VII

La secretaria de Paul le alcanzó cuando estaba a punto de dejar el despacho.

—El doctor Saxover al teléfono, señor.

Paul regresó y cogió el receptor.

—¿Eres tú, Paul? —preguntó la voz de Francis, sin calor.

—Si, padre.

—Esta mañana me visitó tu esposa, Paul. Yo creo que por lo menos podías haber tenido la gentileza de decirme si la habías informado.

—Ya te dije que se lo diría, padre. Te expliqué mi postura tal como yo la veía. Y sigo viéndola del mismo modo.

—¿Cuándo se lo dijiste?

—A la mañana siguiente.

—Hace cinco días, ¿eh? ¿Acaso dijo ella algo de venir a verme?

—Bueno, sí, en efecto. Pero no estaba seguro si lo pensaba en realidad. Nosotros ve… ejem, bueno, nos acaloramos y nos dijimos muchas cosas en aquel momento. Luego, al no bajar hasta Darr de inmediato, pensé que había cambiado de idea y decidí esperar un poco.

—Pero no esperó mucho.

—¿Qué es lo que quería?

—¡Vaya, Paul! ¿Qué crees que ella deseaba… exigía?

—¿Y tú…?

—Sí, lo hice. Pensé que sería mejor que lo supieras.

Un chasquido cuando el receptor al otro extremo fue colgado. Paul retuvo su propio aparato durante unos segundos y luego colgó también, despacio.

Jane no estaba cuando llegó a casa. Eran pasadas las nueve cuando ella llegó. Se dirigió directamente al dormitorio y al poco se oyó el sonido del agua del baño corriendo. Media hora más tarde entró en la sala de estar arropada en una bata acolchada blanca. Paul, su tercer whisky a su lado, la miró con expresión poco amistosa que ella no se molestó en acusar.

—He estado en Darr —dijo, con aire de ir al grano primero.

—Ya lo sé. ¿Por qué no me dijiste que ibas a ir?

—Lo hice.

—No me dijiste cuándo.

—¿Y eso qué importaba?

—Hay muchas maneras de hacer las cosas. Pude haberle avisado que me esperase.

—Yo no quería que se le avisara. ¿Para qué iba a tener tiempo de preparar más razones y dejarme fuera de todo… dejarme una breve vida mientras el resto de vosotros vivís mucho tiempo? Yo sabía lo que deseaba y lo conseguí.

—Eso tengo entendido. En el teléfono papá se mostró muy tenso.

—Supongo que no le gustó. ¿Y tú crees que a mí me ha agradado que deliberadamente me excluyerais?

—No fue deliberado… no del modo que tú piensas. ¿Es que no comprendes que él tenía que tener cuidado? Ha de tomar todas las precauciones posibles contra cualquier filtración. Piensa en la desorganización que seguiría a cualquier rastro del descubrimiento. La responsabilidad… ¿Por qué miras así? No tiene gracia, Jane. Está muy lejos de ser gracioso.

—A mí me lo parece bastante. La perversidad es, como sabes, algo conmovedora. Dios le bendiga, creo que realmente estás seguro de lo que tu eminente padre te dice, ¿verdad? ¿Y no ha llegado la hora de que crezcas un poquito, cariño mío…? ¿O este género afecta a la mente y te la mantiene joven también?

Paul la miró con fijeza.

—¿De qué diablos estás hablando?

—De tu padre, querido… Y su responsabilidad, y su conciencia y su deber a la humanidad. ¿Te sorprendería saber que tu distinguido padre es también un redomado hipócrita?

—Realmente, Jane, no consentiré…

—Sí. Yo lo veo tal y como es.

—Jane, no voy a…

Pero Jane no hizo caso de su interrupción. Prosiguió:

—Tu aceptaste todo cuanto te dijeron, ¿verdad? Ni siquiera se te ocurrió preguntar quién es esa Diana Brackley y qué es lo que hace.

—Sé lo que hace. Dirige Nefertiti, Ltd.

Jane pareció un momento desconcertada.

—Nunca me dijiste eso.

—¿Y por qué tenía que habértelo dicho?

Ella le miró con dureza.

—Realmente pienso que tu padre debe haberte hipnotizado, o por el estilo. Tú sabías eso… sin embargo, nunca te diste cuenta que había estado actuando como distribuidora de este material durante años. Oh, ella no lo vende como antigerona. Simplemente dirige un negocio de belleza singularmente triunfador. Cobra lo que quiere por sus tratamientos… y lo consigue. Eso es lo que realmente ha estado ocurriendo con el secreto demasiado peligroso para hacerlo público. Y una lindísima ganancia que deben haber estado haciendo entre ellos, ganado millones, durante años.

Paul siguió mirándola con fijeza.

—No lo creo.

—¿Entonces por qué no te lo negó él?

—Lo hizo a Zephanie. Mi hermana preguntó si Diana era su agente. Papá lo negó de manera rotunda.

—A mí no.

—¿Qué te dijo?

—No dijo mucho. Tampoco hubiera servido de nada negarlo, de todos modos. No una vez que ya lo había descubierto.

—Sí, empiezo a comprender por qué él parecía pensar eso —dijo Paul despacio—. ¿Qué te hizo?

—Lo que yo le pedí —se puso su mano derecha de manera significativa en el antebrazo izquierdo—. No podía negarse, ¿verdad?

Paul siguió mirándola, pensando.

—Será mejor que le telefonee —dijo.

—¿Por qué? —preguntó ella con viveza—. Simplemente confirmará lo que te dije.

Paul contestó:

—Yo te dije esto confidencialmente porque pensé que como mi esposa tenías derecho a saberlo al mismo tiempo que yo. Tú conocías que yo no me conformaría con eso. Sabías que procuraría que te diese a ti esta antigerone en su debido curso. ¿Por qué diablos no pudiste esperar unos cuantos días más en vez de recurrir al chantaje?

—¡Chantaje! Realmente, Paul…

—Eso es lo que fue. Y lo sabes muy bien. Ahora sólo Dios conoce qué especulaciones han podido agitar tus preguntas acerca de Diana.

—Yo no soy ninguna tonta, Paul.

—Pero tú has hecho preguntas a alguien y tu nombre de casada ocurre que es Saxover. Sería mejor que llame por teléfono a Darr.

—Te diré lo que pasó. Se mostró frío, simplemente educado… pero lo hizo.

—Quieres decir que crees que lo hizo. Lo que yo quiero saber es precisamente qué es lo que hizo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella intranquila.

—Bueno, si alguien me viene con demandas a base de amenazas yo no estoy del todo seguro de que haría exactamente lo que ella me pidiera… particularmente si supiese que ella no tendría modo verdadero de comprobarlo durante algún tiempo. Sería muy fácil hacer una sustitución…

Se interrumpió de pronto, desconcertado por el modo en que ella le miraba, advirtiendo que Jane se había puesto pálida.

—Todo va bien —dijo—. No sería nada que te perjudicara.

—¿Cómo… cómo lo voy a saber? —preguntó ella—. Si me ha jugado una triquiñuela así… Pero no tuvo tiempo. No sabía que yo iba —añadió insegura.

Paul se levantó.

—Por lo menos podemos si tiene el aspecto adecuado a la clase de implanto —dijo él—. Déjame ver la incisión.

—¡No! —exclamó Jane y en un tono que sobresaltó a su marido. Paul frunció el ceño.

—¿Qué ocurre? —dijo—. ¿No quieres saber sí te ha dado el material adecuado o no? —Extendió una mano hacia ella. Jane se retiró en su silla.

—¡No! —repitió—. Claro que está bien. ¡Aléjate de mí! ¡Déjame sola!

Paul se detuvo, mirándola con curiosidad.

—Eso no tiene sentido —dijo despacio—. ¿De qué tienes miedo?

—¿Miedo? ¿Qué quieres decir? —él siguió mirándola.

Jane dijo:

—Me da asco esto. Ya te dije lo que pasó y estoy cansada. Por favor, vete. Quiero acostarme.

Pero Paul avanzó un pasito más.

—¿Me has estado mintiendo en esto, Jane? ¿Acaso no hubo ninguna implantación en absoluto?

—Pues claro que la hubo.

—Entonces me gustaría verla.

Ella sacudió la cabeza.

—Ahora no, estoy cansada.

La irritación de Paul se apoderó de él. Hizo un rápido gesto y subió la manga de la bata por encima del hombro izquierdo de ella, lo bastante para mostrar un sencillo vendaje blanco rodeándola el antebrazo. Paul lo examinó.

—Ya veo —dijo.

—Lástima que no hayas querido aceptar mi palabra —dijo ella con frialdad.

Paul sacudió la cabeza despacio.

—No haces fácil aceptar tu palabra —contestó—. Conozco muy bien como venda las heridas mi padre. Esta no es su manera de hacerlo.

—No —asintió ella—. La sangre empapó el vendaje. Tuve que poner uno nuevo.

—¿Y lograste hacerlo tan bien con una sola mano? Eres muy lista —se detuvo y continuó con una voz más endurecida—. Ahora, ya tengo bastante de esto. ¿Qué otra cosa has preparado? ¿Qué intentas ocultar?

Jane trató de recobrar sus modales anteriores, pero le resultó una pobre imitación. Ella nunca le había visto mirarla con la expresión en que lo hacía ahora y su confianza en su capacidad para manejarle empezó a titubear.

—¿Escondido? —repitió ella de manera poco convincente—. No sé lo que quieres decir, acabo de contarte…

—Tú me has contado que obligastes a mi padre con amenazas. Lo que quiero saber es qué otra cosa hiciste… y tengo intención de descubrirlo —la interrumpió Paul.

* * *

En el quinto piso del deliberadamente no ostentoso edificio de Curzon Street, en donde Nefertiti, Ltd., llevaba a cabo su misión, el comunicador del escritorio de Diana dio un súbito zumbido. Ella accionó el interruptor. La voz atenuada de su secretaria dijo:

—Aquí tengo a la señorita Brendon, del segundo piso, señorita Brackley. Está muy ansiosa por verla. Le he dicho que el conducto adecuado es a través de la señorita Rollridge, pero ella sigue insistiendo que quiere verle en persona, para un asunto particular. Ya ha estado aquí arriba dos veces hoy.

—¿Está con usted ahora, Sarah?

—Sí, señorita Brackley.

Diana meditó. Decidió que ni siquiera una tercera negativa hubiera logrado pasar por Sarah Tallwyn, a menos que hubiese un buen motivo.

—Muy bien, pues, Sarah. La veré.

La señorita Brendon fue conducida al interior. Resultó ser una chica pequeña, bonita, de pelo dorado; una especie de muñeca hasta que una fijaba en el contorno de su barbilla, la línea de su boca y la luz belicosa de sus ojos azules. Diana la examinó y ella, casi con igual candor, examinó a Diana.

—¿Por qué no me expuso su problema a través de la señorita Rollridge? —preguntó Diana.

—Lo hubiera hecho, si hubiese sido cuestión administrativa —contestó la muchacha—. Pero es usted mi jefe y pensé que debería saberlo. Además…

—¿Además… qué?

—Bueno, pensé que sería mejor que no se enterasen otras personas.

—¿Ni siquiera la directora de su departamento?

La señorita Brendon dudaba.

—La gente habla mucho en esta casa —dijo.

Diana asintió despacio.

—Y bien, ¿qué es? —preguntó.

La chica dijo:

—Anoche estuve en una fiesta, señorita Brackley; sólo una cena y bailar en una especie de club. Eramos seis. El único que conocía era al hombre que me invitó. Mientras cenábamos, empezaron hablar de la señora Wilberry. Uno de los hombres dijo que estaba interesado en las alergias y preguntó qué podía haberle causado la enfermedad de la señora. Mi amigo, el que me había llevado, dijo que yo trabajaba en Nefertiti, así que quizás lo supiera. Claro, yo contesté que no, porque en realidad no lo sé. Pero el otro tipo siguió hablando y de cuando en cuando dejando caer preguntas como al azar. Al cabo de un rato empecé a sentir la sensación de que todo el asunto de la señora Wilberry no había venido a la conversación por casualidad… no puedo decir el motivo del porqué. Bueno, este otro hombre era muy atento especialmente conmigo durante la velada y al final me invitó a salir con él esta noche. Yo no quería, así que me excusé. Me sugirió que mañana. Yo dije que ya le avisaría, pensando que sería más fácil rehusar por teléfono —hizo una pausa—. Supongo que quizá esto parezca una tontería, pero soy bastante tímida. Me pregunté por qué estaba volcando sobre mí todo su encanto y pensé en las preguntas que se habían formulado sobre Nefertiti. Hice unas cuantas investigaciones en su torno y descubrí que es periodista; bastante conocido, creo, se llama Marlin. Trabaja para el Sunday Prole.

Diana asintió pensativa, sus ojos fijos en el rostro de la muchacha.

—De acuerdo que no es usted tonta, señorita Brendon. ¿De veras no lo ha mencionado esto a nadie más aquí? —preguntó.

—No, señorita Brackley.

—Bueno. Perfectamente, creo que fue lo mejor… y me parece que, si usted no tiene nada que oponer… puede reunirse con ese señor Marlin mañana noche y decirle la clase de cosas que quiere saber.

—Pero yo no sé que…

—Todo va bien. Haré que la señora Tallwyn la instruya.

La señorita Brendon pareció turbada. Diana dijo:

—No lleva usted mucho tiempo en este oficio, ¿verdad, señorita Brendon?

—Menos de un año, señorita Brackley.

—¿Y antes?

—Estudiaba para enfermera, pero murió mi padre. Mi madre tenía poquísimo dinero, así que tuve que encontrar el modo de ganar un poco más.

—Comprendo… Cuando conozca el negocio mejor, señorita Brendon, lo encontrará del todo fascinante. Nadie actualmente te degüella, pero casi un noventa y cinco por ciento de nosotros llenaría de plomo los chalecos salvavidas que tuviéramos que utilizar en un naufragio, vendería a su abuela a Sudamérica si hubiese algún beneficio. Ahora, si usted no habla con este señor Marlin, el pobre muchacho se tomará todas las molestias para conseguir un contacto con algún otro miembro de nuestro personal.

»Yo prefiero saber lo que se le diga. Además, si es un hombre cuidadoso, usted no será su único contacto. Querrá comprobar. Así que queremos hacer lo mejor posible para facilitarle las cosas. Ahora, ¿cómo, me preguntó, podíamos disimuladamente empujarle hasta el segundo contacto?

Las maneras formadas de la señorita Brendon se relajaron mientras discutían las tácticas. Al fin de la entrevista disfrutaba.

—Está bien, pues —terminó Diana—. Que la pase bien. Recuerde que en nuestro negocio debemos hacer lo mejor posible para aprovechar las oportunidades; no debemos elegir los platos más baratos. Eso resultaría fuera de carácter; además, los gustos más exóticos le enseñarán que no va a conseguir barata su información, así confiará más en ella cuando la tenga. Si le hace una oferta, usted suba el precio al doble, luego acepte un compromiso del cincuenta por ciento por encima de lo que originalmente le ofreció. Es una especie de convención que ayuda a tranquilizarles.

—Comprendo —dijo la señorita Brendon—, ¿y qué haré con el dinero, señorita Brackley?

—¡Dios la bendiga! Haga lo que quiera, señorita Brendon. Se lo habrá ganado. Ahora terminé con usted. Vaya a ver a la señorita Tallwyn cuando cierre la tienda y ella la instruirá. Ya me hará saber que tal le ha ido.

Después de haberse marchado, Diana oprimió el botón del comunicador.

—Oh, Sarah. Tráigame la carpeta de la señorita Brendon, por favor.

Sarah Tallwyn apareció a su debido tiempo, llevando una carpeta.

—Estupenda chica… estupendo cambio —comentó Diana.

—Capaz —asintió la señorita Tallwyn—. De la clase que podría ser algún día una buena patrona. Lástima que haya tenido que venir a esto.

—Querida Sarah, hay que tener tacto —dijo Diana, abriendo la tapa de la carpeta.

* * *

—¿Es eso todo? —preguntó Richard.

Se miró el vendaje de su brazo izquierdo y lo acarició gentilmente.

—Me temo que no es nada dramático. En las películas lo hacen mejor —le dijo Francis. Prosiguió—: Esto se le disolverá muy despacio y quedará absorbido en su sistema metabólico. Se podrían utilizar inyecciones, y de hecho las utilicé en mí mismo, al principio, pero es un estorbo… y también menos satisfactorio. Da una serie de reacciones, mientras que por el sistema empleado con usted la cosa es suave y segura.

Richard volvió a mirarse el vendaje.

—Aún sigue siendo difícil de creer. Realmente no se qué decir, señor.

—No lo intente. Pongámonos en el nivel práctico… una vez yo supe que usted lo conocía, era cuestión de aguda experiencia ofrecerle los beneficios. Además, Zephanie hubiera insistido, de todas maneras, antes de mucho. Lo que es importante es que usted lo conserve enteramente para sí.

—Lo haré. Pero… —dudó y siguió adelante—, ¿no está corriendo un pequeño riesgo, señor? Quiero decir, nos hemos visto tres o cuatro veces, pero, bueno, usted no sabe mucho acerca de mí.

—Se sorprendería, mi querido amigo. En Darr —explicó—, tenemos varios proyectos en mano, algunos de ellos en gran valor potencial. Naturalmente, nuestros competidores están interesados en descubrir cuánto pueden sobre nosotros. Unos pocos no son demasiado escrupulosos. No dudarían en utilizar el medio que sea para conseguir su fin. Cuando se tiene a una hija atractiva no tarda uno en encontrarse con el penoso deber de enterarse algo acerca de sus amigos, de su medio ambiente y de sus relaciones. Cuando resultan ser empleados por subsidiarios de químicos fabricantes en gran escala, o tener tíos en el consejo de administración de compañías de productos químicos, una verdadera indicación es suficiente para enviarlos a paseo —se detuvo pensativo—. Incidentalmente, yo tendría muchísimo cuidado de no dejar que el señor Farrier sospechase nada de esto.

Richard le miró sorprendido.

—Tom Farrier, pero es un publicitario. Le conozco desde mis tiempos de estudiante.

—Yo aseguraría que sí, pero recientemente se ha vuelto a encontrar con él y le presentó a Zephanie, ¿verdad? ¿Sabe usted que su madre se casó hace tres o cuatro años por segunda vez y que su marido es el director de investigaciones de Chemicultures Limited? No, veo que no lo sabía. Ah, bueno, estamos en un mundo muy malicioso, muchacho.

»Volvamos a bajar. A propósito, yo no creo que deberíamos mencionar nada de esto a Zephanie. Es, como dije, una desagradable precaución, pero necesaria.

—Hola, Richard —dijo Zephanie cuando entraron en la sala de estar—. ¿Pica, verdad? Pronto pasa, sin embargo; luego ni siquiera te enterarás de lo que te haya ocurrido.

—Espero que no —le contestó Richard dudoso—. Mi primer pensamiento depresivo fue que puesto que uno de mis días va a ser igual a tres días de los demás, podría rebajar mis necesidades a una comida. No veo la razón de no hacerlo.

—Pues la hay, porque, a menos que seas un torpón, o hivernes, o algo por el estilo, tu estructura física va a necesitar la misma cantidad de calorías para quemar y mantenerse —dijo a Zephanie, con aire de destacar lo evidente.

—Pero… oh, bueno, acepto tu palabra —admitió Richard—. No tengo más remedio. Ya encuentro bastante difícil tener fe en nada. De hecho, excepto en el nombre de Saxover en el paquete… —se encogió de hombros, frunció el ceño y siguió—: Debe usted perdonarme, doctor Saxover, pero aún encuentro duro aceptar que es… la receta secreta… ejem… el sistema, si usted me perdona. Usted me ha explicado pacientemente las dos cosas, lo sé. Sigue penetrando en mí, quizás, más tarde se complete, pero, ahora todavía, no puedo desembarazarme de cierta sensación de anacronismo… es como si de pronto me hubiese encontrado entre alquimistas. Espero que no se ofenda no intento molestarle. Es sólo que estamos en el siglo XX y la ciencia no tiene… por lo menos no creo que lo hiciese… una norma de conducta semejante a ésta; y menos teniendo miedo de que nos acusen de brujería, quiero decir —terminó mirándoles a ambos un poco inseguro.

—No nos comportamos de esa manera, se lo aseguro —replicó Francis—. Y si hubiesen suministros adecuados, o si pudiéramos obtener por síntesis la substancia, la cosa sería distinta. Eso es el meollo de toda la situación. Bueno, ahora, si me perdonan, hay unas cosas que debo atender antes de cenar —les dijo, y se fue.

—Supongo —dijo Richard cuando se cerró la puerta—, supongo que claramente empezaré a creer en esto algún día… hasta ahora me veo atascado en la etapa de aceptarlo como una proposición intelectual.

—Yo también, lo supongo —dijo Zephanie—, pero no es fácil. De hecho es un poco más difícil de lo que creí. Y significa hacer pedazos todo el sistema básico que aceptamos en la infancia. El terreno firme… jóvenes niños, padres, de mediana edad, abuelos ancianos, la idea entera de generaciones marchando así, es tan fundamental. Hay mucho que debemos descartar. Muchos puntos de referencia y lugares comunes que ya no nos servirán más.

Se volvió hacia él muy seria.

—Hace diez días yo fui feliz al pensar pasar cincuenta años contigo, Richard… si teníamos suerte. Claro, que así no me lo proponía a mí misma… yo sólo pensaba pasar mi vida contigo. Ahora, pues no lo sé… ¿puede una pasar ciento cincuenta años… quizás doscientos… con alguien? ¿Pueden dos personas seguir amándose durante tanto tiempo? ¿Qué sucede? ¿Cuánto cambia una persona en todos esos años? No lo sabemos. Nadie nos lo puede decir.

Richard se colocó detrás de ella y la rodeó con el brazo.

—Cariño. Nadie puede cruzar todos los puentes en siquiera cincuenta años, antes de que hayan llegado a ellos. ¿Y no podría ser que algunos de los retazos ásperos estén allí sólo porque usualmente no hay más de cincuenta años? Tampoco podemos asegurarlo. Claro, deberemos planear de manera distinta, pero es inútil preocuparse con un centenar de años de anticipación. En cuanto al resto, es muy distinto, ¿verdad? No podemos saber nuestro futuro dentro de diez días; seguimos sin saberlo ahora… sólo que probablemente tendremos más del que esperábamos. Así que por qué no empezar como lo hubiéramos hecho… por mejor, o por peor, ¿no te parece? Eso es lo que yo quiero seguir haciendo, ¿verdad?

—Oh, sí, Richard, sí. Sólo que…

—Sólo ¿qué?

—No lo sé… la pérdida de forma, el sistema… Ser abuela, quizás, cuando una tiene sólo el equivalente de veintisiete años, o bisabuela a los treinta y cinco. Seguir siendo capaz de tener un hijo después de los noventa años, poco más o menos. Y eso sólo con el factor de tres. Resultará. Será un lío tan agudo… yo no pienso que lo quiera… pero tampoco que deje de quererlo…

—Cariño, hablas como si todas las vidas de duración normal estuviesen planeadas. Sabes que no lo están. La gente tiene que aprender a vivirla… y para cuando lo ha aprendido, casi se ha muerto. No hay tiempo para remediar los errores. Nosotros tendremos tiempo para aprender a vivir y luego para disfrutar de la vida. Sigue sin ser real para mí, ahora veo cómo tu Diana podría tener razón. Más tiempo es importante. Si vivimos más, aprenderemos más a sobrevivir, sobre cómo vivir. Comprenderemos más. Ser una vida más llena y rica. Debe serlo. Nadie podría llenar doscientos años con las trivialidades que son bastante buenas para cincuenta años…

»Vamos, cariño. No hay por qué preocuparse. Hay que vivir. Esto será una aventura, decídete. Vamos a disfrutar hallándolo juntos. Vamos ahora… ¿verdad?

Zephanie volvió la cara hacia él. Dejó que su mirada turbada se aclarase y sonrió.

—Oh, sí, Richard, cariño. Vamos… claro que vamos…