Desde que fueron recopilados los anteriores documentos, mi querido amigo Bradley Pearson ha muerto. Murió en prisión a causa de un cáncer que se desarrolló muy deprisa poco después de haber terminado el libro. Yo fui el único que le lloró.
Es muy poco lo que puedo decir. Había pensado, como editor, escribir un largo ensayo, criticando y extrayendo moralejas. Esperaba, con cierta satisfacción, tener la última palabra. Pero la muerte de Bradley ha hecho que un comentario extenso parezca ocioso. La muerte no puede silenciar el arte, pero puede sugerir espacios y pausas. Así pues, tengo poco que decir. El lector reconocerá la voz de la verdad al escucharla. Si no lo hace, tanto peor para él.
No puedo abstenerme de hacer algunas observaciones, la mayoría de ellas obvias, sobre los epílogos. La señora Belling nos dice, con cierta razón, que las palabras sirven para encubrir. Qué poco han sabido aprovechar ese decoro los autores de estos epílogos. Esas personas están en exposición. Cada una de las señoras, por ejemplo, afirma (o insinúa) que Bradley estaba enamorado de ella. Hasta el caballero lo asevera. Emocionante. No obstante, ese pequeño detalle era de esperar. También cabía esperar las mentiras. La señora Baffin miente para protegerse, la señora Belling para proteger a la señora Baffin. ¡Cuán convenientemente confusa se ha vuelto la memoria de la señora Belling! Esta beatería es comprensible, si bien hace ya tiempo que madre e hija han roto toda relación. El «doctor» Marloe, que en el juicio contó la verdad, ahora, de un modo pusilánime, se abstiene de hacerlo. Ha llegado a mis oídos que ha sido amenazado por los abogados de la señora Baffin. El «doctor» Marloe no es ningún héroe. Por eso debemos perdonarle. Bradley, que no llegó a ver estas tristes «epílogos» a su obra, lo habría hecho.
Sea lo que fuere lo que el mismo Bradley hubiese pensado o hecho, resulta difícil no protestar ante la mezquindad de quienes escriben. Cada ejemplo es de autoelogio publicitario, en un muestrario desde lo vulgar hasta lo sutil. La señora Hartbourne hace publicidad de su salón de modas. El «doctor» Marloe de su pseudociencia, de su «consultorio», de su libro. La señora Baffin bruñe la imagen, ya notoria, de sí misma como viuda desconsolada. (Aquí fracasan las palabras para comentarlo). Al menos es sincera al afirmar que cuando Bradley ingresó en prisión ella lo apartó de su pensamiento. La señora Belling hace publicidad de sí misma como escritora. De su pequeño ensayo, tan hábilmente redactado, me ocuparé en un instante. (¿Estaría dispuesta a admitir que su estilo literario había sido influido por Bradley? También esto trata ella de esconder denodadamente). Quizá parezca que los vivos siempre acaban por derrotar a los muertos. Pero es una victoria que suena a hueco. Es la obra de arte la que ríe la última.
Mi primera intención al publicar estos escritos fue doble. En primer lugar, para ofrecer al público una obra de literatura. Soy por naturaleza un empresario y, por tanto, no es la primera vez que sirvo de instrumento. En segundo lugar, quise reivindicar el honor de mi querido amigo, absolverle, en suma, del cargo de asesinato. El hecho de que no me hayan asistido en esta labor ni la señora Belling ni el «doctor» Marloe no es, como digo, sorprendente, aunque es triste. He tenido ocasión, a lo largo de muchos años, de conocer a muchas personas, y he podido comprobar el poco bien que cabe esperar de la raza humana. Al perseguir mi segundo objetivo me proponía escribir un largo análisis, algo así como la recapitulación que hace el detective, destacando discrepancias, haciendo deducciones, llegando a conclusiones. Esto lo he tenido que omitir. En parte, debido a que Bradley ha muerto. Y la muerte parece que siempre somete la verdad a un tribunal más amplio y espacioso. Y en parte porque al releer la historia de Bradley Pearson me ha parecido que habla por sí misma.
Quedan dos cosas. Una, dar una breve descripción de los últimos días de Bradley Pearson. La otra, contradecir (sólo en un punto teórico: los hechos los dejo a su conciencia) a la señora Belling. Esto último lo haré en primer lugar, también con brevedad. El arte, mi querida señora Belling, es una planta mucho más resistente y ruda de lo que usted parece imaginar en su escrito muy literario. Su elocuencia, que bordea, me temo, lo romántico, incluso lo sentimental, es el de una persona joven. Cuando sea más madura en el arte lo comprenderá mucho mejor. (Hasta puede que tenga el privilegio de comprender la vulgaridad de Shakespeare). Del alma hablamos siempre en metáforas; metáforas que es preferible emplear escuetamente y luego descartarlas. Tal vez sobre el alma sólo podamos conversar directamente con los más íntimos. Esto hace vana la filosofía moral. Y no hay ciencia alguna en estas cosas. No hay ningún abismo al que usted, señora Belling, o cualquier otro ser humano, pueda asomarse y ver dónde hacer rotundas distinciones entre lo que en esencia alimenta o no el arte. ¿Por qué ese afán suyo en dividir al gran negro en dos? ¿De qué tiene miedo? (La respuesta a esta pregunta le aclararía muchas cosas). Decir que el gran arte puede ser tan vulgar y tan pornográfico como se quiera es decir apenas nada. El arte tiene que ver con la alegría y el esparcimiento y el absurdo. La señora Baffin asegura que Bradley era una figura burlesca. Todos los humanos somos figuras burlescas. El arte lo celebra. El arte son las historias de aventuras. (¿Por qué menosprecia usted las historias de aventuras, señora Baffin?). Por supuesto, tiene que ver con la verdad, él hace la verdad. Pero para esto todo puede abrir los ojos. El amor erótico puede hacerlo. Quizá la síntesis de Bradley parezca ingenua; quizá lo sea. Detrás de su unidad puede haber distinciones, pero detrás de las distinciones hay unidad.
Y ¿hasta dónde, en ese panorama, alcanza la vista de un ser humano, y cuán lejos necesita ver el artista? El arte tiene reservada para sí su propia austeridad. De una filosofía austera sólo puede mofarse.
En cuanto a la música, que la señora Belling dice acertadamente que es la imagen de todo arte pero no así su reina, no me propongo rebatir esa opinión. De hecho, mi posición me permite apreciar su argumento. Soy conocido como músico, pero el caso es que todas las artes me interesan. La música relaciona el sonido con el tiempo y así viene a representar los márgenes esenciales de la comunicación humana. Pero las artes no forman una pirámide, sino un círculo. Son las barreras externas defensoras del lenguaje, cuya elaboración es condición de todos los medios más simples de la comunicación. Sin estas defensas los hombres quedan reducidos a bestias. Que la música señala al silencio vuelve a ser una imagen, que Bradley utilizó. Todo artista sueña con un silencio en el que debe penetrar, como algunas criaturas vuelven al mar para desovar. El creador de la forma debe sufrir informidad, y hasta arriesgarse a morir a consecuencia de ello. ¿Qué habría hecho Bradley de seguir viviendo? ¿Habría escrito otro libro, uno grande? Es posible. El alma humana está llena de sorpresas.
Bradley murió bien, con ternura, con delicadeza, como debe morir un hombre. Recuerdo con toda claridad su expresión de sencillo y vulnerable asombro cuando el médico (yo estaba presente) le comunicó lo peor. Era idéntica a la que adoptó una vez que dejó caer una voluminosa tetera y se hizo añicos. Exclamó «¡Oh!», y se volvió hacia mí. El resto fue rápido. No tardó en tener que encamarse. La garra de la muerte le modeló muy pronto, haciendo de su cabeza una calavera. No trató de escribir. Hablaba conmigo, me pedía que le explicara cosas, sosteniéndome la mano. Escuchábamos música juntos.
La mañana del último día me dijo:
—Mi querido amigo… lamento… seguir todavía aquí… dando la lata. —Luego añadió—: No insistas en ello, ¿me lo prometes?
—¿Sobre qué?
—Mi inocencia. No merece la pena. Ya no importa.
Escuchamos algunas piezas de Mozart en el transistor de Bradley. Más tarde dijo:
—Ojalá hubiera escrito yo La isla del tesoro.
Hacia el anochecer estaba ya muy débil y apenas podía hablar.
—Amigo mío, dime…
—¿Qué?
—Esa ópera…
—¿Cuál?
—El caballero de la rosa…
Guardó silencio un rato. Seguidamente preguntó:
—¿Cómo termina? Ese joven… ¿cómo se llamaba…?
—Octavio.
—¿Se quedó con la maríscala o la dejó para buscarse una joven de su edad?
—Conoció a una joven de su edad y dejó a la maríscala.
—En fin, era lo lógico, ¿verdad?
Luego, al rato, se volvió, sosteniendo mi mano todavía, y se acurrucó como si se propusiera dormir. Y se quedó dormido.
Me alegra pensar lo mucho que le consolé aquellos últimos días. Tuve la sensación de que había sufrido toda su vida al verse privado de mi presencia; y, cuando llegó el fin, sufrí con él y sufrí, finalmente, su mortalidad. También yo le necesitaba. Él añadía una dimensión a mi ser.
En cuanto a mi propia identidad: no es posible, «doctor Marloe», que yo sea una invención de Bradley, puesto que le he sobrevivido. Falstaff, ciertamente, sobrevivió a Shakespeare, mas no editó sus obras. Como tampoco me dedico, eso se lo aseguro a la señora Hartbourne, al negocio editorial, aunque más de un editor tiene motivos para estarme agradecido. Parece que incluso se ha insinuado que tanto Bradley Pearson como yo somos personajes de ficción, la invención de un oscuro novelista. El miedo es capaz de inspirar cualquier hipótesis. No. No. Yo existo. Quizá la señora Baffin, si bien sus ideas resultan increíblemente toscas, sea quien más cerca se halla de la verdad. Aquí, sobre este escritorio, está el pequeño bronce de la dama del búfalo. (La pata ha sido reparada). También hay una cajita dorada de rapé con la siguiente inscripción: «Obsequio de un amigo». Y la historia de Bradley Pearson, que yo le hice contar, permanece también, algo más duradero que esos objetos. El arte no es cómodo ni puede remedarse. El arte dice la única verdad que en definitiva importa. Es la luz por la cual las cosas humanas pueden ser enmendadas. Y más allá del arte no hay, se lo aseguro a ustedes, nada.
P. A. LOXIAS