IX

Diana se detuvo al cruzar el antedespacho en dirección a su propia habitación de trabajo.

—Buenos días, Sarah. ¿Hay algo especial hoy?

—En el correo no, señorita Brackley —contestó la señorita Tallwyn—. Pero está esto. No creo que usted lo haya visto ya. —La entregó abierto un ejemplar de The Reflector. Como siempre, parecía más una prueba de entintado de la imprenta que una revista. Masas de cabezas dominando a un caos de cajas enmarcando chocantes normas, cubierto todo por una docena de caras de diferentes tipos y tamaños: En contraste, el anuncio de un cuarto de página señalado por el dedo de la señorita Tallwyn llamaba la atención por su aspecto distinguido.

«¡BELLEZA!», anunciaba. «¡Belleza que dura! ¡Belleza más que superficial! Del mar, gran madre de todas las cosas vivas, les traemos una nueva y más profunda belleza… una belleza con ¡GLAMARE! GLAMARE es encanto recogido del mar y llevado a su propio tocador. ¡Usted captará la verdadera, emocionante y penetrante turgencia del viento marino en GLAMARE!

»De todas las sustancias contenidas en solución en el agua del mar, sólo una particular planta marina selecciona, absorbe y concentra las que contienen el secreto de la belleza perenne y profundamente enraizada. Gracias al trabajo de expertos químicos y eminentes especialistas en belleza la milagrosa esencia de esta planta, por lo demás costosa prerrogativa de un mundialmente famoso salón de belleza, es ahora asequible a usted…

»GLAMARE no es superficial. Una sensación de belleza interior le…».

—Ah, bueno —dijo Diana—. Precisamente a sólo un mes después del disparo de pistola de la salida. No está mal del todo.

—Según mis informes todas las algas de Galway están aún ligadas con los intentos del Gobierno irlandés de descubrir cuál es la clase de algas importante y decidir las tasas de impuestos a la exportación que pueden aplicárseles —apuntó la señorita Tallwyn.

—Sarah, querida, ¿cuánto tiempo lleva en este negocio? —preguntó Diana.

—No estoy en el negocio —contestó la señorita Tallwyn—. Soy simplemente su secretaria.

—¿Le interesa apostar a que a los dos días de alzarse las restricciones gubernamentales habrán muchos fabricantes alardeando de poseer en exclusiva las genuinas algas de Galway?

—Jamás juego —dijo la señorita Tallwyn.

—Muchísima gente se cree que no juega —contestó Diana—. Bueno, ¿algo más?

—La señorita Brendon desea verle.

Diana asintió.

—Dígale que suba en cuanto esté libre.

—Y Lady Tewley desea concertar una entrevista.

—Pero… oh, ¿se refiere a conmigo personalmente? ¿Por qué?

—Dijo que se trataba de un asunto particular. Se mostró muy insistente. Provisionalmente la concedí como hora las tres en punto. Si usted lo desea puedo cancelar la entrevista.

Diana denegó con la cabeza.

—No. Confírmela, Sarah. Lady Tewley no insistiría sin un buen motivo.

Diana entró en su despacho. Estuvo atareada con diversas cartas que la señorita Tallwyn había dejado preparadas. Al cabo de un cuarto de hora entró la señorita Brendon.

—Buenos días, Lucy. Siéntese. ¿Qué tal va el Servicio Secreto Brendon?

—Bueno, señorita Brackley, uno de sus interesantes descubrimientos es que no es el único servicio secreto que tiene usted aquí. Creo que debió contármelo… o hablarles a ellas de mí. Ha sido embarazoso en una o dos ocasiones.

—Oh, usted se ha tropezado con la red de Tania, ¿verdad? No se preocupe, querida. Su función es distinta; tiene más de la naturaleza del C.I.D. Pero le diré una palabrita a Tania. No queremos que pierdan ustedes el tiempo investigándose mutuamente. ¿Y qué más?

La señorita Brendon frunció un poco el ceño.

—No es fácil discernirlo —dijo—, con tantas personas que parecen interesadas. Está el tal Marlin del Prole. Se me volvió a presentar y me ha prometido cincuenta libras si le consigo una muestra de las algas que usamos actualmente.

—Se pone insistente —intervino Diana—. ¿Cómo sabría que no es ninguna clase de algas?

—Bueno, en su lugar yo empezaría por enterarme de qué clase de algas se crían en Galway Bay y cuáles son comunes a otros lugares. Eso reduciría las especies a unas pocas, de todas maneras. Y si le proporcionábamos otra sabría él al instante que era un intento de engaño.

—Sí, lo pensaré. Adelante —dijo Diana.

—Luego, por él, me he enterado de que la policía se ha interesado. Un inspector ha hecho preguntas acerca de nosotros y de la alergia de la señora Wilberry también. Se llama Averhouse, y según el redactor de sucesos del Prole se ocupa corrientemente de los casos de narcóticos y estupefacientes. También le suele acompañar un tal sargento Moyne… y sucede que Averil Todd, que trabaja en la planta principal, ha estado saliendo con un joven apellidado Moyne, que afirma militar en el Servicio Civil.

—El Prole y la policía. ¿Quién más? —preguntó Diana.

—El del Radar, Freddy Rammer, aún sigue trabajando a Bessie Holt que no puede decirle nada, pero aún confía en tirarle de las cuerdas y obtener de él unas cuantas cenas gratis más. Varias otras chicas han conseguido nuevos novios, algunos de ellos están definitivamente relacionados con empresas de cosméticos otros quizás, pero todavía se carece de detalles.

—Vaya hormiguero de curiosidad que hemos despertado —comentó Diana—. ¿Todos desean identificar el alga particular?

—La mayoría —afirmó la señorita Brendon—. Pero no veo por qué se tiene que molestar la policía en ese asunto. Y, de paso, un día o dos después de que el inspector Averhouse la llamara, la señora Wilberry fue a ver a un hombre en Harley Street, aparentemente para un reconocimiento.

—La querida policía, tan convencional. Sin embargo, no creo que debamos preocuparnos por las fisgonerías. Hemos hecho que las chicas sientan un sano temor de Dios acerca de esa clase de cosa, como usted sabe, y el grupo de Tania vigila la posibilidad de algún tipo de halcón… y no sólo entre el personal —hizo una pausa—. Por otra parte, hay sólo una posibilidad, supongo, de que se imaginan esta vez algo que no sea «camelo». Si puede usted descubrir qué es lo que buscan y eso no se trata de un «farol», me agradaría saberlo.

—Haré cuanto pueda, señorita Brackley —prometió la señorita Brendon, preparándose para levantarse.

Diana la contuvo con un gesto. La miró largo rato y de manera pensativa hasta que la señorita Brendon se puso algo colorada.

—Si no hay nada más… —comenzó a decir.

Diana la atajó.

—Lo hay, Lucy. Algo importante. Ha llegado el tiempo en que necesitaré a alguien próximo a mí en quien pueda confiar. Voy a hacerle una oferta. Sé mucho acerca de usted, más probablemente de lo que se imagina. Usted me dijo por qué vino aquí y yo tengo, me imagino, una idea bastante buena de lo que piensa acerca de esta casa Ahora, quiero contarle algunas cosas que nadie de este negocio sabe, nadie excepto yo, para luego hacerle una proposición.

Diana se levantó y pasó el pestillo en las dos puertas. Volvió a su escritorio y tomó el teléfono.

—No me pase ninguna llamada hasta que le avise, Sarah —dijo, y colgó.

—Pues… —empezó diciendo…

* * *

Justamente a las tres en punto la señorita Tallwyn abrió la puerta para anunciar:

—Lady Tewley, señorita Brackley.

Lady Tewley entró. Era alta, delgada y elegante vistiendo un conjunto de cuero suave de un gris delicado. Todo, desde las puntas de los zapatos hasta la copa de su sombrerito, estaba cuidadosamente considerado en cada detalle, más que el coste, y ella acreditaba a todos sus suministradores, incluyendo Nefertiti Ltd.

Diana esperó hasta que la puerta se cerrara. Dijo:

—Janet, querida, me conturbas. Yo sólo tengo que verte y empiezo a preguntarme si yo no habré hecho alguna ligera contribución a una forma artística, después de todo.

Lady Tewley frunció su naricilla.

—Viniendo de ti, Diana, eso es casi un cumplido. Pero en realidad resulta agradable, ¿verdad? —se miró a sí misma con aprobación— y, después de todo, las desempleadas deben de ocuparse de sí mismas de alguna manera.

Se sentó con gracia. Diana le ofreció la cigarrera y encendió el encendedor de sobremesa. Janet Tewley emitió una nubecilla de humo y se arrellanó un poco. Se miraron mutuamente. Janet Tewley soltó una risita.

—Sé lo que estás pensando, Diana, y es muy halagador que te intereses tanto por ello.

Diana sonrió. Realmente había estado pensando en su primer encuentro, diez años atrás. La Lady Tewley que la miraba a través del escritorio había sido muy distinta. Una chica alta, nerviosa, de veintidós años, buen aspecto, adorable figura y miembros perfectos, sin idea de cómo vestirse, una caricatura de maquillaje, un estilo de peinado profundamente inconveniente y una disposición a aparecer como de dieciséis años, había mirado a Diana solemne y cuidadosamente y terminó diciendo:

—¡Oh, bien! —aparentemente para sí, en un aire ligeramente sorprendido. Diana hizo una mueca casi imperceptible mientras alzaba las cejas.

La chica en cierto modo estaba confusa.

—Lo siento —dijo—. No quería ser grosera. Pero nunca estuve en un lugar como éste antes —añadió con ingenuidad—. Tenía idea que sería dirigido por una mujer de unos sesenta años, pelo teñido, un rostro cubierto de maquillaje, fajas bien apretadas, como una especie de endurecida reina Victoria.

—Pero a pesar de eso —dijo Diana—. Me alegro de no ser un peso en su conciencia. Ahora, ¿qué desea que haga?

La chica dudó brevemente. Luego dijo:

—Una especie de obra a lo Pigmalion —confiada, prosiguió—: Mire, yo… he tomado el empleo de ser Lady Tewley y me parece limpio el desempeñarlo de manera adecuada; pero como no es la clase de cosa que yo esperé jamás, que necesito ayuda. Yo… —volvió a dudar—. No me importó mucho la clase de vida que se me ofrecía. Pensé que podría recurrir a algún profesional, desinteresado… —dejó la frase pendiente, sin terminar.

Diana tuvo una breve visión de cuñadas y tías aplicándose a sí mismas al trabajo con poco tacto. La chica añadió:

—Debo aprender y creo que podría tener buen aspecto, pero no he tenido el aprendizaje adecuado. No es una cosa en la que tuve tiempo de molestarme mucho.

Diana le contestó francamente:

—Usted con toda certeza puede aparecer muy bien. Creo que es posible hacerlo. La recomiendo buenos guías y preceptores, también lo que usted aprenda de ellos es cosa suya.

—Puedo aprender —repitió la chica—. Lo que pido ahora son unos buenos cimientos en la gramática de todo. Y si no puedo muy pronto derrotar a esas tiquismiquis, entonces me mereceré lo que me pase.

Diana asintió despacio.

—La comprendo —dijo—. Pero no debe subestimarlas. Están en su terreno y tienen una mente bastante fija sobre su vida social… después de todo, poseen lo que han conseguido. Una cosa es hacer su trabajo, pero no lo hará bien si se destroza al mismo tiempo el corazón.

—Yo no me destrozo el corazón. No tengo ambición de ascender. Si la tuviese, la utilizaría en algo que valiese la pena el ascenso —aseguró la chica—. Pero acepté esto y es cosa mía ajustar, no ser un estorbo, eso es todo.

Habló con un deje de amargura. Diana lo advirtió y se fijó en que sus ojos brillaban algo más que antes. Preguntó con curiosidad:

—¿Qué es lo que hacía usted antes?

—Hace seis meses yo era una estudiante de cuarto año de medicina viviendo en una pensión de Bloomsbury —la dijo lady Tewley—. Conocía lo que se requería allí y no sabía que esto resultaría del todo diferente.

Diana calculó durante un momento las circunstancias que yacían detrás del completo cambio de ambiente de la muchacha. Dijo con sinceridad:

—No veo motivo del porqué usted no logre triunfar. De hecho, estoy segura que puede tranquilizarse y decidirse a hacerlo. Pero al final encontrará que no es nada fácil.

—No supongo que lo sea —replicó lady Tewley—. Esa es una de mis primeras lecciones… una se debe el respeto a sí misma para gastarse en la propia persona buena cantidad de dinero, no hacerlo es simplemente burgués.

—Muy bien, pues —asintió Diana. Y se lanzaron adelante.

Viendo a la lady Tewley actual, impecablemente vestida, con modales exquisitos y segura de sí misma, sonrió un poco al recordar a la muchacha que vino pidiéndole ayuda.

—Interés es la palabra equivocada —dijo—. Agradable satisfacción… y admiración… estaría más cerca.

—Lo acepto todo —admitió Janet Tewley modestamente—. Aunque me dije a mí misma, puedo proporcionar, si se me requiere, una buena imitación.

—¿Pero sigue siendo imitación? ¿No es un cambio?

—Mi querida Diana, tú, de todas las personas, debías conocer una imitación cuando la tienes delante. Eso es lo que solía turbarme mucho acerca de ti. Hice mi imitación porque me casé en circunstancias que lo requerían. Pero, solía preguntarme, ¿Diana hace la suya? Y no pude hallar respuesta.

—¿Solías? —repitió Diana—. ¿Ahora no?

—Bueno, una pregunta que continuamente sigue sin respuesta logra hacerse aburrida, ¿verdad? —dijo evasivamente lady Tewley—. Sin embargo, querrás saber por qué vine.

Diana asintió.

—Me temo que no es muy agradable —continuó Janet—. Nuestro medio bastante elegante y caro está lleno de suciedad monótona que se lleva a la lavandería los lunes, como no puedes por menos de dejar de conocer.

—De modo general, sí —admitió Diana.

—Eso es lo que admiro de ti, Diana. Imagino que prácticamente cada miembro de tu personal conoce hasta los detalles más sórdidos y que tú no te molestas con ellos.

—¿Debiera hacerlo?

—Bueno, considerando que presides este intercambio de murmuraciones… De todas maneras, acepto que todavía no te has enterado de mi asunto con el señor Smelton.

Diana sacudió la cabeza.

Janet buscó en el bolso que conjuntaba exactamente con su atuendo. Al poco sacó un brazalete de oro flexible adornado con diamantes y lo colocó sobre el escritorio de Diana, en donde relució esplendoroso.

—Bonito, ¿verdad…? Horace Smelton me lo regaló por mi cumpleaños. Es lo que un pescador llamaría el cebo, creo… ¿O debo decir la red? De todas maneras, una de esas cosas que se suponen que a una le hacen brillar los ojos… —la miró reflexiva—. Lo más gracioso es que aunque fue Horace quien me lo dio, lo compró mi marido. Acabo de enterarme. Y fue mi marido quien me presentó a Horace hace un par de meses…

»No quiero hacer de esto un largo relato, pero tu personal probablemente sabe, si tú no, que mi marido y yo hemos estado, bueno, en términos simplemente formales durante casi tres años. En público elaboramos un espectáculo, pero eso es todo. Así que, me pregunté, ¿qué iba a ocurrir?

«A primera vista una puede pensar que quería meterme en un lío con el propósito del divorcio. No es un hombre muy elegante, ya sabes. Pero cuando lo medité más, hubieron varias razones que me indicaron que no lo haría. Así que decidí tratar de descubrir el verdadero motivo. Me pareció que debía haber algo que deseaba descubrir, pero puesto que prácticamente no nos hablamos en privado, no le resultaba bueno preguntarme nada directamente. Bueno, Horace es un hombre muy atractivo, aun cuando sea un reptil, así que yo le seguí el juego… sin animarle demasiado, pero sin rechazarle definitivamente.

Janet Tewley dejó caer la colilla del cigarrillo en el cenicero y encendió otro.

—Para abreviar —prosiguió—. He advertido que de Nefertiti parece surgir con demasiada frecuencia en nuestras conversaciones. Oh, Horace es muy sutil, pero yo estaba al acecho de cualquier tema recurrente, así que probé un truquito o dos y acepté los resultados, alabándolos, de tu descubrimiento de las algas. Él se mostró en su juego muy gentil. Inmediatamente no dijo que ese género de las algas marinas era una soberana tontería; emitió eso más tarde. A su debido tiempo, llegamos en torno a una suposición. Si yo podía obtener muestras de todas las diversas cosas que tú utilizas particularmente en Nefertiti, en especial algo que se inyectara, conocía a gente que de buena gana pagaría un buen precio. Si podía inducir a una de tus chicas a que me dijese algo sobre tus materias primas, que fuese de valor, también cobraría una buena prima. Si ella pudiese obtenerme incluso pequeños fragmentos de una materia prima en particular, una que se pareciese algo a los líquenes, pagarían en realidad una pequeña fortuna.

»Cuando pensé en eso recordé que Alec, mi marido, era íntimo amigo de quien es director de Sandworth Chemical Products Limited.

Janet hizo una nueva pausa y sacudió gentilmente la cabeza.

—De hecho, Diana, tengo la impresión de que el chasco ya está casi demasiado alto.

Diana la miró con serenidad.

—¿El chasco? —preguntó.

—Querida, te conozco desde hace años —dijo Janet—. En todo ese tiempo ambas hemos cambiado notablemente poco, ¿no te parece? Además, estudié medicina cuatro años, como recordarás. Posiblemente soy la única cliente tuya que estudió esa ciencia. Interesante. De hecho, prefiero pensar que si no me equivoco en lo que creo, podría empezar de nuevo. Es agradable tener buena ropa, etc., pero el coste de esa clase de vida es bastante más alto de lo que me apetece. Además, a la larga sería muy aburrido, ¿no lo crees?

Diana mantuvo tranquila su mirada.

—¿Cuánto tiempo piensas en lo que piensas? —preguntó.

Lady Tewley se encogió de hombros.

—Es difícil de decir, querida, en parte porque es tan difícil de aceptar. Lo mejor que puedo decirte es que mis sospechas se solidificaron en convicción hace tres años.

—¿Pero no se lo dijiste a nadie?

—No. Me sentía fascinada. Quería ver lo que pasaría. Después de todo, si yo tenía razón, poseía tiempo en abundancia para esperar; si estaba equivocada, de todas maneras, no importaba. Te conozco, Diana, confío en ti. No había razón real para que me entrometiera… hasta ahora. Puesto que actualmente la tengo, irrumpo, claro, con mis preguntas.

Diana la miró. Janet Tewley había acomodado sus modales al medio ambiente con demasiado éxito como para desarreglar nada, excepto quizás mostrando una cierta laxitud graciosa. Diana sonrió y consultó el reloj.

—Muy bien —asintió—, pero sólo media hora, en este instante.

—Entonces, primero una pregunta cardinal —dijo Janet—. ¿Acaso la acción retardadora va seguida de una correspondiente aceleración si se interrumpe el tratamiento?

—No —respondió Diana—. El metabolismo simplemente regresa a su marcha normal.

—Es un alivio. He estado algo preocupada por la idea de que algún día pudiera pasar de la mediana edad a la senilidad en el plazo de cinco minutos. Me preguntó por qué no le he detectado…

Las preguntas se sucedieron durante más de media hora hasta que el sonar del teléfono las interrumpió. Diana lo cogió.

La voz de la señorita Tallwyn dijo:

—Lo siento, señorita Brackley. Sé que no quería que se la molestara, pero la señorita Saxover está en la línea, por tercera vez. Dice que es algo muy urgente e importante.

—Muy bien, Sarah. Ponme con ella.

Diana contuvo con un gesto a lady Tewley que se preparaba para irse.

—Hola, Zephanie. ¿Qué ocurre?

—Se trata de Darr, Diana —la voz de Zephanie sonó clara—. Papá pensó que no era prudente que te llamara él en persona.

—¿Qué ha pasado?

—Ha habido un incendio. El ala de vivienda prácticamente se quemó toda. Papá escapó de milagro.

—¿Pero se encuentra bien? —preguntó Diana ansiosamente.

—Oh, sí. Logró subirse al tejado del ala y cruzar al cuerpo principal. Lograron aislar el fuego en la dependencia primera, pero está ansioso de que sepas que la policía cree que el incendio fue provocado.

—Pero ¿quién podría haberlo hecho? No hay objeto en…

—Dice que la policía piensa que primero probablemente habría habido un intento de robo y que el incendio fue provocado después para taparlo. Dicen haber encontrado rastros de eso. Es imposible, claro, saber qué es lo que se han llevado. Pero quiero decirte que no te preocupes por lo que tú ya sabes. No había nada allí que tuviera que ver con ese asunto.

—Comprendo, Zephanie, está bien. Pero tu padre. ¿Estás segura de que no se halla lastimado?

—No, de verdad, Diana. Dice que todo lo que le pasó fue un arañazo en la rodilla y estropearse el pijama.

—Gracias a Dios —exclamó Diana.

Al cabo de unas cuantas frases más colgó el teléfono con una mano que temblaba levemente. Durante casi medio minuto miró fijamente a la pared opuesta hasta que un movimiento de Janet Tewley la hizo volver en sí.

—Hay demasiados acercándose en exceso —dijo para sí—. Es tiempo de movernos… No, no te vayas, Janet. Tendré un trabajo para ti. Aguarda un minuto…

Volvió a tomar el teléfono.

—Sarah, ¿recuerda aquel paquetito que está en un rincón de la caja fuerte grande…? sí, ese. Encontrará que está lleno de cartas. Ya están dirigidas y estampilladas. Por favor, procure que sean echadas al correo inmediatamente. Deben salir esta noche.

Se volvió a Janet Tewley.

—Aquí es donde tiramos de la manta —dijo—. Esas cartas son invitaciones a mis clientes y a algunos periodistas a una reunión el próximo viernes por la tarde… En total, más de un millar. He tratado de hacerles ver que es importante y urgente, pero por desgracia ha tenido que ser una carta circular… lo que significa que algunas personas no le harán caso y otras pensarán que se trata de algún nuevo reclamo publicitario. Ahora, tú conoces a una gran cantidad de clientas socialmente. Lo que te pido es que hagas correr el rumor de que deben hacer caso a la carta y venir. Haré que las chicas de abajo ayuden también. Pero si tú lo haces desde el exterior tendremos más peso.

—Muy bien —asintió Janet—. ¿Pero cuál es el rumor? No querrás que la cosa verdadera se divulgue antes de la reunión, ¿verdad?

—Oh, claro que no. No, será mejor que de momento mantengamos lo de las algas. ¿Qué te parece hablar de nuestro trabajo aquí que se ve amenazado, con nuestras clientes en peligro de verse privadas de nuestros servicios, porque los irlandeses están estudiando el impuesto a imponer a nuestras algas especiales y que piensan que sea tan alto que el Departamento de Comercio reúsa aprobar las divisas diciendo que son tarifas extorsionadoras? Así sería una reunión de protesta contra las leyes discriminadoras respaldadas por intereses rivales y encaminadas a privar a Nefertiti y a sus clientes de sus beneficios especiales. ¿Te parece bien algo siguiendo estas líneas?

Janet asintió.

—Eso creo. Hay espacio para el bordado. Las insinuaciones de que el Departamento de Comercio o el Banco de Inglaterra están dominados por intereses rivales. Es todo parte del oscuro complot elaborado por gente a la que no le importa un ardite lo que les ocurra a tus clientas mientras ellos ganen el control sobre Nefertiti Ltd. y tus secretos comerciales. Sí, creo que agitará un cierto sentido de lucha contra la injusticia.

—Perfecto pues, Janet. Ponlo en marcha. Yo prepararé una filtración con mi personal… eso es mucho más efectivo que decirlo directamente… y esperemos que el viernes tengamos el salón completo.