El suelo del vestíbulo había sido despejado. Alguien colocó algunos sombríos ramos de siemprevivas aquí y allá en las paredes. Otra persona creyó que algo de oropel podría dar un poco de vistosidad a los ramos. Las mesas, puestas de extremo a extremo a un lado, hechas de un mostrador con un mantel blanco, sostenían bandejas de bocadillos, fuentes de apetitosos pastelillos, platos con salsa, zumos de limón, de naranja, jarrones con flores y, de manera intermitente, urnas. Para los ojos, el resto de la habitación sugería una paleta de pintor en movimiento. Para el oído, incluso a cierta distancia, había un regusto de estrellitas al oscurecer.
St. Merryn’s High celebraba su fiesta de extremo a extremo.
Miss Benbow, mientras escuchaba un aburrido informe acerca de la inteligencia demostrada por el perrito de Aurora Tregg, dejó que su mirada vagase en torno a la estancia, advirtiendo que debía tener unas palabritas con alguno de los asistentes en el curso de la velada. En el extremo lejano vio a Diana Brackley, sola de momento. Diana era con certeza una de las que se merecían felicitaciones, así, aprovechando una pausa en la entrega anonadante de Aurora, alabó la sagacidad del perrito, le deseó un buen futuro y se fue.
Al cruzar la habitación vio fugazmente a Diana a través de los ojos de un desconocido; ya no era una colegiala, sino una mujer joven y atractiva. Quizás la culpa la tenía el vestido. Una tela azul, azul marino, sencilla, que no destacaba entre el resto hasta que se la miraba con atención. Se compró barata, miss Benbow estaba segura que así ocurrió, sin embargo, había en ella la calidad del estilo. ¿O es que tenía estilo en realidad? No estaba segura. Diana tenía buen gusto para vestir y eso es algo más de lo que se puede comprar con tres guineas y hacer parecer que costó veinte. Un don, pensó miss Benbow de mala gana, no para despreciar. Y, siguió adelante, aun visto a través de la nueva refracción, el aspecto era también parte del don. No era bonita. Las chicas bonitas son adorables como las flores en mayo, pero es que hay muchísimas flores en mayo. Nadie que conociese el significado de las palabras podría decir que Diana era bonita…
Dieciocho años, sólo dieciocho, tenía entonces Diana. Alta, uno con setenta y ocho, poco más o menos, y esbelta y erguida. Su cabello era nogal oscuro, con un chispazo de luces multicolores. Las líneas de su frente y de su nariz no eran enteramente griegas, sin embargo, tenían una cualidad clásica. Su boca estaba sólo poco enrojecida, porque no se debe de ir a una fiesta sin arreglar, pero, en contraste con las muchísimas bocas rojas y hasta moradas que se veían a su alrededor, ella tenía precisamente la cantidad y el color adecuados para la ocasión. La boca en sí poseía una especie de apariencia formalmente decorativa que prácticamente no decía nada a nadie… sin embargo, podía sonreír con encanto en ocasiones y no hacerlo en demasía. Pero vista de cerca uno se fijaba en sus ojos grises y se daba cuenta de ellos todo el tiempo; no sólo porque fuesen ojos finos, hermosamente espaciados y situados, sino por su tranquilidad, por la calma sin embarazos con que lo miraban todo y lo consideraban todo. Con una especie de sorpresa porque ella tenía la costumbre de pensar en sí misma como un cerebro más que como una forma, miss Benbow se dio cuenta de que Diana se había convertido en lo que la juventud de la generación de sus padres hubiese considerado como «una belleza».
Este pensamiento fue seguido de inmediato por un sentido agradable de autocongratulación, porque en un colegio como St. Merryn’s High no sólo se enseñaba y se trataba de educar a una niña; sino que se dirigía una especie de guerra en la jungla en su beneficio… y la criatura de mejor aspecto, más esbelta, hablando generalmente, tenía sus posibilidades de supervivencia, porque los partisanos de la ignorancia asaltaban la ruta de uno en grandes y numerosos grupos.
Las tentaciones de trabajos sin porvenir aparecían junto a una persona, mariposas con alas de iridiscentes billetes de banco revoloteando al alcance tentador, para que te dedicases a cazarlas, la miasma de las revistas gráficas, emponzoñando el aire, las telarañas pegajosas de un matrimonio temprano puestas muy cerca del camino, las madres agallinadas saliendo de pronto de los arbustos, los padres miopes marchando inseguros e interponiéndose en el camino; ojos de mirada rectangular e inquieta, fijos hipnóticamente desde las sombras, un batir de tam-tam inquieto, un ritmo lunar y lunático y por encima los pájaros burlones, siempre gritando: «¿Qué importa mientras ella sea feliz…? ¿Qué importa…? ¿Qué importa…?».
Así que una tiene derecho, con toda seguridad, a sentir el orgullo de la cosa lograda cuando mira a las que ayudó y guió a pasar todos estos peligros.
Pero entonces, con honestidad, miss Benbow tuvo que llamarse a sí misma al orden, por aceptar un crédito no ganado. Diana, era preciso admitirlo, necesitó poquísima protección. Los azares no la molestaron. Miró distante a las tentaciones, como si jamás hubiese cruzado por su mente que estuvieran preparadas y dispuestas para tentarla a ella. Su caminar fue como el caminar de un viajero inteligente pasando a través de una comarca interesante. Quizás su destino fuese todavía desconocido, pero con seguridad le quedaba por delante y que alguien tuviera la satisfacción de tratar de detenerla momentáneamente ofreciéndole etapas placenteras y despiadadas y poblados primitivos, simplemente la confundía. No, una estaba contenta de que Diana lo hubiera hecho también, pero tampoco se podía aceptar mucho crédito por ello. La chica trabajó duro y mereció su éxito, la única cosa que una pudo desearla, aunque pareciese algo bastante terrible de desear cuando era preciso luchar con ahínco contra las niñas inertemente conformistas, pero una deseó que fuese un poco menos, bueno… ¿Individual…?
En este momento miss Benbow estaba cerca del fin de la habitación y Diana la vio acercarse.
—Buenas tardes, miss Benbow.
—Buenas tardes, Diana. Quise felicitarle. Es espléndido, perfectamente espléndido. No te importe, todos sabemos que lo hiciste bien… nos hubiéramos desencantado terriblemente si la cosa hubiera resultado menos que bien. Pero esto… bueno, es más de lo que me atrevía a esperar para ti.
—Muchísimas gracias, miss Benbow. Pero, quiero decir, no fue cosa mía todo. No hubiera ido muy lejos sin toda la ayuda de usted, sin que me dijese efectivamente qué es lo que debería hacer, ¿verdad?
—Para eso estamos aquí, pero nosotros nos sentimos en deuda contigo, también, Diana. Aun en estos días un alumno aventajado acredita a un colegio… y el crédito que tú nos has dado es uno de los mejores que haya obtenido jamás St. Merryn’s. Confío en que te des cuenta.
—Miss Fortindale parecía realmente complacida.
—Está más que complacida, Diana, está encantada. Todos lo estamos.
—Gracias, miss Benbow.
—Y, claro, tus padres también deben de estar encantados…
—Sí —afirmó Diana, con un poco de reserva—. Papá está muy complacido. Le gusta la idea de que vaya a Cambridge porque siempre deseó haber podido ir él mismo. Si hubiese fallado en ingresar en Cambridge la cosa hubiera quedado fuera de todo problema: Tenía que haber sido simplemente… —en una fracción de segundo recordó que miss Benbow era graduada de Londres, y lo tuvo en cuenta—, hubiese sido, pues, como un fracaso.
—Algunos de los que fracasan luego se desenvuelven muy bien —apuntó miss Benbow, con un débil tono de reproche.
—Oh, sí, claro. Es que cuando una se decide a hacer algo, bueno…, hacer otra cosa es una especie de fracaso, mírelo como se mire, ¿verdad?
Miss Benbow se resistía a verse arrastrada por esa línea.
—¿Y tu madre? Debe estar orgullosísima por tu éxito, también.
Diana la miró con aquellos ojos grises que parecían contemplar más allá dentro de la cabeza de uno que los ojos de la mayoría de las personas.
—Sí —dijo con sensatez—, eso es lo que siente actualmente.
Miss Benbow alzó ligeramente las cejas.
—Quiero decir, que debe estar orgullosísima por mi éxito —explicó Diana.
—Pero, seguramente, lo está —protestó miss Benbow.
—Lo intenta. Se ha mostrado realmente dulce —dijo Diana. Volvió a mirar con fijeza a miss Benbow con aquellos ojos—. ¿Por qué las madres siguen pensando que es mucho más respetable ser una buena compañera de cama que una chica inteligente? —preguntó—. Quiero decir, lo sensato sería esperar lo contrario.
Miss Benbow parpadeó. Algo torpe parecía enredarse en la conversación con Diana, pero tiró por la calle de en medio.
—Creo —dijo con juicio—, que yo substituiría lo comprensible por lo respetable. Después de todo el mundo «cerebral» es un libro cerrado y misterioso para la mayoría de las madres, así que se sienten inseguras en él; pero todas, por naturaleza, están bajo la impresión de que son autoridades en el otro mundo, que pueden comprender y que son capaces de ayudar.
Diana meditó.
—Pero «lo respetable» no entra en cierto modo… aunque no entiendo por qué —dijo, con un ligero ceño.
Miss Benbow sacudió levemente la cabeza.
—¿No estás confundiendo respetabilidad con conformidad? —preguntó—. Es natural que los padres quieran que sus hijos se conformen a un sistema que ellos comprendan —dudó y luego continuó—: ¿No se te ha ocurrido pensar que cuando una hija de una mujer de mentalidad doméstica elige una carrera, critica indirectamente a su madre? En efecto, ella quiere decir: «La clase de vida que era buena para ti, madre, para mí no lo es». Bueno, las madres… como otras personas… no se preocupan por eso muchísimo.
—Nunca se me ocurrió pensar así —reconoció Diana meditativa—. ¿Quiere usted decir que, en su interior, esperan siempre que sus hijas fracasen en sus estudios para demostrar que ellas, las madres, quiero decir, tenían todo el tiempo razón?
—Te precipitas, ¿verdad, Diana?
—Bueno… bien, es lo que puede deducirse, ¿no es verdad, miss Benbow?
—Creo que será mejor que lo dejemos estar de momento. ¿Dónde piensas pasar tus vacaciones, Diana?
—En Alemania —contestó Diana—. ¡Yo preferiría ir en verdad a Francia, pero parece que Alemania es mucho más útil!
Charlaron de eso durante un momento. Luego miss Benbow la volvió a felicitar y le deseó prosperidades en su vida universitaria.
—Estoy terriblemente agradecida por todo. Y me alegro de que estén todos tan satisfechos —le dijo Diana—. Tiene gracia —añadió pensativa—. Debí haber pensado que prácticamente que cualquiera, cualquier chica, sirve para la cama, si se decide a ello… Quiero decir, si no tiene mucho cerebro con qué contribuir. Así que no veo por qué…
Pero miss Benbow no quiso volver a liarse.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Ahí está miss Taplow! ¡Sé que tiene muchas ganas de hablar contigo! Ven.
Efectuó la transferencia con eficacia y mientras miss Taplow comenzaba, un poco insegura, a felicitar a Diana, miss Benbow se volvió para encontrarse cara a cara con Brenda Watkins. Mientras felicitaba a Brenda, cuyo pequeñísimo y nuevo anillo de compromiso evidentemente colocaba a la chica por encima de toda posible escolaridad en las universidades, oyó la voz de Diana tras ella diciendo:
—Bueno, ser sólo una mujer y nada más me sorprende tanto como uno de esos empleos sin porvenir, miss Taplow. Quiero decir que no se puede lograr un ascenso, ¿verdad…? bueno, a menos que una se lo tome como una cortesana, o algo por el estilo…
* * *
—Simplemente, no entiendo de dónde lo saca —dijo la señora Brackley, con expresión perpleja.
—Bueno, no fue de mí —le contestó su marido—. Algunas veces deseé un poco de inteligencia en nuestra familia, pero, por lo que conozco, nunca la hubo. De todas maneras, no creo que importe muchísimo de dónde la ha heredado.
—No pensaba realmente en la inteligencia. Mi padre debe haber tenido alguna clase de sesos, o no le hubiera ido tan bien el negocio de contratista. No, es esto… bueno, supongo que podríamos llamarlo independencia… la manera que tiene de preguntar sobre las cosas. Hay cosas que no es preciso preguntar.
—Y encontrar algunas repuestas muy chocantes de lo que se oye de vez en cuando —dijo Mr. Brackley.
—Es una especie de inquietud —insistió Malvina Brackley—. Claro, las jóvenes se sienten inquietas… es de esperar, pero… bueno, quiero decir, que esto no es de la manera corriente.
—Ni novios —observó con torpeza su marido—. Así tampoco hay disgustos, querida. Tiempo vendrá.
—Pero sería más normal. Una chica guapa como Diana…
—Podría tener novio si quisiera. Nada más tendría que aprender a reír un poco y a no decir cosas que les asusten.
—Oh, Diana no es ninguna pedante, Harold.
—Sé que no lo es. Pero ellos piensan lo contrario. Vivimos en una vecindad muy convencional. Hay tres clases de chicas: «las deportistas», las risueñas y las pedantes, no se reconoce ninguna otra clase más. Ya es bastante malo tener que vivir en una zona sin civilizar; seguramente, ¿no querrás que ella se enrede con uno de estos zanganotes?
—No, no, claro que no. Es sólo que…
—Lo sé. Debería ser más normal. Querida, la última vez que hablamos con miss Pattison en el colegio predijo un brillante futuro para Diana. Brillante fue la palabra y eso no significa normal. No se pueden tener las dos cosas.
—Para ella es más importante ser feliz que brillante.
—Querida, estás muy cerca de sugerir que todo lo que llamas gente normal son personas felices. Y eso es una proposición infernal. No tienes más que mirarles… No, estemos agradecidos, muy agradecidos, de que no se haya enamorado de uno de estos zanganotes. No tendría ningún futuro brillante… ni, pensándolo bien, tampoco lo sería para el zanganote. No te preocupes. Ya encontrará su propia salida. Lo que necesita es un panorama más abierto.
—Claro, estaba la hermana menor de mi madre, mi tía Annie —dijo la señora Brackley, pensativa—. No tenía nada de corriente.
—¿Oh, qué había de malo en ella?
—Oh, no quería decir eso. No, fue a la cárcel en 1912… ¿o fue en 1913…? por tirar cohetes en Picadilly.
—¿Y por qué diablos lo hizo?
—Los tiró entre las patas de los caballos y organizó tal jaleo y atasco en el tráfico que los coches estaban parados desde Bond Street hasta Swan y Edgar’s y luego se subió en el techo del autobús y gritó: «Votos para las mujeres» hasta que se la llevaron. La condenaron a un mes. La familia se sintió muy avergonzada.
—Un poco después de salir echó un ladrillo a un escaparate en Oxford Street y la sentenciaron a un par de meses más. No estaba muy bien de salud cuando salió a causa de la huelga del hambre, así que mi abuela se la llevó al campo. Pero logró volver no sé cómo y tuvo éxito en tirar una botella de tinta por encima de Mr. Balfour, así que la volvieron a detener y esta vez por poco prende fuego a toda una ala de la prisión Holloway.
—Una mujer emprendedora, tu tía. Pero no veo cómo…
—Bueno, ella no era una persona corriente. Así que Diana pudo heredarlo de la familia de mi madre.
—No estoy seguro de que sea eso lo que Diana haya heredado de una tía abuela militante y, francamente, querida, me importa un comino de dónde lo recibió, más allá del hecho de que sea lo que sea lo que tiene, se lo hemos transmitido por entremedio nuestro. Y creo que hemos hecho un trabajo bueno, aunque bastante sorprendente.
—Pues claro que sí, Harold, querido. Tenemos derecho a estar orgullosos de ella. Es sólo… bueno, la vida más brillante no resultó siempre ser la más feliz ¿verdad?
—No lo sé. Tú y yo… por lo menos eso lo sé… podemos ser felices sin ser brillantes… lo que es muy parecido a ser brillante y si de eso quieres sacar tú una base para ser feliz, yo no puedo confirmártelo. Pero sé que se puede ser feliz sin mucha inteligencia. Yo, por ejemplo… aunque sea por una razón puramente egoísta. Desde que ella era una niña ha gravitado sobre mi conciencia que no podría sufragar el gasto de enviarla a un colegio de primera clase… oh, sé que en St. Merryn’s hay buenos maestros, ella lo acaba de demostrar, pero, no es lo mismo. Cuando tu padre murió pensé que podríamos solucionarlo. Fui a los abogados y se lo expuse. Lo lamentaron mucho pero se mostraron firmes. Las instrucciones estaban completamente claras, dijeron. El dinero quedará en usufructo hasta que ella cumpla veinticinco años. No puede ser tocado, ni puede siquiera tomarse en parte para su educación.
—Nunca dijiste eso, Harold.
—Era inútil decírtelo hasta que no supiese si podía hacerse. Y no fue posible. Ya sabes, Malvina, creo que fue la jugarreta más sucia de todas las que nos hizo tu padre. No te dejó nada… bueno, era propio de su carácter. Pero dejar a nuestra hija cuarenta mil libras y luego ligar las cosas para que en los años más críticos y formativos de su vida no pudiese beneficiarse… Así que yo digo: bien por Diana. Ha hecho por sí misma lo que nosotros no pudimos hacer por ella y lo que él tampoco hizo por su nieta. Le ha tapado la boca al viejo bastardo adecuadamente, sin siquiera darse cuenta.
—¡Harold, querido…!
—Lo sé, querida, lo sé. Pero, en realidad… no me acuerdo mucho actualmente del viejo diablo, pero cuando lo hago… —se interrumpió. Miró en su torno a la pequeña salita de estar. Aquello no estaba del todo mal, ahora que un poco envejecido, pero cómodo. Excepto aquella mezquina casa pequeña, construida en una calle de edificios exactamente iguales de aquel suburbio mugriento… La vida apurada… El forcejeo por seguir adelante con un sueldo que siempre quedaba por detrás de los precios… Unas cuantas cosas que Malvina debiera añorar, que debería tener…
—¿Sigues sin arrepentirte? —le preguntó.
Ella le sonrió.
—En absoluto, cariño. En absoluto.
La levantó y volvió al diván con ella. La mujer apoyó la cabeza en su hombro.
—En absoluto —repitió ella tranquila. Después añadió—: No hubiera sido más feliz aunque hubiese ganado becas escolares.
—Cariño, la gente es toda igual. He llegado a la conclusión de que éramos un poco excepcionales, de todas maneras. ¿Cuánta gente de esta calle podría decir con sinceridad que no lamenta lo que ha hecho?
—Algunos.
—Prefiero pensar que no ocurra con frecuencia. Y, sin embargo, por mucho que lo desees para las demás personas, ciertamente no puedes conseguirlo. Lo que es más, Diana no se parece mucho a ti… ni a mí tampoco. Dios sabe a quién se parece. Es inútil preocuparse porque no quiere hacer lo que tú harías si estuvieras en su lugar… y si pudieses recordar exactamente lo que se siente al tener dieciocho años. Brillante, dijeron. Bueno, la única cosa que nos es posible hacer es mirar a nuestra hija en su brillantez y a su manera… y respaldarla, claro.
—Harold, ella no sabe lo del dinero, ¿verdad?
—Sabe que hay algún dinero, claro. No preguntó cuánto. No tuve que mentirle. Sólo traté de darla la impresión de… bueno, de que no hay mucho, digamos tres o cuatrocientas libras. Me pareció más prudente.
—Estoy segura de que sí. Lo recordaré por si lo mencionase.
Al cabo de una pausa, ella preguntó:
—¿Harold, a mí me parece muy estúpido, pero qué es lo que hacen los químicos? Quiero decir, Diana me ha explicado que no es lo mismo que el farmacéutico y yo me alegré de eso, pero no lo entendí con claridad.
—Y yo, querida. Creo que será mejor que se lo preguntemos de nuevo. Sí. Me parece que ha llegado el momento en que ella nos explique a nosotros.
* * *
Resultó que no importó mucho a los Brackleys lo que hacía un químico, porque en el curso de su primer año Diana cambió de idea, decidiendo estudiar bioquímica en su lugar y la teoría de un bioquímico era algo que su madre nunca logró comprender con claridad en su mente.
La razón de este cambio residía en cierto modo en una conferencia dada ante la Mid-Twentieth Society sobre Algunas tendencias evolucionarias en los medios ambientes recientemente modificados. No parecía muy excitante y Diana no estuvo nunca segura de que lo fuese hasta que asistió a la conferencia. No obstante, lo hizo y, al hacerlo, dio un paso que iba a determinar el curso de su vida.
El conferenciante era Francis Sexover, Sc. D., F.R.S.[1], antaño profesor de bioquímica en la Universidad de Cambridge y ampliamente considerado como un renegado intelectual. Procedía de una familia de South Staffordshire que, después de luchar levemente tratando de conseguir el reconocimiento de generaciones no registradas, en mitad del siglo XX adquirió un genio notable de empresa. Este genio, tan conveniente al clima del tiempo y a la inminente era industrial, llevó a los Saxover a nuevos métodos de encendido y aplicaciones de la energía del vapor, reorganización de la producción y así, aprovechándose de los nuevos canales de navegación, a un comercio mundial y a una gran fortuna familiar.
No es que ésta se debilitara en las sucesivas generaciones. No habían crisis para los Saxover. Mantuvieron el paso con los nuevos procedimientos y métodos e incluso entraron en plásticos cuando percibieron en ellos una materia competitiva para las ya existentes. En la segunda mitad del siglo XX aún seguía marchando bien.
En Francis, sin embargo, el espíritu de empresa había tomado un rumbo diferente. Se mostró satisfecho de dejar los intereses de la familia en manos de sus hermanos mayores y seguir su propia tendencia hacia su culminación en una Presidencia. O así se lo creyó.
Sin embargo, ocurrió que la salud de Joseph Saxover, su padre, se hizo insegura en su última mitad de la vida. Después de descubrir esto, Joseph, un hombre previsor, no perdió tiempo en realizar sus bienes y colocar a sus dos hijos mayores a cargo completo del negocio. Entonces dedicó mucho tiempo en los restantes ocho o nueve años de su vida al fascinante trabajo de imaginar planes para derrotar la rapacidad del Exchequer[2]. Ciertos escrúpulos le impidieron lograrlo completamente bien en este campo como hacían algunos de sus competidores, pero, no obstante, logró bloquear cierto número de interesantes lagunas de las autoridades contra los imitadores después de su muerte.
Como resultado de las maniobras, Francis se encontró mucho mejor de lo que esperaba estar y eso le contuvo. Era como si aquel genio de los Saxover se hubiera puesto en actividad ante la idea de capital sin emplear, sin invertir. Después de un año de creciente inquietud dimitió de su Presidencia y abandonó el claustro para luchar en la plaza del mercado.
Con unos cuantos ayudantes de confianza inició un establecimiento de investigaciones propio y se dedicó a justificar su criterio de que el descubrimiento, a pesar de la opinión popular, no era exclusivamente de la competencia del trabajo de los investigadores en masa que laboran para enormes compañías en formaciones casi militares.
Darr House Developments, como se llamó a la compañía, simplemente sacando el título de la hacienda que él compró, llevaba ya funcionando seis años. No sólo duraba cinco más de lo que la mayoría de sus amigos le habían predicho, sino que parecía haber empezado de manera prometedora. Ya contenía varias patentes lo bastante importantes como para despertar interés entre los grandes fabricantes de productos químicos: y, quizás, un poco de envidia entre los antiguos colegas. Ciertamente había una pizca de malicia en la sugerencia de que esta visita de Francis a sus antiguas comarcas salía menos de su deseo de instruirla que de la necesidad que tenía su compañía de reclutar gente.
Cosa bastante singular, Diana nunca pudo recordar la conferencia en sus detalles. Muy temprano, recordó, al empezar dijo él, más como si fuese un hecho auto-evidente que una proposición, que la cifra dominante de ayer era el ingeniero; la de hoy, el físico; la de mañana, el bioquímico. Una vez este pensamiento hubo sido presentado a Diana, no pudo imaginarse por qué no lo captó antes. Agitada como por una revelación, ya tuvo un sentido completamente abrumador de comprensión, por primera vez, del significado de la palabra «Vocación». Por lo tanto, se colgó de las palabras del conferenciante, por lo menos, tuvo la impresión de que estaba pendiente de ellas, aunque resultaba un poco transtornador que no pudiese recordar ninguna en absoluto y que le parecieran haberse fundido en bloque abarcando el sentido completo de la vocación.
Francis Saxover tenía entonces menos de los cuarenta. Era un hombre delgado con rostro aquilino, que daba la impresión de ser un poco menos alto de lo normal. Tenía el pelo todavía negro excepto unas pocas canas en las sienes. Sus cejas, aun cuando no demasiado pobladas, parecían predispuestas a sobresalir, sombreando ligeramente sus ojos y dándoles una apariencia de estar más profundamente hundidos de lo que estaban en realidad. Sus modales eran tranquilos y relajados, hablaba más que sermoneaba, recorriendo su plataforma perezosamente y utilizando sus manos morenas y de largos dedos para recalcar las frases.
Todo lo que Diana sacó realmente de la conferencia fue una imagen mental del conferenciante, una fuerte impresión de su decidido entusiasmo… y, claro, del sentido de haber descubierto el único trabajo que valía la pena en la vida…
Y así, el traslado de escolaridad a la bioquímica.
Y así, una gran cantidad de duro trabajo.
Y así, a su debido tiempo, una graduación con Honores.
Y luego, el problema de un trabajo.
Diana sugirió Darr House Developments. Inmediatamente no fue aceptado esto por aclamación.
—Hum…, posiblemente, queda dentro de tu campo —admitió su mentor—. Pero Saxover es muy exigente. Puede sufragar el gasto de tenerte en la nómina, claro, pero el despido del personal es muy grande allí. ¿Por qué no consideras una de las grandes firmas? Hay mucho porvenir, más estabilidad, no tan espectacular, te lo garantizo, pero resulta un trabajo bueno y sólido, que es lo que importa al fin.
Pero Diana prefirió Darr House.
—Me gustaría probar allí —dijo con firmeza—. Si no resulta un éxito, podré intentar después una de las grandes compañías, pero por lo que he oído resultaría mucho más difícil hacerlo al revés.
—Muy bien —dijo su mentor, y las maneras de ella se relajaron ligeramente—. En cuestión de hecho —confió la mujer—, a tu edad hubiera sentido lo mismo. Son los padres los que opinan de modo distinto.
—A los míos no les importará —le dijo Diana—. Si yo fuese chico, probablemente querrían que entrase en una de las grandes compañías, pero las mujeres somos diferentes. Sus intereses más serios son sólo un preliminar frívolo antes de tomarse la vida frívola más seriamente, así que no creo que importe mucho, compréndalo.
—Veo que es una palabra algo definitiva para eso, pero capto la intención —dijo su mentora—. Está bien. Hablaré a Saxover por ti. Creo que podría ser interesante. Incidentalmente, ¿sabes que ahora ha producido un virus que causa la esterilidad en la langosta macho…? Admitido está que la hembra langosta puede seguir produciendo langostas hembras durante cierto número de generaciones sin existencia del macho, pero una siente que eso debe contar tarde o temprano, o no habría mucho sentido en el sexo, ¿verdad…?
* * *
—Claro que confío en que consigas el empleo, si es lo que quieres, cariño, ¿pero qué tal es esa Darr House?
—Un centro de investigaciones. Una compañía, pero particular, dirigida por el doctor Saxover, mamá. Hay un caserón de últimos del siglo XVIII en el centro de un parque. Uno de esos lugares que es demasiado grande para que alguien viva, pero no lo bastante interesante para el National Trust[3]. El doctor Saxover la compró hace casi diez años. Él y su familia viven en un ala de la casa. El resto ha sido convertido en despachos y laboratorios, etc. Las cocheras y establos se transformaron en apartamentos para el personal. Y hay varias casitas en la hacienda. Y al cabo de un tiempo construirá más laboratorios. Y unas casas nuevas para el personal casado, etc. Es una especie de comunidad.
—¿Tendrás que vivir allí?
—Sí… o cerca. Alguien me ha dicho que está superpoblado, pero que si tengo suerte podría conseguir uno de los apartamentos. Hay una especie de comedor para el personal de la casa que se puede utilizar a gusto de uno. Y, claro, los fines de semana puedo pasarlos fuera. Todos dicen que es un lugar adorable, adecuado a la comarca. Pero hay que trabajar y tienes que tomarte interés. No se quiere gente que pierda el tiempo.
La señora Brackley dijo:
—Me parece un sitio bonito, estoy segura, cariño, pero no sabemos mucho acerca de esa clase de cosas; me refiero tu padre y yo. Lo que en realidad nos turba es lo que fabrican en esa casa. ¿Qué hacen?
—Actualmente no fabrican nada, mamá. Preparan ideas y luego dan permiso a otras gentes para que las usen.
—Pero si tienen buenas ideas, ¿por qué no las emplean ellos mismos?
—Esa no es su misión. Darr House no es ninguna fábrica, compréndelo. Lo que pasa es… bueno, como ejemplo, el doctor Saxover tuvo una idea acerca de las termitas… hormigas blancas, ya sabes… que se comen casa y cosas por todos los trópicos…
—¿Casas, hija?
—Bueno, las partes de madera y luego el resto se derrumba. Así el doctor Saxover y la gente de Darr House se pusieron al trabajo. Ahora, una termita muerde la madera y se la traga, y por sí misma no podría digerirla como nosotros tampoco podemos, pero hay un parásito protozoario viviendo dentro de la termita que rompe la estructura de la celulosa de la madera y luego la termita puede digerirla y vivir. Así que el personal de Darr House investigó sobre el parásito y buscó un componente químico que le fuera fatal. Bueno, encontraron uno efectivo y de uso seguro. Se lo dieron a las termitas, las termitas siguieron masticando madera, pero sin el parásito no podían digerirla, así que pasaron hambre y murieron.
»El personal de Darr House llamó a este material AP-91 y lo patentó y el doctor Saxover lo confió a Commonwealth Chemical Enterprises y sugirió que habría un gran mercado tropical para el producto. C.C.E. lo probó y lo encontró satisfactorio, así que accedieron a fabricarlo. Y ahora se vende por los trópicos bajo el nombre comercial de Termorb-6 y el doctor Saxover cobra derechos por cada latita que se vende. Eso sólo le produce millares de libras al año y también hay una gran cantidad de otras patentes. A grandes rasgos así funciona el negocio.
—Hormigas blancas. ¡Qué horrible! —dijo la señora Brackley—. No me gustaría trabajar con hormigas.
—No fue ese el único proyecto, mamá. Hay varios en marcha a la vez y en distintas cosas.
—Vaya sitio. ¿Y hay muchos empleados?
—No lo sé. Creo que unos sesenta.
—¿Cuántos de los empleados con chicas?
—Sí, mamá. También se mira por la decencia. Se me ha dicho que el índice de matrimonios es muy alto. Aunque no estoy segura de si eso lo considerarás en bien o en contra. Sin embargo, no te preocupes, no tengo la menor intención por ahora de unirme a la gran mayoría.
—Cariño, esa expresión se utiliza para decir…
—Lo sé, mamá, lo sé… Oh, no has visto el nuevo vestido que me he comprado para la entrevista. Ven y te lo enseñaré…