¡Las tinieblas de Egipto! Unas palabras que bastan para que nazca la inquietud. Sugieren no solamente la oscuridad, sino las cosas invisibles ocultas en el seno de dicha oscuridad; cosas que se deslizan entre las sombras espesas y evitan la luz del día; formas furtivas que acechan más allá de la frontera de la vida normal.
Tales pensamientos atravesaban fugitivamente mi mente aquella noche mientras seguía lentamente el estrecho sendero que se retorcía entre los tupidos pinos. Tales pensamientos acuden de manera natural al hombre que se atreve a aventurarse de noche en aquella región a las orillas del río, una zona arbolada que los negros llaman Egipto por alguna oscura razón conocida solo por ellos.[1]
No existen, en este lado del abismo no iluminado del Infierno, tinieblas tan absolutas como las de los bosques de pinos. El sendero era tan solo una pista medio borrada que serpenteaba entre murallas de sólido ébano. La seguía guiado más por mi instinto —siempre he vivido en esta región— que por mis sentidos. Andaba tan deprisa como me atrevía a hacerlo, pero la prudencia se mezclaba con el apresuramiento, y escuchaba atentamente. Aquella prudencia no era resultado de especulaciones inquietas que traicionaran lo sobrenatural, suscitadas por la oscuridad y el silencio. Tenía una buena razón, concreta, para mostrarme prudente. Quizá vagaban algunos aparecidos por aquellos bosques, con la garganta abierta y ensangrentada, impulsados por el hambre caníbal —como pretenden los negros—, pero no era de un aparecido de lo que yo tenía miedo. Escuchaba atentamente, dispuesto a detectar el crujido de una ramita bajo un gran pie, o cualquier otro ruido que anunciara la llegada del asesinato surgiendo de entre las espesas sombras. La criatura que acechaba en Egipto —como temía— era todavía más aterradora que cualquier aparecido de repulsiva apariencia.
Aquella mañana el peor desperado negro de aquella parte del estado había conseguido evadirse y sustraerse a la ley, dejando a sus espaldas un terrible tributo de muertos. A lo largo del río, los sabuesos aullaban entre la maleza, y hombres de miradas duras, armados con fusiles, batían el sotobosque.
Le buscaban en la región cercana a las colonias negras diseminadas por la región, sabedores de que un negro siempre vuelve junto a los suyos cuando le persiguen los aullidos. Pero yo conocía a Tope Braxton mejor que ellos; yo sabía que era diferente a los demás miembros de su raza. Era increíblemente primitivo y su atavismo era lo suficientemente fuerte como para que buscara refugio en una región salvaje y deshabitada, donde viviría en soledad, como un gorila sanguinario... una soledad que habría atemorizado y desanimado a un miembro más normal de su raza.
Por eso mismo, mientras las investigaciones se dirigían en otra dirección, yo estaba de camino hacia el Pequeño Egipto, solo. Pero no era únicamente para encontrar a Tope Braxton por lo que me dirigía hacia aquella región aislada. Quería también advertir a alguien. En el corazón de aquel laberinto de espesos pinos, un hombre blanco y su sirviente vivían solos, y era el deber de cualquier hombre de bien advertirles de que un asesino con las manos empapadas en sangre rondaba quizá por los alrededores de su cabaña.
Sin duda me estaba comportando como un estúpido haciendo el camino a pie, pero los hombres que llevan el nombre de Garfield no acostumbran a dar media vuelta cuando han emprendido una tarea. Cuando mi caballo estuvo a punto de caer de un modo inesperado, le dejé en una de esas cabañas que tienen los negros en las lindes del Pequeño Egipto y continué a pie. La noche me sorprendió en aquel sendero y mi intención era la de quedarme hasta que amaneciera con el hombre a quien había ido a advertir... Richard Brent. Era un ser taciturno, un recluso desconfiado y extraño, pero difícilmente podía negarse a albergarme por una noche. Era un personaje misterioso; por qué razón había elegido enterrarse en un bosque de pinos, en el corazón del Pequeño Egipto, era algo que nadie sabía. Vivía en una vieja cabaña desde hacía unos seis meses.
Bruscamente, mientras caminaba por el seno de las tinieblas, aquellas reflexiones acerca del misterioso recluso fueron expulsadas de mi mente en un instante. Me quedé inmóvil y sentí picores en las palmas de las manos. Un grito repentino nacido en la oscuridad produjo aquel efecto, y el grito estridente, de terror o de dolor, provenía de delante de donde me encontraba. Un silencio opresivo sucedió al grito, un silencio durante el cual el bosque pareció contener el aliento y fue como si las tinieblas se cerrasen sobre mí, aún más espesas y siniestras.
El grito se repitió, esta vez más cerca. Luego, escuché el ruido de una rápida carrera —pies desnudos golpeando en el suelo— y una forma surgió de las tinieblas y se arrojó sobre mí.
* * *
Mi revólver me saltó a la mano y apunté de manera instintiva ante mí para rechazar a la criatura. Lo único que me impidió apretar el gatillo fue el ruido que hacía la bestia... unos jadeos roncos y sollozos de miedo y dolor. Era un hombre, aunque en un estado lamentable. Me golpeó de lleno, gritó de nuevo y luego cayó a tierra, con baba en los labios y gimoteando.
—¡Oh, Dios mío, sálvame! ¡Oh, Dios, apiádate de mí!
—¿Qué diablos pasa? —pregunté, con los cabellos como escarpias cuando la voz cascada expresó un desgarrador sufrimiento.
El desgraciado reconoció mi voz y se agarró a mis rodillas.
—¡Oh, señó Kirby, no deje que me atrape! ¡Ha matado mi cuerpo, y ahora quiere mi alma! Soy yo... el pobre Jim Tike. ¡No deje que me lleve!
Encendí una cerilla y me quedé allí plantado, mirándole con estupor. A la luz de la cerilla, un negro se arrastraba en el polvo ante mí; giraba locamente los ojos. Le conocía bien... era uno de los negros que vivían en aquellas minúsculas cabañas de adobe situadas en las lindes del Pequeño Egipto. Estaba cubierto de sangre; comprendí que estaba herido de muerte. Solo una energía anormal, el resultado de un pánico desesperado, le había permitido correr tan lejos como lo había hecho. La sangre brotaba de venas y arterias desgarradas, en el pecho, en los hombros y en el cuello. Sus heridas eran horribles de contemplar... grandes heridas abiertas, regulares, que no habían sido producidas por una bala de revólver o un cuchillo. Una de sus orejas le había sido arrancada de la cabeza y colgaba fláccida, retenida por un colgajo de carne entre la mandíbula y el cuello, como si alguna bestia enorme le hubiera lanzado un bocado y desgarrado con los colmillos.
—En el nombre del Cielo, ¿qué te ha hecho eso? —exclamé cuando la cerilla se apagaba; el hombre no era más que una mancha indistinta en la oscuridad, bajo mi vista—. ¿Un oso?
Nada más pronunciar aquellas palabras me di cuenta de que no había osos en Pequeño Egipto desde hacía treinta años.
—¡Ha sido él\ —El murmullo ronco y penoso se alzó desde las tinieblas—. El hombre blanco vino a mi cabaña y me pidió que le condujera hasta la casa del señó Brent. Me dijo que le dolían los dientes; por eso llevaba la cabeza cubierta con vendajes. Pero los vendajes se le cayeron y vi su rostro... me mató porque vi su rostro.
—¿Quieres decir que te echó los perros? —pregunté, porque sus heridas se parecían a las que había podido ver en hombres atacados por perros feroces.
—No, señó —lloriqueó la voz cada vez más débil—. Lo hizo él mismo... ¡aaaaaaggghhh!
El gemido se transformó en un grito estridente. El negro había girado la cabeza —apenas visible en la oscuridad— para mirar sendero arriba, en la dirección de la que había llegado. La muerte debió sorprenderle en medio de aquel grito, porque su aullido se interrumpió bruscamente en una nota muy aguda. Se sobresaltó por última vez, como un perro atropellado por un camión, y luego se quedó tendido en el suelo, sin moverse.
Entorné los ojos y escruté las tinieblas. Vi una forma imprecisa a unos metros de distancia, un poco más arriba por el sendero. Estaba erguida y era tan alta como un hombre. No hacía el menor ruido.
Abrí la boca para gritarle al desconocido, pero fui incapaz de pronunciar el menor sonido. Un frío indescriptible me invadió y la lengua se me pegó al paladar. Era el miedo, primitivo e irracional. Mientras permanecía petrificado, no conseguía comprender por qué aquella silueta silenciosa e inmóvil —pese a su aspecto siniestro— hacía nacer en mí un miedo tan poco claro.
Luego, la silueta avanzó rápidamente hacia mí y recuperé el uso de la palabra.
—¿Quién viene?
No hubo respuesta. La forma siguió acercándose... mientras yo buscaba febrilmente una cerilla, estuvo casi a mi lado. Encendí el fósforo y... con un gruñido feroz, la silueta se lanzó sobre mí y me golpeó violentamente. La cerilla voló de mi mano y se apagó. Sentí un dolor agudo en la garganta. Disparé casi involuntariamente, sin apuntar. El destello de la detonación me deslumbró, ocultando —en lugar de revelar— la alta silueta de apariencia humana que se había arrojado sobe mí. Luego, mi agresor desapareció, huyendo estrepitosamente entre los árboles. Me quedé solo, tambaleándome en el sendero en medio del bosque.
Jurando con rabia, busqué una nueva cerilla. Me corría sangre por el hombro, manchando y empapando mi camisa. Cuando encendí la cerilla y examiné la herida, un nuevo escalofrío me recorrió el espinazo. Tenía la camisa desgarrada y la piel algo arañada; no era más que una rozadura. Sin embargo, un miedo sin nombre surgió en mi mente, porque la herida era idéntica a las del pobre Jim Tike.