Una mañana después de que Diana hubiese estado unos ocho meses en Darr, la puerta de la habitación en donde trabajaba se abrió bruscamente. Alzó la cabeza del microscopio para ver a Francis Saxover de pie en el umbral, con un platito en la mano y una expresión dolorida en el rostro.
—Señorita Brackley —dijo—. Se me ha dicho que es un amable interés suyo procurar que Cecilia se alimente durante sus actividades nocturnas. Si realmente es necesario, lo que dudó, puesto que no parece haber tocado su obsequio, pero sí lo es… ¿no le importaría colocar su platito en una situación donde el tráfico sea menos agudo en el futuro? Es la tercera vez que casi he caído al tratar de esquivarlo.
—Oh, lo siento, doctor Saxover —se excusó Diana—. De ordinario me acuerdo de retirarlo cuando vengo. Ella por lo general se lo bebe, ya lo sabe. Quizás la tormenta de anoche la asustó.
Ella le tomó el platito de leche de la mano y lo llevó a la otra parte del banco.
—Con certeza procuraré que… —en el acto de colocar el platito ella se interrumpió y se inclinó para mirarlo más estrechamente.
Durante la tormentosa noche la leche se había «cuajado». Por lo menos, casi toda, pero había un lugar, de un poco menos de un centímetro y medio de diámetro centrado sobre una mancha oscura, que parecía distinto. Su aspecto era de no haberse cuajado.
—Tiene gracia —dijo ella.
Francis miró el platito y luego le prestó más atención.
—¿En qué trabajaba usted ayer, poco antes de que sirviese esto? —le preguntó.
—En el nuevo cultivo de líquenes. El lote MacDonald. Estuve ocupada con ellos casi todo el día —contestó.
—Humm —exclamó Francis.
Encontró una espátula limpia, sacó el lunar y lo puso en un porta-objetos.
—¿Puede usted identificarlo? —preguntó.
Diana llevó el portaobjetos al microscopio. Francis miró las pequeñas junglas de hojas verdes y grisáceas bajo diversas cubiertas de cristal. Tenían un aspecto sombrío. La inspección de Diana no duró mucho.
—Es de este lote —dijo, señalando una pila de fragmentos disecados salpicados por lunares amarillos a lo largo de sus bordes. Y explicó—: Provisionalmente, los he llamado Lichenes Imperfectus Tertius Mongolensis Secundus MacDonaldi.
—Vaya nombrecito —observó Francis.
—Bueno —contestó ella a la defensiva—, no es fácil, ya sabe. Casi todos los Lichenis parecen ser imperfectos de todas maneras y éste resulta que es el tercero que localicé del segundo lote de MacDonald.
—Bueno, debemos recordar que el nombre es provisional —dijo Francis.
—¿Antibiótico? ¿Le parece? —preguntó Diana, volviendo a mirar al platillo.
—Podría ser. Una buena cantidad de Lichenis tienen propiedades antibióticas, así que no es improbable. Hay cien probabilidades contra una de que pueda ser un antibiótico útil, claro. Sin embargo, no despreciemos las posibilidades. Le daré un vistazo y se lo haré saber.
Cogió un tarro vacío, lo llenó con el Lichen, dejando bajo su capa casi la mitad del montón. Luego se volvió para irse. Pero antes de llegar a la puerta la voz de Diana le detuvo.
—Doctor Saxover, ¿cómo está hoy la señora Saxover? —preguntó.
Se volvió, con expresión de hombre distinto, como si se hubiese quitado una máscara para revelar la malicia de debajo, sacudió la cabeza despacio.
—En el hospital dicen que está muy animosa. Espero que sea cierto. Es todo lo que pueden decir. Ella no está enterada, sépalo usted. Sigue creyendo que la operación tuvo éxito. Supongo que es lo mejor… Oh, sí, es lo mejor… pero ¡oh, Dios…!
Volvió hacia la puerta de nuevo y desapareció antes de que Diana pudiera decir algo más.
Se llevó consigo los líquenes y eso fue lo último que Diana oyó oficialmente de la materia durante largo tiempo.
Caroline Saxover murió pocos días más tarde.
Francis pareció seguir adelante como en trance. Su hermana viuda. Irene, llegó e hizo cuanto pudo para hacerse cargo de los trabajos domésticos que Caroline había llevado. Francis apenas pareció fijarse en ella. Su hermana trató de llevársele fuera durante un tiempo, pero él no quiso. Durante una quincena o más, vagó por el lugar como la imagen palpable de un fantasma… Su cuerpo presente, pero su espíritu en otra parte. Luego, de pronto, no fue visto en absoluto. Se cerró en su propio laboratorio. Su hermana le hacía subir las comidas, pero a menudo las devolvía sin tocar. Durante días apenas salió y a menudo se veía su cama que no había sido utilizada.
Austin Daley, que más o menos se habría paso hacia allí dentro, informó que parecía estar trabajando como un loco en media docena de cosas a la vez y predijo una crisis nerviosa. En las pocas ocasiones que apareció en la hora de la comida, sus modales eran tan distantes y tensos que los niños casi le tenían miedo. Diana encontró a Zephanie sollozando miserablemente una tarde. Hizo cuanto pudo por consolarla y se la llevó a su laboratorio y la dejó que se divirtiese con un microscopio. Al día siguiente, un sábado, se llevó a la chica a dar un paseo de unos veinte kilómetros para sacarla del lugar.
Mientras, el trabajo en mano seguía adelante de todas maneras y Austin Daley hizo cuanto pudo por apechugar con él y mantener la casa funcionando. Por fortuna, conocía varios proyectos que Francis tuvo en mente y fue capaz de resolverlos. En ocasiones, insistía en Francis para que le llevase unos cuantos documentos necesarios, pero pasaba mucho tiempo aplazando decisiones que sólo Francis podía tomar, pero que no quería o no se interesaba por ellas. Darr comenzó a demostrar signos de vacilación y su personal se convirtió en gente inquieta.
Francis, sin embargo, no sufrió ninguna crisis. Probablemente se salvó de ella al pescar una pulmonía. Fue grave, también, pero lentamente comenzó a recobrar fuerzas de nuevo y pareció haber roto el trauma, porque revivió casi en su estado normal.
Pero era su estado normal con una diferencia.
—Papá es más callado de lo que era antes y bastante más amable también —confió a Diana, Zephanie—. Algunas veces me dan ganas de llorar.
—Es que quería mucho, muchísimo a vuestra madre. Debe sentirse muy solitario sin ella —aclaró Diana.
—Sí —asintió Zephanie—, pero habla mucho de ella ahora y eso resulta mejor, le gusta hablar de mamá, aun cuando le ponga triste. Pero se pasa una gran cantidad de tiempo simplemente sentado y pensando, y sin ninguna tristeza en absoluto. Parece como si estuviera efectuando sumas mentales.
—Espero que eso sea lo que haga —le dijo Diana—. Se necesitan muchas sumas para mantener a Darr en marcha, ya lo sabes. Y las cosas se le escapan un poco de la mano cuando se pone enfermo. Probablemente piensa en asearlo de nuevo y que todo irá bien una vez las cosas estén en su punto.
—Eso espero. Papá parece como si las sumas que efectúa fueran muy difíciles —dijo Zephanie.
Entre unas cosas y otras la cuestión de las posibles cualidades antibióticas de los Lichenis Tertius, etc., desaparecieron del cerebro de Diana y sólo reaparecieron al cabo de unos cuantos meses. Ella estaba segura de que también debió olvidarlos Francis, o de otro modo se hubiera enterado de algo. Porque una de las cualidades más escrupulosas de Francis era la de no embolsillarse los honores de los demás. Los descubrimientos, y las patentes y derechos de copia que los cubrían, se convertían en propiedad de Darr House Developments, pero los honores pertenecían a los individuos, o a los equipos. Tal y como es la naturaleza humana, no puede decirse que cada cual siempre esté enteramente satisfecho con el grado de honores que recibe; eso es, por ejemplo, una cuestión de elegancia el reconocer al hombre que suministró la idea en sí misma, y también honrar al que proporcionó el germen de todo… pero generalmente se concedía y apreciaba que Francis se molestaba en ser justo y procurar que no se produjese ninguna sugestión de incorrección en cuanto a las recompensas, ni de que nadie se perdiera en el anonimato… Ni que se hundiera sin rastro. De haber ido las cosas normales, por tanto, Diana estaba segura de que hubiera oído hablar algo de los Lichenis Tercius, positivo, negativo, o neutro. Ella presumió que tal y como estaban las condiciones, cuando recogió el material varios meses más tarde, el tarro con líquenes debió ser puesto aparte en algún lugar poco más o menos cuando la muerte de Caroline Saxover y su contenido se enviaría al sumidero. Sin embargo, al recobrarse Francis, recurrió a ella diciendo que debería asentar alguna nota correspondiente a la naturaleza de las propiedades observadas en Tercius, aunque sólo fuese para los archivos. Ella decidió que en cualquier momento conveniente se recordaría y luego lo olvidó así de pronto cuando otras materias más importantes ocuparon su mente. Al fin, durante una de las veladas mensuales que Caroline había instituido para ayudar a fomentar el sentido comunal de Darr, recordó y tuvo al mismo tiempo la oportunidad, apremiada, posiblemente, para la llegada de otra remesa de singularidades botánicas del vagabundo de Mr. MacDonald.
Durante los refrescos, Francis, ahora era casi igual que antes, seguía su costumbre ordinaria de charlar con uno u otro de su personal. Al encontrarse con Diana le dio las gracias por su amabilidad expresada evidentemente con su hija.
—Le ha servido de gran ayuda. Que alguien se tomase interés en ella era lo que necesitaba en estas circunstancias la pobre criatura —dijo—. Ha significado muchísimo para ella, lo sé, y por eso le estoy inmensamente agradecido.
—Oh, pero si disfruté con eso —repuso Diana—. Nos llevamos muy bien juntas. Ella me hace sentir como una hermana no demasiado mayor y yo trato de hacerla comprender que tampoco es demasiado niña. Siempre lamenté no haber tenido una hermana, así que quizá en su hija encuentro compensación. De cualquier forma, Zephanie es muy buena compañera para mí incluso aun cuando tenga que enseñarle muchas cosas.
—Me alegro. Ella no deja de alabarla. Pero no permita que imponga sus caprichos sobre usted.
—No lo haré —le aseguró Diana—. A menos de que sea necesario. Ha de saber usted que Zephanie es una chica muy curiosa.
Y entonces, pocos minutos más tarde, cuando él estaba a punto de continuar su ronda, la pregunta le cruzó por la mente.
—Oh, a propósito, doctor Saxover, tenía intención de preguntarle si se acuerda usted de aquellos líquenes de MacDonald… el Tercius aquel que vimos en el mes de junio o julio… ¿Resultó ser interesante?
Formuló la pregunta casi con indiferencia, esperando oírle decir que se había olvidado. Para su sorpresa, durante un breve e inconfundible momento, él pareció sobresaltado. Se recuperó rápidamente, pero la expresión había estado allí; también dudó un momento antes de responder. Luego dijo:
—¡Oh, querida! ¡Es una cosa muy reprensible en mí! Debí habérselo hecho saber hace tiempo; me temo que me equivoqué. No resultó ser ningún antibiótico después de todo.
Momentos más tarde había seguido adelante y puesto a hablar con otra persona.
En aquel tiempo Diana apenas medio notó algo un poco raro en la respuesta. Fue más tarde cuando empezó a darse cuenta de que era una tontería lo que dijo Francis. Incluso entonces casi se sentía inclinada a atribuirlo a la tensión y a la enfermedad que había sufrido. Pero siguió remordiéndola en lo más hondo de su mente. Si él le hubiera dicho que se había olvidado de todo, demasiado ocupado con otras cosas más urgentes, o que su acción era muy tóxica para que valiese la pena seguir adelante, o la hubiera dado media docena de otras razones, rápidamente se hubiese sentido satisfecha. Pero por algún motivo la cuestión le habla pillado desprevenido y originó una respuesta poco considerada… una respuesta que, cuando se pensaba en ella, parecía ser la forma de eludir una contestación directa. ¿Y por qué quería eludirla?
Sin saber cómo se encontró reconociendo que «no resultó ser ningún antibiótico», era un resbalón, pero un resbalón de una clase particular. La especie de patinazo que hubiese sido hecho por un hombre pillado por sorpresa que era por naturaleza sincero y que no estaba acostumbrado a responder con una rápida mentira…
Considerándola de manera más estrecha, la implicación de la respuesta imprevista apenas se le podía escapar: El liquen Tercius ciertamente tenía una propiedad que parecía antibiótica; pero había resultado no ser antibiótico, ¿pues entonces, qué es lo que era…?
—¿Y por qué Francis deseaba ocultarle sus propiedades…?
Diana nunca comprendió por qué la pregunta siguió preocupándola en una especie de segunda fila en sus pensamientos en la extensión en que lo hizo, más tarde, tentativamente la consideró una incongruencia: la mezquina, en apariencia, evasividad que contrastaba con su opinión de Francis, con su reputación y con sus modales de ordinario. Todo lo que en aquel tiempo supo fue que el problema siguió remordiéndola.
Entonces vino otro factor. El departamento de almacenaje le envió una nota pidiéndole que entregase sus materiales para repasar las cantidades. Obedientemente, empezó a hacer una lista y, entonces, cuando llegó al Lichen Tercius, etc., en su relación, dos observaciones de pronto se entrelazaron entre sí: una, que hacía sólo pocos días desde que mencionó el Tercius a Francis en la velada; la otra, que el departamento de almacenajes envió su solicitud, como cosa rutinaria, en un lunes, no en un viernes y que el balance trimestral debía tener lugar de todas maneras dentro de un plazo de dos semanas.
Diana permaneció mirando la partida durante varios momentos. Tuvo tentación de resistirse a un ansia… no a una tentación ordinaria porque no tenía nada del regusto de una tentación, ni la menor perspectiva de ganancia, si no que era algo más parecido a la curiosidad crecida hasta ser conclusión. Y que al final ganó.
—Hice —dijo más tarde—, hice una cosa que yo despreciaba, de la que me había creído incapaz. Deliberadamente falsifiqué mi informe. Y lo que es más raro es que no experimenté ni culpa ni vergüenza en aquel momento, sino como si hubiera realizado algo de desagradable necesidad.
Y así el manojo de Lichenis Tercius que había sido escogido del último paquete de MacDonald jamás apareció en absoluto en el registro.
* * *
En las primeras etapas de investigación de los líquenes, Diana tenía otra ventaja sobre Francis; no trabajaba bajo la impresión de que estaba tratando con un antibiótico. Sabía sólo que buscaba algo que tenía una propiedad que parecía antibiótica, pero no lo era. Decía también, dados los modales de Francis, que resultaba una cosa extraordinaria, posiblemente peligrosa; pero eso era de poca ayuda excepto en lo que respectaba a prepararla para dejar que su mente trabajase en amplias líneas por encima de sus descubrimientos. A pesar de esto, sin embargo, ella casi rechazó la mismísima cosa que buscaba, como demasiado improbable. Entonces, en el mismísimo borde de la renuncia, dudó. Por muy improbable que pareciese, no era una imposibilidad confirmada. Por buen orden, aunque no fuese por otra razón, se merecía una mayor prueba… y luego otra… y otra…
Años más tarde dijo:
—No fue intuición, ni tampoco sentido común. Empezó con una lógica ingerencia, era todo excepto que estropeado por un perjuicio y entonces se salvó por rutina. Pude habérmelo pasado por alto fácilmente y haber seguido por líneas equívocas durante meses, así que también supongo que intervino el elemento suerte. Incluso aun cuando yo lo había revisado y repasado, realmente no lo creía… al menos yo no estaba en ninguna especie de estado esquizoide; mi yo profesional había probado y fracasó en desaprobarlo, hasta que tuvo que creerlo; pero fuera de mi deber, ni yo podía aceptarlo más íntimamente que lo que una acepta la proposición de que el mundo es redondo. Supongo que eso es lo que me asombró tanto en el asunto. Yo no comencé a ver las implicaciones que tenía en plena cara; no por semanas, meses después. Era simplemente un descubrimiento científico interesante que yo he tratado de desarrollar hasta un estado útil, así que me concentré en el trabajo real de agente activo y apenas medité en las consecuencias. Un poco como la gente que crece en medio de principios religiosos, cuando una lo piensa mejor.
El trabajo se convirtió en un desafío para Diana. Empleó casi todo su tiempo libre y ella frecuentemente trabajaba hasta tarde por las noches. Sus visitas de fin de semana a casa se convirtieron en irregulares y se sintió inquieta cada vez que iba con sus padres. Zephanie, que había sido enviada a toda pensión a un colegio, se mostró desencantada al verla tan poco durante las vacaciones.
—Siempre está trabajando —se quejó—. Además, tienes aspecto cansado.
—Ya no durará mucho ahora, me parece —le contestó Diana—. A menos que aparezca algo muy inesperado, pienso que habré terminado dentro de un mes o dos.
—¿De qué se trata? —quiso saber Zephanie. Pero Diana sacudió la cabeza.
—Muy complicado —dijo—. No puedo explicárselo a nadie que no sepa mucho de química.
Sus experimentos se dedicaban principalmente a ratones y a últimos de otoño, más de un año después de la muerte de Caroline Saxover, comenzaba a tener verdadera confianza en sus resultados. Mientras, había descubierto un grupo de animales que Francis utilizó en sus pruebas y se animó al verse capaz de vigilarles también. Para aquel tiempo el verdadero trabajo estaba hecho. Los resultados más allá de toda duda demostrada. Lo que quedaba era la rutinaria experimentación que proporcionaría datos suficientes para dar un control estrecho y de confianza del proceso, trabajo monótono que emplearía comparativamente poquísimo tiempo y la permitiría descansar. Y no fue hasta que comenzó a descansar, a relajarse, cuando empezó realmente a pensar en lo que acababa de descubrir…
En las primeras etapas del trabajo ocasionalmente especuló sobre la actitud de Francis y se preguntó por qué intentaba él disfrazar sus descubrimientos. Ahora empezó a dedicar plena atención al asunto. Intranquilamente se dio cuenta de que el trabajo de él de haber sido efectuado con seis meses de anticipo al de ella. Prácticamente debió estar seguro de sus descubrimientos y de lo práctico de su aplicación, allá a principios del verano; sin embargo, no susurró, ni dejó entrever nada acerca de ello. Eso en sí resultaba raro. Francis tenía confianza en su personal. No mantenía ningún secreto, a menos que fuese absolutamente necesario, eso rebajaba la eficiencia y deterioraba el sentido del fin común. Su personal respondía y raras veces hubieron infiltraciones prematuras desde Darr. Por otra parte, eso significaba que dentro de Darr raras veces había un proyecto en ejecución que no pudiera captarse su proyección, por lo menos en indicios, si uno lo intentaba. Pero de esto no había habido nada; ni el menor céfiro. En cuanto ella pudiera asegurar, Francis hizo todo el trabajo solo y mantuvo para sí enteramente los resultados. Podía ser que estuviese en negociaciones para su producción en gran escala por los fabricantes a mano, pero en cierto modo ella no lo creía… incluso en aquella etapa se daba medio cuenta de que era un asunto demasiado grande para manejarse de la manera ordinaria. Así decidió que Francis probablemente leería un documento sobre ello ante una de las sociedades. En ese caso, ella tendría que entregar su propio trabajo de inmediato… pero si así lo intentaba, Diana no comprendía la necesidad de una masa tan eficiente de secreto entre su propio personal en una etapa en que sus datos debían estar ya del todo completos.
Por eso Diana decidió esperar y ver…
También se sentía turbada por su posición ética que parecía algo más que poco equívoca. No era la posición legal; allí, ella estaba limpia y lisamente metida en lo equívoco. Bajo la cláusula ordinaria de su contrato cualquier descubrimiento hecho por ella trabajando como empleada de Darr House Developpments Ltd. se convertía en propiedad de Darr House. Legalmente, comprendía ella, debió de entregar de inmediato todo el asunto a Francis. Pero éticamente la cosa resultaba distinta… Bueno, mirémoslo así. Si no hubiese dejado caer los líquenes en la leche no se hubieran producido descubrimientos. Si Francis no hubiese tropezado con el platillo, el efecto jamás se habría advertido. Si ella no hubiera reparado en aquella singularidad, él también la hubiera dejado pasar por alto. De ninguna manera había robado Diana el trabajo de Francis. Realmente, podría decirse, se vio impulsada por la curiosidad a investigar un fenómeno que encontró por sí misma. Había trabajado con ahínco y llegó a la meta bajo su propia presión. La sorprendía como algo muy serio él haber tenido que dejarlo todo como estaba… a menos que fuese realmente necesario. Así que contemporizaría y vería qué es lo que pretendía hacer Francis.
La espera le dio más tiempo para pensar; y al pensar dio más terreno a la intranquilidad. Se encontró a sí misma capaz de resistir un poco hasta que los árboles emergieron en el bosque y entonces apareció un bosque de aspecto siniestro. Implicaciones en las que jamás pensara antes empezaron a deslizarse en todas direcciones. Gradualmente percibió que Francis debió también haberlas captado y comenzó a comprender en parte las consideraciones que podían retenerle o contenerle antes de divulgar el secreto.
Y, poco a poco, mientras seguía esperando, la visión más amplia de toda la postura se construyó a sí misma como un rompecabezas en su mente hasta que la vista total la alarmó. Sólo entonces comenzó a apreciar que esto no era otro descubrimiento interesante, sino cardinal: que retenía uno de los secretos más valiosos y explosivos del mundo. Y sólo después de que ella gradualmente se vio enfrentada a la realización, comprendió que Francis, Francis Saxover de entre todas las personas, no sabía qué hacer con el descubrimiento…
Años más tarde dijo ella:
—Ahora creo que cometí un error al cruzarme de brazos entonces… al limitarme a esperar. Una vez empecé a comprender un poco sobre las consecuencias, debía haber recurrido a él y contarle lo que había hecho. Por lo menos, eso le habría dado motivos para hablar sobre ello… y quizás le hubiera ayudado a decidir cómo solucionarlo. Pero él era un hombre famoso. Era mi jefe. Yo estaba nerviosa a causa de mi posición que resultaba… bueno, equívoca, para decirlo con suavidad. Y, peor aún, yo era lo bastante joven para verme profundamente impresionada.
Eso, quizás, fue la verdadera barrera. Incluso allá en sus días de colegio Diana aceptó como artículo de fe la proposición de que el conocimiento era tan don de Dios como la vida misma, de lo que seguía la supresión del conocimiento iba contra la luz, era un pecado. No hubiera usado tales términos para expresarse a si misma, pero su sentido formaba una fuerte barrera en su espíritu. La búsqueda del conocimiento no era la búsqueda de él mismo; Francis se encontraba con una autorización especial: entregar a todos los hombres lo que él por privilegio había aprendido.
El pensamiento de que uno de los jefes en su llamada pudiera aparecer que rompía aquella escala jerárquica, la abrumó; tenía que ser Francis Saxover, a quien consideraba como el epítome de la integridad profesional, quien le hiriese tan profundamente que ella estaba del todo azorada…
—Era demasiado joven para mi edad… y seguía siendo dura y perfeccionista. Francis había sido un ideal y no se conformaba con el tipo que yo me imaginé para él. Todo queda realmente muy autocentrado. No podía perdonarle que tuviera los pies de barro; parecía como si me hubiese decepcionado. Yo me encontraba en un caos aterrador y todo confluía en lucha con mis propias ideas rígidas. Era un infierno. Una de esas crecientes sorpresas, la peor que tuve jamás, cuando parece como si algo ha desaparecido y el mundo ya no podrá ser el mismo otra vez, y, claro, nunca lo es…
La consecuencia de la sorpresa era un endurecimiento de su resolución. Ella ni siquiera permitiría a Francis que supiese algo sobre su propio trabajo en los líquenes, ya que él podía cometer el crimen de retener el conocimiento y cargarlo sobre su conciencia, pero ella no sería cómplice. Esperaría un poco más, con la confianza de que él cambiase de idea, pero si aún no mostraba signos de publicar o aplicar el descubrimiento, ella se adelantaría por sí misma y procuraría que ese tesoro fuese entregado al mundo…
Así entonces Diana comenzó a considerar los efectos con más plenitud, lo que resultó significar, en gran manera, que estudiaba ya los obstáculos.
Cuando más estrecha atención daba al asunto, más desalentada se convertía por el número y variedad de intereses que no iban a acoger bien el derivado de los líquenes. Resultó quedar muy lejos de una norma de conducta recta el hablar o no hablar, más de lo que había parecido. Ella comenzó a tener una comprensión más clara del dilema que Francis alcanzó meses antes. Pero no permitiría que esta simpatía de comprensión se transformase en un freno, sino, al contrario, en un desafío: si él no pudiera resolverlo, lo haría ella…
Siguió ponderando el problema a través del invierno, pero al llegar la primavera, no se encontraba más cerca de la solución.
En su vigésimo quinto cumpleaños entró en posesión de la herencia de su abuelo y se quedó asombrada al encontrarse perfectamente acomodada. Lo celebró adquiriendo unos cuantos vestidos de famosas casas de modas a las que jamás había confiado en entrar y un coche pequeño. Para sorpresa de su madre, no decidió abandonar Darr enseguida.
—¿Y por qué tenía que hacerlo, mamá? ¿Qué haría yo sola? Me gusta la comarca de allí y el trabajo es interesante y útil —dijo.
—Pero ahora que tienes una posición independiente… —protestó su madre.
—Lo sé, querida. Una chica sensata saldría a tratar de comprarse un marido.
—Yo no lo diría de esa manera, hija. Pero, después de todo, toda mujer debe casarse; es más feliz de esa manera. Ya tienes veinticinco, fíjate. Si no piensas ahora seriamente formar una familia… bueno, el tiempo no se para. Cumplirás los treinta antes de que te des cuenta, luego los cuarenta. La vida no es muy larga. Míralo con sencillez aun cuando desees considerarlo desde el otro extremo. El tiempo vuela.
—No estoy segura de que quiera formar una familia —contestó Diana—. Ya hay demasiadas familias en el mundo.
La señora Brackley pareció sorprendida.
—Pero en el fondo cada mujer desea una familia —dijo—. Es lo natural.
—Lo habitual —corrigió Diana—. Dios sabe lo que ocurriría en la civilización si hiciésemos cosas sólo porque son naturales.
La señora Brackley frunció el ceño.
—No te comprendo, Diana. ¿No quieres una casa propia y una familia?
—No furiosamente, mamá, o en ese caso habría hecho ya algo antes de todo esto. Quizás lo probaré, sin embargo, más tarde. Puede que me guste. Todavía tengo tiempo en abundancia.
—No tanto como te imaginas. Una mujer siempre lucha contra el tiempo y eso no debes olvidarlo.
—Estoy segura de que tienes razón, querida. Pero mostrarse demasiado consciente de eso puede producir resultados bastantes desagradables también, ¿no te das cuenta? Procura no preocuparte por mí, mamá. Sé lo que me hago.
Y así, durante algún tiempo, Diana permaneció en Darr.
Zephanie, al venir a casa para las vacaciones de Pascua, se quejó de que estaba preocupada.
—No tienes aspecto cansado como tenías cuando trabajabas mucho —admitió—, pero me parece que piensas demasiado.
—Bueno, he de pensar en mi trabajo. Principalmente eso es todo —repuso Diana.
—Pero no en cada instante.
—Quizás no sea propio de mí. Ahora, tú no piensas tanto como lo hacías antes de ir a ese colegio. Si sigues aceptando lo que te dicen sin meditarlo, te convertirás en carne de publicidad y terminarás siendo una ama de casa.
—Pero la mayor parte de las mujeres lo hacen… se convierten en amas de casa, quiero decir —dijo Zephanie.
—Lo sé… ama de casa, esposa, mujer del hogar, madre de familia, buena mujer. ¿Es eso lo que tú quieres? Resulta una palabra confusa, querida. Dile a una mujer: «El sitio de una mujer es el hogar», o «métete en la cocina» y a ella no le gustará; pero llámalo «ser una buena ama de casa», que significa exactamente lo mismo y ella se mostrará satisfecha, henchida de orgullo.
»Mi tía abuela luchó y fue a la cárcel varias veces, en pro de los derechos de la mujer; ¿y qué consiguió? Un cambio de la técnica desde la coacción hasta el engaño, y una generación de nietas que ni siquiera saben que son engañadas… y que probablemente no se preocuparían si lo supieran. Nuestra susceptibilidad más mortífera está en la conformidad y nuestra virtud más mortal es apechugar las cosas tal y como son. Así que cuidado con los engaños, querida. Una nunca es demasiado cuidadosa de ellos en un mundo en que el símbolo de la alegría de vivir puede ser un plato de judías cocidas.
Zephanie recibió el consejo en silencio, pero no se mostró enteramente convencida.
Preguntó:
—No serás desgraciada, ¿verdad, Diana? Quiero decir, ¿no es esa la clase de pensamiento que albergas en tu cabeza, de verdad?
—Santo cielo, no, cariño. Son sólo problemas.
—¿Parecidos a los problemas de geometría?
—Bueno, sí, supongo que es una especie de geometría humana. Lamento que te preocupes. Trataré de olvidarlos durante una temporadita. Cojamos el coche y vayamos a alguna parte, ¿quieres?
Pero los problemas continuaron siendo problemas.
La creciente convicción de Diana de que Francis había renunciado y decidido conservar todo el asunto en reserva, sólo la hizo más decidida a encontrar la solución.
Vino el verano.
En junio iba a pasarse unas vacaciones en Italia con una compañera de Cambridge. Su amiga resultó muy susceptible al encanto latino, incluso hasta el punto de dejarse prometer, aunque el noviazgo resultó temporal. Diana, también, se divirtió, pero regresó (sola) sin lamentarlo mucho y con la sensación de que tal clase de cosas podrían ser bastante aburridas.
Llevaba de vuelta en Darr quince días cuando el curso de Zephanie se interrumpió una vez más y vino a pasarse parte de las vacaciones de verano.
Una tarde pasearon por un enorme prado preparado ya para la segunda siembra y se sentaron cómodamente contra un pajar. Diana preguntó a Zephanie qué tal le habían ido los estudios en aquel tiempo.
No muy mal, pensó Zephanie, modestamente, por lo menos no tan mal con el trabajo y con el tenis, pero no le gustaba mucho el cricket. Diana estuvo de acuerdo con eso.
—Muy aburrido —dijo—. Es un vestigio de la emancipación. La libertad para las chicas significa hacer lo que hacían los chicos, aunque sea aburrido.
Zephanie siguió explicando lo que había sido el curso, mezclándolo todo con opiniones sobre la vida escolar. Al final, Diana asintió.
—Bueno, por lo menos no parecen adiestrarte exclusivamente para ser una ama de casa —dijo, con tierna aprobación.
Zephanie consideró durante un momento las implicaciones de aquello.
—¿Es que no vas a casarte, Diana?
—Oh, me atrevo a decir que sí… algún día —admitió Diana.
—¿Pero si no lo haces, qué harás? ¿Te convertirás como tu tía abuela en una luchadora por los derechos de la mujer?
—Me parece que estás un poco confusa, cariño. Mi tía abuela, y las tías abuelas de otras personas, hace tiempo que obtuvieron todos los derechos que necesitaban las mujeres. Desde entonces todo lo que falta es el valor social para utilizarlos. Mi tía abuela y el resto pensaron que portando técnicamente los privilegios masculinos habían alcanzado una gran victoria. Lo que no comprendieron es que el mayor enemigo de las mujeres no son los hombres en absoluto, sino las propias mujeres: las mujeres tontas, perezosas y cómodas. Las peores son estas mujeres cómodas; su profesión es ser mujeres, y odian a cualquier otra de su sexo que consigue triunfar en cualquier otra profesión. Eso viene a producirlas una sensación de inferioridad.
Zephanie la miró pensativa.
—Me parece que no te gustan mucho las mujeres, Diana —decidió.
—Son muy lloronas, cariño. Lo que no me gusta de nosotras es nuestra facilidad para acomodarnos… el modo fácil en que podemos acceder a no ser nada mejor que esclavas o ciudadanas de segunda clase, y permitir que se nos enseñe a ir por la vida como apéndices en lugar de personas en sus propios derechos.
Zephanie volvió a meditar.
Dijo:
—Le conté a nuestra profesora de historia, miss Roberts, lo que tú dices sobre el cambio de dejar de obligar a las mujeres a hacer cosas simplemente poniéndolas ante la tesitura de realizarlas.
—¿Lo hiciste? ¿Y qué te contestó?
—Estuvo de acuerdo, realmente. Pero dijo, bueno, que vivimos en esta clase de mundo. Hay muchísimo equivocado en él, pero la vida es tan breve que lo mejor que se puede hacer es llegar a un pacto y conseguir conservar el propio nivel de vida. Ella dijo que sería distinto si tuviésemos más tiempo por delante, pero no lo hay, carecemos de margen para hacer que la gente piense las cosas. Para cuando los hijos de una han crecido, ésta empieza a ser vieja, así que no vale la pena intentarlo mucho, esforzarse, porque dentro de veinticinco años será lo mismo para nuestros hijos y… oh, Diana, ¿qué diablos te ocurre…?
Pero Diana no respondió. Estaba sentada muy recta, mirando delante de sí, los ojos grises desorbitados, como petrificada.
—¿Diana… no te encuentras bien? —Zephanie la tiró de la manga.
Diana se volvió hacia ella despacio, sin verla en realidad.
—¡Eso es! —exclamó—. ¡Dios mío… eso es! Ahí estaba, mirándome a la cara todo el tiempo, y no lo vi…
Se puso la mano en la frente y se arrellanó contra la paja. Zephanie se inclinó hacia ella, ansiosa.
—Diana, ¿qué te ocurre? ¿Puedo hacer algo?
—No es nada malo, Zephanie querida. Nada en absoluto. Sólo que acabo de descubrir lo que debo hacer.
—¿Qué significa eso? —preguntó azorada Zephanie.
—Encontré mi carrera… —contestó Diana con una voz extraña. Luego empezó a carcajearse. Se reclinó del todo sobre la paja y siguió riendo y también medio llorando, de una manera tan extraña que Zephanie se alarmó.
Al día siguiente Diana solicitó una entrevista con Francis y explicó a su jefe que quería marcharse a finales de agosto.
Francis suspiró. Le miró la mano izquierda y entonces pareció asombrado.
—Oh —exclamó—, ¿no es el motivo de rutina?
Ella se había dado cuenta de su mirada.
—No —contestó.
—Debió haber pedido prestado un anillo —le dijo Francis—. Así estoy libre para discutir.
—No quiero discusiones —contestó Diana.
—Pues es preciso que las quiera. Yo suelo discutir con los miembros valiosos de mi personal incluso cuando Himeneo extiende sus alas. Cuando no es así, discuto aún mejor. Ahora, ¿qué pasa? ¿Qué hemos hecho… o qué no hemos hecho?
La entrevista, que Diana esperaba hubiera sido breve y formal, prosiguió adelante durante algún tiempo. Ella explicó que había heredado algún dinero y que deseaba hacer un viaje en torno al mundo. Él no lo desaprobó. De hecho, dijo:
—Buena idea, le dará a usted una oportunidad de ver por sí misma cómo funcionan nuestros productos tropicales en el terreno de su aplicación. No tenga prisa. Tómese un año. Considérelo una especie de permiso.
—No —dijo Diana con firmeza—. Eso no es lo que quiero.
—¿Entonces no desea volver aquí? Creí que sí lo desearía. Sepa que la echaremos de menos. No me refiero sólo profesionalmente.
—Oh, es que no es eso todo —dijo ella incómoda—. Yo… yo… —alzó la vista y permaneció mirándole con fijeza.
—¿Si alguien le ofreció un empleo mejor…?
—Oh, no… no. Simplemente que me marcho.
—¿Quiere decir que abandona también la investigación?
Ella asintió.
—Pero eso es horrible, Diana. Con un talento como el suyo, oh… —continuó algún rato y luego se interrumpió, mirándola a los ojos grises, dándose cuenta de pronto de que ella no había oído ninguna de sus palabras—. No es propio de usted en absoluto. Es necesario que haya un buen motivo —terminó.
Diana permaneció insegura, dudando como si se encontrase al borde de un abismo peligroso.
—Yo… —comenzó de nuevo, luego se detuvo como si se ahogase.
Siguió enfrentándose a él a través del escritorio. Francis vio que temblaba. Antes de que pudiera moverse para ayudarla, un asombroso conflicto de emociones su expresión ordinariamente tranquila como si una lucha fiera e interna estuviera teniendo lugar.
Francis se levantó, rodeó el escritorio y la muchacha parecía recobrar el control parcial. Dijo, casi sin voz:
—¡No… no! ¡Tiene que dejarme ir, Francis! Es preciso que me deje…
Y salió huyendo de la habitación antes de que su jefe pudiera alcanzarla.