E1 tránsito fue tan rápido y tan breve que solo me pareció que había pasado un segundo entre el momento en que me instalé en la extraña máquina del profesor Hildebrand, y el momento en que me encontré en pie, a la luz del sol que inundaba una inmensa llanura. No había la más mínima duda. Había sido transportado a otro mundo. El paisaje era menos grotesco y fantástico de lo que hubiera podido imaginar, pero, indiscutiblemente, era diferente de todo lo que pudiera existir en la Tierra.
Antes de prestarle demasiada atención a lo que me rodeaba, examiné mi propia persona para ver si había sobrevivido a aquel viaje terrorífico sin ninguna lesión grave. Aparentemente, estaba sano y salvo. Las diferentes partes de mi cuerpo funcionaban con su fuerza habitual. Pero estaba totalmente desnudo. Hildebrand me había advertido que las sustancias inorgánicas no resistirían la transmutación. Solo la materia viva podía franquear sin peligro y sin daño los inconcebibles abismos que separan los planetas. Afortunadamente para mí, no había llegado a un reino de hielo y nieve. Un calor perezoso, como de verano, bañaba la llanura. Los rayos del sol calentaban agradablemente mis miembros desnudos.
Era una llanura inmensa que se extendía por doquier, cubierta por una hierba abundante y verde. A lo lejos, la hierba era más alta y pude medio ver el resplandor del agua. Aquel fenómeno se producía en todas partes a lo largo de la planicie. Discerní la huella sinuosa de varios ríos, aparentemente no muy importantes, y puntos negros que se desplazaban a través de la hierba en las cercanías de los ríos. Pero fui incapaz de determinar su naturaleza. No obstante, era evidente que no había sido transportado a un planeta deshabitado, aunque yo no estaba en posición de poder adivinar la naturaleza de sus habitantes. Mi imaginación poblaba aquellas vastas extensiones con formas y sombras de pesadilla.
Es una sensación terrorífica la de haber sido transportado bruscamente del mundo natal a un planeta distinto, desconocido y totalmente diferente. Pretender que no estaba atemorizado por aquella idea, que no temblaba y que no tenía un instinto de rechazo sería una hipocresía por mi parte.
Yo, que jamás había conocido el miedo, me convertí en una masa de nervios que se retorcía y saltaba, y di un respingo asustado por mi propia sombra. Fui consciente de la extrema debilidad del hombre; mi robusto cuerpo, mis músculos fornidos, me parecían tan débiles e irrisorios como el cuerpo de un recién nacido. ¿Cómo podría hacer frente a aquel mundo desconocido? En aquel preciso instante, me hubiera vuelto a la Tierra de buena gana y me hubiese enfrentado al poder que me esperaba, todo antes que quedarme y afrontar los terrores sin nombre con que mi imaginación poblaba aquel mundo recién descubierto. Pero no tardé en comprobar que mis músculos —que yo estaba despreciando en aquel preciso instante— eran capaces de hacerme triunfar en peligros mucho mayores de lo que podría imaginar nunca.
* * *
Un ligero ruido a mis espaldas me hizo volverme y, con estupor, vi al primer habitante de Almuric con que me encontraba. Y aquella visión, aunque amenazante e impresionante, rompió el hielo que tapizaba mis venas e hizo reaparecer en mi interior un poco del valor que se debilitaba poco a poco en mí, pues aquello que es tangible y concreto —aunque sea peligroso— no puede ser nunca tan aterrador como lo Desconocido.
A primera vista, y un poco aturdido, pensé que se trataba de un gorila lo que se hallaba frente a mí. Incluso con aquel pensamiento me di cuenta de que se trataba de un hombre, pero aquel hombre no se parecía en nada a los hombres de la Tierra ni a cualquier otra cosa parecida.
No era mucho más alto que yo, pero sí mucho más corpulento y musculoso, con hombros cuadrados y fuertes miembros con músculos tan marcados como cuerdas. Llevaba un taparrabos de un material que parecía seda, una cinta de cuero sujeta formando un ancho cinturón, del que sobresalía una larga empuñadura. Llevaba sandalias con altas cintas. Aquellos detalles los percibí en una fracción de segundo, pues mi atención se fijó muy pronto y con fascinación en el rostro.
Es muy difícil representar o describir un rostro así. El hombre tenía la cabeza hundida entre los hombros, musculosos, y su cuello era tan ancho y corto que apenas se veía. La mandíbula era cuadrada y poderosa, y según levantó los finos y amplios labios con una mueca, entreví unos colmillos brutales. Tenía una barba corta y rala que le cubría las mejillas; el labio superior estaba adornado con un bigote. La nariz era muy rudimentaria, con grandes fosas abiertas. Los ojos eran pequeños e inyectados en sangre, grises como el hielo. Luego pude ver las cejas, muy pobladas y negras, con la frente baja y huidiza, que se inclinaba y desaparecía bajo el nacimiento de una mata de pelo liso y muy abundante. Las orejas eran muy pequeñas y pegadas al cráneo.
La cabellera y barba eran de un color negro casi azul, muy oscuro; los miembros y el cuerpo de la criatura estaban casi totalmente recubiertos de un pelaje del mismo color. En realidad, no era tan velludo como un mono, pero tenía más pelo que cualquier ser humano a quien hubiera visto jamás.
Enseguida me di cuenta de que aquel ser, hostil o no, tenía un aspecto impresionante. Un poder increíble emanaba de su persona. Dureza y brusquedad y una fuerza brutal. Su osamenta era poderosa y muy ancha. Bajo la piel velluda resaltaban unos músculos que parecían más duros que el acero. Además, aquella peligrosa fuerza no solo la expresaba su cuerpo. Su aspecto, su porte, su mirada, reflejaban una fuerza física terrorífica respaldada por una mente cruel e implacable. Según crucé mi mirada con la suya inyectada en sangre, sentí que una ola de fiereza se entrecruzaba entre nosotros. Su extraña actitud era arrogante y provocativa. Sentí que mis músculos se tensaban y que se endurecían instintivamente.
Pero mi sentimiento se cortó por un instante por la estupefacción, al ver que se expresaba en un inglés perfecto.
—¡Thak! ¿Pero qué clase de hombre eres tú? —La voz era dura, seca e insultante. No había ningún reparo ni limitación en ella. Su comportamiento sin modificar era instinto primitivo al desnudo. Nuevamente, sentí cómo me invadía una ola de repulsión, pero la rechacé.
—Yo soy Esau Cairn —contesté cortante, y luego me callé sin saber cómo explicarle mi presencia en su planeta.
Su mirada arrogante recorrió rápidamente mis miembros sin pelo y mi rostro imberbe.
Cuando habló, lo hizo con un desprecio insoportable.
—¡Por Thak! ¿Eres un hombre o una mujer?
Por toda contestación le di un puñetazo que le arrojó a la hierba rodando.
Aquel gesto fue totalmente instintivo. Y de nuevo me había traicionado mi furia primitiva. Pero no tuve tiempo para hacerme reproches. Con un grito de rabia bestial, mi enemigo se levantó de un salto y se arrojó sobre mí, gruñendo y lanzando espumarajos por la boca. Le hice frente, pecho contra pecho, siendo tan temerario como él gracias a la ira. Un instante más tarde, me encontré defendiendo seriamente mi vida.
Yo, que siempre había estado obligado a refrenar y contener mi fuerza por miedo a dañar a mis semejantes, por primera vez en mi vida me encontraba en garras de un hombre mucho más fuerte que yo. Me di cuenta de aquel hecho en el primer asalto; y fue solamente con grandes esfuerzos como conseguí librarme de su abrazo de oso.
El combate fue breve y mortal. Lo único que me salvó fue el hecho de que mi adversario ignorase totalmente el arte del boxeo. Él podía —y lo hizo— asestar golpes poderosos con los puños cerrados, pero sus golpes estaban mal dirigidos y carecía totalmente de método y precisión. Por tres veces me las vi bastante mal para poder salir de sus presas, que de otro modo me habrían roto la columna vertebral. Él no sabía esquivar los golpes. Ningún hombre en la Tierra hubiera sobrevivido al terrible castigo al que le sometí. Sin embargo, él seguía lanzándose contra mí, alargando las poderosas manos para alcanzarme y derribarme. Tenía las uñas tan afiladas como garras. Pronto empecé a sangrar por una veintena de heridas. No llegaba a comprender por qué no desenvainaba el puñal. Puede que porque se creyera capaz de aplastarme con las manos desnudas... lo que parecía verdad. Finalmente, y medio ciego por los puñetazos, le empezó a salir sangre de las orejas y de la boca rota. Quiso coger el arma. Y aquello fue lo que me permitió conseguir la victoria.
Despegándose como medio cuerpo, se levantó, abandonando todas las precauciones y sacando la daga. Al mismo tiempo, le lancé la izquierda al estómago con toda la fuerza de mi cuerpo y de mis piernas. Se le cortó la respiración y lanzó un grito a la vez que mi puño se le hundía en el vientre hasta la muñeca. Titubeó y abrió la boca bruscamente. Mi puño derecho se estrelló contra su mandíbula colgante. Aquel puñetazo salió de mi cadera, con todo mi peso y fuerza. Se derrumbó como un buey en el matadero y se quedó tendido en el suelo, sin moverse. La sangre le manchaba la barba. El último golpe le había desgarrado la boca desde la comisura al mentón. Debía haberle roto la mandíbula.
* * *
Jadeando tras la furia del combate, con los músculos aún doloridos por las presas terroríficas, moví las articulaciones —tenía los dedos agarrotados y en carne viva— y bajé la mirada hacia mi víctima, preguntándome si acababa de decidir mi propia suerte. Con seguridad, a partir de aquel momento no podría esperar más que un recibimiento hostil de los habitantes de Almuric. Ojo por ojo y diente por diente. ¡Cuando menos que sea por una buena razón! Me incliné y despojé a mi adversario del taparrabos, el cinturón y el arma para ponérmelos yo mismo. Una vez hecho esto, sentí cierta confianza en mí mismo. Al menos estaba medio vestido y medio armado.
Examiné el puñal con gran interés. Nunca había visto un arma tan mortal: la hoja era de unas diecinueve pulgadas de longitud, de doble filo, y más afilada que una navaja. Era ancha en la base y terminaba en una punta diamantina. Las guardas y la empuñadura eran de plata, recubiertas de una sustancia parecida a la piel. La hoja era, indiscutiblemente, de acero, pero de una calidad que jamás había encontrado. Toda ella era una obra de arte del armero, y parecía indicar que provenía de una cultura elevada.
Tras haber admirado mi arma recién adquirida, volví a estudiar a mi víctima. El hombre empezaba a volver en sí. El instinto me hizo mirar alrededor, por la pradera. A lo lejos, al sur, vi un grupo de siluetas que venían hacia nosotros. Seguramente se trataba de hombres, y de hombres armados. Pude ver los reflejos del sol en el acero. Quizá perteneciesen a la tribu de mi adversario. Si me encontraban cerca de su compañero inconsciente, vestido con los trofeos de la conquista, su actitud hacia mí era fácil de imaginar.
Busqué rápidamente en torno mío un camino de retirada o un refugio, fuese cual fuese, y vi que la llanura, a cierta distancia, acababa en unas colinas poco elevadas y cubiertas de plantas. Había otras colinas o montañas más importantes, que se elevaban por detrás de estas. Estaban ordenadas como una sierra. Con otra mirada me di cuenta de que las lejanas formas humanas habían desaparecido entre las hierbas altas que bordeaban uno de los ríos por los que debían atravesar antes de llegar al lugar en donde yo me encontraba.
Sin esperar más tiempo, di la vuelta y corrí a gran velocidad hacia las colinas. Solo aflojé la marcha cuando llegué a las primeras laderas, en donde me aventuré a mirar hacia atrás. Estaba jadeando y el corazón me golpeaba el pecho de un modo sofocado. Aún podía ver a mi adversario. Era una forma minúscula en la inmensidad de la llanura. Más lejos, el grupo que trataba de evitar había llegado al claro y se dirigía directamente al hombre tendido en el suelo. Comencé a subir por una pendiente suave chorreando sudor y temblando por el cansancio. Una vez conseguí llegar a la cima, miré de nuevo a mis espaldas. Las siluetas rodeaban a mi desgraciado adversario. Luego, bajé rápidamente por la pendiente contraria y no volví a verles.
Después de una hora de carrera llegué a una región muy accidentada, como nunca había visto. Por todas partes había abruptas pendientes, sembradas con grandes piedras en equilibrio que amenazaban con desplomarse y aplastar al viajero imprudente. Había muchos acantilados de piedra desnuda, de color rojizo. La vegetación era rara, a excepción de unos arbustos achaparrados cuyas ramas eran tan largas como alto el tronco, y algunas variedades de matorrales espinosos; en algunos de ellos crecían frutos y bayas de un color muy especial. Rompí algunas y vi que las frutas que contenían eran grandes y carnosas, pero no me atreví a comer. Empezaba a sentir hambre.
Pero la sed me preocupaba más que el hambre; al menos esta podía satisfacerla. Aunque hacerlo casi me costara la vida. Descendí por una pendiente muy escarpada y llegué a un valle estrecho, rodeado de altos acantilados; al pie de los acantilados crecían abundantes los matorrales de las bayas. En medio del valle había una gran laguna, aparentemente alimentada por una fuente. El agua corría continuamente hacia el centro de la laguna, y un pequeño riachuelo salía de ella bajando hacia el valle.
Me acerqué a la laguna con avidez. Tirándome de tripa —una hierba espesa cubría la orilla—, metí la cabeza en el agua cristalina. El agua también podría haber sido venenosa, pero tenía tanta sed que corrí el riesgo. Tenía un gusto un poco extraño —algo que siempre he sentido al beber el agua de Almuric—, pero estaba deliciosamente fresca y dulce. Fue tan agradable para mis labios secos que tras sofocar la sed me quedé tumbado al borde de la laguna, disfrutando de aquella sensación de tranquilidad. Fue un error. El comer y beber con rapidez, dormir poco, no permanecer mucho tiempo en el mismo sitio... son las primeras reglas de la vida salvaje; y el que no las observa no vive mucho tiempo.
El calor del sol, el rumor del agua, la voluptuosa impresión del descanso y saciedad tras la fatiga y la sed... todo aquello actuó en mí como el opio y me dejó medio dormido. Pero un instinto no del todo consciente me debió alertar al oír un ligero chasquido... no era el murmullo del riachuelo. Incluso antes de que mi cerebro interpretara el ruido correctamente —algo como el que produciría un cuerpo voluminoso al desplazarse entre las hierbas—, me di la vuelta y así el puñal.
Al mismo tiempo, me quedé ensordecido por un rugido formidable, seguido de un potente salto por el aire y una forma gigantesca se abalanzó sobre el mismo sitio en que me había encontrado un instante antes. Pasó tan cerca de mí que sus afiladas garras me arañaron los muslos. No tuve tiempo de ver la naturaleza de mi agresor... Solo tuve la confusa impresión de que era enorme, ligero y parecido a un felino. Giré hacia un lado al tiempo que la bestia bufaba y se lanzaba contra mí para golpearme; la criatura atacó. Y sentí cómo se hundían sus garras en mi carne dolorosamente; al mismo tiempo, el agua helada nos tragó a los dos. Sonó un maullido contenido y medio estrangulado, como si la bestia hubiera tragado bastante agua. Había algo a mi lado que chapoteaba en el agua enfervecidamente, salpicando barro a mi alrededor. Según salía a la superficie, vi una larga forma llena de lodo que desaparecía entre los matojos que había cerca del acantilado. No puedo decir lo que era aquella bestia, pero más parecía un leopardo que cualquier otra cosa; no obstante, era más grande que cualquier otro animal de la misma especie que hubiera visto antes. Examinando el ribazo rápidamente me di cuenta de que no había más enemigos, y me arrastré para salir de la laguna, tiritando después de la inmersión. La daga seguía en la vaina, pues no había tenido tiempo de sacarla. Si no hubiera rodado para caer en la laguna, habría desenvainado; y, si hubiera arrastrado a mi agresor conmigo, podría haber representado mi muerte. Era evidente que aquel animal tenía una aversión innata al agua, como cualquier otro felino.
Me di cuenta de que tenía una profunda herida en la cadera y cuatro arañazos en el hombro, allí donde me había golpeado con las garras. La herida de la cadera sangraba abundantemente. Metí la pierna en el agua helada, jurando al tiempo que el cruel y atroz dolor me atravesaba al sentir el contacto del agua en la piel en carne viva. Tenía la pierna casi entumecida cuando dejó de sangrar.
No sabía qué hacer. Estaba hambriento y la noche se acercaba a pasos agigantados, e ignoraba si el leopardo volvería o si cualquier otro predador rondaría por allí, a la caza de una presa. Y, además, estaba herido. Un hombre civilizado enseguida se ablanda y queda fuera de combate. La herida habría sido considerada por personas civilizadas como razón suficiente para permanecer inmóvil durante varias semanas, como un inválido. Según los criterios de la Tierra, yo era fuerte y duro; así que me quedé examinando la herida con cierta desesperación y preguntándome cómo curarla. Unos instantes más tarde, aquella pregunta se volvió un asunto secundario.
* * *
Había empezado a subir por el valle, camino de los acantilados, con la esperanza de encontrar una gruta. Efectivamente, el aire fresco indicaba que la noche no iba a ser tan calurosa como el día. En el mismo instante, un clamor informe empezó a oírse muy cerca de la entrada del valle. Me di la vuelta rápidamente y miré inquieto en la misma dirección. Franqueando la cresta surgió lo que yo tomé por una manada de hienas, a no ser por el alboroto que montaban que era mucho más demoníaco de lo que podría hacer cualquier hiena de la Tierra. No me hice ilusiones sobre sus propósitos. Venían a por mí con toda seguridad.
La necesidad tiene pocos límites. Un instante antes me movía cojeando y lentamente, doliéndome todo el cuerpo. Al ver la manada me dirigí a toda carrera hacia los acantilados, como si estuviera totalmente descansado y no tuviera ninguna herida. Cada paso me causaba un agudo dolor en la cadera; la herida se me había abierto y sangraba abundantemente. Apreté los dientes con fuerza e hice un doble esfuerzo.
Mis perseguidores chillaban y corrían hacia mí a una velocidad tan terrible que casi abandoné toda esperanza de alcanzar los árboles al pie de los acantilados antes de que me alcanzasen y derribaran. Les chascaban las mandíbulas a mi espalda cuando me adentré entre los ramajes de los árboles achaparrados y empecé a trepar hacia las ramas más altas con un suspiro de alivio. Pero, para mi horror, las hienas treparon a las ramas en mi busca. Una desesperada mirada hacia abajo me indicó que no se trataba de verdaderas hienas; diferían de la especie que yo conocía —lo mismo que todo lo de Almuric difiere sutilmente de su equivalente en la Tierra—. Aquellas bestias tenían garras curvas como los felinos y sus cuerpos eran lo suficientemente ligeros como para permitirles trepar a los árboles lo mismo que los linces.
Dominado por la desesperación, me disponía a luchar por mi vida cuando vi en el acantilado un saliente rocoso, justo encima de mi cabeza. En aquel lugar, la pared estaba profundamente socavada y las ramas del árbol la tocaban. Me agarré obstinadamente a la pared peligrosamente abrupta y conseguí izar mi cuerpo lacerado y dolorido hasta la cornisa, donde me quedé tumbado, mirando a mis perseguidores un poco más abajo. Las hienas se colgaban de las ramas mas altas y aullaban hacia mí como almas condenadas. Estaba claro que sus aptitudes trepadoras no incluían los acantilados. Después de una tentativa —en la que una de aquellas bestias saltó hacia el saliente, arañó de forma frenética el borde rocoso y cayó hacia el suelo gritando horriblemente— las alimañas dejaron de intentar alcanzarme.
Pero no renunciaron a su presa. Las estrellas aparecieron en el cielo, extrañas constelaciones desconocidas que brillaban con una luz blancuzca en un cielo de terciopelo; luego, una luna dorada y enorme se alzó por encima de los despeñaderos y vertió sobre las colinas una luz fantástica. Mis guardianes seguían apostados en las ramas de más abajo, aullándome con odio feroz y hambre voraz.
El aire era helado y se formó escarcha en la desnuda roca sobre la que me hallaba. Tenía el cuerpo rígido y anquilosado. Me había atado el cinturón alrededor de la pierna herida a modo de torniquete; la carrera debía haberme roto algunas venillas, pues la sangre corría de un modo alarmante.
Nunca he pasado una noche tan lamentable. Estaba tendido en una cornisa helada, temblando de frío. Abajo, los ojos ardientes por el hambre de mis perseguidores se alzaban hacia mí y me observaban fijamente. En las colinas oscuras resonaban los rugidos y aullidos de monstruos desconocidos. Mugidos, gritos y lamentos atravesaban la noche. Y yo estaba allí en medio, desnudo, herido, aterido de frío, hambriento, aterrado, en la misma situación en la que debió encontrarse alguno de mis ancestros en la lejana edad de piedra de mi planeta natal.
Comprendí entonces por qué nuestros paganos ancestros adoraban al Sol. Cuando la fría luna se puso y el sol de Almuric, con un halo dorado, apareció por encima de los más lejanos acantilados, me puse a llorar de alegría. Por debajo de mí, las hienas gruñeron, se agitaron, clamaron durante unos instantes y luego se lanzaron al suelo para buscar una presa más fácil. Lentamente, el calor del sol penetró en mis miembros abotargados. Me levanté con rigidez para saludar la llegada del día, lo mismo que debió hacer aquel ancestro olvidado en los primeros tiempos del alba de la Tierra.
Unos instantes más tarde, dejaba la cornisa y descendía a los pies del árbol para recoger las nueces que había en abundancia entre los tallos vecinos. Desfallecía de hambre y tomé una decisión: prefería morir envenenado, en aquel mismo instante, antes que de inanición. Rompí las gruesas cascaras y mastiqué con avidez las carnosas nueces. No podía recordar una comida terrestre —ni siquiera la más refinada— que me pareciera más deliciosa. No tuvo ningún resultado pernicioso; las nueces eran excelentes y nutritivas. Empezaba a dominar mi entorno, al menos en lo relativo a la comida. Había pasado uno de los obstáculos de la vida en Almuric.
* * *
Contar detalladamente lo que pasó en los meses siguientes sería fastidioso. Me albergué en las colinas a un precio en sufrimientos y peligros que ningún hombre en la Tierra había conocido en millares de años. Me siento orgulloso al decir que solo un hombre de una fuerza y temperamento excepcional habría podido sobrevivir como yo lo hice. Y no me contenté con sobrevivir. Finalmente, conseguí llevar una existencia normal.
Al comienzo, no me atrevía a dejar el valle, donde estaba seguro de encontrar comida y agua. Me construí una especie de nido en la cornisa, con ramas y hojas, en el que dormía de noche. ¿Dormir? El término es equivoco. Me acurrucaba allí, intentando no morirme de frío, luchando ferozmente para sobrevivir a la noche. De día, dormía un poco, y al final aprendí a dormir en cualquier sitio y en cualquier momento, y tan ligeramente que el más pequeño ruido me despertaba. El resto del tiempo me dedicaba a explorar mi valle y las colinas vecinas; recolectaba y comía nueces. Y mis modestas exploraciones no pasaban sin incidentes. Muy a menudo, debía correr a toda prisa a los acantilados o a los árboles, con la muerte rozándome de un modo atroz. Las colinas estaban infestadas de animales feroces, y todos ellos parecían carnívoros.
Fue aquel hecho lo que me hizo quedarme en el valle, donde al menos me encontraba en una seguridad relativa. Lo que me impulsó finalmente a dejarlo fue la razón que siempre ha impulsado a emigrar y avanzar a la raza humana —desde el primer hombre mono al primer colono llegado de Europa—: la busca de comida. Las provisiones de nueces se agotaban rápidamente. Los árboles empezaban a estar vacíos. Yo no era el único responsable de aquel hecho, aunque tenía un hambre feroz como consecuencia de mis constantes ejercicios; pero también había otros que iban a comer las nueces: criaturas enormes y peludas, parecidas a osos, y animales parecidos a babuinos recubiertos de un espeso pelaje. Aquellos animales comían nueces, pero eran omnívoros, a juzgar por la atención que me concedían. Los osos eran bastante fáciles de evitar; eran montañas de carne y músculos, pero no podían trepar a los árboles y tenían muy mala vista. Aprendí enseguida a temer y odiar a los babuinos. Me perseguían en cuanto me echaban la vista encima; podían correr y trepar, y las paredes abruptas no les detenían.
Uno de ellos me persiguió hasta mi guarida y trepó a lo alto del árbol para llegar hasta la cornisa. Al menos tales eran sus intenciones, pero el hombre siempre es muy peligroso cuando se ve acosado. Yo ya había sido perseguido en exceso. Cuando la monstruosidad simiesca y babeante se alzó sobre el saliente rocoso, como si fuera un hombre, le clavé el puñal entre los hombros con tal furor que le incrusté literalmente en la roca; la punta acerada se hundió una buena pulgada en la piedra de la cornisa.
Aquel incidente me indicó tanto la dureza de la hoja como la fuerza creciente de mis músculos. Yo, que me había contado entre los hombres más fuertes de mi mundo de origen, creía ser de los más débiles de Almuric. Sin embargo, podría remontar aquella deficiencia, gracias tanto a mi cerebro como a mis músculos, y empezaba a darme cuenta.
Como había que estar endurecido para sobrevivir, me endurecí. Mi piel, bronceada por el sol y curtida por los elementos, se volvió insensible al calor y al frío, algo que no creí que fuese posible. Músculos que hasta entonces había ignorado poseer se hicieron evidentes. Adquirí una fuerza como ningún terrestre había conocido desde hacía siglos.
Poco tiempo antes de que dejara mi planeta natal, un reconocido experto en cultura física había declarado que yo era el hombre mejor formado de la Tierra. A medida que me endurecía por el contacto de la ruda vida de Almuric, comprendí que aquel experto no sabía nada de lo que era un verdadero desarrollo físico. Y a mí me pasaba lo mismo. Si hubiera sido posible colocar juntos al hombre que era y aquel en que me había convertido, el primero habría parecido ridículamente fofo, pesado y torpe al compararlo con el gigante moreno y musculoso que era entonces.
Por la noche ya no temblaba de frío, y el sendero más rocoso no me hería los pies desnudos. Podía escalar un acantilado abrupto con la misma agilidad que un mono; podía correr durante horas sin la menor fatiga; en distancias cortas habría hecho falta un caballo de carreras para ganarme en velocidad. Las heridas —que ni siquiera me había curado, salvo con baños de agua helada— cicatrizaron por sí solas, como si la propia Naturaleza curase las heridas de aquellos que viven en su seno.
Cuento todo esto para que perciban la clase de hombre que tomaba forma en aquel molde salvaje. Sin mis encarnizados esfuerzos para convertirme en algo tan duro como la roca o el acero, nunca habría podido sobrevivir a los sucesos siniestros y sangrientos que iba a conocer en aquel implacable planeta.
Al tiempo que me iba dando cuenta de aquella nueva fuerza que iba naciendo en mí, recobré la seguridad. Acampaba orgullosamente y miraba con desafío a mis bestiales vecinos. Ya no huía ante un babuino espumeante y patizambo. Acabé por declararles una guerra abierta y les odié tanto como si fueran enemigos humanos. Además, se comían las nueces que necesitaba para mí mismo.
Aprendieron muy pronto a no seguirme hasta mi guarida.
Y llegó el día en que me atreví a medirme con uno de ellos en combate singular. No olvidaré nunca la imagen de aquel babuino que babeaba y gruñía mientras salía de la espesura y se lanzaba sobre mí, ni tampoco olvidaré la mirada horrible de sus ojos casi humanos. Mi determinación se debilitó, pero ya era demasiado tarde para retirarse. Sostuve el asalto y le atravesé el corazón con el puñal mientras cerraba los largos brazos alrededor de mi cuerpo para aplastarme.
Pero había otros animales que acechaban en el valle, y con aquellos no intenté combatir: hienas, leopardos de dientes de sable, más grandes y poderosos que un tigre de la Tierra y todavía más feroces; criaturas gigantescas parecidas a los alces, carnívoros de mandíbulas aceradas semejantes a las de los cocodrilos; osos monstruosos; enormes jabalíes de tensas cerdas que parecían invulnerables a las puñaladas. Y había otros monstruos que solo acechaban de noche y a los que nunca vi con precisión. Aquellas bestias misteriosas solían desplazarse en silencio, aunque algunas lanzasen extraños lamentos estridentes o sordos rugidos que hacían temblar el suelo. Como lo Desconocido es lo más amenazante, tenía el sentimiento de que aquellos monstruos de la noche eran aún más terribles que los horrores familiares que me perseguían durante el día.
Recuerdo que una noche me desperté sobresaltado y vi que estaba tendido en la cornisa, totalmente en tensión, con los oídos al acecho, en medio de una oscuridad silenciosa y opresiva. La luna se había ocultado y las tinieblas cubrían el valle. No había cotorreos de babuinos, ni risotadas de hienas que turbaran el siniestro silencio. Algo avanzaba por el valle; escuchaba el ligero crujido rítmico de la hierba que delataba el paso de un cuerpo enorme, pero, en la oscuridad, apenas podía distinguir más que una forma gigantesca y vaga. Parecía mucho más larga que alta... en cierto modo, como si estuviera anormalmente desproporcionada. La cosa siguió su camino a lo largo del valle. Tras su marcha, fue como si la noche lanzase un profundo suspiro de alivio de forma audible. Los ruidos nocturnos empezaron a oírse de nuevo y me tumbé otra vez de espaldas para volver a dormirme con la sensación imprecisa de que un horror indecible había pasado durante la noche muy cerca de mí.
Ya he dicho que disputaba con los babuinos la propiedad de las nueces que daban la vida. Debido a mi apetito y al de aquellos animales, llegó el momento en que tuve que dejar el valle para ir más lejos en busca de alimento. Durante mis exploraciones, cada vez más extensas, recorrí la región vecina y agoté sus provisiones. Así que partí en busca de aventuras, dirigiéndome hacia el sudeste. No me extenderé en mis peregrinaciones. Erré durante numerosas semanas por las colinas, medio muerto de hambre, atracándome, amenazado por bestias feroces, durmiendo en las ramas altas de los árboles o —lo que era más peligroso— en abruptos peñascos cuando llegaba la noche. Huí, peleé, maté, fui herido. Oh, puedo asegurar que mi viaje fue agitado y fértil en incidentes.
Llevaba la primitiva vida de los salvajes. No tenía compañía, ni libros, ni ropas, ni ninguna de esas cosas que marcan la civilización. Según los criterios de un hombre civilizado, era desgraciado en extremo. Pero no lo era. Disfrutaba con aquella vida. Todo mi ser crecía y se desarrollaba. Puedo decir una cosa: la vida natural de la humanidad es una lucha feroz por la existencia contra las fuerzas de la naturaleza, y cualquier otra forma de vida es algo artificial y desprovista de verdadero significado.
Mi vida no era monótona; desbordaba de aventuras que necesitaban cada una de las onzas de mi inteligencia y fuerza física. Al alba, cuando dejaba mi albergue de una sola noche, sabía que vería el siguiente ocaso gracias tan solo a mi audacia, energía y rapidez de movimientos. Aprendí a conocer el sentido de cada una de las briznas de ondulante hierba, de cada matojo que quizá escondiera un enemigo, de cada bloque de piedra. La Muerte se ocultaba en todas partes y revestía un millar de formas. Me era imposible relajar la vigilancia, ni siquiera durante el sueño. Cuando cerraba los ojos, en la noche, no tenía ninguna certeza de ir a abrirlos al alba. Esta frase tiene más sentido del que pudiera parecer a primera vista. De un modo general, el hombre civilizado no vive plenamente; está recargado de masas de tejidos musculares atrofiados y de grasa inútil. La vida parpadea en él débilmente; tiene los sentidos adormilados. Al desarrollar el intelecto, ha sacrificado muchas más cosas de las que tiene consciencia.
Me daba cuenta de que también yo había estado medio muerto en mi planeta natal. Pero, en Almuric, vivía en el más amplio sentido del término; vibraba, ardía y desbordaba de vida desde la punta de las manos a los pies. Cada tendón, vena y hueso estaba lleno de la dinámica corriente de la vida que cantaba, latía y zumbaba en mí. Estaba demasiado ocupado en encontrar comida y en salvar la vida como para dejarme sumergir por las inhibiciones y morbosos y tortuosos complejos que atormentan al hombre civilizado. A todas esas personas de complicada mente que se lamentan de que la psicología de una vida así sea tan simplista, solo les diré que, durante mi vida en aquella época, la acción violenta y continua —y la necesidad de la acción— no dejaron sitio para los tanteos y exámenes introspectivos a los que se dedican aquellos cuya seguridad y alimento cotidiano están asegurados por el trabajo de los demás. Mi vida era primitivamente sencilla; vivía completamente en el presente, al día. Mi vida en la Tierra parecía un sueño impreciso y lejano.
Durante mis vagabundeos —y desde que dejara el valle había recorrido enormes distancias— no vi ningún signo de presencia humana, o de algo que se pareciera vagamente a los seres humanos.
* * *
Fue el mismo día en que vi una extensión de llanuras entre los valles cuando me encontré bruscamente en presencia del primer ser humano. Aquel encuentro fue totalmente inesperado. Mientras avanzaba por una meseta en las regiones montañosas, cubierta por una gran espesura y pedazos de roca, apareció ante mis ojos, súbitamente, una escena... una escena impresionante por su primitivo significado.
Ante mí, el terreno descendía en una suave pendiente para formar una hondonada no muy profunda; el suelo desaparecía entre las altas hierbas, indicando la presencia de una fuente. En el centro de la hondonada había un hombre, parecido al que había encontrado cuando llegué a Almuric, que mantenía una lucha desigual con un leopardo de dientes de sable. Abrí los ojos desmesuradamente, estupefacto, pues no pensaba que un ser humano pudiera enfrentarse con aquel animal y sobrevivir.
La rueda centelleante de una espada brillaba entre el monstruo y su presa; la piel moteada manchada de sangre indicaba que el animal había sido alcanzado más de una vez. Pero aquello no podía durar; esperaba que en cualquier momento el hombre cayese derribado bajo el cuerpo gigantesco de su adversario.
Mientras aquel pensamiento se fijaba en mi mente, descendí por la suave pendiente. No le debía nada a aquel desconocido, pero su valeroso combate hacía latir todas las fibras de mi alma. No grité, pero corrí silenciosa y asesinamente, con el puñal brillando en la mano. Mientras llegaba sobre ellos, el gran felino saltó. La espada salió volando de la mano del hombre y este fue derribado por el cuerpo gigantesco. Casi simultáneamente, desventré al leopardo con un formidable golpe de mi hoja.
Con un grito estridente, soltó a su víctima, dio un bandazo y lanzó un terrible zarpazo mientras yo me apartaba de un salto. La bestia empezó a retorcerse sobre la hierba. Lanzaba terribles rugidos y arrancaba tierra frenéticamente con las garras, bañándola con una horrible lluvia de sangre y entrañas que manaba de su cuerpo.
Era un espectáculo capaz de desanimar al hombre más endurecido, y me alegré cuando la bestia tuvo una convulsión y se inmovilizó definitivamente.
Me volví hacia el hombre, pero no tenía muchas esperanzas de verle vivo. Había visto cómo los terribles colmillos del gigantesco carnívoro le agarraban de la garganta mientras caía.
Yacía en el suelo, bañado en un océano de sangre, con la garganta horriblemente desgarrada. Veía latir la vena yugular, puesta al descubierto, pero intacta. Una de las enormes zarpas había abierto el costado del hombre de la axila a la cintura, y tenía el muslo desgarrado de un modo horrible; vi los huesos al aire y que una corriente de sangre escapaba de las venas seccionadas. Sin embargo, para mi estupor, no solo el hombre vivía, sino que estaba consciente. De cualquier modo, mientras le miraba fijo y sorprendido, sus ojos se volvieron de vidrio y perdieron todo brillo.
Arranqué una tira de tela de mi calzón y le hice un torniquete alrededor del muslo; aquello detuvo un poco la hemorragia. Le contemplé con desesperación. Aparentemente, agonizaba a pesar del vigor y la vitalidad de los habitantes de aquellas salvajes regiones. En efecto, el hombre era tan feroz y de tan peludo aspecto —aunque menos corpulento— como aquel con quien me había enfrentado en mi primer día en Almuric.
Mientras estaba allí, desamparado, algo me rozó la oreja silbando amenazadoramente y se clavó con un golpe apagado en el talud que había a mis espaldas. Vi una flecha que aún temblaba. Un grito de rabia llegó a mis oídos. Lanzando furiosas miradas a mi alrededor, vi una media docena de hombres velludos que corrían hacia mí a toda prisa. No dejaban de lanzar flechas mientras lo hacían.
Lanzando un gruñido instintivo, salté hacia lo alto de la pendiente; el silbido de los proyectiles alrededor de mi cabeza me daba alas. Una vez hube alcanzado la protección de los matorrales, no detuve el paso, y seguí corriendo hacia adelante. Evidentemente, los hombres de Almuric eran igual de hostiles que los animales, y haría bien en evitarles en lo sucesivo.
Me di cuenta de que mi cólera se disipaba en cuanto me vi enfrentado a un fantástico problema. Había entendido alguno de los gritos que lanzaban los hombres mientras corrían en pos de mí. Y aquellas palabras eran en inglés, y exactamente igual que con el adversario de mi primer combate, yo había comprendido aquel idioma. Me devané el cerebro en vano en busca de una solución. Ya había notado que los objetos inanimados y los seres vivientes —que copiaban estrechamente a sus equivalentes terrestres— presentaban siempre alguna diferencia chocante, ya fuera la sustancia, la cualidad o el método de acción. ¿Quizá bajo ciertas condiciones la vida había evolucionado de un modo casi paralelo en los dos planetas hasta el punto de producir un lenguaje idéntico? Aquello era contrario al sentido común. Y, sin embargo, no podía poner en duda la prueba que me daba mi oído. Jurando, renuncié a preguntarme más cosas sobre aquel increíble enigma; era una inútil pérdida de tiempo.
Quizá fue aquel breve incidente, o la fugaz visión de las lejanas sabanas, lo que hizo nacer en mí el cansancio y hastío de aquella región de áridas colinas en la que me había aventurado tan audazmente. El hecho de ver hombres —aunque distintos y extraños— despertó en mi pecho el deseo de compañía humana, y aquel deseo frustrado se convirtió bien pronto en una viva repulsa por los lugares en que me hallaba. No esperaba encontrar en las llanuras seres humanos de intenciones amistosas; sin embargo, decidí probar suerte, sin tener en cuenta los peligros que sin duda me esperaban. Antes de dejar las colinas, algún capricho me hizo afeitarme la barba que me crecía en las mejillas y cortarme el pelo hirsuto con ayuda de mi puñal, tan afilado como una navaja. Por qué lo hice, no sabría decirlo. Quizá era el instinto natural de un hombre que se dirige a un nuevo país y desea tener buen aspecto.
* * *
Al día siguiente bajé hacia las llanuras cubiertas de hierba. Se extendían hacia el este y el sur hasta donde llegaba la vista. Me dirigí hacia el este y recorrí aquel mismo día muchas millas, sin incidente notable. Franqueé varias sinuosas corrientes de agua; a lo largo de las orillas, la hierba se alzaba más alta que mi cabeza. Entre las hierbas pude oír el chapoteo y el andar por el lodo de grandes animales de alguna especie desconocida; di un amplio rodeo para evitarlos.
No tardé en felicitarme por aquel detalle de prudencia.
En las lindes de los cursos de agua había multitud de aves de todas las formas y colores; algunas eran silenciosas y otras lanzaban continuamente gritos penetrantes mientras giraban por encima del agua y se hundían bruscamente en ella en busca de alguna presa.
Más lejos, en las llanuras, encontré rebaños de animales pastando —pequeñas criaturas parecidas a ciervos, y un curioso animal, semejante a un cerdo tripudo, con unas patas traseras excepcionalmente largas. Avanzaba con enormes saltos, como si fuera un canguro. Era un espectáculo cómico, y me reí hasta que me dolió el estómago. Más tarde pensé que era la primera vez que me reía —salvo algunas risotadas de salvaje satisfacción al descubrir a un enemigo— desde mi llegada a Almuric.
Aquella noche dormí entre las altas hierbas, no muy lejos de un riachuelo, y habría podido ser presa de algún carnívoro en busca de comida. Pero la suerte estuvo de mi lado aquella noche. En las llanuras retumbaban los formidables rugidos de los monstruos que cazaban por ellas, pero ninguno se acercó a mi precario refugio. La noche, cálida y agradable, contrastaba sorprendentemente con las que había conocido en las colinas siniestras y heladas.
Al día siguiente ocurrió un hecho de capital importancia. Todavía no había comido carne en Almuric, salvo cuando un hambre feroz me había empujado a comerla cruda. Había buscado en vano una piedra que sacara chispas para poder encender una hoguera. Las rocas eran de una naturaleza particular, desconocida en la Tierra, pero aquella mañana en las llanuras, encontré una lasca de piedra grisácea, en medio de la hierba, y, tras algunos ensayos, descubrí que aquella piedra tenía algunas de las propiedades del sílex. Golpeando con el puñal en la piedra, fui finalmente recompensado con un chispazo en la hierba seca; avivé la llama y me hice un fuego... que luego me costó bastante apagar.
Aquella noche me rodeé de un círculo de llamas. Alimentaba regularmente el fuego con hierba seca y unas plantas de largos tallos que ardían lentamente. Me sentía relativamente seguro, aunque unas formas gigantescas acechaban cerca de mí, en el seno de las tinieblas. Escuché el deslizarse de unas patas enormes y el brillo de unos ojos feroces.
Durante mi viaje por las llanuras, me alimenté de los frutos que encontraba. Vi que los pájaros los comían. Aquellos frutos eran de un sabor agradable, pero faltos del valor nutritivo de las bayas de las colinas. Lancé miradas de gula hacia los animales parecidos a ciervos que se apartaban de mí en cuanto me acercaba, considerando la posibilidad de hacerme un buen asado, aunque ignoraba cómo capturarlos y matarlos.
Así, durante días, erré sin fin por las inmensas llanuras, hasta que llegué a la vista de una ciudad de gruesas murallas.
La vi cuando ya caía la noche. Pese a mi ardiente deseo de acercarme para examinarla, decidí acampar y esperar la llegada del alba. Me pregunté si los habitantes de aquella ciudad verían mi hoguera, y si enviarían a alguien a investigar para descubrir quién era yo y cuáles eran mis intenciones.
Una vez cayó la noche, dejé de verla, pero las últimas luces del sol poniente me la habían mostrado con claridad: se alzaba, sombría e impresionante, hacia el cielo, al este. A aquella distancia, no podía detectar signo alguno de vida, pero tuve la vaga impresión de unas inmensas murallas y de torres delgadas de un tono verdoso.
Me tumbé, en el centro del círculo de fuego, al tiempo que grandes cuerpos sinuosos se deslizaban entre las hierbas y era observado fijamente por ojos feroces. Mi imaginación se puso a trabajar mientras me preguntaba cómo serían los habitantes de aquella misteriosa ciudad. ¿Pertenecerían a la misma raza de trogloditas salvajes y peludos con que ya me había tropezado? Lo dudada porque, por lo que veía, aquellos seres primitivos eran incapaces de construir tales murallas. Quizá descubriera una raza que había alcanzado un alto nivel de civilización. Quizá... en aquel instante, imágenes demasiado imprecisas y fantásticas como para ser descritas surgieron en el fondo de mi mente.
La luna se alzó por detrás de la ciudad y su brillo extrañamente dorado hizo reaparecer las impresionantes murallas. La ciudad parecía amenazadora y sombría al ser bañada por la luna; había algo bestial y siniestro en su aspecto. Mientras me hundía en el mundo de los sueños, pensé que si los hombres mono eran capaces de construir una ciudad, sería parecida a aquel coloso que se destacaba a la luz de la luna.