Era medianoche cuando me desperté bruscamente. La antorcha del calabozo temblaba y chisporroteaba.
El guardia que había ante la puerta hacía ya tiempo que se había marchado. Fuera, la noche estaba llena de ruidos. Imprecaciones, aullidos y disparos se mezclaban con el entrechocar de las espadas; por encima de todo aquel estrépito se alzaban los gritos de las mujeres. Escuché, igualmente, un sonido curioso... como un batir de alas en los aires. Tiré de las cadenas, enloquecido por el deseo de saber lo que pasaba. Se estaba combatiendo en la ciudad, de aquello no había duda alguna, pero, si se trataba de una guerra civil o de un ataque lanzado por alguna tribu enemiga, no había modo de saberlo.
Unos pasos ligeros retumbaron en el corredor, y Altha irrumpió en la celda. Llevaba el cabello despeinado y en desorden, la ropa hecha jirones; un terror indecible brillaba en sus ojos.
—¡Esau! —gritó—. ¡El final se abate cayendo desde el cielo sobre los thugras! ¡Millares de yagas atacan la ciudad! ¡Se combate en las calles y en los tejados... ríos de sangre van por las regueras y las calles están llenas de cadáveres! ¡Mira! ¡La ciudad está siendo devorada por las llamas!
Por las altas ventanas, cerradas con barrotes, vi una luz difusa. El seco crepitar de las llamas retumbaba en alguna parte. Altha sollozó al intentar vanamente desatar mis ataduras. Aquel mismo día. Logar empezó con las torturas físicas. Me había hecho colgar del techo mediante una cinta de cuero atada alrededor de las muñecas, de modo que los dedos de los pies apenas me llegaban para apoyarme en un bloque de granito. Pero Logar no había pensado en una cosa. Sus guerreros emplearon una cinta de cuero sin curtir, que se estiró y me permitió apoyar los pies en el bloque de piedra. En aquella posición, mi sufrimiento fue soportable. Incluso llegué a dormirme, pese a que aquella postura no era muy confortable.
Mientras Altha tiraba vanamente de mis ataduras, le pregunté dónde había estado durante todos aquellos días. Me respondió que había escapado de Logar cuando llegamos a la ciudad. Unas mujeres bondadosas que se apiadaron de ella la ocultaron y la dieron de comer. Desde entonces había esperado el momento propicio para ayudarme a escapar.
—¡Y ahora —gimió retorciéndose las manos— no puedo hacer nada! ¡No consigo deshacer este maldito nudo!
—¡Busca un cuchillo! —ordené—. ¡Deprisa!
En el momento en que se dio la vuelta, lanzó un gritó e hizo un movimiento de retroceso, temblando de miedo, al tiempo que una silueta terrible atravesaba el umbral con paso tambaleante.
Era Logar, con la cabellera y la barba enredadas y enrojecidas, con los pelos del torso poderoso secos y ennegrecidos. En sus ojos bañados en sangre bailaba la luz de la locura mientras avanzaba hacia mí con paso titubeante. Levantó el puñal que yo mismo le arrebatara tanto tiempo antes.
—¡Perro! —croó—. ¡Thugra está condenada! ¡Los demonios alados han surgido del cielo, como buitres que se abalanzaran sobre el cadáver de un buey! ¡He matado y masacrado a tantos de ellos que estoy a punto de reventar! Sin embargo, cada vez vienen más. Pero me he acordado de ti. No podría descansar en paz en el infierno si supiera que sigues con vida. Voy a enviarte a él antes que yo; ¡luego volveré a las calles para combatir hasta la muerte!
Altha lanzó un gritó y se lanzó hacia adelante para protegerme, pero Logar fue más rápido que ella. Alzándose sobre la punta de los pies, me agarró por el cinto y blandió el puñal. Cuando ya se disponía a golpear, le di un rodillazo, con una fuerza terrible, que le alcanzó en la mandíbula. El impacto debió romperle el cuello de toro como si fuera una rama seca. Su hirsuta cabeza fue proyectada hacia atrás, entre los hombros, con el barbudo mentón apuntando hacia el techo abovedado. Se derrumbó como un toro en el matadero y golpeó con la cabeza violentamente en las losas de piedra.
Una risa baja retumbó en el umbral. Recortándose en el dintel de la puerta había una gran forma de ébano, con las alas a medio desplegar; tenía en la mano escarlata una cimitarra anegada en sangre. Enmarcada por la luz de color rojo oscuro que había a sus espaldas, habría podido decirse que se trataba de un demonio de negras alas de pie ante las puertas del Infierno iluminado por las llamas. Unos ojos sin pasión me miraron fijamente de un modo enigmático y, luego, la cruel mirada se dirigió rápidamente de la forma caída en las losas a la silueta de Altha, acurrucada a mis pies.
Gritando algo por encima del hombro, el yaga se adentró en el calabozo seguido por una veintena de criaturas de su propia especie. La mayor parte de ellos estaban heridos, y llevaban las espadas melladas y tintas de sangre.
—Lleváoslos —dijo el que había llegado primero, señalándonos tanto a Altha como a mí.
—¿Por qué? —preguntó uno de los suyos.
—¿Quién ha visto alguna vez un hombre de piel blanca y ojos azules? Seguro que interesará a Yasmeena. Pero, cuidado. Tiene los músculos de un león.
Uno de ellos agarró a Altha del brazo y la arrastró fuera de la sala, mientras ella se debatía vanamente y volvía la cabeza para posar sobre mí una mirada aterrorizada. Los otros, manteniéndose a una prudente distancia, arrojaron a mis pies una red de seda. Una vez aprisionadas mis piernas, se apoderaron de mí y me ataron con cuerdas de seda que ni un león habría sido capaz de romper. Solo después de tenerme bien atado cortaron la correa de cuero de la que estaba colgado. Dos de ellos me levantaron y me sacaron del calabozo. Salimos a la calle y mi mirada tropezó con una visión de pesadilla.
Los muros de piedra estaban a salvo de las llamas, naturalmente, pero la estructura de los edificios estaba ardiendo. El humo subía en espesas espirales turbulentas, atravesadas por lenguas de fuego. En un segundo plano fuliginoso había formas oscuras que se retorcían y convulsionaban, como las almas de los condenados. A través de aquellos negros nubarrones pasaban cosas que parecían meteoros en llamas y que, luego, comprendí que no eran más que hombres alados portadores de antorchas.
En las calles, en medio de una lluvia de chispas y muros que se derrumbaban, en las casas incendiadas, en los tejados, se desarrollaban escenas demenciales. Los hombres de Thugra combatían con el furor de panteras moribundas. Cualquiera de ellos habría sido un adversario más que terrible para un yaga en combate singular, pero los demonios alados los sobrepasaban en número y su agilidad diabólica en los aires equilibraba la fuerza superior y el valor de los hombres mono. Lanzándose desde el cielo golpeaban con sus curvas espadas, para luego volar de nuevo y ponerse fuera de alcance antes de que sus víctimas pudieran contraatacar. Si tres o cuatro demonios atacaban al unísono a un solo enemigo, la masacre era segura y rápida. El humo no parecía entorpecerlos, pero sí lo hacía a sus enemigos humanos. Algunos demonios, apostados en los techos, tensaban los arcos y asaeteaban las masas humanas apresadas en medio de las calles.
La matanza no tenía lugar en un solo campo de combate. Cuerpos alados y cuerpos peludos yacían por doquiera en las calles inundadas de sangre. Las carabinas crepitaban y numerosos demonios, alcanzados en pleno vuelo, caían al suelo batiendo las alas desesperadamente. Las espadas se abatían locamente, desgarrando cuerpos, y, cuando las manos de un gura loco de desesperación llegaban a la garganta de un yaga, este último moría atrozmente.
Sin embargo, la mayor carnicería —con mucho— era en las filas de los hombres de Thugran. Ciegos y sofocados por el humo, disparaban al azar, y casi ninguna bala alcanzaba su objetivo. Sumergidos por el número, desconcertados por la táctica de águila de sus implacables enemigos, combatían en vano, y caían destrozados o llenos de flechas.
Aparentemente, el objetivo principal de los yagas era la captura de mujeres. Sin cesar, veía hombres alados lanzándose y volar entre los torbellinos de humo, llevando en brazos a una joven que aullaba frenéticamente.
¡Oh, era un espectáculo descorazonador! No creo que tal barbarie y una crueldad tan demoníaca se hayan desarrollado nunca sobre la Tierra, incluso cuando, en ciertas épocas, sus habitantes fuesen aún más sanguinarios. Aquellos no parecían seres humanos enfrentándose a otros seres humanos, sino representantes de dos formas de vida diferentes haciéndose la guerra, desprovistos de compasión o comprensión de cualquier tipo.
Pero la masacre no fue completa. Los yagas dejaban la ciudad que habían devastado; se alzaron al cielo, llevando a sus desnudas cautivas que se debatían desesperadamente. Los supervivientes seguían en las calles, disparando con encarnizamiento contra los vencedores que se alejaban; evidentemente, preferían arriesgarse a matar a sus compañeras antes que dejar que se las llevaran a la triste suerte que les estaba reservada.
Vi una maraña formada por un centenar de combatientes, tajando y jadeando en el techo más alto de la ciudad... los yagas para liberarse y escapar, los guras para lanzarlos a tierra y hacerlos pedazos. El humo giraba a su alrededor, las llamas lamían sus cabellos y los inflamaban; luego, con un formidable estrépito, el techo cedió y se derrumbó, precipitando, a vencedores y vencidos, hacia una muerte ardiente. La ensordecedora tormenta de las llamas devoradoras me llenaba los oídos cuando mis captores me llevaron por los aires, alejándose rápidamente de la ciudad de Thugra.
Tras unos instantes de turbación y confusión, recobré la conciencia y me di cuenta de que atravesaba el cielo a una velocidad terrible, al tiempo que por encima, por debajo, por todas partes, retumbaba el regular batir de poderosas alas. Me transportaban dos yagas con una habilidad perfecta, y me encontraba en medio de la bandada que se dirigía hacia el sur. La bandada había adoptado una formación triangular, como si fueran ocas salvajes. Estimé que los yagas serian unos diez mil. Oscurecían el cielo matinal y su sombra gigantesca pasaba rápidamente por la llanura mientras el sol empezaba a asomar por el horizonte.
Volábamos a una altura de unos diez mil pies. Muchos hombres alados llevaban en sus brazos a jóvenes y mujeres guras; la facilidad con que las portaban indicaba la increíble potencia de sus alas. Aquellos demonios alados eran menos musculosos que los guras, pero daban prueba de una robustez y resistencia inusitadas en los aires. Podían volar durante horas y a gran velocidad, con la misma formación triangular, con sus jefes hendiendo el aire frente a ellos, y podían hacerlo llevando un peso igual al suyo y casi con la misma velocidad de vuelo.
Nuestros captores volaron durante toda la jornada, sin hacer siquiera un alto para descansar o comer. Al caer la noche, descendieron en la llanura, donde encendieron hogueras y acamparon. Aquella noche quedará grabada para siempre en mi memoria como una de las mayores abominaciones que haya conocido en toda mi vida. A nosotros, a los prisioneros, no nos dieron ningún alimento, pero los yagas sí que comieron. Y su comida consistió en los pobres cautivos. Tendido e impotente, cerré los ojos para no ver aquella carnicería, y me hubiera gustado ser sordo para no escuchar aquellos gritos que desgarraban el corazón. La masacre de hombres puedo soportarla en la batalla, incluso en la más brutal y sangrienta carnicería. Pero la de mujeres sin defensa —por el simple placer de matar—, que solo pueden gritar implorando piedad, hasta que los cuchillos ponen fin a sus súplicas, es algo que no puedo soportar. Y, además, ignoraba si Altha era una de las elegidas para aquel macabro festín. Me sobresaltaba con cada silbido, con cada golpe seco de una espada decapitando a una de aquellas desgraciadas, viendo en mi mente que su adorable cabeza de negra melena rodaba sobre el suelo anegado en sangre. En cuanto a lo que pasaba alrededor de las otras hogueras, no podía saberlo.
Una vez hubo concluido aquel abominable festín, cuando los agotados demonios se echaron a dormir cerca de las hogueras, me quedé postrado, dominado por las náuseas. Escuchaba el rugido de los leones buscando una presa y pensé que un animal es infinitamente más dulce que cualquier criatura con aspecto humano. De mi horror nauseabundo nació un odio que me fortaleció y endureció para el futuro. Pasara lo que pasase, estaba fieramente decidido a que aquellos monstruos alados pagaran todos los sufrimientos que habían infligido a los guras.
* * *
Las primeras luces del alba teñían el cielo cuando nos volvimos a lanzar a los aires. No hubo comida. Supe que los yagas solo comían a intervalos; se hartaban de alimento y quedaban saciados para varios días. Después de algunas horas sobrevolando el paisaje habitual de las llanuras, llegamos súbitamente a la vista de un importante río que atravesaba la sabana de un horizonte a otro; la orilla norte de la corriente estaba flanqueada por una estrecha banda boscosa. El agua era de un extraño color púrpura y espejeaba como seda tornasolada. En la otra orilla se alzaba una torre alta y delgada, de una piedra negra y brillante que resplandecía como acero pulido.
Mientras pasábamos por encima del río, vi que su corriente era terrible. El gruñido de las aguas llegó hasta nosotros, y vi la agitación y los remolinos de las impetuosas aguas. Cruzando la corriente, en el mismo lugar en que se alzaba la torre, había unos cuantos peñascos enormes, entre los cuales el agua espumeaba tonante. Mirando hacia la torre, pude ver media docena de hombres alados sobre el techo almenado; alzaban y agitaban los brazos como saludando a nuestros raptores. Más allá del río, hacia el sur, se extendía un desierto... desnudo, polvoriento, grisáceo, sembrado de osamentas blancas esparcidas en sus arenas. A lo lejos, en el horizonte, vi una gigantesca masa negra que se alzaba hacia el cielo.
Se fue destacando poderosamente en el horizonte mientras nos dirigíamos con rapidez hacia ella. Pocas horas después, la alcanzamos y fui capaz de distinguir todos sus detalles. Se trataba de un bloque gigantesco de una roca negra parecida al basalto, alzándose en el corazón del desierto. Un gran río corría junto a su base y su cima estaba coronada con torres negras, minaretes y castillos. Así que no era un mito, sino una fantástica realidad... Yugga, la Ciudad Negra, la fortaleza del pueblo alado.
El río, que atravesaba el árido desierto, golpeaba contra el peñón y se dividía para formar un foso natural. Las aguas lamían las abruptas paredes de los acantilados. En un solo lado, se había formado una amplia playa arenosa; en ella se extendía otra ciudad. Su estilo arquitectónico era muy diferente del de los edificios que se alzaban en la gigantesca montaña. Las casas eran simples cabañas de piedra, pobres, de techo liso y de una sola planta. Una sola construcción era más importante: un edificio sombrío, parecido a un templo, adosado a la pared del acantilado.
Aquella ciudad baja estaba protegida por un muro de piedra maciza que la rodeaba por completo, al borde del agua, unido en cada uno de sus extremos al acantilado que se alzaba detrás de la ciudad.
Vi a sus habitantes y me di cuenta de que no eran ni yagas ni guras. Eran bajos y delgados; su piel era de un singular color azulado. Sus rostros eran más parecidos a los de los humanos de la Tierra, pero no reflejaban la inteligencia de los machos de los guras. Tenían las facciones pesadas, estúpidas y rencorosas. Las mujeres eran un poco más alegres que los hombres. Vi a aquellos seres extraños no solamente en la ciudad a los pies del acantilado, sino también trabajando en los campos que se extendían flanqueando el río.
Sin embargo, no tuve ocasión de observarlos largamente, pues los yagas se dirigían derechos a la fortaleza. Aquella se alzaba a unos quinientos pies por encima del río. Me quedé estupefacto por la perspectiva de las almenadas murallas, campanarios, minaretes y jardines colgantes sobre los techos en terraza que se ofrecían a mis ojos, pero tuve la impresión de que la ciudad sobre el peñón estaba construida como si fuera un palacio, y que cada una de sus partes enlazaba con las demás. Siluetas lánguidamente tendidas en divanes, en las terrazas, se incorporaban apoyadas en un codo y, desde decenas de ventanas los rostros de las mujeres nos observaron mientras nos posábamos sobre un inmenso techo plano que parecía una pista de aterrizaje. Una vez en él, muchos hombres alados se dispersaron y se alejaron en varias direcciones, confiando los cautivos a la guardia de trescientos o cuatrocientos guerreros. Les hicieron avanzar como si fueran un rebaño hacia una puerta gigantesca. Aquellas desafortunadas jóvenes eran unas quinientas, y Altha se encontraba entre ellas. Me llevaron, sin desatarme, con las mujeres. Tenía los miembros completamente anquilosados —pues las ataduras llevaban bastante tiempo impidiendo que el flujo sanguíneo circulase en mis venas—, pero la mente alerta y activa.
Franqueamos el portal por el que una docena de elefantes hubiera podido cruzar uno junto a otro, y descendimos por una escalera hasta llegar a un vestíbulo de similares dimensiones. Las paredes, la escalera, la bóveda y el suelo estaban hechos con la misma piedra negra y brillante, y deduje que había sido todo ello tallado en el mismo peñón en la que se alzaba Yugga y posteriormente pulido. Hasta aquel momento no había visto ni esculturas ni tapices, ni la menor tentativa de decoración; sin embargo, no podía negarse que un cierto esplendor se reflejaba en los muros colosales y los techos abovedados y negros como si fueran de ébano. Una majestuosidad impresionante emanaba de aquella arquitectura que parecía incongruente al considerar la bestialidad de sus constructores. No obstante, las altas siluetas negras no parecían desplazadas mientras seguían sombríamente los corredores de ébano. La Ciudad Negra... pero no era solo porque sus murallas fueran de color hollín por lo que los guras le habían asignado aquel nombre.
Según avanzábamos por los inmensos corredores, vi a muchos habitantes de Yugga. Junto a los hombres alados pude ver, por primera vez, a las mujeres de los yagas. Presentaban la misma constitución elástica, la misma piel oscura y satinada, las mismas facciones de ave de presa. Pero ellas no tenían alas. Se ataviaban con cortas faldas de seda, apretadas alrededor de la cintura con cinturones cuajados de gemas, y velos diáfanos las cruzaban por delante de los senos. Salvo por la crueldad casi tangible que expresaban sus rostros, eran muy bellas. Sus rasgos oscuros eran rectos y claramente marcados; sus cabellos no eran crespos.
Vi otras mujeres, centenares de hijas de los guras de negra cabellera y piel blanca. Pero había más: jóvenes de baja estatura, de cuerpo delicado y piel amarilla, y mujeres de tono cobrizo. Aparentemente, todas ellas eran esclavas del pueblo negro. Aquellas mujeres eran para mí algo nuevo e inesperado. Todas las formas de vida fantástica que me había encontrado hasta aquel momento eran mencionadas en los relatos o las leyendas de los kothianos. Los Cabezas de Perro, la araña gigante, el pueblo alado y su negra ciudadela y sus esclavos de piel azul... al menos, todo aquello estaba en las leyendas. Pero ningún hombre o mujer de Koth me había hablado nunca de mujeres de piel amarilla o cobriza.
¿Pertenecían aquellos prisioneros exóticos a otro planeta, y habían llegado a Almuric lo mismo que yo desde un mundo extraño?
Mientras meditaba en aquel nuevo misterio, franqueé —siempre llevado por dos yagas— un gigantesco portón de bronce, guardado por una veintena de guerreros alados. Y me encontré con los cautivos en medio de una inmensa sala de forma octogonal, cuyas paredes estaban decoradas con oscuros tapices. El suelo estaba recubierto por una alfombra —una materia espesa muy parecida a la piel— y el aire impregnado de olor a incienso y perfumes embriagadores.
En el fondo de la sala, amplios escalones de oro labrado conducían a un estrado tapizado de piel, en el cual yacía lánguidamente una joven de piel negra. Solo ella, de entre todas las mujeres yagas, tenía alas. Iba vestida como las otras y no llevaba ningún adorno, salvo un cinturón con gemas engarzadas del que asomaba la empuñadura de una daga cuajada de piedras preciosas. Su belleza era sorprendente e inquietante, como la belleza de una estatua sin alma. Percibí inmediatamente que era la menos humana de los inhumanos habitantes de Yugga. Sus ojos de mirada soñadora hablaban de sueños que iban más allá del entendimiento de los hombres. Su rostro era el de una diosa que ignorase la piedad y el miedo.
Alrededor del diván que ocupaba, en actitudes de humildad y servidumbre, había una veintena de jóvenes, totalmente desnudas, de piel blanca, amarilla y cobriza.
El jefe de nuestros captores avanzó hacia el estrado real y se inclinó respetuosamente. Tendiendo ante sí las manos —con las palmas hacia abajo y los dedos abiertos—, dijo:
—¡Oh, Yasmeena, Reina de la Noche, te traemos los frutos de nuestra conquista!
La joven se incorporó sobre un codo y, mientras su mirada extraña y terrible pasaba sobre los cautivos temerosamente inclinados, un escalofrío los recorrió, como si el viento soplase sobre los trigales. Desde la más tierna infancia, las niñas guras aprendían —por relatos y tradiciones— que la peor suerte posible era ser capturadas por el pueblo de la ciudad negra. Yugga era un reino brumoso de numerosos horrores, en el que reinaba un archidemonio, Yasmeena. En aquel momento, aquellas jóvenes temblorosas se encontraban ante el mismísimo vampiro. ¿Qué tenía de raro que muchas de ellas se desvanecieran?
Sin embargo, su mirada pasó rápidamente por ellas y se posó en mí, sujeto por dos guerreros. Vi un brillo de interés resplandeciendo en aquellos ojos oscuros y luminosos, y le preguntó al jefe:
—¿Quién es ese bárbaro de piel blanca, y con tan poco pelo como nosotros, vestido como un gura y que sin embargo no se les parece?
—Le encontramos cautivo de los thugranos, ¡oh, Amante de la Noche! —respondió—. Su Majestad debería interrogarle. Y ahora, oh, sombría belleza, si tuvieras a bien designar a las miserables criaturas que servirán tu gracia, para que las otras puedan ser repartidas entre los guerreros que participaron en la expedición...
Yasmeena asintió, mirándome fijamente, y, con unos gestos rápidos de la mano, señaló a una docena de jóvenes, las más hermosas, entre las que se encontraba Altha. Fueron apartadas. A las demás se las llevaron de la sala.
Yasmeena me consideró durante un largo momento, sin decir nada, hasta que se dirigió al que parecía ser su gran chambelán:
—Gotrah, ese hombre está agotado y da muestra de haber hecho un gran viaje y de haber padecido esclavitud, y tiene una herida sin curar en la pierna. Su aspecto, tal y como está ahora mismo, ofende mi mirada. Que se lo lleven, lo bañen, le den de comer y beber y que le venden la pierna. Luego, traedlo ante mí.
De aquel modo, mis captores, con un suspiro de cansancio, me levantaron de nuevo para sacarme de la sala real. Siguieron un sinuoso corredor, subieron un tramo de escaleras y entraron finalmente en una estancia en la que una fuente manaba burbujeando del suelo. Allí, tras ponerme cadenas de oro en muñecas y tobillos, cortaron las ataduras que me atenazaban. Tal fue el dolor, cuando la circulación de la sangre se reanudó por mis venas, que apenas me di cuenta de que me echaban sin miramientos en el baño. Me lavaron cuidadosamente —tenía el cuerpo y los miembros cubiertos de sudor, sangre y barro— y me dieron un nuevo calzón de seda escarlata. Me curaron la herida de la pantorrilla y, luego, una esclava de piel cobriza apareció con bandejas de oro llenas de comida. No me atreví a tocar la carne —debido al hecho de mis siniestras sospechas sobre su origen—, pero comí con voracidad los frutos y las nueces, y bebí largamente un vino de color verde que encontré delicioso y refrescante.
Después de aquello, me invadió tal sopor que me dejé caer en un diván de terciopelo y no tardé en dormirme profundamente. Me desperté cuando alguien empezó a sacudirme violentamente. Era Gotrah. Inclinado sobre mí, vi que llevaba en la mano un pequeño puñal. Al verlo, todos mis salvajes instintos fueron estimulados. Hice cuanto pude para romperle el cráneo a puñetazos. Solo la cadena que me rodeaba las muñecas me lo impidió. Retrocedió lanzando un juramento.
—No he venido a cortarte la garganta, bárbaro —declaró con un tono seco—, aunque reconozco que me agradaría. La joven kothiana le ha dicho a Yasmeena que tienes por costumbre cortarte los pelos que te cubren las mejillas, y es deseo de la reina verte así. Toma, coge este cuchillo y aféitate. No tiene punta, y me mantendré a prudente distancia mientras espero. Mira, aquí tienes un espejo.
Todavía medio dormido —pienso que me habían dado una droga junto con el vino verdoso, pero por qué razón no sabría decirlo—, apoyé el espejo enmarcado en plata en la pared y empecé a afeitarme. Me había crecido la barba notablemente durante mis sucesivos cautiverios. Fue un afeitado en seco, pero tenía la piel tan coriácea como cuero curtido, y el cuchillo tenía un filo más apurado que ninguna navaja que hubiera empleado en la Tierra. Cuando hube acabado, Gotrah emitió un gruñido al notar cómo cambiaba mi aspecto y me pidió que le devolviera el cuchillo. Como no valía para nada conservarlo —pues habría resultado un arma ridícula—, lo lancé hacia él y volví a dormirme.
Cuando desperté de nuevo fue de un modo natural y me levanté y examiné atentamente el lugar en que me encontraba. La sala estaba desprovista de todo ornamento, y amueblada tan solo con el diván, una pequeña mesa de ébano y un banco cubierto de piel. Solo tenía una puerta, cerrada y, sin duda, con el cerrojo echado por fuera, y una ventana. Las cadenas estaban sujetas a una argolla de oro empotrada en el muro de detrás del diván, pero eran lo bastante largas como para permitirme dar algunos pasos hasta la fuente y hasta la ventana. Aquella tenía barrotes de oro, y contemplé por ellos las terrazas, las torres y minaretes que cerraban mi horizonte.
Hasta aquel momento, los yagas me habían tratado muy bien; me pregunté cómo se estaría portando Altha, y si el hecho de formar parte de la corte de la reina le daría ciertos privilegios o le garantizaría una relativa seguridad.
Gotrah volvió de nuevo, acompañado por media docena de guerreros. Soltaron las cadenas de la argolla y me escoltaron por el corredor y luego subimos por una larga escalera. No me llevaron a la sala del trono, sino a otra habitación, más pequeña, en una torre. La estancia estaba tan llena de pieles y cojines que parecía atestada. Me hizo pensar en el antro cálido y algodonoso de una araña, y la araña negra estaba allí... tendida con languidez en un diván de terciopelo, mirándome fijamente con ávida curiosidad. No estaba rodeada de esclavos. Los guerreros me encadenaron al muro —aparentemente, cada muro de aquel condenado palacio tenía una argolla en la que atar a los cautivos— y luego nos dejaron solos.
Me pegué a las pieles y cojines, encontrando su contacto velloso irritante para mi piel... mi cuerpo, duro como el acero, no estaba acostumbrado a una vida cómoda. Durante un largo momento, que encontré fastidioso, la reina de Yugga me contempló en silencio. Su mirada tenía una cualidad hipnótica; sentí su impacto claramente. Pero tenía tan honda impresión de ser una bestia salvaje encadenada, como un espectáculo de feria, que no podía sentir otra emoción que la de una creciente cólera, La combatí. Un arrebato de furiosa locura quizá me permitiera romper las cadenas poco sólidas que me aprisionaban y librar al mundo de Yasmeena, pero Altha y yo seguiríamos prisioneros en aquel maldito peñón del que, según las leyendas, era imposible escaparse salvo por el aire.
—¿Quién eres? —preguntó Yasmeena bruscamente—. He visto a hombres de piel aún más lisa que la tuya, pero es la primera vez que veo a un hombre blanco sin pelo.
Antes de que pudiera preguntarle dónde había visto hombres sin pelo, sino entre mi propio pueblo, continuó:
—Y nunca he visto unos ojos semejantes a los tuyos. Parecen un lago de fondos helados; sin embargo, brillan y arden como la llama azulada que siempre arde sobre Xathar. ¿Cuál es tu nombre? ¿De dónde vienes? Esa chica, Altha, dice que llegaste de las regiones desérticas para quedarte en su ciudad, y que te enfrentaste victoriosamente a sus campeones. Pero ignora cuál es tu país de origen, al menos eso pretende. Habla y no mientas.
—Hablaré, pero vas a pensar que miento —gruñí—. Soy Esau Cairn, al que los hombres de Koth llaman Mano de Hierro. Vengo de otro mundo que se encuentra en otro sistema solar. El azar, o el capricho de un sabio —a tus ojos parecería un mago— me envió a este planeta. El azar, de nuevo, me hizo encontrar a los kothianos. Y el azar me ha traído a Yugga. Bien, ya he hablado. Es cosa tuya creerme o no.
—Te creo —respondió—. En los tiempos antiguos, los hombres iban de estrella en estrella. Incluso ahora hay seres que cruzan el cosmos. Tengo la intención de estudiarte. Vivirás... por cierto tiempo, al menos. Pero siempre llevarás esas cadenas, pues en tus ojos se lee el furor de la bestia sanguinaria, y sé que me harías pedazos si tuvieras oportunidad de hacerlo.
—¿Y Altha? —pregunté.
—Sí, ¿qué? —Parecía sorprendida por la pregunta.
—¿Qué has hecho de ella? —inquirí.
—Me servirá, como las otras, hasta que deje de agradarme. ¿Pero cómo puedes hablar de otra mujer mientras estás en mi presencia? Debes saber que tus palabras me irritan.
Sus ojos empezaron a centellear. En mi vida había visto unos ojos como los de Yasmeena. Se transformaban con cada uno de sus cambios de humor, con cada nuevo capricho; reflejaban pasiones, cóleras y deseos que sobrepasaban los más locos sueños de la humanidad.
—No palideces —dijo en voz baja—. Hombre, ¿sabes lo que pasa cuando Yasmeena es disgustada? La sangre corre como el agua. Yugga se llena de aullidos de dolor, y los propios dioses corren a esconderse, horrorizados.
El modo en que lo dijo me heló la sangre, pero mi furor primitivo no se calmó. La sensación de mi fuerza me sumergió y sabía que podría arrancar la argolla de oro de la piedra y destrozarla antes de que tuviera tiempo de levantarse del diván. Me eché a reír, y en mi risa vibró un deseo sanguinario. Yasmeena se sobresaltó y me consideró atentamente.
—¿Te has vuelto loco pare reírte así? —me preguntó—. No, no hay alegría en tu risa... es el gruñido de un leopardo acorralado. Tienes intención de lanzarte sobre mí y matarme pero, si lo haces, la chica, Altha, sufrirá las consecuencias de tu crimen. Sin embargo, me interesas. Ningún hombre se había reído ante mí. Vivirás... por un tiempo. —Dio una palmada y los guerreros entraron—. Llevadle a su estancia —ordenó—. Mantenedle encadenado hasta que envíe a buscarle de nuevo.
Y así comenzó mi tercer cautiverio en Almuric, en la ciudadela negra de Yugga, en el peñón de Yuthla, cerca del río Yogh, en el reino de Yagg.