Dominando el escaso correo del lunes por la mañana colocado junto a la bandeja del desayuno de Francis Saxover había un sobre algo abultado dirigido a él con una escritura suelta que no pudo reconocer. Lo abrió para encontrarse que, aunque la mayor parte de su contenido era un periódico, había también una breve nota manuscrita:
«Querido Francis:
»Comprendiendo que los domingos en Darr uno, por costumbre, se ejercita sólo en los acres bien cuidados del «Observer» y lo del «Times», sospecho que lo que incluyo puede no haber llegado a su atención y siento que usted debería trabar conocimiento con su contenido.
»La explicación es que uno de los peces de colores de mi sistema de defensa ha cobrado alas y probablemente, creo, que va a probar su estabilidad. La situación se ha hecho aún más feliz por el hecho aparente de que la mano izquierda de Fleet Street no sabe lo que hace la mano derecha y que A está probable y esperanzadoramente loco con B.
Suya, con prisa,
Diana Brackley».
Turbado, Francis cogió el pedazo doblado del periódico marcado con A. Se reveló como una página entera del Sunday Radar, con ciertas partes señaladas con cruces rojas, el total encabezado por cuatro pares de fotografías y el anuncio:
SECRETO DE BELLEZA ROTO PARA LAS LECTORAS DE «RADAR».
Debajo, leyó:
«¡Grandes noticias para USTED, USTED Y USTED!
«Les dirán que el dinero no lo puede comprar todo. Hay cosas como el sol en la mañana y la luna en la noche, las grandes sonrisas, los corazones amantes y un rebaño de otras minucias que no llevan la etiqueta de su precio y quizá tengan razón en eso. Pero usted y yo sabemos que van las cosas en este mundo moderno el dinero puede aún ayudar a darle un lado más suave de la vida… incluso conducirla al asiento trasero de un Daimler ultralujo si usted tiene suerte.
»Ahora eche un vistazo a la galería de bellezas de arriba y vea lo que quiero decir. En cada caso, la foto superior es del modo en que ella aparecía hace diez años y la inferior es su aspecto actual. Ahora, compare la fotografía que usted se haya tomado hace diez años con su aspecto ante el espejo. ¿Ve? Mucha más diferencia que en las comparaciones de esta página, ¿verdad?
»¿Y qué es lo que cuesta a una persona de la alta sociedad dejar que pasen diez años y que apenas dejen rastro? Bueno, nuestra galería de damas calculan que de trescientas a cuatrocientas libras al año, quizás más, pagadas a un establecimiento de renombre en cuestiones de belleza en el Mayfair de Londres para conseguir haber gastado muy bien su dinero.
»Quizás eso sea… si tienen esa clase de dinero y no le importa desembolsarlo.
»La mayor parte de nuestras lectoras, sin embargo, se estarán diciendo a sí mismas pensativamente que tienen que ganar una quiniela para poder sufragar ese gasto. Pero no. Esta vez se equivocan. Ahora, gracias al «Radar» cada cual, absolutamente cada cual, puede sufragarlo.
El artículo seguía explicando que Radar hizo que sus investigadores descubrieran el secreto de conservar la belleza utilizada en aquel establecimiento y que lejos de costar trescientas libras al año, podría pagarse fácilmente con trescientos peniques. Se proponía compartir con sus lectoras ese descubrimiento.
«Una serie de artículos exclusivos que comenzarán la próxima semana servirán para que «Sunday Radar» revele todo, diciendo a cada mujer lectora cuanto necesita saber para preservar su juventud, como es su derecho.
»Asegúrese su ejemplar del próximo “Sunday Radar”, el periódico que le descubre lo que usted desea saber».
Francis, con la sensación de haber obtenido la mínima información, de mala gana, apartó a un lado la hoja preguntando cuántos artículos semanales del Radar sería capaz de vender antes de llegar al meollo de la cuestión. Desde mi punto de vista, sin embargo, el interés yacía en la línea roja que circundaba las fotografías y que luego añadía manuscrito: «¡Clientes!».
Cogió después el otro recorte, algo más modesto en la forma de un panel de doble columna del Sunday Prole. Estaba también encabezado con pares de fotografías contratadas, aunque en esta ocasión sólo habían dos parejas y de un formato más pequeño. No eran las damas cuyo pasado y presente se comparaba aquí miembros del cuarteto que pareció en el Radar. El encabezamiento esta vez era:
«¡NO HAY EDAD…!».
Y en la línea inferior, la firma: Gerald Marlin. Su artículo comenzaba:
»No ha sido ningún secreto esta semana en Mayfair que cierto establecimiento de belleza cuyo nombre es de dominio casero —aunque casero en los ambientes verdaderamente caros y lujosos—, pagó por daños y perjuicios una cantidad exorbitante antes que exponer sus obras al conocimiento vulgar en los tribunales de la ley… y quizás de tener que responder a preguntas pertinentes en público. Así que las faldillas de seda se han retirado de la contaminación y de la intimidad y quizás incluso hay virtud, preservada a cualquier precio.
»Una alergia es algo pejiguero, dada a revelarse a mí misma de manera inesperada y, en ocasiones, abrumadora. La simpatía de uno debe decantarse por una dama que no sólo tuvo que sufrir una gran incomodidad, sino que es preciso que la sufra a solas, sin el apoyo de un marido cuyos importantes intereses sudamericanos le obligaron a partir bastante apresuradamente hace un año y mantenerle lejos del lecho conyugal durante el tiempo crítico… o, quizás, impedirle regresar en absoluto y también, como nuestra simpatía, ella se merece nuestras felicitaciones. No ha salido mal librada de todo ello.
»Pero una alergia no siempre apena sólo a la afligida: El originador de su causa, puede también estar bien lejos de ser feliz por el efecto, particularmente si este originador es una firma de renombre con una reputación de ayudar a las ricas damas a engañar el paso del tiempo, que, como nuestras fotografías de encima elocuentemente prueban, este prestigio bajo ningún concepto puede considerarse como inmerecido. Ocurrirán, claro, accidentes, pero se prefiere por los establecimientos elegantes que éstos sean conocidos por las menos personas posibles. Por un motivo, es mejor no perturbar a los clientes valiosos y valuables; por otro motivo, todos los comercios tienen su secreto que puede valer la pena acceder a una generosa compensación si con ella se evita tener que admitir en público que la fuente de los no inconsiderables beneficios propios no se trata de un producto exótico de Arabia, y de una substancia sutil de Circasia, sino una simple cosa que puede ser adquirida no muy lejos del hogar, por el mero costo de su recolección y transporte».
Francis Saxover, hartándose un poco del estilo tenso del señor Marlin, saltó los párrafos siguientes hasta llegar al último de ellos:
«La fuente de la incomodidad y la cliente sensitiva, y las precauciones que deberá adoptar contra su ocurrencia, permanecen, a pesar de los por otra parte términos satisfactorios del acuerdo, desconocidas incluso para sí misma. Parece injusto que la dama quede en tal estado de ansiedad, sin saber nunca en qué momento puede encontrar una substancia que la cause una incomodidad que esta vez, en su segunda manifestación, pudiera ser del todo no provechosa. Así, dejando nuestra simpatía con su pena, quizás podamos ofrecerle el siguiente consejo: que evite, si es posible, las playas de Galway. Bueno: pero si tiene que ir a Galway Bay, que evite el bañarse allí; sin embargo, hay circunstancias que le hacen imposible evitar bañarse en Galway Bay, debería a toda costa evitar entrar en contacto con cierto tipo de algas marinas que allí se encuentran. Mientras tome esta simple precaución le será posible disfrutar de su generosa indemnización con tranquilidad, a menos, claro, que ocurra que otros cometicistas sientan la tentación de extraer sus fortunas del alga mágica que se ha probado a sí misma ser mucho mejor de lo que podría valer su peso en oro».
* * *
Después de que hubo terminado su desayuno, Francis rompió su ordinario hábito de dirigirse a su laboratorio y se encaminó, en su lugar, al despacho. Allí, con la mano en el teléfono, dudó qué número llamar y decidió que Diana era improbable que hubiese abandonado su apartamento ya. Fue la justa decisión.
—Gracias por los recortes de periódico, Diana —dijo—. En cuanto no se le ocurra a nadie preguntarse por qué la señora de Wilberry debería ser alérgica a las setas como resultado del tratamiento con algas, quizás funcione bien.
—¡Bah! —exclamó Diana—. Nadie lo hará. Las alergias son demasiado errantes y misteriosas en procedimientos para que nadie se sorprenda. Yo acepto la excepción de «puede». Funciona como una bomba. Todos mis odiados rivales se pasaron completo el día de ayer en el teléfono tratando localmente de descubrir más. El señor Marlin debe haber recibido ofertas de fortunas por detalles. Casi cada revista femenina tiene ya un representante esperándome en el despacho; y la chica de la centralita dice que deberíamos contratar a un loro para que diga: «No hay comentarios» a todos los periodistas y aprovechados que están llamando. Comprendo que hay una encuesta por parte del Ministerio de Agricultura y Pesca con referencia a cualquier permiso expedido a mi nombre por el Departamento de Comercio para importar algas de la República irlandesa.
—Eso es interesante —dijo Francis—. No han tenido tiempo de actuar sobre lo que apareció en los periódicos el domingo. Deben haberlo conseguido de alguna otra parte.
—Cierto —asintió Diana—. Sé de dónde lo consiguió Marlin, pero hace una semana me aseguré de que me llegase a través de tres de mis más discretas chicas en la más estricta confidencia. Ahora podría ya haber llegado a cualquier parte. No va a terminarse nunca la diversión acerca de esto.
—Mire —dijo Francis—, lamento no tomar en consideración su nota irónica en esta etapa, pero debo hacerlo. No creo que sea lo más conveniente decírselo ahora, pero iré hoy a Londres y me parece que deberíamos discutirlo. ¿Podría usted cenar conmigo? ¿Qué le parece el Claridge a las ocho y media? ¿Le conviene?
—La hora sí, pero no el lugar. Ahora es más importante que nunca que su nombre no sea ligado con el mío. Yo seré una mujer marcada mientras esto siga adelante, así que no puede venir aquí. Sugiero que nos entrevistemos en un sitio pequeño llamado El Atomium, de Charlotte Street, No es probable que nadie nos vea allí.
—Sí, parece improbable —asintió Francis—. Muy bien. En el Atomium, a las ocho y media.
—Bueno —contestó ella—. Estoy impaciente por verle después de todo este tiempo, Francis. Y quiero hablarle y explicarle las cosas mejor —hizo una pausa y luego añadió—: Parecía que… ¿Es muy grave, Francis?
—Sí. Me temo que lo sea —contestó él.
* * *
—Oh, ¿eres tú, verdad? —dijo el editor—. Pareces muy satisfecho de ti mismo.
—Lo estoy bastante —contestó Gerald Marlin.
—Buena cosa, quizás, porque no sé lo que esté yo… contigo, quiero decir. Tuve a Wilkes del Radar respirando veneno en mi teléfono. Has alzado toda una campaña que él cocinó.
—Malo… muy malo —dijo Gerald, animoso.
—¿Qué pasó?
—Bueno, como te dije, por lo que han pagado a la Wilberry hay claramente algo que Nefertiti no quiere que se sepa en público… y no me sorprende. Es un pensamiento abrumador, pero en realidad ese grupo hace algo muy notable en bien de sus clientes. De todas maneras conseguí un contacto allí, una doncellita de aspecto inocente, que adora el caviar y el champaña, y que regatea como un tratante en caballos. Decidí que Quaglino’s estaría bien e íbamos a ir allí. Entonces vi a una joven que se sentaba en el vestíbulo y miraba a mi contacto con expresión asombrada y luego pretendió no haberla visto. Mi contacto se mostró un poco abatida también, así que pregunté qué había de malo. Me estaba explicando que la otra chica también era de Nefertiti cuando un hombre se acercó hasta ella y la saludó… Freddy Rammer, del Radar, si te place. Yo me volví para que no me reconociese y cuando se fueron al interior del restaurante decidimos irnos a cenar a otra parte.
»Bueno, deduje por el panorama que el Radar planeaba editar sus propias series de consejos de belleza y sumar dos y dos. Fue todo un golpe. Quiero decir, que habría sido estupendo aguardar una temporada y ver si uno podía hacer algo sobre conseguir los derechos de las algas de Galway Bay. Pero, evidentemente, era imposible esperar tanto, así que puse un cable a una amiga de Dublin para tener una buena delantera haciendo investigaciones sobre los derechos legales en las algas marinas, según la ley irlandesa.
El editor sacudió la cabeza.
—Probablemente tendrás que hacer tu petición al Papa o por el estilo —dijo—. Probablemente, esto va a ser un asunto muy grave con los irlandeses. Se comen el género.
—¿Qué?
—Se lo comen. Lo llaman «dulse».
Le tocó el turno a Gerald de sacudir la cabeza, aunque no se sabe si en tono de duda o por simpatía hacia los irlandeses.
—De todos modos —prosiguió—, en realidad fue demasiado tarde. No conseguí que el Radar nos desbancase, o descubriese su jueguecito. Mi infortunada amiga probablemente ha sido engañada y pisoteada hasta la muerte por ahora. Yo no sé por qué pienso en levantarme temprano para efectuar una reclamación. De Begorra, ese estupendo panorama de Dublín, debe estar esta mañana lleno de gente procedente de la ciudad, dirigiendo sus pasos hacia el oeste, a través de la bruma ondulante.
—¿De qué diablos estás hablando? —preguntó el editor.
—Fiebre del oro, muchacho —cantó para sí:
«Oh, hay tanto oro como se me ha dicho en la orilla de Galway Bay… oh…».
—Fíjate —prosiguió—, yo no estoy sin conexiones con varias de las partidas prospectoras. Casi cada fabricante de potingues de belleza del reino —con la destacada excepción de Nefertiti— me telefoneó ayer, queriendo saber más. Hice lo mejor para asegurar un interés participante, pero me temo que hay muy pocas posibilidades. Lo que me retiene de conseguir la fortuna —confió—, es que deben de haber docenas de clases de algas marinas en los bancos de Galway y, francamente, no tengo ni la menor idea de cuál es la clase mágica. Y eso por desgracia es vital. Significa realmente que si el Radar identificó la clase, aún pueden seguir por encima nuestro.
El editor del Sunday Prole pensó durante un momento y sacudió la cabeza.
—No. Wilkes no habría estallado como lo hizo… pero sin embargo, puede. Quizás piense que también la identificamos y está manteniéndose indeciso. En cualquier caso sería mejor probarlo. Lo que hay que hacer es descubrir de dónde se saca el material y obtener una muestra. Vale la pena intentarlo. Haría mucho para aumentar el número de lectoras…
* * *
Diana apartó a un lado la roja vela que se interponía entre ellos. A su luz se estudiaron mutuamente. Por último, Francis dijo, en tono curioso:
—Es extraño que el saber sea tan distinto del ver.
Diana siguió mirando sin hablar. Se dio cuenta de que su mano, sobre la mesa, temblaba y la apartó de la vista. Sus ojos recorrieron el rostro de Francis, rasgo a rasgo, despacio. Con un esfuerzo, preguntó:
—¿Está muy enfadado conmigo… Francis?
Él sacudió la cabeza.
—No estoy enfadado. Lo estuve. Cuando lo supe al principio me puse muy furioso en realidad… hasta que empecé a comprender por qué. Cuando lo hube distinguido seguí con la sorpresa, la vanidad herida y la alarma… especialmente de la alarma. Yo sabía que no conseguiría nada escondiéndome tras la cólera. Me estudié a mí mismo; descubrí que catorce años me habían arrancado el derecho a encolerizarme… aunque no el de alarmarme. Eso es lo que sigo estando.
Hizo una pausa, examinó el rostro de ella con tanta atención como la joven hiciera con el suyo.
—Ahora —prosiguió—, ahora me avergüenzo de haberme enfadado. Pero me avergüenzo de mí mismo. ¡Dios mío!, por haber sentido rencor hacia usted; y no haberme visto capaz de prevenirlo. Eso va a ser una mancha en mi mente para siempre. Indeleble e imperdonable. No, no estoy enfadado, estoy humillado. Pero sólo…
Se interrumpió ante un toque de su brazo.
—¿Qué es?
El camarero presentó el menú.
—Oh, más tarde —exclamó irritado—. Tráiganos jerez seco. ¿Qué estaba diciendo? —se volvió a Diana.
Diana no pudo ayudarle. Apenas se había enterado de una palabra de lo que le dijera. Siguieron mirándose uno a otro. Al poco:
—¿No se ha casado? —preguntó Francis.
—No —contestó Diana.
La miró, turbado.
—Debí haber pensado… —comenzó y se interrumpió de inmediato.
—¿Qué debía haber pensado?
—No estoy del todo seguro… yo… yo supongo… ¿importa eso ahora?
—Hasta el punto de que yo no tengo del todo consciencia de que la mayor parte de las mujeres parecen tener la premura del tiempo acosándolas. Pero es que tampoco poseo mucho criterio: Sólo conocía a un hombre con quien realmente deseé casarme —dijo, y luego, con aire de apartarse de lo personal, prosiguió—: He estado preocupándome, en cuestión de hecho, de cómo el matrimonio irá mezclado con el nuevo orden. Una siente que las personas no pueden seguir amándose mutuamente durante dos o trescientos años y que si hay alguna ésta es muy escasa.
—Eso no se mezcla, como usted ha dicho, demasiado bien con el orden presente —observó Francis—, pero la gente se adapta. No veo el porqué no debía adaptarse más tiempo. ¿Quizás se podría instituir matrimonios a plazo fijo, con opciones, como en las explotaciones de terreno?
Diana sacudió la cabeza.
—Es más profundo que eso. Para ser antropológica sobre el caso: el papel primario esencial de la mujer occidental es el de esposa; su estado secundario es el de madre; en la clase media y alta el estado terciario es algunas veces el de compañera… en otras clases el compañero puede quedar a mucha distancia en la lista por debajo y en la mayor parte de las naciones no occidentales apenas alcanza a ellos en absoluto. Pero con la perspectiva de una asociación extendida desde los cincuenta hasta unos posibles dos o trescientos años, es probable un cambio. Me parece casi seguro que el compañerismo iba a alcanzar el estado primario. Y puesto que nuestras opresiones sociales, propaganda popular y toda una parte de nuestro comercio, se dedican ahora a obtener el estado de esposa para nuestras chicas, un cambio al estado de compañera como objetivo primario causará un infierno de revolución social.
—Por fortuna, eso sería sólo aparente después de un tiempo, o si no tendríamos a casi todas las mujeres jóvenes en contra nuestra de uñas y dientes. El estado de esposa es tan fácil; la naturaleza efectúa la mayor parte del trabajo. No se necesita cerebro, sólo apariencia y se pueden comprar ayudas suficientes para eso. Pero el estado de compañera es mucho más sutil, una tiene que utilizar su carga durante un trencho y no se puede comprar ayuda en tubos y en tarros. No sería en absoluto popular si se percibiese… pero no será. Simplemente no lo creerían si se les explicara. Cada cuál se inclina a considerar su local escenario antropológico como una ley de la naturaleza. Y así tendremos a todos los queridos y pequeños seres insignificantes de todos los esposos y de todos los perezosos de nuestro lado, porque lo único que eperan en una vida mayor son cantidades y más cantidades de tiempo para cantidades y más cantidades de juego de dormitorio.
Mirándola, Francis sonrió despacio.
—Eso es auténtico —dijo—. Diana, querida, hay cosas que casi olvidé acerca de usted.
Diana se quedó inmóvil.
—No hay nada… —comenzó y entonces se detuvo. Parpadeó varias veces—. Yo… —recomenzó. Luego se levantó con brusquedad.
—Volveré dentro de un momento —dijo, toda en una prisa, y ya estaba a mitad del restaurante para cuando Francis pudo recobrarse de su sorpresa.
Permaneció sentado tomándose su jerez y mirando sin ver al chal extendido en el respaldo de la silla vacía de ella. El camarero volvió para depositar a su lado un gran menú y otro junto al plato de Diana. Francis pidió más jerez. Al cabo de unos diez minutos regresó Diana.
—Será mejor que decidamos —dijo él.
El camarero garabateó en su libreta y se fue. Hubo un intervalo de silencio que amenazó con prolongarse más. Diana giró la vela roja de modo que la cera gotease por el otro lado. Luego dijo, un poco bruscamente:
—¿Oyó usted el noticiario de las seis?
Francis no lo había oído.
—Entonces, para su información, el Ministerio de Agricultura de la República de Irlanda ha publicado una orden prohibiendo la exportación de algas marinas excepto bajo licencia —hizo una pausa—. Así que vendrán los diálogos ahora sobre si yo he conseguido una licencia de exportación irlandesa. Las licencias serán expedidas presumiblemente cuando se haya decidido el impuesto que esta clase de comercio puede soportar. Habrá mucha diversión para cada cuál.
—Excepto quizás para deshacer a las mujeres que se han vuelto locas esperando milagros de las algas —sugirió Francis.
—Oh, esas no se quedarán muy sorprendidas —le aseguró Diana—. En los periódicos femeninos el milagro es la palabra favorita. Nadie en serio espera que signifique nada. Es una especie de vestir los conceptos y de hacer propaganda de los productos manteniendo floreciente las esperanzas.
—¿Qué es prácticamente lo que espera de esa tontería de las algas? —preguntó él.
—Una operación de diversión —le dijo Diana—. Mis competidores forman un grupo excesivamente crédulo. Les costará bastante tiempo antes de convencerse realmente de que no hay nada en las algas. Mientras las clientes pedirán ansiosas crema de algas, loción de algas, alimento para el desayuno de algas, etc., así que ellos ganarán dinero. Tengo cierto número de preponderantes artículos preparados para colocar aquí y allá. Hay uno que revela que la belleza de las algas marinas es realmente una pieza de conocimiento muy antiguo ahora redescubierta… de hecho el concepto de Venus saliendo de las espumas del mar es realmente simbólico de este uso de las algas en la Grecia primitiva. Bonito, ¿no le parece? Creo que como mínimo aguantará dos años, posiblemente el doble de tiempo, antes de que alguien perciba que no consigue los resultados que se obtienen en Nefertiti. Para entonces, se habrá descubierto que Nefertiti utiliza ahora un aparato electrónico completamente nuevo, funcionando mediante estimulación ultrasónica de las capas celulares de debajo de la epidermis, por lo que restaura la apariencia juvenil de los tejidos; lo que constituye el secreto de una belleza asentada sobre sólidos cimientos. Oh, yo puedo mantener esa clase de cosas durante años, si es necesario. No es preciso que tema la verdadera fuente se descubra todavía durante largo tiempo.
Francis sacudió la cabeza despacio.
—Ingenioso —admitió—. Pero me temo que es todo inútil, Diana.
—¡Oh, no! —exclamó ella, interesada de pronto por el tono de Francis—. ¿Francis, qué pasó?
Francis volvió a mirar otra vez en torno a la habitación. No reconoció a ninguno de los otros comensales. No tenía vecinos de inmediato y había bastante sonido general en la estancia para cubrir la conversación ordinaria en su rincón. Dijo:
—Eso es lo que yo quería decirle. No me alegra el admitirlo, pero dadas las circunstancias, podría ser peligroso para usted si no fuéramos francos. Concierne a mi nuera.
—Comprendo. Zephanie me habló de ella. ¿Quiere decir que Paul decidió contárselo?
—Sí —asintió Francis—. Lo consideró su deber. Se lo contó al día siguiente. No fue, presumo, una ocasión del todo amistosa. Estaban los dos un poco enfadados… con el resultado desgraciado de que no puede recordar cuánto la contó. Pero mencionó la liquenina y a usted.
Los dedos de Diana se crisparon.
—Eso —dijo tensa—, no creo que hubiese sido necesario.
—Oh, toda, la maldita cosa era innecesaria. Pero en apariencia una vez hubo comenzado, sentí que tenía que excusar mi decisión de decírselo a él y a Zephanie solos.
Diana asintió.
—¿Y qué pasó entonces?
—Jane no se lo tomó del todo bien. Pensó en ello durante varios días y parece haber hecho algunas encuestas para su propia satisfacción. Luego vino a Darr para verme —hizo un resumen de la visita de Jane.
Diana frunció el ceño.
—En otras palabras, preparó un asalto. No es una joven muy agradable.
—Bueno —dijo con limpieza Francis—, ella tenía razón al hacerme considerar que es la mujer de mi hijo y que había sido injustamente excluida de un beneficio que se le debió haber ofrecido; pero su forma de abordarlo fue… ejem… poco sobrada de tacto.
—¿Pero usted lo hizo? ¿La dio la liquenina?
Francis asintió.
—Hubiera sido muy fácil engañarla con cualquier otra cosa durante algún tiempo —admitió—. Pero parecía que con eso se ganaría muy poco. Más tarde hubiera tenido que confesárselo, o lo hubiera descubierto por sí misma; eso quizás simplemente empeorara las relaciones. El daño más serio, creo, había sido ya hecho… la cuestión de que ella lo conocía del todo. Así que le di su dosis. Presumo que usted utiliza la inyección, pero yo la implanto, tabletas solubles, como hice con Paul y Zephanie. Desearla que Dios me hubiese dado las suficientes luces para haberlo utilizado desde el primer momento como inyección…
—No veo que eso hubiese hecho las cosas muy distintas…
—Sí. Cuando ella volvió a casa le dijo a Paul que había estado viéndome… supongo que pensó que era lo mejor; él la preguntó por el vendaje de su brazo. Paul dedujo que clase de sistema habría utilizado su mujer para abordarme y se puso muy furioso al pensar en chantaje. Cuando vio el vendaje supo de una sola mirada que no estaba confeccionado a mi estilo. Ya había entrado en sospechas… algo en los modales de ella, supongo. Insistió en examinarle la incisión y, bueno… el implanto de liquenina no estaba allí.
«Jane siguió obstinadamente protestando de que debió habérsele salido cuando se colocaba el nuevo vendaje. Una clara tontería, naturalmente… la incisión había sido abierta, la tableta extraída y luego el corte cerrado de nuevo, con un par de puntos, como lo estuvo antes.
»Pero ella insistió en su historia, pese a lo burda que era. Finalmente se fue al dormitorio y se encerró dentro. Paul pasó la noche en la habitación de huéspedes. Cuando despertó por la mañana ella ya se había marchado… con dos maletas… Nadie la ha visto desde entonces.
Diana pensó durante unos cuantos segundos.
—¿Entonces hay posibilidad de que pudiese haber sido un accidente? —preguntó.
—Ninguna. Los dos puntos debieron haber sido quitados y substituidos. Hubiera sido mucho más inteligente haber insertado una tableta inofensiva y de forma similar, como precaución. Quizás con toda posibilidad hubiera llevado ella más adelante el engaño.
—¿Pero la implicación es que ella lo consiguió de usted con el fin de llevárselo a otra persona?
—Claramente. Con la mayor probabilidad bajo la promesa de que volvería a ser tratada, una vez descubriesen el secreto.
—Y recibiendo un buen pago, como puede deducirse por su carácter. ¿Cuánto pueden averiguar por una tableta?
—Mucho menos de lo que se piensan, me imagino. Ni usted ni yo fuimos capaces de sintetizar el producto en todo este tiempo. Pero será mejor que presumamos que lo que les contó fue todo cuanto sabe. Por lo menos les proporcionará una línea en la que trabajar.
—¿Sabe acaso de dónde viene?
—No. Por fortuna, no le dije eso a Paul.
—¿Y cuál supone que será el próximo paso de ellos?
—Mirar nuestras importaciones y tratar de rastrear algo de esos datos, me imagino.
Diana sonrió.
—Si son capaces de encontrar un camino a través de esa parte de mis defensas en menos de un año o dos me quedaré asombrada —dijo—. En cuanto a Darr, ustedes continuamente reciben paquetes de material raro de todo el mundo.
—Pero desgraciadamente no hay muchos líquenes en ese material —repuso Francis—. Naturalmente, que tuve cuidado y tomé precauciones contra accidentes, pero una investigación intensiva es una materia bastante diferente… —se encogió de hombros inseguro.
—Aún así —dijo Diana—, ¿quién va a identificar la especie particular de líquenes? Le hemos dado un bonito y largo nombre, pero las únicas personas que pueden decir a qué planta pertenece el nombre somos nosotros… usted y yo.
—Si hallan a los cosecheros, entonces no tendrán mucha dificultad en descubrir qué líquenes han estado recogiendo —destacó Francis.
Permanecieron pensativos en silencio mientras el camarero se afanaba y rellenaba sus vasos. Francis lo interrumpió para decir filosóficamente:
—Tenía que venir, Diana. Uno siempre supo que tarde o temprano así sucedería.
—Hubiese preferido que hubiese sido algo más tarde —dijo Diana ceñuda—, pero supongo lo que sentiría cuando ese momento llegara. Sólo que esa maldita Wilberry y su alergia… No puede ser tampoco alergia común, o ya me hubiese enfrentado a ella antes; pero, sin embargo, ahora no nos puede ayudar —permaneció en silencio durante un momento. Después prosiguió—: Hemos seguido diciendo «ellos». ¿Tenemos alguna idea de quiénes pueden ser?
Francis se encogió de hombros.
—No hay manera. Ninguna firma famosa lo tocaría en las circunstancias actuales. Pero el nombre de Saxover haría que cualquiera, en el comercio, prestara oídos.
—Sí. ¿Supone que no ha de ser del negocio?
—Yo eso diría. No sería probable que Jane pagase una comisión innecesaria a un intermediario.
Diana frunció el ceño. Dijo:
—Cada vez me gusta menos esto, Francis. Habrían maneras de manejar lo que sería fantásticamente provechoso… mientras durara… —emitió una sonrisa triste—. Después de todo, a mí no me fue del todo mal… pero si no se tuvieron escrúpulos… —dejó sin terminar esa frase y continuó—: Una simple filtración era una cosa, pero esto es distinto; quiero decir, si ellos no tienen escrúpulos sobre cómo manejar el producto, no los tendrán tampoco cuando estén seguros de que hay una posibilidad de sacar millones y millones.
Francis sacudió la cabeza.
—No serán capaces de retenerlo… quienesquiera que sean —dijo—. Mire lo que acaba de ocurrir sólo simplemente porque se lo dije a mis propios hijo e hija.
—Posiblemente —asintió ella—. Pero lo que quiero decir es que podía también volverse ahora contra ellos, mediante la publicidad. Una vez estén convencidos de que es la cosa verdadera, su modo más rápido de obtener más beneficio es robarlo y también el proceso, si pueden… o, mejor aún, raptar a uno o a ambos de nosotros.
—Es algo en que pensé —contestó Francis—. No se puede encontrar ahora nada en Darr y, si yo desapareciese, la publicación seguiría de manera automática. Me imagino que habrá tomado precauciones similares.
Diana asintió.
Se examinaron uno a otro por encima de las tazas de café.
—Oh, Francis —dijo ella—. Esto es condenadamente tonto y mezquino. Todo lo que queremos hacer es dar algo a la gente. Hacer que se convierta en realidad un viejo, viejísimo sueño. Podemos ofrecerle vida, con tiempo para vivirla; en lugar de una rápida lucha por la existencia y un final. Un tiempo para hacerse lo bastante sabios como para construir un nuevo mundo. Tiempo para convertirse en hombres y mujeres adultos en vez de niños muy crecidos. Y, mirémonos… usted atascado por la perspectiva del caos; yo, segura de que tratarán de luchar contra esa perspectiva mediante la supresión. Ambos seguimos en el mismo y viejo terreno que pisábamos.
Se sirvió otra taza de café. Durante casi un minuto estuvo mirándola como si fuese un cristal oscuro. Luego alzó la vista.
—Esto ha ido demasiado lejos, Francis. Ya no lo podemos retener más tiempo. ¿Lo publicará?
—Todavía no —contestó Francis.
—Se lo aviso, empezaré a preparar a mis chicas.
—Podrá hacerlo muy bien —asintió—. Esto es distinto de hacer un anuncio científico que uno sabe que no puede ser desgajado.
—Será desgajado si deciden con bastante escándalo —hizo una pausa—. No, tiene razón usted, Francis, será más efectivo si usted interviene más tarde… pero yo lo he ofrecido.
—No lo olvido, Diana.
—En muy poco tiempo aleccionaré a mis novecientas ochenta damas más extensamente y las soltaré para que peleen. No creo que acepten la amenaza de la supresión tranquilamente —hizo otra pausa y entonces soltó una carcajada—. Lástima que mi militante tía abuela Annie no pueda estar aquí. Se encontraría en su elemento. Un martillo para los escaparates, petróleo para los buzones, escenas en la cámara. Disfrutaría.
—Parece que a usted le agrada —contestó Francis con desaprobación.
—Claro que me agrada —dijo Diana—. Estratégicamente, yo podría hacerlo con más tiempo, pero en persona… bueno, si usted se pasase doce años trabajando, envuelto en persianas rosas, aroma de flores, suaves alfombras, sedas, sueño envueltos con celofana, intrigando, con los ojos duros, dando manotazos, cínico, apartando a las brujas codiciosas que se mantienen ayudando a otras mujeres a emplear sus secundarias características sexuales para mayor ventaja, usted probablemente estaría muy cerca de cualquier clase de cambio también.
Francis rió.
—Pero se me ha dicho que usted no era una mujer de negocios —dijo.
—Ese aspecto puede tolerablemente ser divertido durante algún tiempo —algún tiempo—, también beneficioso. Pero mientras yo tenga algo que mis rivales solamente ansíen poseer, no creo que me vaya mal. Me refiero, a que si yo poseo en mi salón de belleza un producto que la competencia desconoce y que es efectivo, por fuerza he de triunfar y ganar dinero, ¿verdad?
—¿Y el futuro…? Después de todo quiere usted tener futuro.
Diana dijo ligeramente:
—Tengo mis planes… Plan A, Plan B, Plan C, ahora con eso basta acerca de mí. Quiero saber qué es lo que ha estado ocurriéndole a usted, y a Darr, todo este largo tiempo…