven estaba a su lado y cortaba las ataduras. Mirando a toda prisa a su alrededor, buscando algún arma, Brill vio una enorme cimitarra mongola colgada de la pared. Se apropió de ella con un gesto brutal en el mismo momento en que los tonkineses irrumpían en la habitación armados con dagas. Sujetando con las dos manos el arma impresionante, la blandió por encima de la cabeza y luego la hizo oscilar a derecha e izquierda. La hoja, acerada como una navaja, atravesó carne y hueso, cortó la cabeza y el hombro de un hombre amarillo. Otro aulló cuando su brazo voló de su hombro en medio de un surtidor de sangre. Los otros retrocedieron, atemorizados, y luego huyeron gritando de la habitación. Brill les miró mientras huían, dominado por las náuseas al ver la carnicería que había cometido, pero decidido a seguir luchando como un condenado. Lala Tzu le tiró del brazo.
—¡Han ido a buscar armas de fuego! —chilló—. ¡Nos abatirán como si fuéramos perros! No podemos salir del palacio, pero conozco un lugar donde podemos refugiarnos.
La siguió fuera de la habitación y se apresuraron a lo largo de un corredor. A sus espaldas, el palacio estaba en ebullición; en alguna parte, se escuchó un crepitar, como el producido por numerosas detonaciones. Parecía provenir del exterior del palacio, pero el ruido en el interior era tal que Brill no podía estar seguro. Los delicados pies de la joven trotaban sobre las losas de mármol por delante él; luego, alcanzaron una escalera de caracol. La joven empezó a subir sus peldaños sin la menor duda. La escalera subía y giraba hasta alcanzar una elevada cúpula. Cuando Brill llegó arriba, estaba sin aliento. Sus perseguidores les seguían más cerca de lo que había pensado. En el momento en que llegó a lo alto de la escalera, un tonkinés giró aullando el último recodo y ascendió los últimos escalones para lanzarse sobre él con temerario ímpetu. Antes de que el estadounidense pudiera hacer un gesto, el chino le apuntó con un revólver a la cara. La cimitarra se abatió con un rugido; la pólvora chamuscó el rostro de Brill y la cabeza del oriental se quebró como la cáscara de un huevo, partida en dos por la cortante hoja. El impacto del golpe proyectó el cuerpo hacia atrás y esté rodó escaleras abajo... y su visión desmoralizó a los que ya entraban en la escalera y subían a la carga.
Les dispararon, pero las balas se estrellaron en la pared, pues Brill y la joven estaban fuera de alcance, y daban la vuelta al último tramo de escaleras. Los indígenas no se atrevieron a proseguir su asalto para enfrentarse a los terribles golpes de la cimitarra. Mientras esperaba, con el rostro cubierto de sudor, apretando en las manos la larga empuñadura del arma, Brill escuchó un repentino clamor que provenía desde más allá de los muros del palacio. Los que se encontraban a los pies de la escalera lo escucharon igualmente y se callaron. En aquella calma inesperada, Brill pudo oír un concierto de aullidos furiosos, y las detonaciones de numerosos fusiles. Lala Tzu le gritó algo; él se jugó la vida al volverse y mirar en la dirección que la joven señalaba con el dedo.
Se encontraba bajo la bóveda de un alto domo que coronaba el palacio. Sobre una plataforma estaba situado un aparato parecido a un enorme telescopio; su cañón pasaba por algo que podía ser una mirilla. Mirando por una ventanita, cerca de la mirilla, Brill pudo ver las calles de la ciudad por debajo de su posición, los muros y el valle que se extendía más allá. Y comprendió que Khor estaba condenada.
Jinetes que cantaban salvajemente bajaban por la rampa desde el paso; otros más se lanzaban al galope por el valle, incendiando las cabañas y matando al ganado por el único placer de asesinar. Cientos más cruzaban la gran puerta de la ciudad. Sirviéndose de un enorme tronco de árbol a modo de ariete, algunos ya estaban intentando abrir el portón, mientras que otros mantenían un fuego nutrido y criminal diezmando a los defensores que se encontraban en las murallas y que intentaban replicar sus disparos. ¡Los mongoles, finalmente, habían penetrado en el valle a pesar de todos los obstáculos levantados por Barlow!
I
En el palacio, en el extremo inferior de la escalera, un concierto de gritos se elevó de nuevo. Brill volvió rápidamente junto a la escalera, blandiendo la cimitarra. Pero el ataque no se produjo. Una voz estridente gritó algo, expresando una desesperación frenética. Lala Tzu escuchó atentamente y luego se volvió hacia Brill.
—Dicen que los mongoles van a derribar las puertas de la ciudad y que nos degollarán a todos —declaró la muchacha—. Te suplican que los salves. Están convencidos de que tú también eres un mago blanco. Dicen que un mongol ha escalado las colinas y matado al acechador —al guardián del paso— antes de que este tuviera tiempo de bajar la palanca y convertir la cadena en algo infranqueable. Han venido en tan gran número que han hecho huir las arañas. Togrukh Khan se encuentra a su cabeza; él no teme la magia del hombre blanco. Los habitantes de Khor juran que te obedecerán si les salvas de los mongoles.
—¿Y cómo voy a hacerlo? —preguntó Brill, desesperado.
—¡Yo te lo enseñaré! —Le tomó de la mano y le condujo hacia la gran máquina montada en la plataforma—. Él siempre decía que la emplearía si los mongoles invadían el valle y llegaban a la muralla. Mira, esta máquina apunta contra la puerta como si fuera un fusil. Un día me mostró... ¡hay que sujetarla así y apretar el gatillo!
—Diles que antes prometan que no nos harán daño alguno —exigió Brill.
Lala Tzu, con voz fuerte, transmitió la exigencia a los que, aterrados, esperaban más abajo. Como respuesta, llegó un parloteo frenético y el repentino sonido de golpes violentos; luego, una voz lanzó un grito triunfal.
—¿Qué era eso? —preguntó Brill, nervioso.
—Los tonkineses querían matarnos —respondió la joven—. Pero los habitantes de Khor les han masacrado y juran obedecerte. No temas nada. Mantendrán su palabra. ¡Actúa deprisa, la puerta empieza a ceder!
Era cierto. Los desafortunados defensores situados ante el portón se dispersaban huyendo. La puerta voló hecha pedazos y los jinetes se lanzaron a través de la brecha, aullando como lobos al ver ante ellos a sus desamparadas presas. Brill apuntó cuidadosamente a lo largo del gran cañón y apretó el gatillo. Esperaba algo parecido a una detonación, a una violenta explosión acompañada de un movimiento de retroceso del arma. Pero no pasó nada así. Un rayo de luz azulada brotó de la ancha boca del cañón y atravesó el aire, golpeando de lleno en la puerta y en la horda que por ella salía. El resultado fue horrible.
Durante un instante, todo se vio desenfocado e indistinto. Luego, se elevó un grito repulsivo. La puerta estaba obstruida por una masa negruzca de carne desintegrada y huesos ennegrecidos donde, un segundo antes, había un centenar de hombres y caballos. El rayo ni había quemado ni hecho explotar a los asaltantes, sino, en razón de alguna fuerza terrible, había azotado y enviado a la Eternidad a todos cuantos se amontonaban en la puerta, abriendo una ancha brecha en la horda que había más allá. Los supervivientes estaban paralizados, anonadados; luego, lanzando aullidos de desesperación, dieron media vuelta a sus monturas y las espolearon para salir al galope hacia las colinas, camino del paso, como dementes. Brill miraba todo aquello, asqueado y revuelto. Luego, Lala Tzu le tocó en el brazo. Desde abajo llegó un alarido exultante que retumbó en la escalera.
—Los habitantes de Khor te agradecen que les hayas salvado —declaró Lala Tzu—, y te imploran que subas al trono de Ak Khan, a quien has matado.
—¿A quien he matado? —masculló Brill—. ¡Eso es un poco fuerte! Bueno, tú les dirás a los habitantes de Khor que les doy las gracias desde mi corazón, pero que solo deseo unos caballos, víveres y algunos odres llenos de agua. Tengo la intención de dejar este país mientras los mongoles huyen en dirección contraria, y quiero volver a América lo antes posible. ¡Hay alguien esperándome allí!