Forcé implacablemente la velocidad del demonio alado. Y solo cuando se empezaba a poner el sol le dejé descender y posarse en el suelo. Le até los pies y las alas para que no pudiera escaparse, y luego recogí unos cuantos frutos y nueces que nos sirvieran de alimento. Le alimenté tan bien como a mí mismo. Necesitaba todas sus fuerzas para volar. Durante la noche, algunas fieras se acercaron peligrosamente a nuestro campamento, y mi aterrorizado cautivo empalideció como si estuviese muerto, pues nos era imposible encender un fuego que las mantuviera a distancia, aunque ninguna nos atacó. Habíamos dejado atrás, muy atrás, el bosque del río Rojo, y ya habíamos alcanzando las vastas llanuras. Le hice tomar la ruta más directa que nos llevase a Koth, guiado por el instinto infalible del salvaje. Escrutaba continuamente el cielo a mis espaldas, atento a divisar el menor signo de persecución, pero ninguna banda de formas aladas ensombreció el horizonte hacia el sur.
* * *
Fue durante el cuarto día de viaje cuando divisé una forma oscura que avanzaba por las llanuras que se deslizaban bajo nosotros, y comprendí que era un ejército en marcha. Ordené al yaga que los sobrevolara. Sabía que nos encontrábamos cerca del vasto territorio dominado por la ciudad de Koth, y que se trataba, casi con toda certeza, de guerreros kothianos. Si aquel era el caso, eran bastantes, pues mientras nos acercábamos vi que eran varios millares de hombres avanzando en bastante buen orden.
Tan intenso era mi interés que a punto estuvo de ser mi ruina. Durante el viaje, no ataba las piernas del yaga —me había afirmado que no podía volar con las piernas atadas—, aunque sí le dejaba maniatadas las muñecas. No me di cuenta de que estaba royendo furtivamente la cinta de cuero. Como el yaga no había intentado rebelarse, yo llevaba la daga en el cinto. Comprendí, demasiado tarde, que se revolvía cuando se dio una vuelta de costado. Desequilibrado, a punto estuve de caer al vacío. Me enrolló el largo brazo alrededor del torso y alargó la mano hacia mi cinturón. Un instante mas tarde, mi propia daga brillaba en su mano.
Fue una de las batallas más despiadadas que haya librado. Tras el brusco viraje, me encontraba frente al yaga, no sobre su espalda. Y me mantenía en aquella precaria situación agarrándole de los pelos y doblando una rodilla alrededor de una de sus piernas. Mi mano libre apretaba como un cepo la mano armada. Combatíamos furiosamente a un millar de pies por encima del suelo: él, para librarse de mí y precipitarme al vacío, y yo, para seguir agarrado a él y evitar la daga centelleante.
En el suelo, mi peso y fuerza superiores habrían decidido el resultado del combate rápidamente; pero en los aires la ventaja era suya. La mano libre de mi adversario me golpeó en la cara y me la arañó, mientras que con la rodilla libre me pateaba la ingle una y otra vez. Me agarré a él ferozmente, recibiendo la paliza sin vacilar, hasta que me di cuenta de que, por la ferocidad de nuestro combate, perdíamos altura y descendíamos hacia el suelo.
El yaga también se dio cuenta. Hizo un último y desesperado esfuerzo. Blandiendo la daga con la mano libre, golpeó hacia mi garganta. En el mismo instante, le retorcí la cabeza de un modo terrible. Nos contorsionamos y nuestra feroz lucha nos fue llevando cada vez más cerca del suelo. El puñal desviado por mis frenéticos movimientos, en lugar de golpearme, se le hundió en el muslo.
Un grito terrible se le escapó de los labios; su presa se aflojó mientras se desvanecía, tanto por el efecto del dolor como por mis golpes, y empezamos a caer como plomo hacia el suelo. Me esforcé para darle la vuelta y que se encontrase debajo de mí; en el mismo instante, golpeamos en el suelo con terrible impacto.
Me levanté titubeando, aturdido. El yaga no se movía; su cuerpo, bajo el mío, había amortiguado mi caída, y debía tener rota la mitad de los huesos.
Un vivo clamor resonó en mis oídos. Me volví y vi una horda de siluetas velludas que corrían hacia mí. Oí que mi nombre era voceado por un millar de gargantas. Había encontrado a los hombres de Koth.
Un gigante hirsuto me estrechó la mano y me dio un golpe en la espalda que hubiera hecho tambalearse a un caballo, al tiempo que me gritaba:
—¡Mano de Hierro! ¡Por las mandíbulas de Thak, Mano de Hierro! ¡Estréchame la mano, viejo guerrero! ¡Por los rayos del Infierno, no había vivido una hora tan feliz desde que le rompí la espalda al viejo Khush de Tanga!
Se trataba del viejo Khossuth el Rompedor de Cráneos, tan sombrío como de costumbre, Thab el Rápido, Gutchiuk Cólera de Tigre... casi todos los hombres fuertes de Koth. Y el modo en que me golpeaban la espalda y saludaban mi llegada con sus rugidos, me reconfortó como nunca antes me había pasado en la Tierra, pues sabía que en sus grandes y sencillos corazones no había lugar para la hipocresía.
—¿Dónde has estado. Mano de Hierro? —exclamó Thab el Rápido—. Descubrimos tu carabina hecha pedazos, en las llanuras, y a un yaga cerca, con el cráneo roto; llegamos a la conclusión de que te habían matado esos demonios alados. Pero no encontramos tu cuerpo... ¡y ahora caes del cielo luchando con otro de esos demonios! Dime, ¿no habrás llegado hasta Yugga?
Se echó a reír como si acabara de gastar una broma.
—En efecto, he estado en Yugga, en el peñón de Yuthla, junto al río Yogh, en el reino de Yagg —contesté—. ¿Dónde está Zal el Lancero?
—De guardia en la ciudad con el millar de hombres que dejamos en ella —respondió Khossuth.
—Su hija languidece en la Ciudad Negra —dije—. Y en la noche de la luna llena, Altha, hija de Zal, morirá con otras quinientas jóvenes guras... a menos que consigamos impedirlo.
Un murmullo de cólera y horror recorrió las filas de guerreros. Recorrí con la mirada aquella horda salvaje. Eran más de cuatro mil; evidentemente, no había arcos, pero todos los hombres llevaban carabina. Aquello significaba guerra y, por su número, debía tratarse de una expedición de castigo.
—¿Dónde vais? —pregunté.
—Los hombres de Khor marchan contra nosotros en número de cinco mil —respondió Khossuth—. Nuestras dos tribus van a enfrentarse en un combate decisivo. Nos dirigimos a su encuentro para luchar lejos de nuestras murallas y ahorrarles a las mujeres los horrores de la guerra.
—¡Olvidad a los hombres de Khor! —grité encolerizado—. Queréis proteger a vuestras mujeres... ¡pero qué hay de las mujeres que sufren y son torturadas en el negro peñón de Yuthla! ¡Seguidme! ¡Os conduciré hasta la fortaleza de los demonios que han saqueado Almuric durante un millar de siglos!
—¿Cuántos guerreros tienen? —preguntó Khossuth, dudoso.
—Veinte mil.
Los hombres que me rodeaban lanzaron un gemido.
—¡Apenas somos un puñado! ¿Qué podríamos hacer frente a una horda de esas proporciones?
—¡Os lo enseñaré! —exclamé—. ¡Os conduciré hasta el corazón de su ciudadela!
—¡Hai! —rugió Ghor el Oso blandiendo la pesada espada, dispuesto, como siempre, a seguir mis sugerencias—. ¡Bien dicho! ¡Venid, hermanos! ¡Sigamos a Mano de Hierro! ¡Él nos enseñará el camino!
—¿Y los hombres de Khor? —observó Khossuth—. Vienen a atacarnos. Debemos combatir con ellos.
Ghor lanzó un gruñido sonoro cuando la veracidad de aquella afirmación se abrió paso en su mente. Todas las miradas se volvieron hacia mí.
—Dejad que yo me ocupé de ellos —propuse desesperadamente—. Dejad que les hable...
—Te cortarán la cabeza antes de que puedas abrir la boca —gruñó Khossuth.
—Exacto —reconoció Ghor—. Estamos en guerra con los hombres de Khor desde hace cinco mil años. No se puede confiar en ellos, camarada.
—Estoy dispuesto a correr el riesgo —respondí.
—Podrás hacerlo dentro de un instante —dijo Gutchiuk, severo—. ¡Ahí llegan!
Vimos en la lejanía una masa oscura que avanzaba hacia nosotros.
—¡Montad las carabinas! —ladró el viejo Khossuth, centelleándole los ojos fríos—. ¡Preparad las espadas y seguidme!
—¿Quieres librar batalla esta misma tarde? —Alzó los ojos hacia el sol.
—No. Vamos a acercarnos a ellos y a montar el campamento justo en el límite de tiro de sus carabinas. Luego, al alba, atacaremos y los haremos pedazos.
—Ellos tendrán la misma idea —explicó Thab—. ¡Oh, esto va a ser muy divertido!
—Y mientras os divertís vertiendo sangre inútilmente —repliqué con amargura—, vuestras hijas y mujeres aullarán con la tortura como ridículos juguetes del pueblo alado de Yugga. ¡Locos! ¡Estáis locos!
—Pero, ¿qué podemos hacer? —me cortó Gutchiuk.
—¡Seguidme! —les grité con determinación—. Vamos a acercarnos a los hombres de Khor, luego, iré a buscarles yo solo.
Me di la vuelta y me alejé por la llanura con largas zancadas. Los peludos hombres de Koth me siguieron, sacudiendo la cabeza y murmurando. Al principio, la masa que venía en nuestra dirección era una mancha indistinta; pero no tardaron en empezar a destacarse los detalles —cuerpos cubiertos de pelo, caras feroces, armas centelleantes—; sin embargo, seguí avanzando, con despreocupación. No conocía ni el miedo ni la prudencia; todo mi ser estaba como inflamado y temblaba de impaciencia, decidido a llevar a cabo mi desesperada misión.
Varios cientos de metros separaban aún los dos ejércitos cuando tiré al suelo mi arma —la daga yaga— y avancé, tras apartar las manos de Ghor, que quería detenerme, solo y desarmado, con los brazos en alto y las palmas vueltas hacia el enemigo.
Los guerreros de Khor se detuvieron y se dispusieron en línea de batalla, listos para el combate. Se turbaron ante mi comportamiento y aspecto poco habituales. Esperaba oír la detonación de una carabina de un momento a otro, pero no pasó nada. No tardé en encontrarme a pocos metros del grupo que estaba al frente del ejército, los hombres más fuertes reunidos alrededor de la figura del que era su jefe, el viejo Bragi, por lo que me había dicho Khossuth. Había oído hablar de él; era un hombre duro y cruel, de humor cambiante, de feroces pasiones.
—Dejad que yo me ocupé de ellos —propuse desesperadamente—. Dejad que les hable...
—Te cortarán la cabeza antes de que puedas abrir la boca —gruñó Khossuth.
—Exacto —reconoció Ghor—. Estamos en guerra con los hombres de Khor desde hace cinco mil años. No se puede confiar en ellos, camarada.
—Estoy dispuesto a correr el riesgo —respondí.
—Podrás hacerlo dentro de un instante —dijo Gutchiuk, severo—. ¡Ahí llegan!
Vimos en la lejanía una masa oscura que avanzaba hacia nosotros.
—¡Montad las carabinas! —ladró el viejo Khossuth, centelleándole los ojos fríos—. ¡Preparad las espadas y seguidme!
—¿Quieres librar batalla esta misma tarde? —Alzó los ojos hacia el sol.
—No. Vamos a acercarnos a ellos y a montar el campamento justo en el límite de tiro de sus carabinas. Luego, al alba, atacaremos y los haremos pedazos.
—Ellos tendrán la misma idea —explicó Thab—. ¡Oh, esto va a ser muy divertido!
—Y mientras os divertís vertiendo sangre inútilmente —repliqué con amargura—, vuestras hijas y mujeres aullarán con la tortura como ridículos juguetes del pueblo alado de Yugga. ¡Locos! ¡Estáis locos!
—Pero, ¿qué podemos hacer? —me cortó Gutchiuk.
—¡Seguidme! —les grité con determinación—. Vamos a acercarnos a los hombres de Khor, luego, iré a buscarles yo solo.
Me di la vuelta y me alejé por la llanura con largas zancadas. Los peludos hombres de Koth me siguieron, sacudiendo la cabeza y murmurando. Al principio, la masa que venía en nuestra dirección era una mancha indistinta; pero no tardaron en empezar a destacarse los detalles —cuerpos cubiertos de pelo, caras feroces, armas centelleantes—; sin embargo, seguí avanzando, con despreocupación. No conocía ni el miedo ni la prudencia; todo mi ser estaba como inflamado y temblaba de impaciencia, decidido a llevar a cabo mi desesperada misión.
Varios cientos de metros separaban aún los dos ejércitos cuando tiré al suelo mi arma —la daga yaga— y avancé, tras apartar las manos de Ghor, que quería detenerme, solo y desarmado, con los brazos en alto y las palmas vueltas hacia el enemigo.
Los guerreros de Khor se detuvieron y se dispusieron en línea de batalla, listos para el combate. Se turbaron ante mi comportamiento y aspecto poco habituales. Esperaba oír la detonación de una carabina de un momento a otro, pero no pasó nada. No tardé en encontrarme a pocos metros del grupo que estaba al frente del ejército, los hombres más fuertes reunidos alrededor de la figura del que era su jefe, el viejo Bragi, por lo que me había dicho Khossuth. Había oído hablar de él; era un hombre duro y cruel, de humor cambiante, de feroces pasiones.
—¡Alto! —me gritó blandiendo la espada—. ¿Qué trampa es esta? ¿Quién eres tú que te atreves a acercarte así, con las manos vacías, cuando hay una batalla inminente?
—Soy Esau Mano de Hierro, de la tribu de Koth —respondí—. Quiero parlamentar contigo.
—¿Quién es este loco? —barritó Bragi—. Than... métele una bala en la cabeza.
Pero el hombre llamado Than, que me observaba con atención, bajó la carabina en vez de dispararme.
—¡No mientras viva! —exclamó, viniendo hacia mí con los brazos abiertos—. ¡Por Thak, es él! ¿Te acuerdas de mí, de Than el Espadachín, a quien salvaste la vida en las colinas?
Levantó la barbilla para enseñarme una gran cicatriz pálida que le cruzaba el cuello musculoso.
—¡Eres el que luchaba con el tigre! ¡No pensé que fueras a sobrevivir de aquellas terribles heridas!
—¡Cuesta trabajo matar a los hombres de Khor! —dijo, echándose a reír alegremente y abrazándome con la fuerza de un oso—. Pero, ¿qué haces en medio de esos perros de Koth? ¡Deberías luchar a nuestro lado!
—Si dependiera de mí, no habría más batallas —respondí—. Solo deseo parlamentar con tus jefes y con sus guerreros. No hay nada en contra, ¿verdad?
—Cierto —reconoció Than el Espadachín—. Bragi, ¿no irás a negárselo?
Bragi masculló algunas palabras, mirándome furioso.
—Diles a tus guerreros que avancen hasta ahí. —Le señalé el lugar en cuestión.. Los hombres de Khossuth se pusieron frente a ellos—. Así podrán los dos ejércitos oír lo que tengo que decir. Si no llegamos a un acuerdo, cada grupo se retirará del otro quinientos metros... y, luego, que pase lo que queráis.
—¡Estás loco! —El viejo Bragi se tiraba de la barba y le temblaba la mano de rabia—. Esto es una trampa muy burda. ¡Vete a tu cubil, perro!
—Soy tu rehén —respondí—. No tengo armas. Estaré todo el tiempo al alcance de tu espada. ¡Al menor signo de traición, clávamela!
—¿Por qué?
—¡He sido prisionero de los yagas! —grité—. ¡Y he venido para decirles a los guras lo que pasa en el reino de Yagg!
—¡Los yagas se llevaron a mi hija! —exclamó un guerrero, abriéndose paso entre sus compañeros—. ¿La has visto en Yagg?
«Se llevaron a mi hermana...», «Y a mi joven esposa...», «Y a mi sobrina...». Los gritos se alzaron por doquier y los hombres se apiñaron a mi alrededor, olvidándose del enemigo y turbados por la intensidad de sus emociones.
—¡Atrás, imbéciles! —bramó Bragi, golpeándoles con la hoja de la espada—. ¿Vais a romper la formación y a permitir que los kothianos os despedacen? ¿No comprendéis que todo es una trampa?
—¡No es una trampa! —grité—. ¡Escuchadme, por el amor de Dios!
No hicieron caso a las protestas de Bragi. Hubo un enorme movimiento de la multitud, y los hombres empezaron a gritar y echaron a correr en todas direcciones. Durante aquella frenética agitación, solo la benevolente Providencia impidió que los kothianos, con los nervios a flor de piel, disparasen una salva contra la turbulenta masa de sus enemigos. No tardó en establecerse algo parecido al orden. Y la conferencia, finalmente, tuvo lugar, aunque en medio de gritos y gruñidos. Los dos ejércitos se dispusieron como yo había ordenado —un semicírculo de khorianos frente a otro de kothianos. Debido a lo cerca que se hallaban unos de otros, el odio tribal estaba en ebullición, amenazando con estallar en cualquier instante. Las mandíbulas se crispaban agresivamente, los ojos ardían, las velludas manos agarraban con rabia las carabinas. Como perros salvajes, aquellos hombres se lanzaban miradas homicidas. Y me apresuré a comenzar la arenga.
* * *
Nunca he tenido grandes dotes de orador y, cuando avancé entre las dos hordas, sentí que moría mi fuego interior, apagado por una ola helada de desesperación. Un millón de siglos de guerras tribales y odios feroces se alzó ante mí. Un solo hombre frente a ideas profundamente ancladas, frente a las inhibiciones y costumbres de todo un mundo que existían desde hacía milenios incalculables... aquella idea me paralizaba, me aplastaba. Pero, luego, un furor ciego se abatió sobre mí al recordar los horrores de Yugga; el fuego ardió de nuevo y me abrazó para que pudiera envolver el mundo y dominarlo. Y en alas de aquel frenesí, fui llevado a cimas insospechadas.
No valía la elocuencia para narrar el relato que tenía que hacer. Conté mi historia con el lenguaje más claro y simple que me era posible; los hechos y las emociones que me sustentaban hacían vibrar aquellas palabras desnudas que ardían como si fueran de ácido.
Les hablé del infierno que era Yugga. Les dije cómo morían sus hijas torturadas por los demonios —mujeres despedazadas por el látigo, rotas en el potro, desmembradas en el caballete, despellejadas vivas, hechas pedazos—, les revelé los tormentos que dejan el cuerpo indemne pero que vacían la mente de razón, haciendo de la víctima un ser estúpido, ciego y balbuceante. Les dije... Oh, Señor, no puedo repetir todo lo que les dije porque el recuerdo de esas abominaciones me turba el corazón, aún ahora, y desfallezco, casi a las puertas de la muerte.
Antes incluso de que hubiera terminado mi relato, los hombres empezaron a bramar y a golpearse el pecho con los puños crispados; lloraban tanto de odio como de rabia. Les azucé por última vez, azotándoles con un látigo de escorpiones.
—¡Son vuestras mujeres, vuestra sangre, vuestra carne, las que aúllan en los potros de tortura de Yugga! Decís que sois hombres... os pavoneáis, fanfarroneáis y os hacéis los importantes mientras esos demonios se burlan de vosotros. ¿Hombres? ¡Ja! —Me eché a reír con una risa de lobo, y aquella risa encerraba todo mi amargo furor, todo mi dolor—. ¿Hombres? ¡Mejor haríais volviendo a casa y poniéndoos faldas de mujer!
Se oyó un terrible aullido. Blandieron los puños, fijaron en mí sus miradas inyectadas en sangre, gargantas peludas rugieron con un furor que les llevaba al suplicio.
—¡Mientes, perro! ¡Maldito seas, mientes! \Somos hombres! ¡Guíanos contra esos demonios o te hacemos pedazos!
—Si me seguís —aullé—, muy pocos volveréis. Sufriréis mucho y moriréis a millares. Pero si hubierais visto lo que yo, no desearíais vivir. Se acerca el momento en que los yagas limpien sus casas. Están ya hartos de sus esclavas. Van a matar a las que tienen antes de volar y lanzarse sobre el mundo para capturar otras nuevas. Os he contado la destrucción de Thugra. Lo mismo le pasará a Khor. Lo mismo le pasará a Koth... cuando los demonios alados surjan de la noche. ¡Seguidme hasta Yugga... os mostraré el camino! ¡Si sois hombres, venid conmigo!
Me brotó sangre de los labios cuando lancé aquel exhorto. Titubeé y caí hacia atrás, agotado por el discurso, con los nervios deshechos. Ghor me sostuvo con sus brazos musculosos.
Khossuth se levantó, como si fuera un fantasma descarnado. Su voz espectral se alzó para dominar el tumulto.
—Seguiré a Esau Mano de Hierro hasta Yugga si los hombres de Khor aceptan una tregua hasta nuestro regreso. ¿Cuál es tu respuesta, Bragi?
—¡No! —rugió Bragi—. La paz no puede existir entre Khor y Koth. Las mujeres que se encuentran en Yugga están perdidas. ¿Quién podría combatir contra esos demonios? ¡Levantaos, guerreros, y volved a formar! ¡Ningún hombre me hará olvidar los odios ancestrales con palabras insensatas!
Blandió la espada. Than el Espadachín, con lágrimas de sufrimiento y rabia inundándole el rostro, sacó el puñal y lo hundió hasta el pomo en el corazón de su rey. Volviéndose hacia la horda estupefacta, levantó la daga ensangrentada. Su cuerpo se sacudía con frenéticos sollozos cuando aulló:
—¡Que así mueran todos los que nos hagan traicionar a nuestras mujeres! ¡Que desenvainen las espadas todos los hombres de Khor que estén dispuestos a seguirme hasta Yugga!
Cinco mil espadas brillaron al sol y un formidable rugido, lanzado por cinco mil gargantas, hizo temblar los cielos. Cuando Than el Espadachín se volvió hacia mí, con los ojos encendidos por la locura, gritó:
—¡Guíanos a Yugga, Esau Mano de Hierro! ¡Guíanos a Yugga, o llévanos al Infierno! ¡Teñiremos de sangre las aguas del Yogh, y los yagas hablarán de nosotros con terror durante diez mil veces un millar de años!
De nuevo, el estrépito de las espadas y el rugido de los hombres galvanizados hizo temblar el cielo.