Diana nunca lo supo, pero el nuevo vestido estuvo a punto de costarle el empleo. No es que hubiera nada malo en él; al contrario. Estaba hecho de una tela de lana delgada, verde pálido, que la sentaba perfectamente al nogal de su cabellera, y, como ocurría con la mayor parte de sus ropas, parecía valer algo más que lo que había costado en realidad. Pero, mientras no hay uniforme para los jóvenes científicos comparado con lo que indica alguna especie de sucesión con el arte, tratan en general de dividirse en dos tipos principales: los no muy aseados en su presentación y los descuidados, y Diana no pertenecía decididamente a ninguna de las dos clases. Sólo verla hizo que Francis Saxover se sintiera mal dispuesto.
Sus notas de colegio le satisficieron, sus referencias y recomendaciones eran buenas, su propia solicitud le impresionó favorabilísimamente. En realidad, se podía decir que todas las señales estaban a su favor hasta que su llegada las descalificó por completo.
Porque en sus casi diez años de dirigir Darr House Developments, Francis se había vuelto un poco quisquilloso. Tenía plena intención de ser, como era, la inspiración y la dirección de su aventura; sin embargo, lo que no había previsto era que se vería obligado por las circunstancias a convertirse en una especie de patriarca de la comunidad que él reuniera. Esta imposición le llevó a mirar a los candidatos con ojo crítico y era la mitad patriarcal la que ahora contemplaba a la personalista y decorativa miss Brackley con duda.
Ella parecía prominentemente capaz de provocar otra de aquellas situaciones que le había hecho acudir a Caroline, su esposa, preguntándose por qué no sería mejor cambiar la palabra «Developments»[4] sustrayéndola por «Campamento de Vacaciones y Oficina de Corazones Solitarios».
Diana misma estaba turbada al saber por qué, tras buenos augurios y un comienzo prometedor, la entrevista parecía ir menos bien. La situación le hubiera resultado más clara de haber podido atisbar alguno de los precedentes que cruzaban el cerebro de su posible y futuro jefe. Necesitaba personas menos atractivas que Diana, que había resultado ser el torbellino más potente en las aguas de su pacífica comunidad.
La malhumorada miss Tregarven, de ojos rasgados, por ejemplo. Había sido una bióloga prometedora, pero por desgracia también era una chica cuyos adornos en su cuarto incluían una fila de pequeños corazones de porcelana que ceremoniosamente iba rompiendo uno a uno con un martillito especial cuando las circunstancias parecían aconsejarlo. Y, también, estuvo miss Blew, una muñeca de criatura con un toque indudable de genio químico, y una expresión enteramente equívoca de inocente cerámica fraguada con una potencia enorme de despertar la caballerosidad. El extendido deseo de servir a miss Blew había eventualmente alcanzado su máxima manifestación en un duelo… una competición inexperta, y tuvo lugar un nublado amanecer en el prado junto a los bosques, entre un químico y un biólogo, en el curso del cual el químico atravesó el brazo izquierdo del biólogo, enrabiando así a éste, que por entonces abandonó su arma con el propósito de derribar de un honesto puñetazo a su oponente, y miss Blew, que había salido saltando directamente de la cama y apenas vestida, para vigilar y contemplar el hecho desde los arbustos, cogió un fuerte resfriado. También, miss Cotch. Miss Cotch había sido genial manejando los aminoácidos, pero fue menos experta en dirigir sus propios asuntos, con la desventaja de poseer un corazón en exceso tierno. Es más, era tan enemiga de herir los sentimientos de nadie que en cierto modo logró comprometerse en secreto con tres de sus compañeros de trabajo al mismo tiempo, y luego, no encontrando manera de salir de este lío sino con la huida, desapareció, dejando un pozo de desorden emocional y departamental a sus espaldas.
En vista de éstas y otras varias experiencias semejantes, las dudas de Francis no eran injustificadas. Por otra parte, y en favor de Diana, advirtió que se tomaba la entrevista completamente en serio, confiando en sus méritos y no intentando bajo ningún concepto conseguir el empleo mediante su encanto personal. Con toda limpieza decidió que la cosa necesitaba una segunda opinión… porque, después de todo, Caroline también era a veces llamada para vendar las heridas emocionales causadas por estos asuntos… así que, en lugar de presentar a Diana al personal en el comedor, como se había propuesto, la invitó a almorzar en el ala particular.
Durante la comida sus malos augurios disminuyeron. Ella habló fácil y con inteligencia a sus anfitriones, intercambió unos cuantos pensamientos con Paul, entonces tenía 12 años, sobre la probable fecha de una expedición triunfal a Marte e hizo cuanto pudo por sacar unas cuantas palabras de Zephanie, que la miraba con ojos redondos y casi estupefacta de admiración.
Después, habló con Caroline.
—¿Nos arriesgamos, o es seguro que vamos a buscarnos más disgustos?
Caroline le miró con tristeza.
—Francis, querido, en realidad debes dejar de abrumarte con la idea de que este lugar podría o debiera dirigirse cómo una máquina. Nunca será posible.
—Ya comienzo a comprenderlo —reconoció Francis—. Por lo mismo hay una diferencia entre enfrentarse a las crisis de rutina y actuar de un modo en que se produzcan cosas mejores.
—Bueno, si crees que a las solicitantes debes hacerlas pasar por una especie de concurso de belleza al revés y que esto va a serte útil, yo opino que servirá para animar a las menos favorecidas a recobrarse en sí mismas y a tratar de probar su encanto con los demás; por lo que deberías considerarlo. Me gusta la chica. No es vulgar. Es inteligente… y prefiero pensar que tiene buen sentido, que no es lo mismo, sí que, si tiene los conocimientos y la capacidad que necesitas, admítela.
Diana consiguió el trabajo y se unió el personal de Darr.
Su llegada despertó considerable interés, tanto provocando esperanzas como desánimos. Los tipos conquistadores probaron su suerte y no encontraron nada que les animara. Los estrategas más sutiles se pusieron a trabajar y en cierto modo llegaron a una de las primeras etapas. Con estos preliminares como guía. Darr comenzó a catalogarla por completo.
—Guapa pero tonta —anunció tristemente uno de los químicos.
—¡Tonta…! ¡Por todos los infiernos! —objetó un biólogo—. Además, aun si eso fuese cierto, ¿dónde está la desventaja? Tal y como es, habla en abundancia… sin ningún propósito.
—Eso es lo que quería decir —explicó el químico con paciencia—. Es tonta a lo largo de las aquívocas… del único modo casi que cualquier buena chica no lo es; y no debiera serlo —añadió, para aclarar conceptos.
Las esposas y las solteras interesadas se permitieron a sí mismas, con precaución, relajarse un poco.
—¡Fría! —se dijeron unas a otras esperanzadas, no sí ocultar su autosatisfacción… sin embargo, tampoco con tranquilidad total, porque una sospecha de que alguien pudiera ser del todo indiferente a los hombres que la rodeaban a una no es enteramente bien recibida. Sin embargo, la mayor parte se sintió tranquilizada por esta clasificación provisional, aunque con una reserva causada principalmente por sus vestidos; era difícil de creer que una pudiese gastar tanto y pensar tanto en atuendos sin esperar su recompensa…
Cuando Helen Daley, esposa de Austin Daley, el bioquímico que estaba cerca de ser el segundo de a bordo en Darr, mencionó el problema, su marido ofreció un punto de vista distinto.
—Cuando alguien nuevo viene a este lugar, siempre hay la misma charla especulativa. No entiendo el porqué —se quejó—. Los jóvenes vienen alborotados creyendo que son maravillosos, que el mundo empieza con ellos, igual que hicieron sus padres y sus abuelos; entonces se meten en los mismos líos, muestran las mismas intensidades y siguen cometiendo los mismos errores que sus padres y abuelos. Absolutamente monótono: Todos van a convertirse en uno de los cuatro o cinco tipos, de todas maneras; y el único interesante es el que trata de imponer de nuevo su juventud… lo que Dios prohíbe.
—Disfruté siendo joven —contestó su esposa.
—Disfrutaste siendo joven… lo mismo que yo —la corrigió su marido—. Pero eso no volverá otra vez, gracias, no volverá.
—Pero disfruté. Emociones, colores, vestidos adorables, fiestas maravillosas, paseos a la luz de la luna, el encanto de un nuevo amor…
—¿Como los maravillosos veranos de la infancia de uno? ¿Te olvidas de los desencantos, de los rivales odiosos, de la amargura del perder, de la tristeza de verse despreciado, del dolor de una palabra descuidada, de los tormentos y ansiedades, de las lágrimas sobre la almohada…? No, incluso la memoria de la juventud tiene algo insoportable. Las chicas doradas y los chicos vivieron en una época áurea.
—Es inútil tratar de hacerme creer que eres un viejo cínico, Austin.
—Amor mío, no soy cínico, lo confieso, pero tampoco soy un visionario retrospectivo. Por tanto, compadezco a estos jóvenes que sufren el proceso penoso de agotarse sus ilusiones antes de emerger como un tipo, pero aún pienso que para el observador es un proceso monótono.
—Bueno, volviendo adonde estábamos, ¿a qué tipo piensas que pertenece nuestra última recluta, o cuál de éstos resultará ser?
—¿La joven Diana? Eso es pronto para decirlo. Es lo que llaman ahora una retrasada en desarrollo. De momento ha impresionado a nuestro Francis.
—Oh, seguramente que no…
—No hay nada seguro. Puede que no sea tu modelo, pero los demás contemplan a Francis como su figura paternal. Lo he observado antes. Indudablemente seguiré observándolo. Él, claro, no lo comprende del todo; nunca lo hace. Al mismo tiempo, ella es una joven extraordinaria y no aceptaría apuestas sobre el rumbo que seguirá cuando madure.
Si Austin Daley tenía razón o no, ciertamente no se produjo ningún desarrollo interesante en la personalidad de Diana durante sus primeras semanas en Darr. Ella se limitó a continuar a su manera en una independencia no amistosa. Sus conocimientos con los miembros varones del personal tampoco alcanzaron el grado de camaradería y se hicieron distantes, y esta disposición gradualmente la puso en buenas condiciones con una gran cantidad de jóvenes mujeres, así que gradualmente comenzó a labrarse un nicho para sí misma, como una singularidad. La devoción de su cuidado por un aspecto decorativo vino, con reservas, a ser considerada como una excentricidad; una especie de arte, como el de preparar flores, o el de pintar a la aguada, practicado por Diana aparentemente para su propia satisfacción y el aceptar tal cosa se vio ayudado por el descubrimiento de que voluntariamente quería instruirse e instruir a las demás en su afición, siempre que se lo pidieran. Una forma contenida de diversión, se sentía… aunque no perjudicial ni dificultosa actualmente mientras continuara deprimida. Cara, sin embargo. Había la conjetura general que todo su salario, si no más, debía gastarlo en sus ropas y atuendos.
—En total una chica rara —observó Caroline Saxover—. Tiene cerebro para una clase de vida y algunos de los gustos que acompañan a otra. Precisamente de momento parece vivir calmada en una especie de torpeza y descuido o entre ambas cosas y no muy interesada en salir de su sopor. Probablemente revivirá de manera inesperada.
—¿Quieres decir que pronto nos encontraremos con otro de estos problemas emocionales y perderemos un buen trabajador más? —preguntó con tristeza Francis—. Comienzo a volverme reaccionario. Preguntándome si las mujeres jóvenes por encima de cierto nivel de sencillez sabrían dedicar su tiempo a una educación superior. Esto se va a convertir en una de las partidas más caras de nuestra economía. Sin embargo, supongo que incluso la prueba más sencilla no garantizaría nada. Del mismo modo, sigo esperando que algún día nos sea posible reunir a unas cuantas chicas cuyo propósito individual sea mayor que su instinto gregario.
—¿No te referirías al instinto sexual, más que al instinto gregario? —sugirió Caroline.
—De veras. No lo sé. ¿Hay alguna diferencia en lo que respecta a las jóvenes? —gruñó Francis—. De todas maneras esperemos que ésta resista más de un mes o dos.
La señora Brackley, confiando en su marido, adoptó el punto de vista opuesto.
—Parece muy satisfecha en el lugar —observó a su esposo, después de una de las visitas de Diana a su casa durante un fin de semana—. No es agradable saberlo, sin embargo, claro, porque no es probable que esté allí mucho tiempo. No una chica como Diana.
No fue esta observación de las que requirieran comentario, así que Mr. Brackley guardó silencio.
—Parece admirar muchísimo a ese doctor Saxover —añadió su esposa.
—Igual que muchas personas —la dijo Mr. Brackley—. Tiene gran fama entre los científicos. Las personas a las que les pregunté por él se mostraron muy impresionados cuando les dije que Diana trabajaba allí. En apariencia resulta que es algo grande e importante.
—Es un hombre casado, con dos niños. Un chico de 12 años y una chica de casi diez —observó ella.
—Entonces, bueno, todo va bien. ¿O quieres decir que no? —preguntó él.
—No seas ridículo, Harold. Es un hombre que casi la dobla la edad.
—De acuerdo —asintió el señor Brackley apaciblemente—. ¿Pero de qué estamos hablando?
—Pues que a ella le parece gustar estar en esa empresa, pero por lo que dice no creo que sea la clase de lugar en donde una chica atractiva como Diana pueda enterrarse mucho tiempo. Hay que pensar en su futuro.
A lo que Mr. Brackley no dijo nada una vez más. Nunca podía decidir si la amable decisión de Diana de hacer campo común con su madre realmente la engañaba, o si la noción de su esposa de que cada hija es una especie de mascota fabricada en serie era simplemente inconquistable.
Mientras, Diana se instaló en Darr. Francis Saxover encontró en ella una gran trabajadora y sintió alivio al no observar ningún rastro de instinto gregario que sugiriera una inminente emigración. Sus relaciones con sus colegas continuaron durante la mayor parte del tiempo, siendo amistosos, aunque en cierto modo distanciadas. En raras ocasiones, ella decía o hacía algo que les obligaba a parpadear, mirarla dos veces y preguntarse unas cuantas cositas. Pero solía restringir casi deliberadamente, manteniéndose aparte de la comunidad, una vez hubo repelido a los que la abordaron, y mantener su propio consejo lo bastante ecuánime para ser considerada como una parte del escenario decorativo pero insignificante, según se mirara.
—Con nosotros, pero no es una de los nuestros —observó Austin Daley a su respecto al fin del segundo mes—. Hay más en esa chica de lo que ella permite que trascienda. Tiene un modo especial de sonreír ante las cosas equívocas. Deberá ser sorprendente, tarde o temprano.