Se enviaron mensajes a las ciudades para anunciarles lo que se preparaba. Nos pusimos en marcha hacia el sur. En total éramos cuatro mil hombres de Koth y cinco mil de Khor. Formamos dos columnas distintas. Juzgué más sabio tener las tribus apartadas hasta que la vista de sus opresores les hiciera olvidar de nuevo sus enemistades tribales.
Caminamos mucho más deprisa que lo que un cuerpo de ejército parecido lo hubiera hecho sobre la Tierra. No llevábamos carros con vituallas que nos entorpecieran. Vivíamos de las regiones que cruzábamos. Cada hombre llevaba su armamento individual: carabina, espada, daga, cantimplora y cartuchera. Yo no hacía más que lanzar amenazas a cada milla que recorríamos. El hecho de haber viajado por los aires, a lomos de mi cautivo yaga, me había quitado el gusto por la marcha. Nos llevó varios días cruzar la distancia que los hombres alados habían recorrido en pocas horas. Sin embargo, avanzábamos. Unas tres semanas más tarde entrábamos en el bosque más allá del cual se encontraban el río Rojo y el desierto que bordea el país de Yagg.
No habíamos visto yagas, pero estábamos ya sobre aviso. Dejando el grueso de nuestras fuerzas en el bosque, partí en misión de reconocimiento, acompañado por treinta hombres. Calculé nuestra ruta de modo que llegásemos al río Rojo poco después de medianoche, justo tras alzarse la luna. Mi intención era encontrar un medio que impidiera a los vigías de la torre llevar la noticia de nuestra llegada a Yugga. Solo así podríamos atravesar el desierto sin correr el riesgo de sufrir un ataque a la descubierta. De otro modo, los yagas debido a su superioridad numérica y su táctica, nos infligirían grandes pérdidas.
Khossuth sugirió que nos emboscásemos entre los árboles de la orilla, para disparar sobre los vigilantes, una vez llegara el alba, pero yo sabía que aquello no era posible. No había abrigo al borde del agua, y el río se encontraría entre nosotros. Los hombres de la torre estarían más allá del alcance de las carabinas. Podíamos acercarnos lo suficiente para abatir a uno o dos, pero aquello no bastaba, pues debíamos, imperativamente, matarlos a todos. La huida de uno solo de ellos bastaría para arruinar nuestros planes.
Así que nos deslizamos a través del bosque y nos situamos una milla río arriba, frente a un promontorio rocoso que se adentraba en el río y donde la corriente, por lo que sabía, era menor. Echamos al agua una balsa pesada y sólida, construida por nosotros mismos, con una larga cuerda. Subí a bordo del esquife con cuatro de los mejores tiradores de la horda —Thab el Rápido, Skel el Águila, y dos guerreros de Khor. Cada uno de nosotros llevaba dos carabinas a la espalda sujetas con cintas de cuero.
Empezamos a remar con unos remos rudimentarios, aunque nuestros esfuerzos parecieron grotescos e inútiles ante la violenta corriente. Pero la embarcación era lo suficientemente grande y pesada como para no cabecear cuando franqueamos los numerosos rápidos. A costa de hercúleos esfuerzos, llegamos pronto al centro del río. Los hombres de la orilla soltaron algo de cuerda; aquella actuaba como ancla, haciéndonos describir un amplio círculo que nos llevaría por fin a la misma orilla de la que habíamos zarpado. La corriente —como habíamos esperado— nos dominó de un modo brusco y nos llevó a una velocidad vertiginosa hasta el saliente rocoso. El esquife, sacudido y agitado peligrosamente, clavaba el morro en el agua; varias veces quedamos sumergidos por completo. Pero nuestras municiones eran estancas y nosotros íbamos atados fuertemente a los troncos. Nos aferrábamos a ellos con obstinación, como ratas medio ahogadas. Por último, la embarcación fue proyectada contra la punta rocosa.
La balsa se inmovilizó unos instantes... era entonces o nunca. Cortamos las cuerdas que nos ataban a los troncos, saltamos al agua que remolineaba a nuestro alrededor a la altura de las axilas y avanzamos penosamente por el promontorio, agarrándonos a cada saliente o cavidad, en tanto la corriente amenazaba en todo momento con hacernos perder la presa y llevarnos detrás de nuestra embarcación. Danzando por encima de las olas, la balsa se alejaba río abajo.
Sin embargo, lo conseguimos, y logramos elevarnos por fin a la orilla. Estábamos doloridos y medio muertos de agotamiento. Pero no teníamos tiempo para descansar, pues la parte más delicada de nuestro plan estaba ante nosotros. No debíamos ser descubiertos antes de que el alba nos diera luz suficiente como para poder apuntar con precisión, pues la luz de las estrellas es equívoca, incluso para el mejor tirador del mundo. Pero albergaba esperanzas, teniendo en mente el hecho de que los yagas vigilarían el río, sin conceder gran atención al desierto que había a sus espaldas.
De aquel modo, en las tinieblas que preceden al alba, avanzamos furtivamente describiendo un amplio semicírculo. Las primeras luces del día nos encontraron tirados en un agujero que habíamos hecho en la arena, hacia el sur, a menos de cuatrocientos pasos de la torre.
Fue una espera febril viendo cómo el alba aparecía lentamente por encima del desierto y cómo los objetos se hacían cada vez más claros. El sonido del agua desbordando el Puente de las Rocas llegaba hasta nosotros. Finalmente, fuimos conscientes de otro ruido. El entrechocar de aceros llegó débilmente a nuestros oídos, pese al tumulto del río. Ghor y los otros se dirigían hacia el río, conforme a nuestras instrucciones. No veíamos a ningún yaga en la torre; solo un vago movimiento en el camino de la ronda de guardia. Bruscamente, uno de ellos tomó impulso y se elevó en el cielo del alba para dirigirse hacia el sur a velocidad prodigiosa. Retumbó la carabina de Skel; el hombre alado, lanzando un alarido, se desplazó hacia un lado y luego cayó al suelo para aplastarse en él.
Siguió un instante de silencio; súbitamente, cinco formas aladas se lanzaron hacia el cielo azul y tomaron altura. Los yagas habían comprendido lo que pasaba; ponían todas sus esperanzas en aquella huida desesperada. Quizá uno de ellos consiguiera escapar a nuestras balas. Abrimos fuego, pero yo fallé totalmente, y Thab no hizo más que herir ligeramente a su víctima. Pero los otros abatieron al hombre al que yo había fallado, mientras que la segunda bala de Thab mató al yaga herido. Cargamos a toda velocidad, pero ningún otro yaga echó a volar desde la torre. Montaban guardia seis hombres, me dijo Yasmeena. Y había dicho la verdad.
Lanzamos los cadáveres al río. Atravesé el Puente de las Rocas, saltando de peña en peña, para ir al encuentro de Ghor. Le dije que volviera al bosque con sus hombres y que reuniera el ejército. Acampaban justo en las lindes del bosque, invisibles desde el cielo. Yo no tenía intención de emprender la travesía del desierto antes de la llegada de la noche.
Volví hacia la torre e intenté entrar en ella, pero no encontré puertas. Solo había pequeñas ventanas, con barrotes. Los yagas se posaban en el techo de la torre para entrar. El minarete era alto y liso: era imposible trepar a lo largo de las paredes. Así que hicimos lo único que nos quedaba por hacer. Excavamos en la arena agujeros individuales y los cubrimos con ramas, encima de las cuales echamos arena. En aquellos agujeros se camuflaron nuestros mejores tiradores. Se quedaron emboscados durante todo el día, escrutando el cielo pacientemente. Un solo yaga surgió del desierto. No había ningún humano a la vista, y no se temió nada hasta que sobrevoló la torre. Al no ver a los vigías, se atemorizó y quiso huir a toda prisa. Resonaron media docena de carabinas y el yaga se aplastó pesadamente en el suelo, en un remolino de alas y miembros.
Cuando el sol empezó a ponerse, hicimos atravesar a los guerreros el Puente de las Rocas, una operación que exigía cierto tiempo. Pero, al fin, todos se encontraron en el lado yaga del río. Tras llenar las cantimploras, nos dirigimos con paso rápido hacia el desierto. Antes del alba nos encontrábamos ya a una impresionante distancia del río.
Atravesamos el desierto favorecidos por las tinieblas. No me sorprendió que, debido a aquel hecho, pudiéramos acercarnos al río Yogh sin ser descubiertos. Si hubiera habido alguien montando guardia en la ciudadela, listo para detectar el más mínimo movimiento sospechoso, no cabe duda que habría detectado la oscura masa de nuestro ejército avanzando entre las dunas de arena bajo la débil claridad de las estrellas. Afortunadamente, sabía que nunca había centinelas en Yugga. En efecto, el pueblo alado se sentía totalmente seguro, protegido por el río Rojo, por los vigías de la torre, y por el hecho de que, desde hacía siglos, no había habido ninguna incursión gura contra el peñón de Yuthla. Otros lo habían intentado... y conocido un final sangriento. Los yagas consagraban las noches a sus frenéticas orgías para caer luego presas de un profundo sueño. En cuanto a los hombres de Akka, aquellas bestias de carga de mente lenta, eran demasiado apáticos, de ordinario, para presentar una amenaza que se opusiera a nuestra llegada. Pero sabía que una vez salidos de su sopor, eran capaces de combatir como bestias feroces.
Nos detuvimos a trescientos metros del río, y ocho mil hombres, bajo el mando de Khossuth, se pusieron a cubierto en los canales que atravesaban las huertas. Las ondulantes frondas de los árboles rechonchos ayudaban a ocultarles. Todo se ejecutó en un silencio casi total. El sombrío peñón de Yuthla se alzaba muy alto por encima de nosotros. Se levantó una ligera brisa que anunciaba el amanecer. Conduje a los otros mil guerreros hacia la orilla. Les ordené detenerse a poca distancia del río y continué yo solo, reptando, hasta que mis manos llegaron al borde del agua. Agradecía a las Parcas que me hubieran dado aquellos hombres para guiar. Los hombres civilizados habrían avanzado torpe y ruidosamente, pero los guras se desplazaban con tanta facilidad y con tanto silencio como panteras que cazan al acecho.
El muro que protegía Akka se alzaba ante mí, en la orilla opuesta. Sería difícil de escalar bajo la lluvia de lanzas de los akkis. Con las primeras luces del alba, el puente levadizo, que se recortaba sombríamente contra las estrellas, bajaría para que los akkis pudieran ir a trabajar a los campos. Pero la luz del día habría traicionado a esas alturas la presencia de nuestras tropas.
Le susurré a Ghor, tendido de tripa a mi lado, que me siguiera y me deslicé al agua y nadé hasta la orilla opuesta. Alcanzando un lugar situado exactamente bajo el puente, nos quedamos en el agua, agarrándonos al muro viscoso y buscando un modo de escalarlo. En aquel lugar, cerca de la orilla, el agua era casi tan profunda como en el centro del río. Ghor, finalmente, encontró una grieta en la pared, lo bastante ancha como para que le sirviera de apoyo para las manos. Acto seguido, reuniendo todas sus fuerzas, se afianzó al tiempo que yo le trepaba a los hombros. Poniéndome en pie conseguí alcanzar la parte inferior del puente levadizo. Un instante después, con un esfuerzo, me icé sobre el muro. El puente —cuando estaba levantado— obturaba la abertura del muro. Tenía que escalar aquel obstáculo. Había pasado ya una pierna por encima del murete cuando una silueta salió de las sombras y aulló una amenaza. El guardia no estaba tan dormido como había esperado.
Se lanzó sobre mí y su lanza brilló en la claridad de las estrellas. Me eché desesperadamente a un lado y evité la hoja que silbó junto a mí. Pero perdí el equilibrio y a punto estuve de caer del muro. Estiré el brazo y agarré al hombre por los pelos mientras se daba contra el parapeto, llevado por su propio impulso, y tras golpear en el vacío. Recobrando el equilibrio e incorporándome, aplasté el puño contra la oreja del akki. Se derrumbó. Un instante más tarde, había cruzado la muralla.
Desde el río, Ghor, mugiendo como un toro, estaba loco de inquietud por saber lo que pasaba por encima de él. En medio de una luz incierta, los akkis empezaron a salir a la carrera de las cabañas de piedra. Inclinándome por encima del parapeto, tendí hacia Ghor el mástil de la lanza del guardia.
Se reunió conmigo tras trepar por la lanza, soplando sonoramente. Los akkis me miraron con estupidez y, luego, comprendiendo que éramos invasores, se lanzaron contra nosotros profiriendo aullidos de terror.
Mientras Ghor se abalanzaba a su encuentro, salté hacia el gran torno de mano que permitía bajar el puente levadizo. Escuché el tormentoso grito de guerra de El Oso que retumbaba y dominaba los chillidos de los akkis, los chirridos del acero y el crujido de los huesos machacados. Pero no tenía tiempo para mirar; necesitaba todas mis fuerzas para manejar el torno. Había visto a cinco akkis penar para hacerlo, pero la situación era tan crítica que conseguí manejarlo yo solo. El sudor me perlaba la frente, mis músculos de acero se tensaban y anudaban como cuerdas. El puente bajó lentamente y el otro extremo llegó a la orilla opuesta... en el mismo momento en que los guerreros salían del refugio y se lanzaban al ataque.
Me volví para ir en ayuda de Ghor. Oí sus ásperos jadeos en medio del clamor de la batalla. Sabía que el tumulto de la ciudad no tardaría en despertar a los yagas. Debíamos apoderarnos de Akka antes de que las flechas de los hombres alados empezaran a llover sobre nosotros.
* * *
Ghor se encontraba ya en dificultades cuando me alejé del puente levadizo. Media docena de cadáveres yacían a sus pies, y manejaba la espada con un frenesí sanguinario. La hoja se hundía en los cuerpos como si fueran de mantequilla, atravesando carne y huesos, pero estaba cubierto de sangre y los akkis le rodeaban por todas partes.
Tenía por única arma la daga de Gotrah. Pero, sin importarme, me lancé a la lucha y arranqué una espada de la inerte mano de un akki cuyo corazón había atravesado con mi corto acero. Era un arma burda, como todas las que forjan los akkis, pero tenía buen peso y estaba afilada. Sujetándola como una porra, empecé la carnicería entre los hombres de piel azulada. Ghor saludó mi llegada con un rugido de alegría; redobló el furor de sus golpes terribles hasta tal punto que los akkis, absortos durante unos momentos, empezaron a perder terreno.
Durante aquel fugaz intervalo, los primeros guerreros guras franquearon el puente y corrieron hacia nosotros. Un instante más tarde cincuenta hombres se nos habían unido. Pero la situación era crítica. Enjambre tras enjambre, los hombres azules surgían de las cabañas y se lanzaban contra nuestro grupo con una rabia ciega. Un gura tenía el tamaño suficiente para enfrentarse a tres o cuatro akkis, pero amenazaban con asfixiarnos con su número. Nos rechazaban inexorablemente hacia la embocadura del puente; a pesar de todos nuestros esfuerzos por contraatacar, no conseguíamos abrirnos un camino que bastase para los centenares de guerreros guras que aullaban y se apretujaban a nuestras espaldas dispuestos a acudir a luchar con el enemigo. Los akkis, formando una media luna, nos asaltaban y nos aplastaban casi contra los hombres que teníamos detrás, defendiendo el camino de acceso, aullando, blasfemando y blandiendo las armas. No tenían ni arcos ni proyectiles; sus amos alados velaban para alejar de sus manos tales armas.
El alba se elevó por encima de aquella matanza, y las hordas apresadas pudieron ver a sus enemigos. Por encima de nosotros, lo sabía, los yagas debían estar reuniéndose y preparándose para la batalla. De hecho, creía escuchar ya el batir de sus alas entre el estrépito de la lucha, aunque no pude levantar la vista para cerciorarme. Nos pegábamos pecho con pecho a las hordas turbulentas y rugientes, tan juntos que no podíamos emplear las espadas. Sus dientes y uñas inmundas nos laceraban y desgarraban, como las bestias salvajes; el repugnante olor de sus cuerpos impregnaba nuestro olfato. En medio de aquel barullo demencial, debatiéndose y jurando, todos los hombres intentaban liberar una mano para poder golpear.
La angustia me desesperaba. Iba a ser cuestión de unos instantes que las flechas empezaran a llover desde la cima de la roca. Mientras aquel pensamiento me cruzaba por la mente, la primera andanada de flechas se abatió sobre nosotros como una sibilante nube de granizo. A mi lado y a mis espaldas, los hombres gritaron, agarrando las flechas emplumadas que les taladraban el cuerpo. En el mismo instante, los hombres que se encontraban en el puente y en la orilla opuesta —que aún no habían disparado por miedo a alcanzar a sus propios compañeros engañados por la incierta luz—, montaron las carabinas y abrieron fuego contra los akkis. A aquella distancia, su descarga fue devastadora. La primera salva limpió el muro en un instante. Los hombres treparon la balaustrada del puente y empezaron a mantener un tiro nutrido por encima de nuestras cabezas sobre la horda apretujada que nos cerraba el paso. El resultado fue terrible. En la multitud aparecieron grandes agujeros. La horda de los akkis, dominada por el estupor, cedió y luego se deshizo. Privadas de sostén, las primeras filas fueron masacradas. Saltando por encima de los cuerpos destrozados, nos abalanzamos por las estrechas calles de Akka.
Pero no había terminado la resistencia. Los hombres rechonchos de piel azulada seguían batiéndose. En todas las calles resonaban los chasquidos del acero, detonaciones secas, aullidos de dolor y rabia. Pero el mayor peligro se encontraba por encima de nuestras cabezas.
Los hombres alados salían de la ciudadela como abejorros del nido. Descendían a centenares, rápidamente, hacia Akka, empuñando la espada, y otros, en tanto, se apostaban en el borde del acantilado para lanzarnos una lluvia de flechas. Los guerreros disimulados en los canales de irrigación, entre los arbustos, abrieron fuego. Al tiempo que la salva provocaba un ruido tonante, una lluvia de formas taladradas por las balas empezó a caer sobre los planos tejados de Akka. Los supervivientes dieron media vuelta y huyeron a toda prisa para ponerse a cubierto.
Pero eran todavía más terribles en la defensa que en el ataque. Desde cada ventana, torre y parapeto almenado de la cima del peñón, empezaron a asaetearnos; un granizo mortal cayó sobre Akka, matando del mismo modo a enemigos y siervos. Guras y akkis se refugiaron en las cabañas de piedra y la batalla prosiguió en las bajas mansiones del pueblo azulado. No tardó en haber un río de sangre corriendo entre las calles de Akka. Cuatro mil guras se enfrentaban a los akkis, cuatro veces más numerosos, pero la talla, la ferocidad y el armamento superior de los hombres mono compensaban aquella inferioridad numérica. Desde la orilla opuesta, los guerreros de Khossuth disparaban sin descanso hacia las torres de Yugga, pero sin obtener grandes resultados, y los yagas estaban bien protegidos, y sus flechas, al ser disparadas desde tan gran altura, tenían más alcance y precisión que las carabinas de los guras. Si no hubieran estado protegidos por los fosos, los hombres de Khossuth habrían sido aniquilados en poco tiempo; sufrieron, pese a todo, enormes pérdidas. Les resultaba imposible unirse a nosotros en Akka; intentar atravesar el puente bajo aquella lluvia de flechas habría sido un suicidio.
Me dirigí corriendo hacia el templo de Yasmeena, haciendo pedazos a todos aquellos que se cruzaban en mi camino. Había cambiado la espada akki, de manejo poco cómodo, por una hoja de buen acero arrebatada a un gura muerto. Con ella en la mano me abrí paso entre un amasijo de lanceros de piel azulada apostados ante el templo y que combatían encarnizadamente. Iba acompañado por Ghor, Thab el Rápido, Than el Espadachín y un centenar de guerreros escogidos.
Nuestros últimos adversarios fueron masacrados y pisoteados. Me lancé hacia arriba por los negros peldaños de piedra que conducían a la puerta maciza. Súbitamente, la extraña silueta del sacerdote akki se alzó ante mí. Iba armado con un escudo y una lanza. Detuve el golpe de la lanza, hice una finta y lancé un tajo. Para protegerse el muslo, bajó el gran escudo lleno de dorados arabescos. Antes de que pudiera volver a levantarlo, hice volar su cabeza de los hombros. Bajó rodando y gesticulando por los escalones. Agarré el escudo a toda prisa al tiempo que entraba en tromba en el templo.
Atravesé la gran sala corriendo y aparté violentamente la pantalla dorada. Mis hombres se reunieron conmigo y se reagruparon a mis espaldas. Jadeaban e iban cubiertos de sangre; sus rostros feroces estaban iluminados por la luz de la extraña joya que había en el altar. Tanteando con torpeza por el ansia que me devoraba, encontré finalmente el secreto cerrojo. Tiré de él. La puerta, ofreciendo cierta resistencia, empezó a abrirse. Fue aquella inesperada resistencia —recordaba lo fácilmente que se abrió cuando salí por ella— lo que hizo nacer en mi mente una honda sospecha.
—¡Atrás! —aullé, y me aparté de un salto mientras la puerta se abría violentamente.
Un rugido terrible me ensordeció, un brillo terrible me dejó ciego durante un instante. Algo parecido a las llamas del Infierno brotó de la abertura y pasó tan cerca de mí que casi me inflama los cabellos. Solo mi instintivo movimiento —pues había saltado detrás del batiente de la puerta que se abría— me salvó del torrente de fuego líquido que se vertió por el pasadizo secreto para inundar el templo.
Hubo un instante de frenesí, caótico y ciego, en el que retumbaron terribles gritos. Luego, en medio del tumulto, escuché a Ghor mugir mi nombre, y le vi acercarse titubeante entre los torbellinos de humo. Su barba y cabello habían sido pasto de las llamas. La macilenta oscuridad se disipó ligeramente y pude ver a los supervivientes de nuestro grupo... Ghor, Thab y algunos más. La suerte o la rapidez les había permitido escapar a aquella muerte horrorosa. Thab el Espadachín estaba justo a mi espalda; se había apartado y protegido al mismo tiempo que yo. Pero, en el ennegrecido suelo del templo, yacían unas sesenta formas retorcidas, quemadas y carbonizadas, absolutamente irreconocibles. Se habían encontrado en el curso de aquella riada de fuego devorador cuando esta irrumpió en la sala del templo.
El pasadizo parecía vacío. Había sido una estupidez pensar que Yasmeena lo dejaría sin vigilancia. Habría acabado por pensar que era por allí por donde yo había escapado. Descubrí fragmentos de una materia parecida a la cera tanto en las paredes como en el dintel de la puerta. Habían sellado el pozo con ayuda de aquel material... al abrirse la puerta, aquel elemento que se inflamaba al contacto con el aire había provocado la marea de fuego líquido.
Comprendí que la trampilla de la parte superior de la galería estaría muy bien guardada. íbamos a tener que luchar encarnizadamente para tomar la habitación al asalto. Le grité a Thab que buscase y encendiese una antorcha, y a Ghor que buscase un madero que nos sirviera de ariete. Luego, diciendo a Than que reuniera a todos los hombres que pudiera encontrar en la calle, me lancé al asalto de la escalera, en medio de la oscuridad. Como esperaba, la trampilla estaba cerrada... y con cerrojo, me temía. Escuchando atentamente, sorprendí un murmullo de voces por encima de mi cabeza. La habitación estaba llena de yagas.
Una llama temblorosa apareció por debajo de mí y atrajo mi atención. Thab se reunió conmigo rápidamente, con una antorcha en la mano. Iba seguido por Ghor y por una veintena de guerreros, gruñendo y soplando por el peso de una enorme viga, casi como el tronco de un árbol, de una cabaña de Akka. Thab me dijo que la batalla proseguía tanto en las calles como en las casas, pero que la mayor parte de los akkis machos habían sido pasados a cuchillo. Los otros, con las mujeres y los niños, habían saltado al río para cruzar a la orilla del sur. Me dijo finalmente que en la parte baja del pasadizo, en el templo, había unos quinientos guerreros.
—¡Entonces, derribad esa maldita trampilla —grité— y seguidme! Debemos tomar el centro de la plaza fuerte antes de que los yagas apostados en las torres aniquilen a Khossuth y a los suyos.
Era difícil moverse en aquel pozo estrecho donde solo un hombre podía ponerse en cada peldaño. Sin embargo, manejando la gruesa viga como un ariete, empezamos a imprimirla un movimiento de vaivén y a golpear la trampilla. Los golpes del tronco resonaban en el pasadizo de un modo ensordecedor; cada impacto hacía temblar la madera, pero la trampilla aguantaba. Una y otra vez —jadeando, gruñendo, sintiendo que nuestros músculos desfallecían— balanceábamos la viga con energía... al fin, con el último esfuerzo de nuestros hombros y piernas de acero, la trampilla cedió con un formidable crujido y voló hecha pedazos. El pozo quedó inundado en luz.
Lanzando un inarticulado aullido, me abrí camino entre los restos de la trampilla y subí el último peldaño, llevando el escudo de oro por encima de la cabeza. Una veintena de espadas me atacaron y golpearon el escudo violentamente, haciéndome tambalear. Recobré el equilibrio y conseguí salir de la trampilla, en medio de una verdadera lluvia de espadas que se rompían contra el escudo. Me lancé al interior de la recámara de Yasmeena. Los yagas aullaron y se abalanzaron contra mí. Les lancé a la cara el escudo labrado y empecé a masacrar, formando mi espada un círculo brillante que atravesaba gargantas y pechos como la guadaña del segador en un campo de trigo. Sin embargo, mi combate era desesperado, pensé que iba a morir de un momento a otro... pero, una docena de carabinas retumbó desde la abierta portilla que había a mis espaldas y los hombres alados se derrumbaron acribillados.
Ghor el Oso, mugiendo terriblemente, se izó por la abertura y se unió a mí en la estancia seguido por los matadores de Koth y Khor, todos sedientos de sangre.
La sala estaba llena de yagas, así como las habitaciones adyacentes y los pasillos. Nos pusimos espalda con espalda, formando un círculo compacto, para aguantar la boca del pozo mientras decenas y decenas de guerreros subían por la escaleras a toda velocidad para unirse a nosotros, reforzando y ampliando el círculo. En aquella habitación relativamente pequeña, el estrépito era ensordecedor y terrible —el entrechocar de las espadas, los aullidos, el mate sonido de los tajos de las espadas al hundirse en la carne destrozando huesos.
Limpiamos rápidamente la habitación y nos apostamos en la puerta, dispuestos a rechazar cualquier ataque. Una interminable corriente de hombres llegaba del templo. Y empezamos a avanzar por las habitaciones contiguas; tras cosa de media hora de encarnizados combates, teníamos un círculo de salas y corredores —como una rueda cuyo centro estuviera en la sala de la trampilla— y los yagas iban abandonando cada vez en mayor número los parapetos para acudir a luchar en aquel cuerpo a cuerpo furioso. Envié a Thab a que le dijera a Khossuth que cruzara el río con sus hombres.
Estimaba que la mayor parte de los yagas habrían dejado las torres. Se apelotonaban en filas apretadas en las salas y corredores que había ante nosotros, y peleaban como demonios. Ya he dicho que su valor no tenía nada que ver con el de los guras, pero cualquier raza pelea con valor cuando el enemigo ataca su último bastión, y aquellos demonios no eran endebles.
Durante un momento, la batalla pareció detenerse. Nos resultaba imposible avanzar y abrirnos camino en cualquier dirección, pero tampoco ellos podían hacernos retroceder. Las entradas a las salas, desde donde lanzábamos tajos y estocadas, estaban sembradas de montones de cadáveres, tanto de seres peludos como de seres negros como el ébano. Ya no teníamos municiones, y los yagas no podían emplear los arcos. Era un cuerpo a cuerpo salvaje, pecho con pecho, espada contra espada. Los hombres se afianzaban en los cadáveres para luchar con los vivos.
Cuando la carne y la sangre parecía que iban a llegar a sus últimos límites, un rugido de tormenta se elevó hacia los techos abovedados. Surgiendo de los pozos y anegando las salas, una marejada de guerreros que todavía no había participado en la batalla se unió a nosotros, impacientes por lanzarse a la lucha. El viejo Khossuth y sus hombres, enloquecidos por las flechas que llovían sobre ellos —mientras esperaban en los fosos— babeaban como perros rabiosos, ávidos por alcanzar al enemigo y saciar su sed de combate. Thab no estaba con ellos. Khossuth me dijo que había sido herido en la pierna por una flecha, siguiendo a su rey en el puente, en el asalto impetuoso que les condujo de los fosos al templo. Sin embargo, las pérdidas eran mínimas; no me había equivocado, y casi todos los yagas habían acudido al interior del palacio, dejando a unos pocos arqueros en las torres.
Y comenzó la batalla más sangrienta y furiosa de que haya sido testigo. Bajo el impacto de aquellas tropas de refresco, los agotados yagas cedieron y se dispersaron. La batalla se extendió por nuevos corredores y salas. Los jefes intentaron vanamente retener a los enloquecidos guras y reagruparlos. Algunos grupos, persiguiendo a los yagas, se separaron del grueso de las tropas; otros se alejaron corriendo por corredores sinuosos. Por toda la ciudadela retumbaba el ruido de precipitadas carreras, gritos y entrechocar de aceros.
Se dispararon pocos tiros, silbaron pocas flechas. Era un cuerpo a cuerpo vengador. En salas y pasillos, los yagas no podían desplegar las alas para asediar a sus enemigos. Tenían que pelear con armas iguales a las de sus seculares adversarios. Fue en los tejados y en los patios al aire libre donde nuestras pérdidas fueron más elevadas, pues allí donde podían volar, los hombres alados recurrían a su táctica habitual.
Evitamos tales lugares en la medida de lo posible, y, en combate de hombre a hombre, los guras eran invencibles. Oh, morían a centenares. Se vengaban de un millar de eras de crueldad y opresión. El castigo era de color escarlata. La espada era ciega: las mujeres yagas, lo mismo que los hombres, caían bajo los golpes vengadores. Pero, conociendo la maldad diabólica de aquellas mujeres de cuerpo terso y negro, no podía apiadarme de su suerte.
Empecé a buscar a Altha.
* * *
Había millares de esclavas absortas por la batalla. Se acurrucaban de terror, demasiado sorprendidas para comprender que su liberación estaba próxima, o para reconocer a sus salvadores. Sin embargo, en muchas ocasiones, pude ver que una mujer lanzaba un grito y se abalanzaba a abrazar a un guerrero peludo y jadeante; acababa de reconocer a un hermano, o a un marido, o a un padre. En medio de todos aquellos sufrimientos y carnicería espantosa aún existía la alegría de los encuentros, y aquellas escenas me reconfortaban el corazón. Solo las pequeñas esclavas de piel amarilla o cobriza se ocultaban, aterradas: temían a aquellos gigantes cubiertos de pelo y que lanzaban tantos rugidos como sus amos alados.
Golpeando y dando tajos me abrí paso entre las masas de guerreros, buscado la sala en la que estaban encerradas las Vírgenes de la Lima. Finalmente tomé por el hombro a una joven gura —que estaba acurrucada en el suelo para evitar las estocadas de los hombres que peleaban sobre ella— y le grité una pregunta al oído. Me entendió y señaló con el dedo, incapaz de hacerse oír en medio de aquel estrépito que nos rodeaba. Tomándola bajo el brazo, me abrí paso entre los yagas y la dejé en una habitación vecina. Se alejó rápidamente hacia el fondo de un corredor gritándome que la siguiera. Corrí tras ella hasta el final del pasillo, subí una escalera y atravesé un jardín donde combatían guras y yagas. Finalmente, se detuvo en un patio de cielo raso. Aparte de los minaretes, era el lugar más alto de la ciudad. En medio de aquel patio se alzaba el Domo de la Luna. La joven me señaló una habitación al pie del domo. La puerta estaba cerrada con cerrojo, pero la hice saltar en pedazos golpeando con la espada y miré al interior. En la semioscuridad vi, contra el brillo marfileño de la cúpula, unos cuerpos apretujados en la pared opuesta. Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra, vi que unas ciento cincuenta jóvenes se encontraban en la sala, apoyadas en el muro, postradas y aterrorizadas. Pronuncié el nombre de Altha, y oí una voz que gritaba:
—¡Esau! ¡Oh, Esau!
Una forma esbelta y blanca cruzó corriendo la habitación para echarme los brazos alrededor del cuello y cubrir de besos apasionados mis bronceadas facciones. La apreté contra mí durante un instante, devolviéndole los besos con avidez; pero el gruñido de la batalla me sacó de aquel dulce sopor. Me volví y vi que un enjambre de yagas, enfrentados a quinientas espadas, tenían que retroceder y abandonar su puesto: un enorme portón situado cerca. Abandonando bruscamente el combate, los yagas se dieron a la fuga, perseguidos por sus atacantes, que salieron al patio lanzando alaridos de triunfo.
Oí entonces una ligera risa burlona y vi ante mí la esbelta figura de Yasmeena, reina de Yagg.
—¿Así que has vuelto. Mano de Hierro? —Su voz era tan empalagosa como miel envenenada—. ¿Has vuelto con tus asesinos para poner fin al reino de los dioses? ¡Pero todavía no has ganado, loco!
Sin una palabra, lancé un tajo hacia ella, golpeando silenciosa y homicidamente. Pero saltó con destreza y echó a volar, evitando el golpe. Su risa aumentó hasta convertirse en un grito demente.
—¡Loco! —chilló con vez estridente—. ¡Todavía no has ganado! ¿No te dije que preferiría perecer entre las ruinas de mi reino? ¡Perros, estáis todos muertos!
Girando en el aire se dirigió hacia el domo a una velocidad terrible. Aparentemente, los yagas comprendieron sus intenciones, pues empezaron a lanzar gritos de horror y protesta, pero aquello no la detuvo. Posándose en la suave pendiente de la cúpula y manteniéndose en equilibrio con ayuda de las alas, se giró y nos saludó irónicamente con la mano. Luego, asiendo una especie de cerrojo o palanca encastrada en la cúpula, se apoyó en la pared de marfil y bajó la palanca con todas sus fuerzas.
Un panel de la cúpula se separó del edificio y la lanzó por los aires. Un instante más tarde, una forma gigantesca y deforme surgía de la abertura. Al salir la criatura, el impacto de su cuerpo contra los bordes de la puerta fue como el estallido del rayo. El domo se agrietó en cien lugares, desde la base a la cima, y luego se derrumbó con un cañonazo. La forma gigantesca apareció en medio de una nube de humo, cascotes y piedras que caían al patio. Todos los presentes lanzaron un alarido.
La cosa que había emergido del domo era más grande que un elefante; por su forma, parecía una enorme babosa, pero tenía un círculo de tentáculos alrededor del cuerpo. Chispas y llamaradas azuladas crepitaban en los tentáculos que se retorcían. La criatura estiró los ofidios brazos; a su simple contacto, los muros de piedra se dislocaban y caían, la mampostería explotaba y volaba hecha pedazos. Aquella criatura era estúpida y ciega —una forma elemental contenida en la más baja forma de vida—, un poder privado de razón y enloquecido, dominado por un incontenible poder de destrucción.
No había método ni dirección en sus caóticos movimientos. La criatura iba de un lado a otro, atravesando literalmente los espesos muros que se derrumbaban, cayendo sobre ella una lluvia de piedras que no parecía hacerla ningún mal. Horrorizados, los hombres huían por doquier.
—¡Qué todos los que puedan vuelvan al pozo! —aullé— ¡Llevaos a las mujeres... qué salgan las primeras!
Empujé a las jóvenes atemorizadas fuera de la prisión y las eché en brazos de los guerreros más próximos. A nuestro alrededor, las torres y los minaretes se dislocaban y desplomaban con un terrible estrépito.
—¡Haced cuerdas con las colgaduras! —grité— ¡Bajad por el acantilado! ¡En nombre de Dios, daos prisa! ¡Esta cosa demoníaca va a destruir la ciudad entera!
—¡He encontrado escalas de cuerda! —gritó un guerrero—. Nos permitirán descender hasta el borde del agua, pero...
—¡Atadlas sólidamente y haced descender a las mujeres! —le interrumpí—. ¡Más vale probar suerte en el río que aquí arriba! ¡Ghor, llévate a Altha!
Arrojé a Altha en brazos del gigante manchado de sangre y me lancé contra la montaña de destrucción que derrumbaba los muros de Yugga.
Solo guardo un recuerdo confuso de aquel frenesí, de aquel cataclismo: la caótica impresión de muros que se derrumbaban, de seres humanos que gritaban y de la máquina de muerte rugiente que se desbocaba sobre los escombros. Iba aureolada por una luz espectral, en tanto que la fuerza eléctrica que contenía su cuerpo monstruoso destruía los obstáculos de piedra y la dejaban paso libre.
Cuántos yagas, guras y esclavas encontraron la muerte, aplastados por los edificios que caían sobre ellos, no lo sabré jamás. Algunos centenares habían huido por el pozo, cuando techos y paredes se derrumbaron y lo bloquearon, sepultando a otras decenas que pretendían alcanzarlo. Nuestros guerreros trabajaban con frenesí y se lanzaron a las escalas de seda que llevaban hasta los pies de los acantilados, algunas por encima de la ciudad de Akka, otras —por la precipitación— por encima del río. Luego descendieron por las escalas llevándose a las esclavas —guras, mujeres de piel amarilla y de piel cobriza.
Cuando vi que Ghor se llevaba a Altha, me volví y corrí directamente hacia aquella abominación cargada de electricidad. Lo que pensaba hacer, lo ignoro, y mi gesto fue estúpido. Sin embargo, seguí corriendo entre los muros tambaleantes y las torres que se inclinaban vertiginosamente haciendo caer a mi alrededor enormes bloques de piedra. Y, de pronto, me encontré ante la horrible criatura de cuerpo monstruoso. Era ciega y desprovista de inteligencia, pero poseía una cierta forma de sensibilidad pues, casi instantáneamente, al lanzarla una pesada piedra, dejaron sus movimientos de ser desordenados. Cargó hacia mí, proyectando trozos de mampostería a derecha e izquierda, como un toro que salpica cuando cruza un río.
Empecé a huir, apartándola de las masas aullantes de guerreros que se debatían y corrían a lo largo del filo de acantilado. Me encontré súbitamente en un parapeto que daba al precipicio: el río Yogh se encontraba quinientos pies por debajo. El monstruo llegó. Al tiempo que me volvía desesperadamente, la criatura irguió su masa entera y se lanzó sobre mí. En medio de su gigantesco cuerpo de babosa pude ver una mancha oscura, tan grande como mi mano, que latía como un corazón. Comprendí que aquel era el centro vital de la criatura, y salté como un tigre herido, hundiendo la espada en aquella mancha negra.
Ignoro si lo conseguí o no. En el momento en que cargué, el universo entero estalló en un chisporroteo de llamas de un blanco cegador en medio de un trueno. Y, después, las tinieblas de la inconsciencia me sumergieron.
Más tarde me dijeron que, cuando mi espada se hundió en el cuerpo del monstruo de fuego, tanto él como yo fuimos envueltos por una llama azul y cegadora. Hubo una terrible explosión, como un trueno, que desgarró a la criatura y proyectó su cuerpo mutilado —al mismo tiempo que a mí— lejos del acantilado. Fue una vertiginosa caída por el vacío antes de estrellarme, quinientos pies más abajo, en las azules aguas del río Yogh.
Sin Thab habría muerto ahogado. Pese a sus heridas, se lanzó al río y se sumergió en sus aguas hasta que encontró y sacó a la orilla mi cuerpo inerte.
Diréis sin duda que es imposible que un hombre caiga desde quinientos pies a las aguas de un río sin perecer. Solo diré que yo lo he hecho y que he sobrevivido; pero no creo que ningún hombre de la Tierra hubiera salido indemne.
Estuve inconsciente largas horas y, luego, fui presa del delirio, y, durante otro período, estuve completamente paralizado antes de que mis nervios y mi cuerpo volvieran lentamente a la vida.
Cuando recobré el sentido, estaba tumbado en una cama, en la ciudad de Koth. No tenía ningún recuerdo de la larga marcha a través de los bosques y las llanuras después de que los guras abandonaran la arruinada ciudad de Yugga. De los nueve mil hombres que habían ido al reino de Yagg, solo cinco mil volvieron, heridos, agotados, cubiertos de sangre, pero vencedores. Y volvieron acompañados por cincuenta mil mujeres, las antiguas esclavas de los derrotados yagas. Las que no eran ni kothianas ni khorianas fueron escoltadas hasta sus respectivas ciudades: un hecho único en la historia de Almuric. Las mujeres de piel amarilla y cobriza pudieron elegir entre quedarse en una u otra de las ciudades para vivir con completa libertad en ellas.
En cuanto a mí, tengo a Altha... y ella a mí. Su belleza, cercana al esplendor, me iluminó cuando, recobrando la conciencia, la vi inclinada sobre mí después de regresar de Yagg. Sus facciones parecieron brillar y flotar por encima de mí; luego se fundieron en una visión graciosa de indecible encanto que, pese a todo, me era extrañamente familiar. Nuestro amor durará para siempre, pues nació en los ardientes fuegos de una experiencia en común..., creció en el seno de una prueba salvaje y de grandes sufrimientos.
Por primera vez, reina la paz entre Koth y Khor, pues las dos ciudades se han jurado una amistad eterna; y la única guerra que libran es contra las bestias salvajes y las extrañas formas de vida animal que pueblan el planeta. Nosotros dos —yo, que nací en la Tierra, y Altha, una hija de Almuric que posee las mejores virtudes de las terrestres— esperamos inspirar un poco de la cultura de mi planeta natal en la mente de estas gentes antaño salvajes, y hacerlo antes de morir y volver al polvo de mi planeta de adopción, Almuric.