Zephanie salió del ascensor mirando en su bolso buscando la llave de su apartamento. Una gran figura se levantó de una silla de severo aspecto, mejor diseñada para cubrir la desnudez del rellano que para servir de asiento. Él se enfrentó a la joven cuando ésta se acercaba a la puerta. La expresión de Zephanie cambió desde la abstracción, por entre medio del reconocimiento y el recuerdo, al desaliento, en un rápido movimiento.
—¡Oh, querido! —dijo ella de manera inadecuada.
—Oh, querido, vaya —dijo ceñudo el joven—. Prácticamente hace una hora que tenía que venir a recogerte. Y lo hice.
—Lo siento terriblemente, Richard. De veras que…
—Que te olvidaste de todo.
—Oh, no, ¡Richard…! por lo menos, me acordé esta mañana. Pero han pasado muchas cosas desde entonces. Se… bueno, se me pasó por alto.
—Vaya —repitió Richard Treverne. Se quedó plantado allí, un joven alto, corpulento, bastante rubio, mirándola con cuidado, mirándola a ella con atención, en parte ablandado por la sinceridad en la confusión de la muchacha—. ¿Qué cosas han pasado? —preguntó.
—Asuntos familiares —explicó Zephanie vagamente. Puso una mano en la espalda de él—. Por favor, no te enfades, Richard. No pude evitarlo. Tuve que ir a casa de pronto. Una de esas cosas imprevistas. Lo siento muchísimo… —volvió a rebuscar en el bolso y encontró la llave—. Entra y siéntate. Dame sólo diez minutos para lavarme y cambiarme y estaré preparada.
Él gruñó mientras la siguió dentro del apartamento.
—Diez minutos harán que hayan pasado cinco después de haber levantado el telón. Si son diez minutos…
Ella se detuvo, mirándole insegura.
—Oh, Richard. ¿Te sabría muy mal que no fuésemos? ¿No podríamos ir a cenar a algún lugar tranquilo simplemente? Ya sé que es una tontería por mi parte, pero esta noche no podría divertirme en el teatro… Quizás si les telefoneas puedan vender aún las localidades…
Él la miró un poco más atento.
—¿Peleas familiares? ¿Alguien que ha muerto? —preguntó.
Zephanie sacudió la cabeza.
—Sólo un poco de sorpresa. Pasará… si tú me ayudas, Richard.
—Está bien —asintió él—. Telefonearé, pues. No te preocupes… excepto por una cosa… que tengo hambre.
Ella le cogió de la manga y alzó su carita para que la besara.
—Querido Richard —dijo. Se dirigió hacia su dormitorio.
Después de este pobre comienzo, la velada no se desenvolvió bien. Zephanie probó una ayuda artificial para iluminar la noche. Se había tomado dos martinis antes de salir del apartamento y otros dos en el restaurante. Al encontrarlo inefectivo insistió en que no había nada como un vino espumoso para restaurar su buen humor… lo que, en cierto modo que turbó a Richard, pareció ser cierto durante algún tiempo. Al final de la comida sus demandas por un doble de coñac fueron tan insistentes que él acalló su conciencia y lo pidió. Con eso, el humor alcohólico se colapsó. Ella se sintió llorosa y olisqueó y pidió más brandy. Ante su negativa, se sintió triste y suplicó con lágrimas en los ojos al camarero, pidiéndole por compasión que la sirviese; sin embargo, el empleado, con tacto exquisito, facilitó la salida del local a la protestante cliente.
De regreso en el apartamento, Richard la ayudó a quitarse el abrigo y la sentó en el sofá de un rincón de la sala de estar donde ella se acurrucó, llorando gentilmente para sí. Él fue hasta la cocinita y puso una cafetera al fuego. Al poco regresó con una jarra de fuerte café negro.
—Vamos. Toda la taza —la ordenó al verla detenerse en mitad de un sorbo.
—No. No seas mandón, Richard.
—Sí —insistió él y permaneció junto a ella hasta que apuró el contenido de su recipiente.
Luego Zephanie se arrellanó de nuevo en un rincón del sofá. El lloriqueo había terminado, dejando evidentes huellas en su rostro. Los ojos aún brillantes, los rabillos todavía colorados, pero el resto relativamente limpio, al igual que puede estarlo la cara de un niño. Y, de veras, pensó él, mirándola, eso era lo que parecía: un rostro infantil. Era difícil crear mientras ella estaba sentada retorciendo el pañuelo y evitando desconsoladamente sus ojos, que tuviera más de dieciséis años.
—Vamos —dijo con calor—. ¿De qué se trata? ¿Cuál es el problema?
Ella sacudió la cabeza, sin responder.
—No seas borriquita —le dijo con amabilidad—. La gente como tú no se lleva un disgusto deliberadamente sin motivo. Y las personas que hacen de ello un hábito necesitan mucho más de lo que tú tomaste.
—¿Richard? ¿Estás sugiriendo que soy una alcohólica? —preguntó ella con un atisbo de dignidad.
—Sí. No alcohólica, sino mareada hoy. Bebe otra taza de este café —le dijo.
—¡No!
—Sí —insistió él.
De mala gana se bebió media.
—Ahora, cuéntalo todo —dijo.
—No. Es un secreto —respondió Zephanie.
—Al diablo con eso. Sé guardar los secretos. ¿Cómo puedo ayudarte si no sé cuál es tu problema?
—No puedes ayudarme. Nadie puede ayudarme. Es un secreto —insistió ella.
—A menudo alivia hablar de las cosas —insinuó Richard.
Ella le miró, con una mirada larga y tranquila. Sus ojos relucían, enrojecidos y comenzaron de nuevo a llorar.
—¡Oh, Dios! —exclamó Richard, de pronto dudó, luego cruzó la estancia y se sentó junto a ella en el sofá. Le tomó la mano.
—Mira, Zeph, cariño —le dijo—, las cosas a menudo parecen malas cuando uno se enfrenta a ellas solo. Cuéntamelo, lo que sea, y veremos lo que se puede hacer. Esta manera de comportarte tuya no es propia de ti, Zeph.
Ella se colgó de su mano y las lágrimas corrieron por sus mejillas.
—Tengo… miedo, Richard. No quiero tenerlo. No lo quiero.
—¿El qué no quieres? —preguntó inexpresivo, mirándola con aire desvalido.
Ella sacudió la cabeza.
De pronto, toda la actitud de él se endureció. La miró con tristeza durante algunos momentos y luego:
—¡Oh! —exclamó con llaneza. Al cabo de una pausa añadió—: ¿Y sólo lo supiste hoy?
—Esta mañana —contestó ella—. Pero realmente no… bueno, quiero decir, al principio pareció muy emocionante.
—¡Oh! —volvió a exclamar Richard.
Hubo un silencio que se extendió durante casi todo un minuto. Luego él se volvió de pronto y la cogió por los hombros.
—¡Oh, Dios, Zephie…! ¡Oh, Zeph, cariño…!, ¿por qué no pudiste esperarme?
Zephanie le miró, azorada y aún triste.
—Richard, cariño —dijo, con tono de lamento.
—¿Qué fue? —preguntó él con fiereza—. Dime lo que fue y yo… ¿Quién lo hizo?
—Oh, papá, claro —contestó Zephanie—. Lo hizo para bien —añadió, lealmente.
Richard se quedó boquiabierto. Sus brazos se le cayeron. Durante un instante o dos la miró como si le hubiesen golpeado en la cabeza con una maza. Necesitó bastante tiempo para recobrarse. Por último dijo:
—Me parece que no pensamos los dos en lo mismo —observó con áspera contención—. Que quede claro. ¿Qué es eso que tan apasionadamente no quieres?
—Oh, Richard, no seas grosero —dijo ella con tristeza.
—Maldición, no soy grosero. También recibí una sorpresa. Ahora quiero saber de qué diablos estamos hablando, eso es todo.
Ella le miró, sin enfocarle con los ojos del todo.
—Oh, de mí, claro. De mí y de seguir y seguir y seguir. Piénsalo, Richard. Todo el mundo envejeciendo y cansándose y muriendo y sólo yo siguiendo y siguiendo, a solas, siguiendo y siguiendo. Ahora no parece emocionante, Richard, me asusta. Me gustaría morir como las demás personas. No quiero seguir y seguir… sólo amar y vivir y hacerme vieja y morir. Eso es todo lo que quiero —terminó ella, con las lágrimas manando ahora más de prisa.
Richard la miró con más atención.
—Ahora has llegado al punto culminante —dijo él—. Al punto mórbido.
—Es que es mórbido… simplemente seguir y seguir. Muy mórbido —afirmó ella.
Él la habló con firmeza:
—Basta de estas tonterías de seguir y seguir y seguir, Zeph. Ha llegado el momento de que te acuestes. Trata de consolarte pensando en el lado más triste… «Por la mañana se es verde y se crece: Pero por la tarde todo se agosta, se seca y muere». Por mi parte prefiero un poco de seguir y seguir, y dejar que las cosas se agosten y mueran lo más tarde posible.
—Pero doscientos años es demasiado seguir y seguir, creo. Un camino tan largo, tan larguísimo para ir sola, completamente sola. Doscientos años es… —ella se detuvo bruscamente, mirándole con ojos desorbitados—. ¡Oh, querido! No debí haberlo dicho. Debes olvidarlo, Richard. Es un secreto. El secreto más importante, Richard.
—Está bien, Zephie, querida. Conmigo está seguro. Ahora vete a la cama.
—No puedo. Tienes que ayudarme, Richard.
Él la cogió en brazos, la llevó hasta el dormitorio y la puso en la cama. Los brazos de ella se cerraron firmemente en torno a su cuello.
—Quédate —dijo ella—. Quédate conmigo. Por favor, Richard.
Él forcejeó por libertarse.
—Estás cansada, cariño. Relájate simplemente y duérmete. Por la mañana te encontrarás perfectamente.
Volvieron las lágrimas.
—Pero estoy tan solitaria, Richard. Estoy asustada. Sola. Tú morirás, todo el mundo morirá… excepto yo, siguiendo y siguiendo.
Richard logró librarse del abrazo. Le bajó los brazos con firmeza. Ella volvió la cara y sollozó sobre la almohada. Él se quedó plantado un momento junto al lecho, luego se inclinó y la besó suavemente por debajo de la oreja.
Dejando la puerta de su cuarto algo entreabierta, volvió a la sala de estar y encendió un cigarrillo. Incluso antes de haberlo terminado, el sonido de los sollozos había disminuido para cesar luego. Le concedió unos minutos más antes de regresar al cuarto. El sonido de su respiración seguía uniforme mientras apagaba la luz.
Cerró la puerta suavemente, recogió su sombrero y su abrigo y salió del apartamento.
* * *
Decírselo a Jane resultó menos fácil de lo que Paul había creído. Para empezar, se había olvidado de que aquella noche estaban invitados a un cóctel para cuya asistencia ella tenía mucho interés. Su retraso en llegar a casa se enfrentó a un gélido reprocho; su sugerencia de que debieran pasar por alto la fiesta fue secamente rechazada. Luego la propia reunión en sí, con el poco satisfactorio apoyo de alguien llamado una eminencia, duró toda la velada. Unos bocadillos finalmente en casa con lo que suplementaron las deficiencias de la cena no ofrecían la ocasión ideal para un anuncio de tantísima importancia. Así que decidió esperar a que estuviera en la cama. Pero Jane se acurrucó con el aire de la persona decidida a dormir. Paul apagó la luz. Juró durante un instante con la idea de efectuar su anuncio en la oscuridad, pero luego, fruto de la experiencia, lo consideró mejor. Mientras todavía no estaba del todo decidido, la respiración de ella se hizo regular y esto dejó zanjado el asunto. La revelación debería postponerse hasta el día siguiente.
El carácter de Jane había sido elaborado por fuerzas y circunstancias que apenas rozaron a los Saxover y la más importante de éstas era la tensión financiera, porque, mientras en la familia Saxover el dinero era un subproducto que parecía incrementarse casi por sí mismo, el interés de la familia de ella por cuanto se pedía cobrar había sido ver la facilidad con que disminuía su renta.
El padre de ella, coronel Parton, del ejército regular, poseía una pequeña hacienda en Cumberland; la clase de hacienda que había tenido que ser vendida pieza a pieza hasta que quedaba tan poco que no duraría en poder de la familia la siguiente generación; el único hijo del coronel, Henry, por un antiguo matrimonio, era un hombre presentable y además popular y joven. Habían habido esperanzas de que se casase bien, pero las echó por tierra esposándose con la hija del rector, disponiendo así de la última posibilidad de rehacer la hacienda de la familia y arrancar del cadáver de su padre a los buitres fiscales.
De mala gana enfrentándose a este hecho, el coronel transfirió sus últimas esperanzas a su hija, porque, incluso ahora, no es imposible que una hija juiciosa, capazmente instruida en los duros hechos de la vida, se coloque bien. Y si ella muestra aptitud, vale la pena invertir en la hija algún capital… de todas maneras, no quedaba más remedio que correr el riesgo: era inútil tratar de ahorrar, con el Canciller del Exchequer, esperando al fin de la línea como la figura de la muerte. Así que el capital fue invertido en un colegio caro, un término de estudios en París, una temporada en Londres que culminó, después de otras varias encantadoras frustraciones, en el matrimonio con Paul.
Aunque Jane no era exactamente lo que Francis hubiera deseado para su hijo, y apenas podía dejar de ocurrírsele que las perspectivas de los Saxover habían tomado parte en la decisión de ella, recordó las primeras posibilidades que menos le habían complacido y puso buena cara. Al mismo tiempo que aspecto Jane tenía seguridad. Sus modales y apariencias eran precisamente los que se podrían esperar de una joven de su clase. Sus instintos sociales estaban bien desarrollados, su sentido de lo tabú era de confianza, tenía un adecuado respeto para todas las conveniencias que normalmente agobian la existencia. Podía haber escasas dudas de su capacidad para ser una esposa muy presentable y una administradora capaz. También sabía lo que se hacía y dónde quería llegar… y eso, con ciertas reservas, era lo bueno, advirtió Francis. Ciertamente una ambiciosa no hubiera sido conveniente para Paul.
No obstante, Paul tuvo razón cuando dijo que ni su padre ni su hermana tenían simpatía por Jane. Ambos lo habían intentado. Pero Francis estaba preparado para seguir probando, aunque Zephanie había renunciado.
—Lo siento, papá —reconoció ella a Francis—. Hice lo que pude, pero Jane y yo no parecemos vivir en el mismo mundo y ver las cosas de idéntica manera. Ella no piensa en nada… es una especie de robot programado, como un cerebro electrónico. Tiene un sistema de respuestas condicionado. Oye y luego acepta o rechaza y reacciona a golpes y la respuesta sale algo codificada, precisamente adecuada para las personas que utilizan el mismo código.
—¿No es eso un poco intolerante? —había sugerido Francis—. Después de todo, ¿no son todos muy parecidos si nos consideramos también nosotros mismos con sinceridad?
—Hasta cierto punto —admitió Zephanie—. Sólo algunas personas parecen ligadas siempre a pagar las consecuencias… como las máquinas.
Francis posó la mirada especulativa en su hija.
—Creo que será mejor que abandones esa analogía —dijo—. Pero confío en que hagamos lo mejor para preservar en la familia una relación civilizada.
—Claro —asintió Zephanie, luego añadió como si acabara de pensarlo—: Eso es precisamente lo que es… «civilizada» es una de esas palabras que ella descifra del todo de manera distinta que tú y yo.
Después, Zephanie siguió un curso de medido despego, despego de la sociedad de su cuñada, que satisfizo a ambas partes.
Y eso, pensó Paul, mientras consideraba su manera de abordarlo, no iba a hacer que Jane recibiese las noticias con mayor amabilidad.
Se dio cuenta de que la mañana no era el momento ideal para abordar el sujeto. Por otra parte, iban a salir de nuevo aquella noche, así que al día siguiente se encontraría en la misma postura y se daba cuenta de que cuanto más lo retrasase, más fuerte sería la posición de Jane. Al fin, se decidió por un movimiento directo: después de su segunda taza de café fue al grano.
No hay ninguna respuesta convencional preparada para una joven mujer cuyo marido dice durante el desayuno y de una manera bastante explosiva que espera vivir doscientos años.
Lo que hizo Jane Saxover fue, primero, quedársele mirando con inexpresividad absoluta; luego, recuperar su facultades para examinar más cuidadosamente su porte. Parte del rostro estaba oculto por la barba, pero principalmente los ojos son los que importan en muchísimas ocasiones. Ella buscó en aquellos ojos una mirada burlona, unos blancos descoloridos, un crisparse de los músculos orbitales y no encontró nada de estas cosas. Sin embargo, la evidencia negativa no bastaba; una esposa naturalmente se siente más tranquila cuando una aberración puede adscribirse a la causa tradicional que por muy confusa que sea la causa, mejor. Incluso el hecho de que no había notado nada la noche anterior era considerado desesperanzador. Fingió no haber oído bien, dándole la oportunidad de considerar su anuncio, sin perder nada en su dignidad.
—Bueno —dijo con consideración—, el promedio de vida ha aumentado muchísimo en los últimos cincuenta años. Quizás vivir un siglo no sea nada notable dentro de una generación.
Es descorazonador ver cómo el gesto dramático de uno queda sofocado de la manera más imprevista. Paul respondió irritablemente.
—Yo no dije cien años —contestó—. Dije doscientos años.
Ella volvió a inspeccionarle.
—Paul, ¿te encuentras bien? Ya te avisé que no tomases combinados anoche. No te sientan bien…
La consideración ordinaria de Paul se desvaneció.
—¡Oh, Dios, la banalidad de las mujeres! —exclamó—. Te llevé a casa en el coche, ¿no? ¿Es que acaso no tienes una pizca de imaginación?
Jane comenzó a levantarse de la mesa.
—Si vas a insultarme…
—¡Siéntate! —la ordenó—. Y deja de darme reacciones normales y frases vulgares. Siéntate y escucha. Lo que tengo que decirte te afecta.
Jane se dio cuenta de que por el manual escrito de estrategia y táctica éste era el momento en que la retirada dejaría a las fuerzas oponentes en un estado de confusión y de moral deteriorada. Por otra parte, Paul parecía genuinamente ansioso por algo y eso resultaba desusado en él, así que dudó.
Cuando le gritó «siéntate» otra vez, obedeció, más por sorpresa que por otra cosa.
—Ahora —dijo Paul—, si quieres escuchar y suspender la serie de reflejos discontinuos durante un rato, te enterarás que lo que tengo que decirte es de considerable importancia.
Jane escuchó. Al final dijo:
—Pero, Paul, realmente no podrás esperar que me lo crea. Es fantástico. Tu padre debió tomarte el pelo.
Los dedos de Paul se crisparon. La miró fulminante de manera alarmada, luego se relajó.
—Evidentemente tenían razón —dijo cansino—. Hubiera hecho mejor no diciéndotelo.
—¿Quiénes tenían razón?
—Oh, papá y Zephanie, claro.
—¿Quieres decir que ellos te pidieron que no me lo contaras?
—Sí. ¿Pero qué importa? Es todo una broma. Tú lo dijiste.
—¿Quieres decir que no es una broma?
—¡Oh, por Dios! A… seguramente conoces a mi padre lo bastante para darte cuenta de que no es de la clase bromista, y B… una broma tiene que ser graciosa. Y si puedes encontrar algo gracioso en esto, me gustaría que me lo explicaras.
—¿Pero por qué no querían que yo me enterase?
—No fue exactamente eso. Querían que aplazase el decírtelo hasta que se hubiese preparado un curso de acción.
—¿Aunque yo soy tu esposa y miembro de la familia?
—Bueno, maldita, sea, el viejo nunca nos lo dijo a Zephanie y a mí hasta ayer.
—Pero seguramente tú debiste haberlo sospechado. ¿Cuánto tiempo hace que sucede?
—Desde que yo tenía diecisiete y con Zeph desde que ella cumplió los dieciséis.
—¿Y quieres que crea que en diez años ni siquiera te lo imaginaste?
—Bueno, no lo creíste cuando te lo dije lisa y llanamente, ¿verdad? Piensa, uno puede imaginar unas cuantas cosas que parecen ser posibilidades, ¿pero de qué diablos serviría imaginar y deducir acerca de todas las imposibilidades? Todo lo que sucedió fue esto…
Explicó la historia de la nueva inmunización creada por su padre, terminando:
—Cicatrizó rápidamente, dejando simplemente una pequeña hinchazón bajo la piel y eso fue todo. Desde entonces lo repetimos cada año. ¿Cómo iba a pensar que no era lo que mi padre decía?
Jane le miró dudosa.
—Pero han debido haber algunos efectos. ¿No notaste nada?
—Sí —respondió Paul—. Me di cuenta de que no me resfriaba con facilidad. He tenido la gripe sólo dos veces, y muy suave, en estos últimos diez años. Y también mis cortes y arañazos cicatrizan con facilidad y raras veces se infectan. Me di cuenta de eso porque estaba atento a estos acontecimiento. ¿Por qué iba a estarlo para otras cosas?
Jane meditó durante un momento.
—¿Por qué doscientos años? ¿Por qué algo tan definido? —preguntó.
—Porque de ese modo funciona. Todavía no sé los detalles y probablemente tampoco los comprendería, de todas las maneras, pero, por lo que nos dijo, a grandes rasgos, sé que disminuye la velocidad de división celular y todo el metabolismo a un tercio de lo normal… lo que significa que desde que empezó yo sólo he envejecido un año cada tres años pasados.
Los ojos de Jane se posaron en él pensativos.
—Comprendo. Así que tu edad actual ahora es veintisiete, tu edad física es un poco más de veinte. ¿Quiere decir eso?
Paul asintió.
—Así es como lo tengo entendido.
—¿Pero jamás te fijaste en una cosita así?
—Pues claro que me di cuenta de que parecía joven para mi edad… por eso me dejé crecer la barba. Pero también hay muchas personas que parecen jóvenes para la edad que tienen.
Jane le miró escéptica.
—¿Qué te propones? —preguntó él—. ¿Tratas de convencerte a ti misma de que estaba reteniendo la noticia? Ahora que sabemos, naturalmente que podemos dar las pruebas. ¿Por qué, maldición, no te has fijado en las escasas veces que necesito cortarme el pelo y por qué diablos le cuesta tanto tiempo a mi barba crecer, y las raras veces que he de cortarme las uñas? ¿Por qué no lo dedujiste tú de eso?
—Bueno —repuso pensativa Jane—, aunque tú no lo imaginaras, Zephanie debió habérselo imaginado.
—No veo por qué debió imaginárselo mejor que yo. De hecho, menos; ella no tiene que afeitarse —respondió Paul.
—Cariño —le dijo Jane, utilizando la palabra en su tono más cortante—, no has de pretender ser tonto conmigo.
—No lo pretendo… oh, comprendo lo que quieres decir —exclamó Paul—. Es igual, no creo que ella se lo imaginara. No hay ni rastro. Aunque ella fuese un poco más rápida en comprender que yo.
—Ella debió habérselo imaginado —repitió Jane—. Va mucho por Darr. Y si no se lo imaginó debió oír algo de alguien que naturalmente creería que lo sabía.
—Pero ya te he dicho que nadie más lo sabía —repitió Paul pacientemente—, por lo menos, creyó mi padre que no lo sabía nadie hasta que apareció todo esto.
Jane pensó durante un ratito. Finalmente sacudió la cabeza.
—¿Cómo puedes ser tan ingenuo? Paul, no te creo aun cuando empiece a considerar lo que eso implica. Vale millones… millones de millones. Hay cientos de hombres y mujeres que voluntariamente pagarían millares al año por ver sus vidas extendidas tanto. Es una cosa que toda la riqueza de los hombres más opulentos de la historia no había podido comprar antes. Ahora, ¿lealmente esperas de mí que crea que tu padre no ha hecho simplemente nada con el descubrimiento durante catorce años… excepto trataros a vosotros dos? ¡Por todos los cielos, demuestra un poco de sentido común, Paul!
—Pero no lo entiendes. Esa no es la cuestión. Oh, yo no digo que no haya fama y probablemente mucho dinero para él eventualmente. Pero eso no es lo que le interesa de momento… ¿Por qué tiene que interesarle? Parte del asunto es que le da muchísimo tiempo para trabajar. El…
Jane se interrumpió de pronto.
—¿Quiere decir que se ha tratado a sí mismo?
—Naturalmente. ¿Acaso crees que lo probaría en nosotros sin hacer el ensayo consigo mismo primero?
—Pero… —la mano de Jane sobre la mesa estaba crispada de modo que los nudillos aparecían blancos—, ¿… quieres decir que va a vivir también doscientos años? —preguntó tensa.
—Bueno, no tanto como eso, claro. Empezó bastante maduro.
—¿Pero podrá seguir viviendo más de un siglo?
—Oh, fácilmente diría que sí.
Jane miró a su marido. Abrió la boca para seguir su línea de pensamientos, pero dudó y opinó en contra, de momento.
Paul continuó:
—El asunto en el presente es que no veo cómo resolverlo… cómo puede ser introducido sin la menor dislocación posible.
Jane dijo:
—Bueno, yo no veo que haya mucho jaleo. Señálame qué hombre rico no daría una fortuna por el tratamiento… y ese individuo lo mantendría en secreto en bien de sus propios intereses. Lo que es más, apuesto a que es lo que varios de ellos están haciendo.
—¿Implica eso que mi padre se comporta como una especie de especulador?
—¡Oh, cáscaras! Es un agudo comerciante en sus contratos… siempre lo dijiste así. Por tanto, le pregunto, ¿qué hombre de negocios dejaría pasar una oportunidad como ésta durante catorce años? No tiene sentido común.
—¿Y así porque esto no es algo que se pueda poner en el mercado como un detergente… tú deduces que papá debe estar acaparándolo y teniéndolo escondido?
—¿Y para qué sirve si no se puede poner en el mercado de un modo u otro? Tarde o temprano es preciso que se haga. Evidentemente la única cosa que se ganará no divulgándolo es el alza de inmediato de su valor si se puede obtener en las ventas cuidadosas y restringidas. ¡Un valor altísimo! Da a cualquiera una prueba convincente y te rogará que aceptes la mitad de su capital como inversión —hizo una pausa y prosiguió—: ¿Y dónde intervienes tú? El sigue adelante con todo este tiempo y tú no te enteras de nada hasta que hay una filtración en alguna parte y él calcula que lo mejor es decírtelo y tú, que por otra parte lo hubieses averiguado de todas maneras, aceptas lo que él te dice.
»Debe haber estado ganando millones con el producto… y si se los ha guardado para sí… Y ahora se permite una nueva perspectiva en la vida. ¿Cuánto tiempo va a pasar antes de que heredemos el dinero… un siglo poco más o menos?
Paul miró a su esposa intranquilo. Le había llegado el turno de dudar y de cambiar de idea. Reprimiendo su expresión, ella dijo:
—No hay nada equívoco con enfrentarse a los hechos. Es natural que los viejos se mueran y que los jóvenes hereden.
Paul no aceptó aquello. Repuso:
—Pero te has equivocado de medio a medio —repitió—. Si él quisiera ser fabulosamente rico, no sería lo que es… Darr no sería dirigido como él lo dirige, de hecho no hubiera existido nunca. Su principal interés está en su trabajo, como siempre lo estuvo. Son las consecuencias las que le preocupan. En cuanto a sugerir que él lo retenga y lo vaya dosificando como cualquier abortista de mala muerte… es una maldita tontería. Deberías conocerlo mejor.
—Cada hombre tiene su precio… —empezó Jane.
—Es verdad, pero ese precio no es siempre dinero.
—Si no lo es, es poder —contestó Jane—. Dinero es poder. Suficiente dinero es poder infinito, así que se llega a la misma cosa.
—Es que papá no es tampoco un megalomaníaco. Es sólo un hombre muy preocupado, terriblemente preocupado por los efectos de esta cosa. Si tú hubieras hablado…
—¡«Sí yo…»! —repitió ella—. Mi querido Paul, tengo el propósito de hablar con él. He de decirle muchísimas cosas… empezando con una pregunta de por qué hemos sido excluidos del plan hasta que este mostró señales de desmoronarse. Y no sólo eso. Tú no pareces darte cuenta de lo que me ha estado haciendo… a tu esposa, a su propia nuera. Si todo lo que dices es cierto, entonces deliberadamente me ha dejado envejecer dos años cuando necesariamente pudieron haber sido sólo ocho meses. Me ha engañado a sangre fría, me ha robado dieciséis meses de vida que yo podría tener. ¿Qué tienes que decir a eso…?