El «Rolls» de Diana se detuvo ante Darr House más a la manera de un yate de crucero al llegar a puerto. Por causa de sus propias preocupaciones Diana se había olvidado de las dificultades de allí y miró hacia el ala familiar con desalentado recuerdo. Muchos escombros interiores habían sido ya despejados y montones de material de construcción en el jardín lateral indicaban que ya se había iniciado la tarea de reconstrucción, pero que con certeza no quedaba parte habitable de lo que restó en pie. Volvió a poner en marcha el coche y se encaminó hacia el aparcamiento y garaje. Había sólo otro vehículo allí, con la capota abierta mientras que una joven con pantalones estaba atareada mirando el motor. Sin más sonido que el rechinar de la grava bajo sus pisadas, Diana se situó junto a ella. La joven alzó la vista sobresaltada y emitió una risita al ver el «Rolls». Diana preguntó por el doctor Saxover.
—Se ha trasladado a los apartamentos de la cochera, protem —contestó la chica—. Creo que está ahora en ellos. Cielos, ¡qué coche! —añadió con envidia, mientras miraba cómo se iba Diana. Puso más atención—. Mire, ¿no he visto su foto en el Sunday Judge de esta mañana? Usted es la señorita Brackley, ¿verdad?
—Sí —admitió Diana con un leve ceño—. Pero le quedaría muy agradecida si no hablase de esto. Prefiero que no se sepa que he estado aquí… y creo que el doctor Saxover opinará lo mismo.
—Está bien —asintió la joven—. No es asunto mío. Pero, por favor, dígame una cosa: eso de la antigerone de que tanto habla la gente… ¿es, bueno… es lo que se dice?
—No he leído lo que opina el Judge —contestó Diana—, pero espero que sus redactores lo hayan tomado tal y como es, aunque sea a grandes rasgos.
La chica la miró sombría durante un momento. Sacudió la cabeza.
—En ese caso no me gustaría nada estar en el pellejo de usted… a pesar del «Rolls». Pero, buena suerte. Encontrará al doctor Saxover en el apartamento 4.
Diana cruzó el patio, subió por unas escaleras familiares y llamó a la puerta.
Francis abrió y se quedó mirando a su visitante.
—¡Santo cielo, Diana! ¡Qué hace aquí! Entre.
Diana pasó a la salita de estar. Desordenados y por doquier habían seis o siete ejemplares dominicales de periódicos. La habitación le pareció más pequeña de como la recordaba y menos ascética.
—Yo solía tenerlo todo blanco y arreglado. Creo que me gustaba mejor así. Sepa usted, Francis, que éste fue el apartamento que ocupé antaño —dijo, pero el científico no la escuchaba.
—Querida —empezó—, no es que no me alegre de verla, pero hemos estado teniendo mucho cuidado en que no se nos relacionara… y ahora, precisamente en estos momentos… Ya habrá leído los periódicos de hoy, claro. Realmente no fue prudente, Diana. ¿La vio alguien?
Ella le habló de la chica del garaje y de cómo la avisó. Francis pareció interesarse.
—Será mejor que vaya yo a verla y me asegure de que lo ha comprendido. Perdóneme un instante.
Diana, sola, se acercó a la ventana practicada en la antigua pared de la cochera, para mirar al invernadero. Aún estaba allí, pensativa, cuando regresó Francis.
—Creo que no pasará nada —dijo—. Es una buena chica, trabajadora y experta en química. Es como usted solía ser; cree que Darr es un sitio donde hacemos cosas, no una agencia matrimonial.
—¿Piensa que es como yo solía ser? —preguntó Diana.
—Oh, claro, usted era una de las más seguras trabajadoras… —entonces se le ocurrió algo sorpresivamente y se interrumpió para mirarla de soslayo—. ¿Qué ha querido decir?
—Bastante poco ahora. Todo pasó hace mucho tiempo, ¿no? —contestó ella. Se volvió para mirar de nuevo al invernadero, luego a la puerta que daba acceso al pequeño dormitorio. Dijo—: Es raro, debería odiar Darr, pero en vez de eso le tengo cariño. Nunca fui tan desgraciada como ahí… Ahí dentro —señaló hacia la puerta—, es donde solía llorar sólita hasta dormirme.
—Querida, no tenía la menor idea… Siempre creí…
—Pero ¿por qué? ¿O es una pregunta indiscreta? Usted era muy joven.
—Sí. Era muy joven. Resulta penoso para la juventud ver cómo se deslustra su mundo. A algunos cuesta mucho tiempo comprender que el deslustre es superficial; que afecta a la apariencia, pero, si no hay nada peor, los valores pueden persistir.
—Nunca fui muy bueno hablando en metáfora —observó Francis.
—Lo sé, Francis. Pero yo nunca fui buena desnudando mis emociones. Las emociones de la juventud son dolorosamente impacientes. Ansian la perfección absoluta y no son del todo humanas hasta que su cuenta caritativa se ha incrementado. Así que dejémoslo estar, ¿eh?
—Muy bien —accedió Francis—. No creo que fuera eso lo que la trajo aquí.
—Aunque parezca raro, en cierto modo sí. Pero la cosa que me trajo ahora aquí es la probabilidad de que no tendré mucha oportunidad de venir más tarde. Parece que en un inmediato futuro estaré muy atareada.
—De veras que sí. De hecho, yo diría que «atareada» es una palabra muy pobre para aplicarla a los resultados de dar un puntapié a un nido de avispas.
—Sigue creyendo que es una manera mezquina y vulgar de hacerlo, ¿verdad, Francis?
—Reconozco que no es la manera probable en que yo lo habría hecho. ¿Está satisfecha de esto? —con la mano señaló en un gesto vago a los arrugados periódicos.
—En total y como principio, sí —contestó Diana—. He organizado mi cuerpo de guardia… mis muestras vivientes. El siguiente paso es hacerlo llegar a la masa antes de que trate de anularlo y si la forma de abordarlo es vulgar y estúpida, bueno, esa es la opinión que tiene el editor de sus lectores.
—Lo curioso es —dijo Francis—, que en casi todos los casos parece asumir: A) que todos sus lectores son mujeres, y B) que ellas solas van a ser las beneficiarias.
Diana asintió.
—Me imagino que esto se debe en parte a mi lanzamiento de todo el asunto desde Nefertiti, en parte a la psicología práctica… y también un poquito a la precaución: uno puede, si es preciso, dar un brochazo a un artículo decantado hacia las mujeres más fácilmente que al destinado a llevar noticias de confianza a los hombres. Y ocurre también que la psicología es cierta. La llamada es más inmediata.
—Si usted sugiere que las mujeres están ansiosas de vivir más y que a los hombres eso no les importa, disiento absolutamente —objetó Francis—. No creo que les guste morir más que a las mujeres, por raro que le parezca.
—Pues claro que no —contestó Diana impacientemente—, pero no sienten de la misma manera. Un hombre puede temer mucho a la muerte, pero en general no tiene rencor a envejecer y morir como lo tenemos las mujeres. Es como si la mujer viviera… bueno, en términos más inmediatos con la vida; consigue conocerla más íntimamente, si usted me comprende. Y me parece también que el hombre no se ve tan constantemente asediado como la mujer por pensamientos acerca del tiempo y de la edad. Generalizaciones, claro, pero creo que válidas en cuanto a un término medio. No me sorprendería encontrar una conexión entre eso y la mayor susceptibilidad femenina al misticismo y a una religión que prometa una vida tras la muerte. De cualquier forma, este factor de resentimiento hacia el envejecimiento y la muerte es fuerte. Así, por tanto, lo es también la disposición a aferrarse a cualquier arma que sirva contra esos dos estados.
»Eso conviene muy bien a mi propósito. Tengo mi cuerpo de guardia de mujeres que lucharán por su derecho a usar una antigerone. Se anuncia ahora a millones de mujeres más que lo exigirán y cualquier intento para retenerlo provocará un útil e inflamatorio elemento de sugestión de que «ellos» —el gobierno masculino— tratan de oprimir a las mujeres denegándolas vidas más largas. Puede que eso no sea lógico, pero no creo que la lógica vaya a tener mucha importancia. Por eso es por lo que dije «sí» —concluyó Diana.
Francis contestó con aire de infelicidad:
—No puedo recordar ninguna fábula particular que se aplique con exactitud, pero estoy convencido de que debe haber alguna en la que alguien muestra a la población un delicioso y apetitoso pastel, muerde una rebanada y luego dice que lamenta que todos no puedan tener una ración, puesto que desgraciadamente no hay bastante para la concurrencia; y entonces, claro, el público se lanza sobre él y le hace pedazos.
—Pero ellos querían el pastel —comentó Diana—, así que marcharon a palacio y arrojaron piedras contra los balcones y prometieron que nacionalizarían a todos los cocineros del reino y se asegurarían una ración regular de pastel para cada cual.
—Lo que, sin embargo, no sirvió para recomponer otra vez al pastelero —añadió Francis y la miró con expresión apenada.
—Querida, usted está decidida a seguir a su manera. Nada puede detenerlo ahora. Pero tenga cuidado, tenga cuidado… Me pregunto si, después de todo, no debía…
—No —dijo Diana—, todavía no, Francis. Usted tenía razón antes. La oposición todavía no está organizada. Espere un tiempo hasta ver cómo va en el campo. Si no parece demasiado bueno, entonces traiga su artillería científica para resistir desde las cumbres.
Francis frunció el ceño.
—No estoy seguro de cuáles son sus intenciones, Diana. ¿Se ve a sí misma marchando a la cabeza de un monstruoso regimiento de mujeres? ¿Dirigiendo masivas manifestaciones? ¿O quizás el espíritu de su tía abuela la tienta para verse a usted misma sentada en el Banco Delantero de la Cámara de los Comunes, con los pies descansando sobre la mesa? ¿Es poder lo que ansia?
De nuevo Diana sacudió la cabeza.
—Confunde usted los medios con el fin, Francis. No quiero dirigir a esas mujeres. Sólo las utilizo —engañándolas, si así quiere usted establecerlo. La idea de una vida más larga tiene para ellas una inmensa llamada superficial. En su mayoría no tienen noción de lo que realmente va a significar para ellas. No ven aún que las hará madurar… que simplemente no les será posible seguir durante doscientos años llevando esa vida fútil y frustrada de la mayor parte de las mujeres; nadie podría soportarlo…
»Ellas piensan que les ofrezco más de la misma vida. Y no. Las engaño.
»Toda mi vida he estado viendo a mujeres potencialmente brillantes dejando desperdiciar su cerebro y su talento. Podría llorar por tamaño despilfarro; por lo que pudieron haber sido y por lo que pudieron haber hecho… Pero démosle doscientos, trescientos años y o bien tendrán que emplear esos talentos para mantenerse cuerdas… o suicidarse de aburrimiento.
»Y se aplica también casi tanto a los hombres. Dudo que los más brillantes puedan desarrollar todas sus potencialidades en unos meros setenta años. Los listos que amasan dinero se aburrirían de reunir capital para sí mismos después de sesenta o setenta años de hacerlo y enfocarán su listeza o algo más útil. Se convertirán en seres de provecho. Habrá tiempo… tiempo al fin para realizar grandes cosas…
»Se equivoca si cree que ambiciono poder, Francis. Todo lo que deseo hacer es ver que el homo diuturnus nazca como sea. No me importa lo inconveniente que es, lo diferente; debe tener su oportunidad. Si se precisa de una cesárea para alumbrarle, no importa. Si los cirujanos no quieren ayudar, entonces yo seré la comadrona principal y operaré en persona. ¡El único avance en millones de años, Francis! ¡No será aplastado… no lo será, cueste lo que cueste!
—Hemos llegado ya más allá de eso, Diana. Incluso si ahora fuese suprimido, sería redescubierto y lanzado de nuevo antes de mucho. Usted ya hizo el trabajo. No hay necesidad que se precipite en el peligro personal.
—Volvemos a nuestra diferencia básica, Francis. Usted cree que puede hacerse a su propia manera: yo creo que tendremos que enfrentarnos a la oposición. Esta misma mañana oí un sermón por radio… —le contó la tesis del predicador—. Son las instituciones luchando por sus vidas lo que me da miedo —y añadió—: Eso podría retrasarlo durante un siglo o más.
—Está usted arriesgando demasiado… doscientos cincuenta años de su vida —contestó Francis.
—No es digno suyo, Francis —dijo ella, sacudiendo la cabeza—. ¿Desde cuándo alguien calculó los riesgos en términos de los años que posiblemente podría vivir? Si eso va a ser un sub-producto, sería mejor que suprimiéramos nosotros mismos a la liquenina. Pero no creo que lo sea.
Francis entrelazó los dedos y se los miró.
—Diana, al correr los años desde que comencé Darr mucha gente ha trabajado aquí, centenares de personas ya. Vienen y se van. La mayoría no deja ningún recuerdo. Otros nunca son olvidados. Algunos fueron autosuficientes; por otros uno sentía… una especie de responsabilidad. Claro, la responsabilidad se siente por todos los que están aquí, pero para la mayoría es un deber; para unos cuantos es más personal… a diferente nivel. Y una vez se siente esa clase de responsabilidad no cesa simplemente porque deje de ser directa; bailotea siempre, quizás calladamente hasta que algo la provoca y la despierta, también es posible que de manera irracional, pero sin embargo, ahí está. Es como si de unas pocas personas una hubiese tenido cierta influencia, quizás sin intencionalidad, lo que la instala en un rumbo particular y que por tanto adquiere uno cierta responsabilidad por lo que suceda más adelante. Eso es lo que siento ahora.
Diana se miró los pies, pensativa.
—No veo el porqué —dijo—. Claro, si usted se hubiera enterado de que yo sabía algo acerca de la liquenina, así podría ser. Pero usted no lo supo.
—No —admitió Francis—. Por tanto nada tiene que ver con ello nada consciente. Tenía que ver, o tiene, con usted misma; algo que parece haber sucedido a usted cuando estaba aquí. No sé lo que fue, pero lo sentí.
—No ha hecho mucho en todo este tiempo acerca de eso, ¿verdad? —dijo Diana.
—Quien consigue el éxito que usted ha conseguido no necesita de ayuda o de consejos —destacó él.
—¿Pero cree que ahora sí?
—Sólo le aconsejo precaución en lo concerniente a su seguridad personal.
—Vaya, después de todo este tiempo, se acuerda ahora —observó Diana con brusquedad.
Francis sacudió la cabeza.
—Lamento que lo considere una intromisión. Pensé que usted comprendería.
Diana alzó la vista y le miró a la cara.
—Comprendo —dijo con súbita amargura—. Comprendo muy bien. Usted es un padre sintiendo un responsable interés por su hija —su boca tembló—. ¡Maldito sea, maldito sea, Francis, maldito sea! ¡Oh, Dios, sabía que debía mantenerme alejada de aquí!
Se levantó y volvió a acercarse a la ventana. Francis la miró la espalda. Las arrugas de su frente y el ceño se hicieron más profundas. Por último dijo:
—Yo era mucho mayor que usted.
—Como si eso importara —exclamó Diana sin volverse—. ¡Cómo si eso hubiera importado jamás!
—Lo bastante mayor como para ser su padre…
—«Era», dijo usted. Incluso si lo fue… por lo que importaba… ¿lo es usted ahora? ¿No lo comprende, Francis? Entre nosotros, hemos cambiado incluso eso. ¿Cuán mayor que yo es usted ahora?
Francis siguió mirándola la espalda, pero con una nueva y azorada expresión en sus ojos.
—No lo sé —dijo despacio, e hizo una pausa—. Diana… —empezó.
—¡No! —irrumpió Diana. Se dio la vuelta—. ¡No, Francis, no! No quiero permitirte que uses eso. Yo… yo… Se interrumpió y huyó a la habitación interior.