Diana despertó al sonar el teléfono de junto a su cama. Lo cogió de mal talante.
—¿Sí? —preguntó.
Contestó la operadora.
—Buenos días, señorita Brackley. Siento despertarla, pero la llama a usted una tal señorita Saxover. Está en la lista y dice que es importante.
Diana se despertó por completo en un segundo.
—Sí. Comuníqueme, por favor.
—¿Diana? Aquí Zephanie.
—Sí. ¿Qué pasa, Zephanie?
—Oh, Diana, vuelve a ser Darr. Lo han incendiado… del todo esta vez. A papá se lo han llevado al hospital y…
El corazón de Diana le dio un vuelto y durante un instante le dolió. Su mano se crispó en el receptor.
—¡Oh, Zephie! ¿Qué le ha pasado? ¿Qué… qué… qué?
—Se encuentra bien, Diana. No está mal herido. Quiero decir que no sufre quemaduras. Tuvo que saltar por la ventana y está bastante impresionado. Dormía, como ya sabes, en los apartamentos de la cochera…
—Sí, sí. ¿Pero eso es todo? ¿No tiene ninguna otra herida?
—No. Unas cuantas despellejaduras, dicen en el hospital.
—Gracias a Dios… ¿Qué pasó, Zephie?
—No estamos del todo seguros. Parece como un ataque hecho por mucha gente. Ocurrió en todos los edificios a la vez. Un hombre afirma que estaba despierto y que no oyó nada hasta que de pronto percibió un ruido en todas direcciones de cristales rotos. En apariencia arrojaron botellas inflamadas por la ventana. Dice que no es petróleo, sino algo mucho más potente. Prendió en la casa y en los apartamentos, y en los bloques del laboratorio y en algunas de las casas del personal, prácticamente al mismo tiempo.
»Los teléfonos no funcionaban, así que Austin sacó su coche y se fue en busca de ayuda. Chocó contra un cable extendido a través del camino cerca de la postería. Destruyó al vehículo y bloqueó la salida y el pobre Austin tuvo que ser llevado también al hospital. Tiene muchas heridas y una costilla rota, el pobre.
»Y el viejo y estimado señor Timpson… ¿Te acuerdas del viejo Timmy, el vigilante? Encontraron su cuerpo en el patio del establo. La policía dice que le rompieron la cabeza con una porra. ¡A un pobre anciano como él! Sólo un golpe, gracias a Dios. Ni siquiera le dolió.
»Pero todo desapareció, Diana. La casa, los laboratorios, los almacenes, todo excepto unas pocas viviendas para el personal. Nada se pudo hacer. Para cuando se descubrieron lo que le había ocurrido a Austin ya prácticamente había terminado todo.
»Papá logró arrastrarse un poco fuera de la cochera, de otro modo hubiese quedado enterrado al desplomarse.
—Gracias a Dios —exclamó Diana—. ¿La policía tiene idea de quién lo hizo?
—No lo creo. Dijeron a Raikes, que se ha hecho cargo de Darr de momento, que tenían «motivos para creer» que fue una banda que vino desde alguna parte en un camión. Raikes contestó que eso era una prodigiosa deducción.
—Zephie, ¿estás segura que tu padre no tiene heridas graves?
—Se dislocó un poco la muñeca izquierda, pero por otra parte estamos tan seguros como es posible hasta que veamos las radiografías. Lo que me he estado preguntando, Diana, es si le costará más tiempo recobrarse… más tiempo, quiero decir, que a las personas que no han recibido lo que tú ya sabes.
—No sé qué decirte, Zephie. La muñeca sí que tardará más en sanar, claro, lo mismo que las despellejaduras, y los cortes, si hay alguno. Pero la impresión general, y supongo que una buena cantidad del susto, simplemente no lo sé. Yo imaginaría que mostrará algún retraso advertible. ¿Es eso lo que pensabas?
—Es que una no quiere que los doctores comiencen a husmear.
—No, claro. Tendremos que estar alerta a eso. Lo harás tú, quiero decir. Dale mis… mis mejores deseos.
—Lo haré. A propósito, Diana, ¿qué es eso de que vas a hablar por radio mañana por la noche? ¿Es cierto?
—Sí. ¿Cómo te enteraste?
—Lo anunciaron entre la publicidad antes de las noticias de esta mañana. Destacó… ¿Qué vas a decirles?
—Todo, Zephie. Si no lo hago públicamente ahora, veo que me obligarán bajo alguna especie de coacción a hacerlo de manera más privada y antes de mucho. Unicamente sería mejor, creo…
—¿Pero nada sobre papá?
—Pregúntaselo, pero creo que descubrirás que él sigue pensando que influirá su opinión mucho más tarde… y ya de momento tienes más que suficientes problemas en sus manos.
—Está bien, se lo preguntaré. Ya te daré su respuesta.
—Perfecto. Y no te olvides de darle… de decirle… que yo…
—No me olvidaré, Diana. Adiós.
* * *
Diana repasó los periódicos en busca de noticias del desastre de Darr House. En apariencias se había producido demasiado tarde para aparecer en las ediciones londinenses. Pero habían abundantes referencias a la antigerone. The Times volvía a prestar la atención por segunda vez y publicaba media docena de cartas que, aunque la forma de abordar las cosas variaba desde lo secamente factual hasta el borde de la alarma supersticiosa, todas comportaban una grave ansiedad. El Guardian pareció como roto entre un respeto liberal para cualquier forma de conocimiento nuevo y un lamento estadístico sobre las consecuencias de aquel descubrimiento. El Trumpeter no había cambiado otra vez de opinión, pero sí el cambio se deslizó en su actitud. Aunque seguía firme su llamada por la supresión de la ANTI-G, la pureza de la respuesta emocional parecía haberse entorpecido por unos tintes de pensamiento. Ya no había toda la misma impresión de que la fiesta acababa de recibir el regalo de un nuevo doce cilindros, captador de votos y excitante de las multiudes.
En realidad, casi todos los periódicos populares mostraban cierto cambio de actitud perceptible, casi como si la noticia hubiese cruzado Fleet Street indicando que la antigerone tenía potencialidades más allá de las de incrementar el número de lectoras femeninas.
Para Diana, lo más interesante, y casi lo más gratificador, resultaba negativo; apenas en ninguna parte se encontraba la disposición de cuestionar la validez del antigerone. Una omisión que, en tales circunstancias, testificaba no sólo la confianza de las clientas de Nefertiti, sino el éxito que debían haber tenido en convencer a sus maridos, amigos y conocidos. Eso quedaba mucho mejor de lo que se había esperado. Decidió que debió haber subestimado el efecto de debilitador producido por las sucesivas maravillas científicas en el escepticismo popular; así que en donde ella había esperado encontrar las primeras barricadas casi no había resistencia.
Ahora se comprometía el Desarrollo Número Dos según las líneas que ella esperaba. Cierto, el Trumpeter, después de una salida en falso, había preferido adoptar una posición según las normas pero, hasta ahora, de cualquier manera casi en solitario. Ella había imaginado una consolidación de fuerzas opuestas, que el empleado, el dependiente, los trabajadores rutinarios de todas clases, descubrieran que la objeción del hombre en el banco de trabajo era, esta vez por lo menos, igualmente válida en sus propias circunstancias y se apresuraban a hacer causa común con el obrero. La turbó decidir si tal consolidación meramente se retrasaba por una lenta comprensión o si de nuevo había subestimado la resistencia pública a los descubrimientos; pero, pensándolo mejor, comenzó a preguntarse si no se permitía a sí misma, ciertamente en cuanto concernía a los hombres, simplificar la posición demasiado. Captaba dos factores que quizás había sospesado demasiado a la ligera. Uno era la esquizofrenia; resistencia ante la perspectiva de una vida grandemente prolongada de trabajo monótono quedaba en conflicto con la fuerte voluntad personal de sobrevivir a cualquier coste, y habría resultado para muchos en un estado de desvalida indecisión. El otro era fatalista: una sensación de que los adelantos de la ciencia habían llegado muy atrás del ordinario control humano y cualquier nuevo descubrimiento ahora quedaba muy cerca de la categoría de la Ley de Dios, lo que apenas valía la pena de molestarse al tratar de hacer algo sobre ellos.
De cualquier forma, cualquier que fuesen las causas, Diana podía percibir que la pelea no iba a ser del todo libre como imaginara, sino algo más parecido a una competición a largo plazo, con una gran masa de espectadores cuyo favor podría decantarse hacia un bando u otro.
Considerando la situación, decidió que su plan estratégico original sería ayudado más que obstaculizado por el desarrollo.
No obstante, por muy gratificador que fuese una fácil victoria en la Fase Uno, seguida por el descubrimiento de debilidad en las fuerzas enemigas, podía resultar fatal teniendo un plan de trabajo cuidadosamente cronometrado. Hay un interludio ansioso cuando se está inseguro acerca de qué reservas pueden adelantarse a tiempo de aprovecharse de la ventaja.
Leyendo, sin embargo, en cada periódico anuncios de diversa preminencia de que la obra de teatro del sábado por la noche en la emisión doméstica sería aplazada de las nuevas y cuarto hasta las nueve y media, con el fin de dar a la señorita Diana Brackley una oportunidad de hacer una declaración acerca del antigerone, fue capaz de sentir que la siguiente fase podía empezar ahora…
* * *
Las puertas del ascensor se abrieron y un grupito entró en el vestíbulo. Primero, Diana, en un traje casi de noche de seda azul pálido, largos guantes blancos, una esmeralda colgándole de la garganta y un abrigo ligero de cuello de piel en torno a sus hombros. Tras ella, Lucy Brendon y Sarah Tallwyn. La primera vestida menos impresionantemente pero también con cierto aire de ceremonia; la última con vestido bastante serio, azul oscuro, que convenía a su aire de verse encargada del protocolo. Y por último, Ottilie, doncella de Diana, que había salido a despedir al grupo.
El vigilante del vestíbulo dejó el escritorio y se adelantó con aire de interés.
—Hay una pequeña multitud fuera, señorita Brackley —dijo—. Podemos colocar unas cuantas sillas en uno de los furgones y sacarla de nuevo de esa manera, si usted quiere…
Diana miró por los paneles de vidrio superiores de la puerta. La multitud se compondría de un centenar de personas, calculó, del sexo femenino, pero con unos cuantos hombres incluyendo a un par con cámaras fotográficas de prensa. El coche, guardado por el segundo vigilante, estaba detenido ante el bordillo, más allá.
—Ya es un poco tarde, sargento Trant. Creo que utilizaremos el coche.
—Muy bien, señorita. Cruzó el vestíbulo hasta la puerta, la abrió y salió. Su gesto hacia la gente fue del todo imperioso. Tras una breve duda, la masa se separó de mala gana para dejar un estrecho sendero en las escaleras y a través de la cera.
—Gracias al cielo que somos sólo realeza temporal —murmuró la señorita Brendon a la señorita Tallwyn—. Tiene gracia tener que sufrir esto varias veces al día.
El sargento, tras una inspección amenazadora de la multitud que se atrevía a cerrarse de nuevo, mantuvo la puerta abierta. Las tres damas, con Diana delante, avanzaron, dejando a Ottilie ansiosa en el vestíbulo. Cruzando la acera, el segundo portero había hecho acercarse al Rolls y lo vigilaba, manteniendo abierta la portezuela. Lucy aceptó una voz que decía:
—Dicen que tiene cuarenta. Parece una muchacha, ¿verdad?
Diana cruzó el amplio escalón superior y comenzó a bajar. Los dos fotógrafos pusieron en marcha sus cámaras.
Tres estampidos fuertes sonaron, uno tras otro, casi juntos.
Diana se tambaleó y se llevó la mano a su costado izquierdo. La multitud quedó petrificada. Una señal roja apareció por debajo de la mano de Diana. La sangre se filtró por entre sus enguantados dedos. Un retazo reciente de escarlata teñía la pálida seda gris. Diana dio medio paso hacia atrás, se desplomó y rodó por los escalones…
Las cámaras de los fotógrafos funcionaron de nuevo…
El segundo portero dejó la portezuela del coche y saltó hacia ella. El sargento apartó a Lucy Brendon y bajó corriendo. Diana yacía inerte, con los ojos cerrados. Los dos vigilantes trataron de levantarla. Pero una voz sonó tranquila y con autoridad.
—No la muevan.
El sargento miró para ver a un joven que llevaba gafas con montura de concha y un traje oscuro, bien cortado.
—Soy médico —dijo—. Podrían hacerla daño. Será mejor que pidan de inmediato una ambulancia.
Se inclinó sobre Diana y la cogió la mano para tomarle el pulso.
El sargento subió los escalones corriendo, pero alguien se le había adelantado. Ottilie ya estaba en el escritorio, teléfono en mano.
—¡Ambulancia, sí sí, de prisa! —decía—. ¿La ambulancia? Por favor, vengan de inmediato a Darlington Mansions… sí, han disparado contra una señora…
Colgó.
—¿Le cogieron? —preguntó.
—¿A quién? —inquirió el sargento.
—Al que lo hizo —contestó Ottilie con impaciencia—. Un hombrecillo con impermeable, sombrero de fieltro verde. Estaba a la izquierda —explicó mientras se dirigía hacia la puerta y bajaba los escalones hasta Diana y el doctor.
El sargento la siguió y miró hacia el gentío. No había ningún centro de conmoción. El hombre debió alejarse antes de que nadie se diese cuenta de lo que había sucedido. El doctor, arrodillado junto a Diana, ahora, alzó la vista.
—¿No puede usted despejar esto de gente? —preguntó irritado.
Los dos porteros comenzaron a hacer retroceder a la multitud y ampliar el espacio.
Diana abrió los ojos. Movió los labios. El doctor inclinó la cabeza para captar lo que decía. El joven tornó a cerrar los ojos. Levantó la vista, con el ceño fruncido por la ansiedad.
—Esa ambulancia… —comenzó a decir.
El sonido de su sirena le interrumpió. Vino calle abajo a gran velocidad y se detuvo detrás del Rolls. Los enfermeros salieron, sacaron una camilla y se abrieron paso entre la gente.
Veinte segundos después Diana estaba en el vehículo. El doctor y la señorita Brendon subieron tras ella y la ambulancia se puso en marcha haciendo sonar una campana.
* * *
A las nueve y quince el locutor de la emisión doméstica dijo:
—Lamentamos anunciar que el reajuste de nuestros programas preparado para esta ocasión no tendrá lugar. La señorita Diana Brackley, que iba a hablar sobre su descubrimiento del antigerone y su significado en estos momentos, fue atacada esta tarde, hace un rato mientras se dirigía a la emisora. Su asaltante disparó tres veces. La señorita Brackley murió en la ambulancia camino del hospital…
* * *
El domingo por la tarde aclaró el tiempo, dejando el pavimento de Trafalgar Square mojado por la llovizna matutina. Contingentes de varias partes habían comenzado a llegar hacía tiempo y ahora, con los bocadillos consumidos y las plegadas pancartas apoyadas contra los leones, comenzaban a reunirse expectante ante el plinto al norte de la columna en donde un cartelón blanco proclamaba en letras de fluorescente pintura roja:
PROHIBAMOS LA ANTI-G
Los contingentes de manifestantes, aumentados por simpatizantes y parientes, formaban una buena multitud, pero no, por cosa de importancia y en tal momento reconocido y lugar para reuniones, una masa excesiva. Detrás y en su torno paseaban los viandantes dominicales, ordinarios londinenses, algunos interesados, otros curiosos sobre algo que pudiese suceder, unos cuantos buscando compañía con la que matar una tarde vacía. Más allá, detrás de las fuentes, la gente volvía a reunirse. En su mayoría eran mujeres.
Tres o cuatro jóvenes vagaban en torno al plinto reajustando cables, viendo que los trípodes de los altavoces quedasen estables, probando los micrófonos y tranquilizándose uno a otro con movimientos de cabeza. Por lo menos había una agitación al borde de la masa importante. Un hombrecillo ancho y bajito, con una escolta de varios que le abrían paso, se dirigió hacia la parte delantera, sonriendo y agitando la mano para devolver los saludos. Un número de brazos le ayudó a subir hasta el plinto y allí estrechó la mano de varios individuos que le esperaban. En este momento se le ocurrió a uno de los jóvenes que todo no estaba todavía perfecto respecto a los preparativos técnicos y hubo un ligero retraso mientras él, impresionantemente, tapaba el micrófono con un pañuelo. Hecho esto, el orador se adelantó entre los esparcidos gritos de bienvenida y la salva de aplausos. Sonrió a la multitud, hizo varios ademanes más de gratitud y luego alzó los brazos en un gesto que demandaba silencio. Su expresión perdió todo rastro de amabilidad y se convirtió en portentosamente áspera, mientras aguardaba a que la multitud entrase en situación. Bajó los brazos, hizo una pausa, luego de pronto alzó su mano derecha, señalando a la pancarta extendida por encima de su cabeza.
—La antigerone —dijo—, es el arma más sucia de todas las armas sucias que los conservadores han apuntado hacia los obreros. La bomba con la caída selectiva… que se derrumba sobre los obreros. Los hombres que viven existencias de comodidad y lujo son felices con la ANTI-G… claro que sí. Porque para ellos significa más años… muchos más… de esas comodidades y lujos. ¿Pero qué representa para nosotros, los obreros, que producimos la riqueza que sirve para adquirir esa comodidad y ese lujo? Os diré lo que significa. Significa que trabajar tres vidas en lugar de una. Y si vais a seguir trabajando durante tres vidas, ¿dónde encontrarán vuestros hijos trabajo? Sí, y los hijos de vuestros hijos también. Eso significa dos generaciones, dos enteras generaciones de desempleo, dos generaciones de estrecheces, dos generaciones nacidas para pudrirse en el desempleo que servirá para rebajar vuestros salarios. Os digo que jamás en la historia de la lucha de clases…
En el lado norte de la plaza un furgón se había detenido frente a la National Gallery. Un panel de su costado se abrió para revelar las bocinas de ocho altavoces. Una voz de contralto, heroicamente amplificada, barrió a las multitudes.
—¡Criminales! ¡Cobardes! ¡Asesinos de mujeres!
El orador, abrumado por el estrépito sonoro, dudó y perdió el hilo, pero se recuperó rápidamente y comenzó de nuevo:
—Dos generaciones…
Uno de los jóvenes decididos dio a un mando para aumentar la potencia de la amplificación. Incluso así, sus aparatos no pudieron competir con la voz desde el norte, que proseguía:
—Es a la única persona que asesinaréis. Las ideas siguen viviendo. Diana Brackley yace muerta, asesinada por sus descubrimientos. Pero no podéis matar a lo que descubrió…
Cada cual en la plaza se había vuelto para mirar a la furgoneta y los policías corrieron hacia ella.
—Ella nos regaló la vida: Su recompensa es la muerte. Pero las ideas nacen en la mente y en el alma, no de un cuerpo de mujer que puede ser asesinado…
Los policías habían llegado hasta la furgoneta y aporreaban sus puertas traseras, pero la voz continuó:
—¿Qué sabéis vosotros de la vida, cobardes, que tenéis tanto miedo de que os aplaste? ¿Qué derecho tenéis a negárnosla? ¿Qué derecho tenéis para decirnos a nosotras, que os dimos la existencia, a vuestras madres, a vuestras esposas y a vuestras hijas que aman el vivir, que tienen que morir antes de lo debido?
Uno de los policías, tras sacar al conductor de su asiento, ocupó su lugar y comenzó a alejarse con la furgoneta.
—Adelante —dijo la voz de contralto.
El orador en el plinto vio con alivio cómo el vehículo se marchaba. Abrió la boca para volver a empezar, pero antes de que pudiese pronunciar una palabra otra voz de mujer, estentórea, interrumpió, esta vez desde su espalda.
—No dejéis que el éxito en acortar una vida se os suba a las cabezas. No vamos a permitir que abreviéis nuestras existencias. Ya os conocimos. Vosotros sois los torpes, los retrasados, los libidinosos. Y ahora lleváis vuestro libido a su conclusión lógica… no os contentáis con destrozar las máquinas, destrozáis también a los inventores para que no vuelvan a inventar nada más.
Más policías estaban en movimiento ahora, jadeando y en una nueva dirección.
—Obstruid, arrebatad, oponeos… y matad. ¿Ese es vuestro estupendo credo? Ha habido tiranías en donde la vida se vendía barata… pero ninguna tan tirana que fuera capaz de segar las existencias de toda su población.
El policía no gastó tiempo en tratar de entrar dentro de la segunda camioneta. Simplemente se la llevó conduciéndola tras el volante, mientras por los altavoces, con cierta ironía, se oía la palabra:
—¡Adelante!
Cuando la voz de la tercera camioneta intervino, desde el lado oeste, los policías se habían quitado les cascos y se secaban las frentes, maldiciendo, se volvían a colocar los cascos y empezaban de nuevo.
Se habían dado cuenta del plan.
El furgón número tres tuvo tiempo sólo de emitir unas cuantas frases antes de que se lo llevaran igualmente.
Estaban buscando el número cuatro, en el lado oriental y cayeron sobre él casi antes de que empezase. No logró más que decir:
—Acordaos de Diana Brackley, martirizada por las fuerzas de la estupidez, de la reacción y del egoísmo —y eso antes de que siguiese a los demás.
Todo el mundo, esperanzadamente, escrutó las calles de los alrededores en busca de otro vehículo que emitiese una voz. Pero ninguna furgoneta número cinco se manifestó en sí misma. La multitud junto a la columna volvió gradualmente su atención al plinto, aunque no del todo, porque se veía salpicada aquí y allá por grupitos de indignados discutidores. El orador trató de captar a su público, volviendo a levantar los brazos y reclamando silencio; a los discutidores, sus vecinos les advirtieron que callaran. El orador tomó aliento y en aquel momento ocurrió otra interrupción.
La multitud más lejana, que quedaba detrás de las fuentes, comenzó a cantar, al principio con inseguridad, pero luego con creciente decisión y ritmo:
—¡Criminales…! ¡Cobardes! ¡Asesinos de mujeres…!
El nuevo asalto hizo que los oyentes del orador girasen en redondo, con expresiones que estaban lejos de ser amistosas. El propio conferenciante hizo lo mejor que pudo para recuperar la atención, pero sólo retazos de sus palabras pudieron filtrarse a través del creciente canto.
Poco a poco la multitud tomó una decisión y empezó a moverse hacia la otra parte.
Ya, los policías corrían desde todas direcciones para interponerse entre los dos cuerpos antes de que pudieran confluir y ahora los agentes montados intervinieron, sacando chispas los cascos de sus caballos de las piedras de la calzada…
* * *
El lunes fue un día atareado en Bow Street.
* * *
El funeral tuvo lugar el miércoles. Después de terminar, la gran multitud se dispersó en silencio. Los refuerzos que parecía habían estado plantados sin necesidad, sacaron sus cigarrillos, y se instalaron en sus vehículos y se fueron también.
Sólo se quedaron los montones de flores.
Pero unas dos horas más tarde muchas de las caras vistas en el funeral iban a volver a verse en Trafalgar Square. Porque una hora más y el gran espacio abierto continuó llenándose con un gentío en el que las mujeres predominaban enormemente.
La policía circulaba aconsejando a los grupos que se movieran, cosa que ellos hacían, para volver a reformarse un momento más tarde.
Sobre las siete comenzaron a aparecer pancartas:
LA LIGA POR LA NUEVA VIDA
Y cartelones llevando simplemente las iniciales:
L N V
Las jóvenes que se agrupaban entre la masa comenzaron a repartir pasquines, discos blancos con las letras L N V impresos en ellos en un color naranja fluorescente.
Una gran pancarta de cuatro palos con un reborde negro y un ramo de flores en lo alto de cada palo, surgió milagrosamente:
EN MEMORIA DE
DIANA BRACKLEY - ASESINADA
LA LIGA FUE SU TRABAJO
LA MUERTE SU RECOMPENSA
Por todas partes varios grandes retratos de Diana se alzaron sobre las cabezas de la gente y apareció también una enorme fotografía de ella, tomada mientras yacía en los escalones.
Signos de jefatura y organización se advirtieron. Los grupos apostados de policía formaron un cordón preparado para cruzar Whitehall.
La multitud creció y comenzó a manar en la calzada del lado sur. El tráfico se detuvo. Apresuradamente la policía contuvo la circulación de Whitehall y formó una línea a través de la calzada. La multitud marchó en una avalancha densa y prieta a través del pavimento y de las isletas de peatones, pasando junto a los coches y autobuses inmovilizados, hasta que llegó al cordón. La policía, con los brazos entrelazados, trató de contener a la gente, pero fue imposible. La línea de policías, tratando de encontrar un punto de apoyo, se dobló en un arco y finalmente se rompió. Una ovación desparramada se alzó desde más atrás y la multitud siguió adelante, Whitehall abajo, con sus pancartas y cartelones, zapateando sobre el suelo.
Al poco, las filas delanteras empezaron a cantar. Más atrás, también, se unieron a la canción:
El Cuerpo de Diana Brackley yace
asesinado en su tumba,
El Cuerpo de Diana Brackley yace
asesinado en su tumba,
El Cuerpo de Diana Brackley yace
asesinado en su tumba,
¡Su trabajo sigue adelante!
Mientras la multitud salía de la plaza, más gente entró desde las calles para seguir por detrás. Los pasajeros de los autobuses atascados bajaron para unirse también.
El volumen de los cánticos aumentó cuando la cabeza de la procesión pasó por el extremo de Downing Street:
Matadme si queréis como matasteis a Diana,
¡Su trabajo seguirá adelante!
Había otro cordón en el extremo lejano de Whitehall, más fuerte que el primero, pero también se quebró ante la presión y cedió el paso. La multitud siguió, hacia Parliament Square.
Desde algún lugar un altavoz rugió potente:
—¡QUEREMOS… EL… ANTI-GEE!
Dando el ritmo. La multitud lo captó y su múltiple cántico rebotó en ecos desde Abbey hasta Government Offices, desde Central Hall hasta la fachada de Houses of Parliament:
—¡QUEREMOS… EL… ANTI-GEE!
—¡QUEREMOS… EL… ANTI-GEE!
* * *
—El primer ministro estaba impresionado. Lo reconoció —le dijo Lydia Washington a Janet Tewley—. «Toda una representación en la tradición histórica de las manifestaciones populares» lo llamó.
»Y yo le contesté: “Bueno, ahí está, Willy. ¿Qué piensa usted hacer? ¿No hacer caso? ¿O va a enviarme para que convierta la Liga por la Nueva Vida en un partido político que luche con uñas y dientes en las próximas elecciones? Oh, claro, está la tercera posibilidad de conmoción civil: Lo que nuestras abuelas no pudieron hacer, nosotras sí.
»Mi querida Lydia —me contestó—. Yo estoy siempre contra las conmociones civiles. Es costoso y desordenado es incluso estoy todavía más opuesto a ello desde que los movimientos de resistencia han dado ideas a la gente que vuestras abuelas nunca pensaran. También, lo confieso, nuestro lado de la Cámara lamentaría ver alzarse un partido nuevo posiblemente muy popular. La Oposición, estoy convencido, todavía lo lamentaría más: Están profundamente divididos por este negocio ya, como tú sabes. No es imposible que alguna de sus figuras prominentes puedan acercarse a vosotras: hay una citada… me atrevería a decir, ¿reprimida…? cualidad en su extrema izquierda que muchos de sus intelectuales encuentran difícil de dominar la mayor parte de los tiempos. Así que pienso que podemos decir que preferirían perder ante nosotros que verse divididos por un nuevo contrincante.
»Nuestro propio partido es, hay que reconocerlo, menos tozudo en este asunto. Muchos parecen no haber aprendido, aun todavía, que si vosotras volvéis el rostro de la ciencia, ésta os dará una coz en la espalda. No obstante, en vista de las alternativas, no dudo de que podríamos seguir adelante… si queda dentro de nuestras facultades hacerlo así.
Janet frunció el ceño.
—¿Qué quiso significar por eso?
—Había recibido una carta… me la enseñó… escrita desde algún hospital por un tal doctor Saxover, me aseguró que es un biólogo muy conocido… ¿O bioquímico…? Algo de eso, de todas maneras. La carta estaba fechada del último lunes, dos días después de la muerte de Diana. Este doctor Saxover afirmaba que sabía todo lo que había que saber sobre la antigerone y que había estado fabricándola durante años, aunque no para Diana, pero que retuvo la noticia con la esperanza de encontrar alguna otra fuente alternativa de material. Vino, dijo, de un liquen que crece solo, que se sepa, en Manchuria del Norte… el primer ministro me contó que sus propios informes lo confirmaban… pero siguió diciendo que había recibido aquella mañana una carta por avión de su agente en Hong Kong diciéndole que las autoridades chinas habían iniciado una nueva granja colectiva y enorme en un distrito que incluía toda la zona conocida de los líquenes y que la siembra estaba ya en proceso. Como máximo el doctor Saxover cree que nunca han habido más líquenes de los que suministrarían la cantidad de antigerone-liquenina necesaria para tratar a tres o cuatro mil personas. Ahora faltarán en absoluto; por consecuencia, no se podrá producir más antigerone.
»El primer ministro me dijo: “Un artista, este doctor Saxover. Parece considerar el desarrollo como una coincidencia”.
»Y yo le contesté: ¿Y usted no?
»Observó: “Hasta ahora, el resto del mundo no se ha tomado esto muy en serio… casi como si fuese una serpiente de verano, con quizás una parte infinitesimal de verdad en ello. Pero los chinos son gente muy sutil. También poseen un excelente servicio de espionaje. Observa lo conveniente que es para ellos. Del todo fortuitamente, los líquenes, que podían haber causado muchos disgustos, han desaparecido. No es necesario decir nada sino una simple excusa. De nada servirá armar un alboroto sobre un género que ya no existe, ¿verdad?
»Además, su propio problema de superpoblación ya es grave, sin que se le añadiese la longevidad a su notable fecundidad, el país pronto estallaría a rebosar”.
»Añadió, pensativo: “Uno puede dudar de si todos los líquenes han desaparecido. Sería interesante advertir si alguno de sus jefes muestra signos de conservarse bien durante los años próximos. No obstante, pudiendo ser así, los líquenes han quedado fuera del alcance de cualquiera. Y eso nos deja a nosotros con nuestros problemas”.
»Y yo asentí: “Claro que sí, Willy. De hecho, esto es una palmadita conveniente para su Gobierno, ¿verdad? Tan conveniente que nadie va a creerlo… lo que no le hará a usted, ni a su partido, ni a ninguna de nosotros, ningún bien”.
»Asintió, pero dijo:
»—Bueno, ¿qué sugieres? No podemos cultivar esa planta. Incluso si este tipo Saxover pudiese obtener esporas… ¿Son esporas de lo que se sirven para reproducirse los líquenes…? de todas maneras, si Kew pudiera desarrollarlo, costaría muchos años empezar un plan así e incluso entonces es dudoso si podría producirse algo en suficiente cantidad.
»Sin embargo —le dije—, algo tiene que hacerse, Willy. En este caso, de cualquier manera, no es del todo cierto que lo que nunca se tuvo jamás se echa de menos. Ahora que hemos visto cómo funciona, sí que le echaremos de menos; lo más probable es que se querrá luchar contra los chinos. Gritarán todas las tratadas como criaturas a quienes se les arrebata su juguete favorito… ¿Qué ocurre…? —dije, porque de pronto le vi abrir los ojos desmesuradamente.
»Me dijo radiante: “Ya lo tienes, Lydia”.
»—Yo sólo dije…
»¿Qué es lo que harías tú para apaciguar a un niño que ha perdido su juguete favorito?
»—Oh… Le diría: No llores, encanto. Ya te compraré otro…
»—Exactamente —me contestó, y volvió a sonreír.
* * *
—Como los oyentes de nuestros últimos boletines sabrán ya, el primer ministro se dirigió anoche a la Cámara sobre el asunto del antigerone.
»El Gobierno —dijo—, ha tenido poquísimo tiempo para conceder su más seria consideración a esta materia. Si su anuncio debería haber parecido al público algo retrasado, debe dispensarse ante el firme deseo de no levantar falsas esperanzas. Se ha llegado ahora, sin embargo, a la etapa en que es deseable que la gente conozca los hechos. Han sido éstos. El descubrimiento de la antigerone fue un triunfo científico que demostró de nuevo al mundo que la investigación británica iba delante de todas. Sin embargo, por desgracia, no siguió a lo que cuando uno ha hecho un descubrimiento ha encontrado la forma de producir ese descubrimiento suyo en cantidad. Al contrario, muchas substancias sólo pueden ser fabricadas al principio con gran dificultad y enorme coste. Por ejemplo, el aluminio, que fue un metal raro en sus primeras apariciones y, como resultado, más costoso que el platino. En el estado presente de la antigerone la cosa no resulta nada desemejante. Al principio sólo podía derivarse en cantidades mínimas de una forma rarísima de líquenes. El Gobierno ha consultado a científicos eminentes en un intento de descubrir métodos para que la materia prima pueda ser elevada hasta un grado en donde sea fácilmente asequible para todos. De nuevo, por desgracia, los científicos no han podido ofrecer perspectivas inmediatas de mejora. Fue, sin embargo, el firme propósito del Gobierno que este estado de cosas sea remediado lo antes posible.
»El Gobierno, desde este momento, ha propuesto una subvención inmediata de diez millones de libras para fomentar la investigación en este extremo.
»Tiene escasas dudas, dado nuestro historial de proceso científico, de que los cerebros británicos, la decisión británica y el británico saber cómo hacerlo, lograrán el triunfo… y en un futuro muy próximo… consiguiendo un suministro de antigerone a cada hombre y mujer en el país que desee utilizarlo…