X

Un coche negro sedán les pasó y cortó por delante. Un panel llevando encendida la palabra «Policía» y el brazo del conductor señalando, les hizo comprender que debían detenerse.

—¿Qué diablos…? —exclamó Richard mientras frenaba.

—No estábamos haciendo nada malo, ¿verdad? —preguntó azorada Zephanie.

Un momento después de detenerse otro vehículo paró a su lado, una furgoneta sin letrero alguno. La puerta más próxima de la furgoneta se abrió y salió un hombre. Miró a la trasera.

—¿De acuerdo, Charlie? —llamó.

—Está bien —respondió una voz.

El hombre se metió la mano en el bolsillo. Al mismo tiempo abrió de un tirón la portezuela del lado de Richard, y sacó una pistola.

—¡Fuera! —ordenó.

La portezuela opuesta se abrió igual de súbitamente. El otro hombre dijo a Zephanie:

—¡Fuera!

—A la furgoneta —añadió, adelantando el arma.

Zephanie abrió la boca para hablar.

—¡Cállese! ¡Entre! —fue la nueva orden.

Se oyó una fuerte detonación de la pistola en el lado de Richard.

—¿Ve? Funciona. Vamos ya —dijo el primer hombre.

Richard y Zephanie, cada uno con una pistola apretada contra la espalda, se vieron conducidos a la parte trasera y obligados a entrar en la furgoneta. Los dos tipos subieron tras ellos y cerraron la puerta. Todo sucedió en medio minuto.

* * *

La habitación era grande. Los muebles resultaban anticuados, cómodos, pero ajados. El hombre que se sentaba tras el escritorio tapizado en cuero había girado la lámpara de modo que diese su luz directamente a los ojos de Zephanie, dejando a su propio rostro formando un pálido manchón en las sombras. Ella estaba en pie algo a su derecha, teniendo cerca a uno de los hombres de la furgoneta, aunque algo detrás. Richard estaba plantado un poco a la izquierda, las manos atadas a la espalda, un pedazo de esparadrapo cruzándole la boca y con el otro tipo alerta tras él.

—No hay malicia en esto, señorita Saxover —dijo el hombre del escritorio—. Simplemente quiero alguna información de usted y trato de conseguirla. Será mucho más agradable para cada cual si responde a mis preguntas sincera y llanamente —hizo una pausa, la cara semi-borrosa aún vuelta hacia ella. Prosiguió—: Su padre ha efectuado un descubrimiento muy notable. Estoy convencido de que sabe a qué me refiero.

—Mi padre ha hecho una infinidad de descubrimientos importantes —contestó Zephanie.

La mano izquierda del hombre tamborileó en el escritorio… El que se hallaba junto a Richard cerró el puño y propinó un corto y potente gancho al estómago del joven. Richard emitió un quejido apagado y se dobló hacia adelante.

—No perdamos tiempo —dijo el hombre del escritorio—. Usted me dirá a qué descubrimiento me refiero.

Zephanie miró en su torno desvalida. No se movió pero dos manos por detrás la aferraron poderosamente por los antebrazos. Dio un taconazo hacia atrás. El individuo se apresuró a pisarla sin contemplaciones su otro pie. Antes de que la joven pudiera recobrarse, el granuja le había despojado de sus zapatos y arrojado bien lejos.

El del escritorio volvió a tamborilear con la izquierda. Un puño se estrelló contra la cabeza de Richard.

—No deseamos hacerle daño, si eso puede evitarse —dijo el hombre del escritorio—, pero no nos importa mucho hasta dónde podemos llegar con su amigo. Sin embargo, si a usted tampoco le importa, la cosa le será también muy desagradable para el pobre chico y tendremos que recurrir a los métodos directos con usted, señorita. Y si sigue obstinada, nos veremos obligados a persuadir a su padre para que nos lo diga. ¿No cree que si el doctor Saxover recibiese el anillo que lleva usted puesto… con el dedo dentro, claro… se mostraría ganoso de cooperar? —hizo una nueva—. Ahora, señorita Saxover, va usted a hablarme del descubrimiento al que me refiero.

Zephanie apretó los dientes y sacudió la cabeza. Hubo otro golpe sordo a su derecha y un gemido. La joven tembló. Un golpe más.

—¡Oh, Dios! ¡Oh, basta! —gritó.

—Está en sus manos —dijo el del escritorio.

—Usted se refiere a… vivir más tiempo… —dijo desesperada.

—Así está mejor —la contestó—. Y la droga usada es un extracto de… ¿qué? Por favor, no me diga de las algas. Sólo serviría para hacer más daño a su amigo.

Zephanie dudó inquieta. Vio cómo la mano izquierda del hombre iniciaba el gesto de tamborilear.

—Liquen. Es un liquen —le dijo.

—Perfectamente bien, señorita Saxover. Ya ve cómo sabe las respuestas. Ahora, ese liquen en particular, ¿qué nombre tiene?

—No puedo decírselo —contestó ella—. No, no, no le pegue. No puedo decírselo. No tiene nombre propio. No está clasificado.

El hombre del escritorio meditó y decidió aceptarlo.

—¿Qué aspecto tiene? Descríbalo.

—No puedo —contestó Zephanie—. Nunca lo he visto —se estremeció al oír el batir de otro golpe—. ¡Oh, no… no! No puedo decírselo. Oh, basta. Tiene que creerme. ¡No lo sé!

El hombre levantó la mano izquierda. Los golpes cesaron y sólo se oyeron los gemidos de Richard y su respiración llena de estertores. Zephanie no se atrevió a mirarle. Continuó encarada al escritorio, las lágrimas corriéndole por las mejillas. El hombre abrió un cajón y sacó una tarjeta. Tenía muestras de una docena o más clases de líquenes pegadas al cartón.

—¿Cuál de estas clases se le parece más? —preguntó.

Zephanie sacudió la cabeza desvalidamente.

—No lo sé. Se lo aseguro. Nunca los vi. No puedo decírselo. Oh, Richard. Oh, Dios. ¡Basta, basta! Papá dijo que era un imperfectus. ¡Eso es todo cuanto puedo decirle!

—Hay cientos de líquenes imperfecti.

—Lo sé. Pero eso es todo lo que puedo decirle. Se lo juro.

—Muy bien. Dejaremos eso de momento y nos dedicaremos a otra pregunta. Me gustaría que usted, teniendo presente que no sabe casi nada de lo que yo sé acerca de mis métodos y que éstos comportarían desagradables consecuencias para su amigo, me gustaría, repito, que usted me dijera… ¿de dónde obtiene su padre esos líquenes…?

* * *

—No, se encuentra bien… físicamente. No la hicieron daño —dijo la voz de Francis—. Pero, claro, está muy conmocionada y apenada.

—Pobre Zephanie, me lo imagino —afirmó Diana por teléfono—. ¿Cómo está el joven… Richard?

—Con una gran paliza encima, me temo. Zephanie dice que cuando recobró el conocimiento estaban tumbados en la hierba de la cuneta junto al coche, que se hallaba donde lo dejaron. Estaba amaneciendo y el pobre Richard parecía una enorme masa de carne. Un granjero vino y entre los dos lo transportaron al coche y ella le llevó después al hospital. Los médicos dijeron que parecía peor de lo que estaba en realidad. Ha perdido unos cuantos dientes, pero no padece ninguna herida grave, es cuanto podían decir sin haberle visto por rayos X. Así que Zephanie vino sola a Darr. La dificultad principal reside en su estado anímico. ¿Pero qué podía hacer? No sabía cuándo la pillaban en una mentira o cuándo ellos genuinamente no conocían la respuesta. Y cada vez que mintió, pegaron a Richard. No dudó de que también la habrían golpeado si hubiese retenido algo.

—Pobre criatura. ¿Cuánto les dijo? —preguntó Diana.

—Casi todo lo que sabía, según creo… excepto lo de su participación, Diana… puesto que ni una sola vez salió a la conversación.

—¿Pero ellos saben de dónde lo obtenemos ahora?

—Sí, me temo que sí.

—Oh, querido. La culpa es mía. Nunca debí habérselo dicho. Espero que eso no sea el comienzo de una seria dificultad. Sin embargo, no se puede evitar. Trate de tranquilizarla cuanto pueda. Supongo que no sabrá ni por asomo quiénes son esos granujas ni a qué grupo pertenecen.

—No hay manera de saberlo —admitió Francis.

—Es improbable que sean amigos de su nuera, ¿verdad? Si lo hubieran sido mi nombre habría salido a la luz. Puede ser cualquier grupo. Parece que hay media docena en la pista ahora, sin contar a los periodistas y la policía. Se lo voy a decir a las clientes y a la prensa en la reunión del viernes, ya lo sabe. Me parece que de todas maneras no podríamos retenerlo más que unos pocos días.

Hubo un silencio al otro extremo de la línea telefónica.

—¿Sigue aún ahí? —preguntó Diana.

—Sí —contestó la voz de Francis.

—Mire, Francis, no quiero aprovecharme de esto. Usted lo sabe. Ambos lo descubrimos. ¿No quiere permitirme que lo divulgue?

—Continúo opinando que es mejor que no… no al principio.

—Pero…

—Pero…

—Querida, ahora es cuestión de táctica. Lo que usted está haciendo es francamente iniciar un sensacionalismo a nivel popular. Va a ser examinado por gente responsable como un anuncio de su empresa, un golpe publicitario.

—Posiblemente, aunque sólo al principio… pero no por mucho.

—Sigo pensando que sería de más valor mantenerlo en reserva.

Diana guardó silencio un instante.

—Muy bien, Francis. Pero deseo… oh, bueno.

—Diana, tenga cuidado… de usted misma, quiero decir. Mucha gente va a tomarse mucho trabajo en esto ahora.

—No se preocupe por mí, Francis. Sé lo que me hago.

—No estoy muy seguro de eso, querida.

—Francis, esto es por lo que he estado laborando. La idea de un antigerone debe superarse. Tienen que exigirlo…

—Muy bien. Ya es demasiado tarde ahora para detenerse. Pero, le repito, por favor, tenga cuidado, Diana…