Una luz vacilante fue lo primero que registraron mis sentidos cuando volví en mí. Parpadeé, sacudí la cabeza y recobré de repente toda la lucidez. Estaba tendido de espaldas, en un pequeño claro rodeado de troncos oscuros y elevados. Los árboles reflejaban la luz incierta proveniente de una antorcha plantada en el suelo, en vertical, cerca de mí. Me dolía la cabeza y el cuero cabelludo lo tenía empapado en sangre; mis manos, apoyadas en el vientre, estaban sujetas por un par de esposas. Tenía la ropa desgarrada y la piel con rasguños, como si me hubieran arrastrado a través de la maleza.
Una enorme forma negra estaba acuclillada por encima de mí... un negro de tamaño medio, pero con un cuerpo poderoso y con unos hombros increíblemente anchos. Estaba vestido únicamente con un pantalón hecho jirones y manchados de lodo... Tope Braxton sujetaba un revólver en cada mano y me apuntaba alternativamente con cada uno de ellos, mirándome a través de los largos cañones. Una de las pistolas era la mía; la otra perteneció al sheriff a quien Braxton le hundió el cráneo.
Permanecí tendido y silencioso, contemplando durante un momento el reflejo de la luz de la antorcha sobre el poderoso torso del negro. Su enorme cuerpo brillaba como si fuera de ébano o de algún bronce mate bajo la luz temblorosa. Se habría dicho que era una forma proveniente de los abismos de donde la humanidad salió arrastrándose hacía eones. Su ferocidad primitiva se expresaba en los nudos protuberantes de los músculos que sobresalían de sus brazos largos y macizos, simiescos, y de sus hombros enormes y caídos; y sobre todo en su cabeza redonda, plantada sobre un cuello tan grueso como una columna, inclinada hacia delante. La nariz aplastada, los ojos fuliginosos, los labios carnosos que se encogían sobre unos labios semejantes a colmillos... todo proclamaba la relación de aquel hombre con los tiempos primitivos.
—¿En qué momento entraste en esta pesadilla? —pregunté.
Descubrió los dientes con una mueca de mono.
—Pensaba que no tardarías en recuperarte, Kirby Garfield —silabeó—. Quería que recuperases el conocimiento antes de matarte... quería que supieras quién te había matado. Luego volveré para ver cómo el señó Grimm mata al viejo y a la joven.
—¿Qué quieres decir, demonio negro? —dije con voz enronquecida—. ¿Grimm? ¿Qué sabes tú de Grimm?
—Le encontré en los bosques después de que matara a Jim Tike. Escuché un disparo y acudí con una antorcha para ver quién había disparado... pensé que podía ser alguien que me anduviera buscando. Así es como conocí al señó Grimm.
—Entonces, es a ti a quien vi con la antorcha —mascullé.
—El señó Grimm es un hombre astuto. Dijo que si le ayudaba a matar a ciertas personas, él me ayudaría a huir. Arrojó una bomba dentro de la cabaña; esa bomba no mata a las personas, las paraliza, eso es todo. Yo andaba vigilando la pista y te golpeé cuando diste la vuelta. Ese hombre, Ashley, no estaba completamente paralizado. El señó Grimm le atrapó y le arrancó la garganta, como hizo con Jim Tike.
—¿Qué quieres decir con eso de que le «arrancó» la garganta? —le pregunté.
—El señó Grimm no es un ser humano. Se mantiene erguido y anda como un hombre, pero es en parte un perro, o un lobo.
—¿Quieres decir un hombre lobo? —quise saber, con el cabello erizado.
Sonrió.
—Sí, eso es. Antes los había. —Luego, su humor cambió bruscamente—. Pero ya he hablado bastante. ¡Ahora te saltaré los sesos!
Sus gruesos labios se inmovilizaron en una sonrisa sin alegría —la mueca del asesino— y apuntó sobre mí el cañón del revólver que sujetaba con la mano derecha. Todo mi cuerpo se tensó mientras yo buscaba desesperadamente una vía de escape, un medio de salvar la vida. Mis piernas no estaban atadas, pero las esposas atenazaban mis manos; un solo movimiento por mi parte tendría un resultado inmediato... de plomo ardiendo que haría explotar mi cerebro. En mi desesperación, sondeé las profundidades del folclore negro, buscando una superstición casi olvidada.
—Estas esposas pertenecieron a Joe Sorley, ¿no es verdad? —pregunté.
—Jo, jo —sonrió, sin dejar de apuntarme con el revólver—. Se las quité, lo mismo que el revólver, tras haberle dejado el cráneo convertido en papilla con la reja de una ventana. Creí que podría necesitarlas.
—Pues bien —declaré—, si me matas mientras las llevo en las muñecas, ¡quedarás condenado por toda la eternidad! ¿No sabes que si matas a un hombre que lleva encima una cruz, su fantasma te perseguirá por siempre jamás?
Bajó el arma a toda prisa, y su mueca fue reemplazada por un gruñido.
—¿Qué quieres decir, hombre blanco?
—Solo lo que he dicho. Hay una cruz grabada en el interior de una de las esposas. La he visto mil veces. Venga, dispara y te acecharé hasta el infierno.
—¿Cuál de las dos esposas? —gruñó, levantando la culata de uno de los revólveres con gesto amenazador.
—A ti te toca descubrirlo —me burlé—. Bueno, ¿a qué esperas para disparar? Espero que hayas dormido bien los últimos días, porque procuraré que no vuelvas a dormir. Por la noche, entre los árboles, verás mi rostro acechándote. Escucharás mi voz en el viento que gime entre las ramas de los cipreses. Cuando cierres los ojos en la oscuridad, sentirás mis dedos en la garganta.
—¡Cállate! —rugió, blandiendo los revólveres. Su piel negra tenía un color de ceniza.
—¡Hazme callar... si te atreves! —Hice un esfuerzo para incorporarme y sentarme, y luego caí hacia atrás maldiciendo—. ¡Maldito seas, tengo la pierna rota!
Al oír aquellas palabras el color ceniciento desapareció de su piel; una luz maligna surgió en sus ojos inyectados en sangre.
—¡Así que tienes la pierna rota! —Una mueca bestial dejó al descubierto sus colmillos—. Ya me parecía que habías caído bastante brutalmente, y por eso te arrastré una buena distancia.
Dejando en el suelo los dos revólveres, lejos de mi alcance, se levantó y se inclinó sobre mí, sacando una llave del bolsillo del pantalón. Tenía razones para ser confiado: ¿acaso no estaba yo desarmado y con una pierna rota? Las esposas resultaban inútiles. Inclinándose sobre mí, hizo girar la llave en las anticuadas esposas y me las quitó rápidamente. Como dos serpientes que golpeasen a la vez, mis manos se extendieron hacia su negra garganta, apretaron ferozmente y le atrajeron al suelo, hacia mí.
* * *
Ya me me había preguntado antes cuál sería el resultado de un combate entre Tope Braxton y yo. Los negros son, por lo general, adversarios terribles. Pero en aquel momento yo sentía que crecía en mí una alegría feroz y que me invadía una satisfacción siniestra: la cuestión de saber quién era el más fuerte se iba a solucionar de una vez por todas, con la vida para el ganador y la muerte para el perdedor.
Mientras yo le sujetaba brutalmente, Braxton comprendió que le había engañado al obligarle a que me soltase... ¡y que yo no estaba más dañado que él! En el acto se convirtió en un huracán de ferocidad que habría desmembrado a un hombre menos fuerte que yo. Rodamos sobre las agujas de los pinos, soldados el uno al otro, golpeando, lacerando y desgarrando.
Si yo estuviera escribiendo una historia novelesca y refinada, contaría ciertamente cómo dominé a Tope Braxton aliando una mayor inteligencia en el arte del boxeo y una mejor técnica frente a su fuerza bestial. Pero debo mantenerme fiel a los hechos en esta crónica.
La inteligencia tuvo un papel menor en aquella batalla. No me ayudó más de lo que le haya ayudado a cualquier hombre que se haya enfrentado a un gorila. En cuanto al noble arte, Tope Braxton habría arrancado miembro tras miembro de cualquier boxeador o luchador medio. La técnica por sí sola no habría podido resistir su cegadora rapidez, la ferocidad del tigre y la energía increíble contenidas en los terribles músculos de Tope Braxton.
Era como si combatiera con una fiera, y me enfrentaba a ella en su propio terreno. Luchaba con Tope Braxton como luchan los hombres del río, como luchan los salvajes, como luchan los gorilas. Pecho contra pecho, músculos en tensión contra músculos en tensión, puño de acero aplastándose contra un cráneo duro como la roca, rodilla hundiéndose en la ingle, dientes desgarrando la piel nervuda, así luchamos, intentando arrancar un ojo, lacerar, masacrar. Ambos habíamos olvidado los revólveres tirados en el suelo; debimos rodar sobre ellos más de una docena de veces. Cada uno de nosotros era consciente de un único deseo... la necesidad ciega y escarlata de matar con las manos desnudas, de desgarrar y desmembrar, de reducir a pulpa y pisotear hasta que el otro no fuera más que una masa inerte de carne ensangrentada y huesos rotos.
Ignoro cuánto tiempo luchamos de este modo. El tiempo se convirtió en una eternidad con estrías de sangre. Los dedos de Braxton eran como garras de acero que laceraran la carne y machacaran los huesos que había bajo ella. Mi cabeza se golpeó innumerables veces contra el duro suelo y me sentía dominado por ataques de vértigo; un vivo dolor en el costado me decía que tenía, por lo menos, una costilla rota. Todo mi cuerpo ardía y me hacía sufrir; el dolor de las articulaciones y los músculos machacados me torturaban. Mi ropa estaba hecha jirones empapados en sangre proveniente de una oreja arrancada que me colgaba sobre la mejilla. ¡Y aunque yo estaba recibiendo una buena lección, también la estaba dando!
La antorcha cayó y se fue hacia un lado, pero seguía chisporroteando y difundiendo humo, esparciendo una luz malsana sobre aquella escena de salvajismo primitivo. Su luz no era tan roja como el deseo homicida que velaba mis ojos.
En el seno de una bruma roja percibí los dientes blancos de Braxton que brillaban en una mueca de doloroso esfuerzo; sus ojos giraban locamente en el centro de una máscara ensangrentada. Yo había martilleado su cara con el puño hasta tal punto que ya no parecía humana; desde los ojos hasta la cintura, su negra piel estaba teñida de escarlata. El sudor convertía nuestros cuerpos en venenosos; nuestros dedos resbalaban cuando intentábamos agarrarnos. Me contorsioné y conseguí librarme en parte de su presa criminal. Tensé todos los músculos del cuerpo y golpeé... mi puño se aplastó como un mazo contra su mandíbula. Sonó el crujido de un hueso, un gemido involuntario; brotó sangre y la mandíbula rota cayó. Una espuma sanguinolenta cubrió los labios colgantes. Entonces, por primera vez, aquellos dedos que me desgarraron se debilitaron. Sentí que el gran cuerpo que se tensaba contra el mío cedía y se derrumbaba. Un sollozo de bestia salvaje, expresando una ferocidad satisfecha, se escapó de mis labios aplastados y mis dedos, por fin, dieron con su garganta.
Cayó de espaldas, conmigo encima de su pecho. Sus manos agitaron el aire y me arañaron las muñecas, cada vez más débilmente. Y le estrangulé, lentamente, sin utilizar ninguna presa de jiu-jitsu o de lucha, sino con la ayuda de una fuerza brutal. Eché su cabeza hacia atrás, forzándola cada vez más, hasta que el grueso cuello cedió y se rompió como una rama podrida.
En la ebriedad de la batalla no me di cuenta de que ya estaba muerto, ni comprendí que era la muerte la que finalmente había hecho fundirse los nervios de acero del cuerpo inmovilizado bajo el mío. Me levanté titubeando, anonadado, y pisoteé su cabeza y su pecho hasta que los huesos cedieron bajo mi planta. Fue solamente entonces cuando me di cuenta de que Tope Braxton estaba muerto.
A punto estuve de caerme desmayado allí mismo si no me hubiera dado cuenta de alguna manera vertiginosa de que mi trabajo aún no había terminado. Busqué a tientas y encontré los revólveres, y luego me alejé con pasos inciertos bajo los pinos, en dirección a donde mi instinto me decía que estaba la cabaña de Richard Brent. Mientras andaba, fui recuperando las fuerzas cada vez más deprisa.
Tope no me había llevado muy lejos. Siguiendo sus instintos de bestia salvaje, se había contentado con apartarme del sendero, hacia donde eran más densos los matorrales. En pocos pasos llegué al camino. De nuevo vi la luz de la cabaña brillando entre los pinos. Así que Braxton no me había mentido en cuanto a la naturaleza de la bomba. Al menos, la explosión silenciosa no había destruido la cabaña, porque se alzaba como la vi por última vez, aparentemente intacta. La luz salía, como antes, de las ventanas cerradas con postigos. Pero del interior de la cabaña llegó hasta mí una risa aguda, inhumana, que me heló la sangre en las venas. Era la misma risa que se burló de nosotros cerca del tenebroso sendero.