IV

—Me alegro de que ambos hayáis podido venir —dijo Francis a sus hijos.

—Yo no debiera estar aquí, pero tu llamada parecía tan urgente… —contestó Paul.

—Ciertamente es importante, pero parece aún haber dudas acerca de su urgencia. Yo esperaba saberlo ya, pero el cuarto miembro de nuestro cuarteto se ha retrasado. Dudo que la recordéis. Se fue de Darr hace ahora casi catorce años… Diana Brackley.

—Creo que la recuerdo —dijo Paul—. Alta, bastante distinguida, ¿verdad?

—Yo me acuerdo muy bien —intervino Zephanie—. Tenía mucho aprecio a Diana. Pensaba que era la más guapa y la persona más lista, excepto tú, papá, del mundo. Lloré bastante cuando se marchó.

—Hace mucho tiempo. No veo que ahora tenga algo realmente urgente que decirnos. ¿De qué se trata? —preguntó Paul.

—Eso necesita una pequeña explicación preliminar —repuso Francis—. De hecho, quizás es mejor que se haya retrasado. Eso me dará la oportunidad primero de aclarar un poco el campo.

Miró con aire crítico a su hijo y a su hija. Paul, ahora veintisiete años, ingeniero, aún parecía infantil a pesar de la barba con la que trataba de arrogarse mayor autoridad. Zephanie había crecido para ser mucho más linda de lo que él esperaba. Tenía el pelo dorado de su madre, su propia estructura de cara, la de él, pero con la blandura femenina, y unos ojos oscuros que no se parecían a ninguno de sus padres. Mientras estaba sentada ahora en el despacho, con un vestidito veraniego, su cabello no del todo domado después de venir en coche hasta Darr, parecía más como una niña a punto de dejar la universidad que un miembro universitario, ya comprometido, en un curso de doctorado.

—Ciertamente pensaréis que esto es algo que debía habéroslo dicho antes. Quizás sea verdad, pero me parecía tener muy buenas razones para no hacerlo. Espero que lo comprenderéis, cuando hayáis tenido tiempo para meditar.

—Oh, papá. Eso suena muy serio. ¿Estamos en la ruina o por el estilo? —preguntó Zephanie.

—No. Seguro que no. Pero es una historia bastante larga y es mejor empezar por el principio para aclararla, tratando de condensarla. Comenzó en el mes de julio en el año en que murió vuestra madre…

Les dio un informe sobre el hallazgo de la manchita de los líquenes en el platito de leche y prosiguió:

—Me llevé el tarro de los líquenes hasta el laboratorio para examinarlo más tarde. Poco después de que muriese vuestra madre empecé a ir encajando piezas, creo… ahora no lo veo muy claro, pero recuerdo haber despertado una mañana sabiendo de pronto que si no me ponía a trabajar y me ensimismaba en la tarea quedaría destruido por completo. Así que me fui al laboratorio y trabajé. Tenía allí media docena de cosas esperándome y empecé a laborar en ellas día y noche para mantener mi mente ocupada. Una de las cosas que miré eran los líquenes que Diana descubriera.

»Los líquenes son cosas raras. Ya sabéis que no son organismos sencillos. En realidad son dos formas de vida viviendo en simbiosis… hongos y algas, inter-independientes. Durante largo tiempo no parecieron ser de ninguna utilidad excepto para alimento de algunos animales y para fabricar tintes industriales. Luego, hace poco comparativamente, se descubrió que uno de ellos tenía propiedades antibióticas de las que el ácido úsnico es el agente más común; pero habla, y aún hay, mucho trabajo que hacer con ellos.

»Naturalmente, pensé, como cualquiera, que lo que yo buscaba era un antibiótico. Y hasta cierto punto esos líquenes parecían tener tal propiedad, pero… oh, bueno, ya entraremos en detalles en otra ocasión… la cosa es que al cabo de un tiempo reconocí que aquello no era ningún antibiótico y gradualmente me vi obligado a admitir que era algo del todo diferente. Algo que no tenía nombre. Así que inventé uno. Lo llamé antigerone.

—¿Qué significa, papá?

Paul le miró turbado. Zephanie dijo con vehemencia:

Anti… contra; Gerone… edad, o, más literalmente, ancianidad. A nadie le importa mezclar el latín y griego en sus raíces hoy día, así que… antigerone. Otro nombre quizás hubiera sido más seguro, pero con ese bastaba.

»Al concentrado activo derivado de los líquenes le llamé simplemente «liquenina». Los actuales detalles físico-químicos de las acciones y efectos en los organismos vivos son extremadamente complejos y requieren mucho estudio, pero el efecto total es del todo claro en su resultado: simplemente retarda la marcha normal del metabolismo en su envejecimiento a través del organismo humano.

Sus hijos estaban silenciosos mientras la implicación calaba hondo.

La primera en hablar fue Zephanie.

—Papá… papá, ¿significa que has encontrado…? ¡Oh, no, no puede ser eso!

—Lo es, hija. Lo es —afirmó Francis.

Zephanie se sentó quieta mirándole, incapaz de expresar algo de lo que sentía.

—¡Tú, papá, tú…! —exclamó, aun apenas sin creerlo.

Francis sonrió.

—Incluso yo, querida… aunque no debes darme demasiado crédito por todo. Alguien tenía que hallarlo tarde o temprano. Sucedió que fui yo.

—¡Sucedió… Dios mío! —dijo Zephanie—. ¡Cómo sucedió lo de Fleming con la penicilina! ¡Cielos, papá! Me… me siento algo rara…

Se levantó y cruzó el suelo un poco insegura hasta la ventana. Allí se quedó plantada con la frente sobre el fresco cristal, mirando hacia el parque.

Paul dijo, azorado:

—Lo siento, papá, pero temo no comprenderlo del todo. Parece que ha impresionado a Zeph de pies a cabeza, así que debe ser algo importante, pero yo soy un simple ingeniero civil, recuérdalo.

—No es difícil de comprender… al principio el creerlo resulta lo más complicado —empezó Francis a explicar—. Ahora el proceso de la división celular y del crecimiento…

Zephanie, en la ventana, se puso rígida de repente. Bruscamente giró para enfrentarse a la habitación. Sus ojos se clavaron en el perfil de su padre, estudiándole con atención, luego se trasladaron a una gran fotografía enmarcada suya en el que se le veía de pie junto a Caroline, tomada sólo pocos meses antes de la muerte de ella, luego volvió al rostro de Francis. Sus ojos se desorbitaron. Con un movimiento curioso, medio despierta, cruzó hasta un espejo de la pared y se quedó mirándose.

Francis interrumpió su disquisición a Paul en mitad de la frase, volvió su cabeza para mirar a la muchacha. Los dos se quedaron perfectamente inmóviles durante algunos segundos. Los ojos de Zephanie se cerraron un poco. Los enfocó de nuevo y habló por el espejo sin volver la cabeza.

—¿Cuánto tiempo? —dijo ella.

Francis no respondió. Quizás no la había oído. Dejó de mirarla y sus ojos viajaron por la pared hasta el retrato de su esposa.

Zephanie contuvo el aliento de pronto y se volvió en redondo, casi con fiereza. La tensión de su cuerpo entero endureció la voz.

—Te pregunté cuánto tiempo —dijo—. ¿Cuánto tiempo voy a vivir?

Francis la miró. Sus ojos se mantuvieron fijos durante un instante, luego los bajó. Se estudió las manos con atención durante unos pocos segundos, después volvió a alzar la vista. Con una especie de pedantería curiosa allanando cada emoción de su voz, replicó:

—Calculo lo que esperas de vida, querida, en aproximadamente doscientos veinte años.

* * *

En la pausa que siguió hubo un golpe a la puerta.

—Miss Brackley al teléfono desde Londres, señor. —Miss Birchett, secretaria de Francis, asomó la cabeza—. Dice que es importante.

Francis asintió y la siguió fuera de la habitación, dejando a sus hijos que le mirasen con fijeza.

—¿De veras dijo eso? —exclamó Paul.

—¡Oh, Paul! ¿Te imaginas a papá diciendo una cosa como esa si no estuviese seguro?

—No, supongo que no. ¿Yo, también? —añadió azorado.

—Claro. Sólo que será para ti un poco menos —le contestó Zephanie.

Se dirigió hacia uno de los sillones y se dejó caer en él.

—No entiendo cómo lo captaste tan de prisa —dijo Paul, con un poco de recelo.

—Ni yo tampoco. Fue como uno de esos jeroglíficos. Manejé las piezas de manera adecuada y todas encajaron de pronto.

—¿Qué es lo que encajó?

—Oh, cosas. Cantidades de cositas.

—Pero, no lo entiendo. Todo lo que dijo fue…

Se interrumpió al abrirse la puerta y regresar Francis.

—Diana no vendrá, después de todo —dijo Francis—. Afirma que ha pasado la emergencia.

—¿Qué emergencia? —preguntó Zephanie.

—Todavía no lo sé muy claro… excepto que ella pensó que podía haber publicidad y que debía avisarme. Eso me decidió a creer que había llegado el momento de decíroslo.

—Pero no lo entiendo. ¿Qué tiene que ver Diana con todo esto? ¿Actúa como tu agente, o algo por el estilo? —quiso saber Zephanie.

Francis sacudió la cabeza.

—No es mi agente. Hasta hace un par de días yo no tenía idea de que alguien excepto yo, supiese nada de ello. Sin embargo, ella dijo bien claro que lo conoce y que ya va algún tiempo sabiéndolo.

Paul frunció el ceño.

—Sigo sin entender… ¿Quieres decir que ha robado tu trabajo?

—No —contestó Francis—. No creo eso. Dice que lo descubrió por sí misma y puede mostrarme sus notas para probarlo. De buena gana lo creeré. Sin embargo, aun cuando sea su propio trabajo, sea adecuada su propiedad o no, la cosa no es distinta.

—¿Pero a qué viene esta emergencia? —preguntó Zephanie.

—Tal y como lo comprendo, ella ha estado utilizando los líquenes. Algo fue mal y ahora la demandan por daños y perjuicios. Tiene miedo de que a menos de impedir que se llegue a los tribunales, todo el asunto pueda mostrarse como evidencias en el caso.

—¿Y ella no quiere, o no puede pagar, y así desea que tú impidas que se vaya a los tribunales? —sugirió Paul.

—Me gustaría que no te anticipases en las conclusiones, Paul. Tú no te acuerdas de Diana, yo sí. Debe de ser alguna empresa donde ella trabaja la que la demanda. Pueden pagar, de acuerdo, dice ella, pero se les ha pillado en un callejón sin salida. Los daños reclamados son tan altos que se pueden considerar como chantaje. Si pagan, animarán a otras personas a presentar denuncias por lo mismo; si no lo hacen, habrá publicidad. Es una situación muy terrible.

—No entiendo… —comenzó Zephanie. Entonces se detuvo. Sus ojos se le desorbitaron—. ¡Oh… quiere decir que ha estado dando este material…!

—La «liquenina», Zephanie.

—Liquenina. ¿Qué le da a las personas sin su consentimiento?

—Pues claro que debe haberlo hecho. ¿Tú crees que si ellos lo supieran, la noticia no habría dado la vuelta al mundo en menos de cinco minutos? ¿Por qué crees que yo tuve tanto cuidado de no haberlo dicho ni siquiera a vosotros dos hasta ahora…? Con el fin de utilizarlo con seguridad, tuve que recurrir a un subterfugio; así, evidentemente, ella debió hacer lo mismo.

—¡Nuestra inmunización! —exclamó Paul de pronto—. Eso es lo que era.

Recordó un día, poco después de su cumpleaños, cuando Francis le habló bastante largo acerca de la resistencia que cierta bacteria había desarrollado a los antibióticos ordinarios y le apremió a aprovecharse de un nuevo agente inmunizador que no sería asequible generalmente hasta dentro de un par de años. No había motivo para que Paul no accediera, así que fueron al laboratorio. Allí su padre le hizo una incisión en el brazo, le insertó un comprimido en forma de piedrecita pequeña y luego cerró la herida con un par de puntos, vendándosela.

—Te durará un año —le había dicho Francis y desde entonces se convirtió en un acontecimiento anual durante la misma fecha de su cumpleaños. Más tarde, cuando Zephanie cumplió los dieciséis, hizo lo mismo con ella.

—Exactamente. La inmunización —asintió Francis.

Ambos se sentaron mirándole varios segundos. Luego Zephanie frunció el ceño.

—Todo irá muy bien, papá. Somos nosotros y tú eres tú, así que no hay ninguna dificultad realmente. Pero la cosa será distinta con Diana. ¿Cómo diablos ha podido…?

Se interrumpió, azotada por un súbito recuerdo de Diana apoyada contra un pajar y riendo histéricamente. ¿Qué es lo que le había dicho?: «… He encontrado lo que voy hacer…».

—¿En qué firma trabaja Diana? —preguntó.

Francis pareció inseguro.

—En algo raro —dijo—. Un nombre egipcio… bastante ridículo… no es Cleopatra…

—¿No será… Nefertiti? —sugirió Zephanie.

—Sí, eso es. Nefertiti, Ltd.

—¡Santo cielo! Y Diana es… No me extraña que se riera —exclamó Zephanie.

—Una empresa llamada Nefertiti suena más rimbombante que graciosa —dijo su padre—. ¿Por qué?

—Oh, papá. ¡De veras! ¿Dónde vives? Resulta ser uno de los… bueno, salones de belleza de Londres. Muy caro y selecto.

La implicación no llegó a Francis de inmediato, pero sí se hundió en una serie de emociones que empezaba a manifestarse en su expresión. Miró a su hija, sin poder hablar. Luego sus ojos se desenfocaron. Se inclinó de pronto hacia adelante, se puso la cara en las manos y comenzó a reír con una especie de extraño sonido de sollozos.

Zephanie y Paul se miraron uno a otro durante un asombroso momento. Paul dudaba. Luego cruzó hasta Francis y le puso la mano en los hombros. Francis parecía no notarlo. Paul apretó con más fuerza y le sacudió.

—¡Padre! —dijo—. ¡Basta!

Zephanie cruzó hasta una alacena y puso algo de coñac en un vaso, con mano temblorosa. Lo llevó a su padre. Francis estaba ahora sentado, las lágrimas corrían por sus mejillas y en sus ojos había una expresión semi-distante. Tomó el vaso y bebió de un trago la mitad de su contenido. Gradualmente sus ojos adquirieron expresión.

—Lo siento —dijo—. Pero tiene gracia, ¿no? Todos estos años. Todos estos años un secreto. El mayor descubrimiento de los siglos. Un secreto demasiado grande. No hay que decir nada a nadie. Muy peligroso. ¡No era esto! Un tratamiento de belleza… ¿tiene gracia, verdad? ¿No crees que tiene gracia? —comenzó a reír de nuevo.

Zephanie le rodeó con el brazo y lo apretó contra sí.

—¡Calla, papá! ¡Reclínate y trata de relajarte! Así, querido. Bebe otro sorbo. Te encontrarás mejor.

Francis se reclinó en el rincón del diván, mirándola a la cara. Vació de un golpe el vaso, lo dejó caer al suelo y le cogió la mano. La levantó y la miró durante un momento. La besó y luego alzó los ojos hasta el retrato de su esposa.

—¡Oh, Dios! —exclamó y se puso a llorar.

* * *

Después de hora y media y un buen almuerzo, Francis, recuperado del todo, volvió a llamarles a su despacho para reanudar su disquisición.

—Como os dije antes —recomenzó—, yo acepto el crédito de descubrir los líquenes… descubrimiento que empezó en un accidente, y Diana parece ser que se aprovechó del mismo accidente. La parte difícil empezó al comprender yo lo que había hallado.

»Hay una media docena de descubrimientos importantes sólo por debajo del horizonte en este momento: y nadie hace el menor intento de prepararse para ninguno de ellos. Un antigerone de cualquier especie, posiblemente de varias especies, virtualmente seguro ha de aparecer antes de mucho, pero jamás oí de nadie que hubiera pensando en serio en los problemas que se despertarían. No tenía la menor idea de como tratarlos yo mismo y cuanto más pensé en ello más me alarmé, porque comencé a comprender que esto está en el ángulo de los megatones. No es tan espectacular como los fuegos artificiales de los chicos del tomo, pero sí más importante… en cierto modo es más destructor, pero potencialmente muchísimo más benéfico…

»Pero imaginaos tan sólo el resultado de un anuncio público… simplemente los resultados superficiales de conocer los medios para prolongar el plazo de vida del hombre. La cosa se extendería como un fuego de la pradera. Pensad en los periódicos voceándolo. Uno de los mayores sueños de la humanidad se convierte en cosa real, por fin. Pensad en los veinte millones de ejemplares del Reader’s compact diciéndoselo a todo el mundo en media docena de idiomas: «¡Usted también puede ser Matusalem!». Los forcejeos, las intrigas, los sobornos… incluso quizás las luchas… que despertaría en la gente que trataría de ser la primera en conseguir ampliar su vida incluso unos cuantos años extra y el caos que seguiría en un mundo que ya está super-poblado, con una tarifa de nacimientos demasiado alta. En la perspectiva entera era… y es… del todo abrumador hace quizás tres o cuatro siglos podíamos haber absorbido el pacto y controlado, pero ahora, en el mundo moderno… Bueno, me produjo pesadillas… A veces, sigue causándomelas…

»Pero eso no era lo peor, ni mucho menos. Descubrirlo en un siglo equivocado ya es bastante malo, pero yo aún hice algo peor: Había descubierto la antigerona equívoca.

»Estoy convencido de que, puesto que hay una, tiene que haber otras. Quizás sean menos eficientes, o más, pero tienen que haber otras. La dificultad básica con los líquenes de que se derivan de una especie particular que se nos envió por un botánico errante llamado MacDonald y que existen colonias que, por lo que él sabe, quedan restringidas a unos cuantos kilómetros cuadrados de territorio. En otras palabras, hay poquísimos líquenes. Lo que existe debe ser conservado y no debe cosecharse en demasía hasta agotarlo. Según información existencias de líquenes hay las suficientes para mantener el tratamiento, digamos para tres o cuatro mil personas, pero no muchas más. Así que se puede ver lo que ocurriría… al menos es posible formarse una idea. Se anuncia el descubrimiento… y luego se le califica diciendo que sólo tres o cuatro mil personas pueden ser tratadas. Bueno, Dios mío, es cuestión de vida y muerte… ¿Quiénes serán los afortunados a los que se les permitirá vivir más tiempo? ¿Y por qué? Peor aún, el valor de los líquenes alcanzaría cifras astronómicas. La estampida para cogerlos sería peor que una estampida provocada por la fiebre del oro… sólo que más rápida. En una semana o dos, quizás en diez días, todo los líquenes habrían desaparecido, consumidos. Y ese sería el fin de los líquenes. ¡El final!

»Para conseguir algo así como las cantidades del derivado que se necesitarían, se tendrían que cultivar los líquenes en miles de kilómetros cuadrados y eso es imposible de hacer. Aparte de adquirir una vasta extensión de tierra que fuese conveniente, no se podría cultivar porque sería imposible guardarlo de manera eficiente… el valor alcanzaría un perfil demasiado alto.

»Hace ahora casi quince años que vi sólo una salida y es la de encontrar un método de sintetizarlo… y en eso también he fracasado, porque no he logrado conseguirlo…

»La otra posibilidad era que si uno esperaba lo bastante tiempo era una certeza casi absoluta tropezarse con otra especie de antigerone, quizás derivada del agente primitivo. Pero eso fue, y sigue siendo, una de las cosas que pueden ocurrir mañana, o quizás dentro de muchísimo tiempo…

»Mientras, ¿qué iba a hacer? Necesitaba con urgencia a alguien en quien confiar. Necesitaba ayudantes que me ayudasen a trabajar en la síntesis. Pero la dificultad era, ¿quién? ¿Cómo seleccionar personas que estén a prueba de tentación… tentación que podía ascender a millones… por sólo unas cuantas frases clave? Aun cuando se pudiese, hay otro problema de filtración… simplemente una palabra o dos descuidadas, quizás un nuevo atisbo de que preparamos algo sería lo bastante para que las demás personas empezasen a especular y a investigar y, entonces, antes de mucho, lo conseguirían… como yo dije antes, zás… ¡No más líquenes…!

»Simplemente no podía pensar en nada ni en nadie en quien poderme fiar por entero. Probablemente en una situación así uno se pone como obseso. Pero, mirad, buscad el tipo de más confianza que conozcáis, luego en una ocasión deja caer una simple pista crítica y el daño está hecho… Venía al hecho de que había sólo una sola persona que yo pudiese controlar por completo y ése era yo mismo. Mientras yo me cuidaba podría meditar y me dije que nadie en absoluto podría irse de la lengua y producir una filtración… era la única manera de poder estar seguro de que el secreto seguiría siendo secreto…

»Pero, por otra parte, si nadie se va a beneficiar de un descubrimiento, es como si éste no se hubiera hecho. Yo me sentía del todo satisfecho con los resultados en los animales del laboratorio. La próxima etapa era probarlo en mí mismo. Lo hice y encontré los resultados igualmente satisfactorios. Luego vino el problema de vosotros dos.

»Si alguien tenía derecho a beneficiarse de un descubrimiento de vuestro padre, seguramente que erais vosotros. Pero ahí, de nuevo, estaba el problema de la seguridad. Erais jóvenes. Mantener el secreto hubiese sido una carga demasiado pesada para vosotros. Y sin embargo había la posibilidad de una imprudencia… de un resbalón por cualquiera de vosotros, unido al nombre de Saxover, que sería del todo desastroso. La única cosa que parecía contenerme de alguna manera es la posibilidad de hacerlo sin que lo supierais.

»Ahora me doy cuenta de que estaba destinado a ser vencido al final. Tenía que llegar el momento en que lo admitiríamos nosotros mismos y en que otras personas se fijarían también y comenzarían a sumar dos y dos. Pero, por suerte, eso me proporcionaría todavía un número de años para trabajar. Lo hizo. Han pasado casi diez años desde que di a Paul su primera dosis. Por desgracia, todos los progresos que logré capaz de realizar han sido vanos; en vez de pasar diez años igualmente hubieran podido pasar diez meses…

»Así que, eso es. Hice cuanto pude y no ha sido bastante. En cuanto al asunto de Diana Brackley, o bien su emergencia particular ha pasado, o no; eso no importa en sobremanera. No podrá pasar mucho tiempo hasta que alguien diga: «es raro cómo esos tres Saxover parecen tan jóvenes para su edad», y que ese alguien se ponga a meditar. Un día todo empezará con sencillez… así que quizás ha llegado el momento en que lo sepáis. Al mismo tiempo, lo mejor para todos es que mantengamos silencio lo más posible… algo puede aparecer que haga la crisis menos peligrosa; así que necesitamos disponer de cuanto tiempo podamos.

Zephanie no habló durante un rato, luego dijo:

—Papá, ¿qué opinas en realidad de Diana y de todo esto?

—Es cosa muy compleja, querida.

—Pareces tomarte esa parte con mucha tranquilidad… Mejor dicho, lo parecías hasta que te hablé de Nefertiti.

—No creo que haya sido nunca muy bueno en dirigir un anticlimax. Lamento la exhibición. En cuanto al resto… Bueno, al principio me enfadé. Pero me he recuperado. Fue una ruptura de contrato, pero no fue robo… de eso estoy satisfecho. Casi he tenido quince años para decidir lo que hacer con ello… y he fracasado. Entonces creo que ha sido bastante el margen que me concedí. Ahora, no sé lo que está haciendo ni está diciendo Diana, pero ha tenido el sentido común de mantenerlo todo en silencio. Si no lo hubiese hecho, la cosa habría sido trágica, pero ahora… bueno, como dije, ya no puede durar mucho. No, no estoy furioso… de varios modos es un alivio no ser ya el propietario único del secreto. Pero aún necesito tanto tiempo como podamos conseguir antes de que la cosa trascienda…

—Si lo que dice Diana es verdad… si ella ha superado limpiamente la emergencia… todas las cosas no son realmente muy distintas, ¿verdad?

Francis movió la cabeza.

—Hace tres días yo estaba solo. Ahora sé que Diana lo sabe y hemos doblado el número de personas que actualmente conocen el misterio.

—Pero somos sólo nosotros, papá. Paul y yo. A menos que Diana se lo haya dicho a alguien.

—Afirma que no.

—Entonces ya estamos. Precisamente es como antes.

Paul se inclinó hacia adelante en su silla.

—Todo eso va muy bien —afirmó—, las cosas deben ser las mismas para ti, pero no para mí. Estoy casado.

Su padre y su hermana le miraron con escasa expresión. El joven prosiguió:

—Mientras yo no sabía… no lo supe. Pero ahora que lo sé, bueno, me doy cuenta de que mi esposa tiene derecho a saberlo también.

Los otros dos no respondieron. Zephanie permaneció sentada quieta, su cabello reluciendo contra el cuero oscuro del respaldo del sillón. Parecía interesada en el dibujo de la alfombra. Francis no resistió tampoco la mirada de su hijo. El silencio se hizo penoso. Fue Zephanie quien lo rompió.

—No tienes que decírselo enseguida, Paul. Necesitamos tiempo para acostumbrarnos nosotros mismos a la idea… para verla en su adecuada perspectiva.

—Trata de ponerte a ti misma en lugar de mi esposa —sugirió Paul—. ¿Qué pensarías de un marido que te ocultase una cosa como esa?

—No hay cosas como esa —contestó Zephanie—. Es algo muy particular y peculiar. Yo no te digo que no se lo cuentes, sino que lo aplaces hasta que elaboremos alguna especie de plan.

Paul dijo obstinado:

—Ella tiene derecho a esperar que su marido juegue limpio en sus relaciones.

Zephanie se volvió a Francis.

—Dile que espere un poquito, papá… hasta que tengamos posibilidad de captar su verdadero significado.

Francis no respondió de inmediato. Pulió la cazoleta de la pipa en su mano, la miró pensativo durante algunos instantes y luego alzó los ojos para unir su mirada a la de su hijo.

—Esto es lo que ha estado pendiendo sobre mí durante catorce años —dijo—. No se lo conté a nadie porque no tenía confianza de una comprensión absoluta… no la tuve desde la muerte de vuestra madre.

»Una idea ha sido sembrada y nadie puede decir cuándo y dónde dejará de crecer. El único medio seguro de controlarla es no sembrarla, negarle posibilidad de germinar, pensé. Eso, parece, fue incluso lo más prudente que se me ocurrió —miró el reloj.

—Han pasado tres horas y media desde que dejé escapar esa idea… desde que os la confié. Ya ha germinado y lucha por crecer…

Hizo una pausa y luego prosiguió:

—Si yo pudiese suplicar simplemente a la fría razón no creo que nos encontrásemos en ninguna dificultad. Por desgracia, sin embargo, los maridos son raramente razonables acerca de las esposas, y las esposas aún menos razonables acerca de los maridos. No debes pensar que no veo tu problema.

»No obstante, te digo esto: si de buena gana quieres arrogarte la responsabilidad de precipitar al mundo en una escala que jamás has imaginado, sigue adelante y haz la cosa que te parezca más caballerosa; pero si eres prudente no se lo dirás a nadie, a nadie en absoluto.

—Pero sin embargo —contestó Paul—, acabas de implicar que si mamá viviera todavía te habrías confiado a ella.

Francis no respondió. Siguió mirando a su hijo tranquilo. La expresión de Paul mostró un poco de inquietud.

—Está bien. Comprendo. No necesito oír más —respondió con aspereza—. Estoy completamente seguro de que nunca os gustó Jane, a ninguno de los dos. Ahora me estáis diciendo que no podéis fiaros de ella. Eso es lo que importa, ¿verdad?

Zephanie hizo un ligero movimiento como si fuese a decir algo, pero cambió de idea. Francis, también, permaneció mudo.

Paul se levantó. Sin volverles a mirar, salió de la estancia, dando un portazo. Momentos más tarde oyeron como su coche pasaba por delante de la casa.

—No lo manejé bien —dijo Francis—. Supongo que se lo dirá.

—Eso me temo, papá. Y ha dado en el clavo, has de saberlo. Además, está muy asustado al pensar en el modo en que ella lo tomaría cuando descubriera que él lo sabía y no se había confiado a su mujer.

—¿Entonces, qué? —preguntó Francis.

—Me imagino que vendrá a ti, pidiendo que la trates con líquenes. No me imagino que lo olvide… todavía no.

El único comentario de Francis fue un ligero asentimiento de cabeza. Al cabo de un rato de silencio, Zephanie añadió:

—Papá. Antes de que me vaya, me gustaría saber un poco más acerca de ello y qué va a significar para mí, por favor…