Epílogo de Rachel

Un tal «señor Loxias» me ha pedido que haga unos comentarios acerca del fantástico escrito del asesino de mi marido. En un principio estuve a punto de hacer caso omiso a tal petición. También pensé en recurrir a los medios legales para impedir su publicación. Sin embargo, ha habido ya, y me consta que no es casual, gran cantidad de publicidad en torno a la cuestión, y el sofocar esas «efusiones» podría otorgarles el interés de un documento secreto sin al fin ocultar lo que manifiestan. Es preferible la franqueza, y también la compasión. Pues creo que sentimos o tratamos de sentir lástima y compasión por el autor de esta fantasía. Es muy triste que una vez se le ha concedido la «reclusión» que él afirma haber deseado siempre, lo que produce Pearson es una especie de loco sueño de adolescente, en lugar de la obra de arte seria que él se creía capaz de realizar y de la que tanto nos ha hablado.

No tengo ningún deseo de mostrarme dura con él. La revivida publicidad referente a esta espantosa tragedia me ha causado grandes sufrimientos. El que mi propia vida haya sido «destrozada» es una realidad con la que debo vivir. Espero y creo que la desgracia no me haya amargado. No es mi intención perjudicar a nadie. Y no creo que mi franqueza pueda herir ahora a Bradley Pearson, quien de modo tan insuperable parece encontrarse envuelto en sus fantásticos conceptos de lo ocurrido y de su misma persona.

Respecto a su descripción de los acontecimientos poco hay que decir. Está claro que, en un esquema principal, se trata de un «sueño» como los que podrían interesar a los psicólogos. Y debo decir que no quiero ni puedo juzgar los motivos que tuvo Bradley Pearson para escribirlo. (Sobre los motivos del señor Loxias hablaré más adelante). Quizá lo más suave que pueda decirse es que él pretendía escribir una novela pero sólo fue capaz de poner por escrito sus propias e inmediatas fantasías. Sospecho que muchos novelistas reescriben su historia reciente «más como sería su deseo», pero ellos, al menos, tienen el decoro de modificar los nombres. B. P. (como en adelante abreviaré su nombre) declara haber hallado en presidio a Dios (o a la verdad o a la religión o lo que sea). Tal vez todos los que están presos crean haber encontrado a Dios, y deban creerlo a fin de sobrevivir. No tengo contra él ningún resentimiento, como una vendetta, ni le deseo mal alguno. Su sufrimiento no puede resarcirme de mi pérdida. En cuanto a su nuevo «credo», puede que crea sinceramente en él o, quizá igual que lo es toda la historia, puede que sea una cortina de humo para encubrir su maldad impenitente. Si en efecto ha sido la maldad la que le ha dictado su relato, significa que tratamos con un ser cuya perversidad hace imposible todo juicio común. Si, como es mucho más probable, B. P. ha llegado a creer, o cree a medias, tanto en su salvación como en esta historia, entonces estamos tratando con alguien cuya mente ha cedido ante una continua tensión. (En la época en que se cometió el crimen no estaba loco). Y, siendo así, como he dicho, sólo puede infundirnos lástima. Así es como prefiero considerarle, aunque de hecho no puedo conocer, ni lo deseo, la verdad del caso. Cuando B. P. atravesó las puertas de la cárcel, para mí fue como si hubiese muerto y cesé de ocuparme de él. Haber pensado en él, por ejemplo con ira e indignación, me habría causado demasiada aflicción, además de ser algo inútil e inmoral.

He hablado con conocimiento de causa sobre una fantasía de «adolescente». B. P. es lo que podría denominarse un tipo «Peter Pan». En su historia no describe su extensa vida pasada, excepto para insinuar que tuvo algunas aventuras amorosas con mujeres. Es el tipo de hombre a quien le complace insinuar su pasado y comportarse como si no hubiera rebasado los veinticinco años. (Se refiere a sí mismo como un maduro donjuán, ¡como si sólo existiera una trivial diferencia entre las conquistas reales y las imaginarias! Dudo que en su vida haya habido en verdad muchas mujeres). Un psiquiatra seguramente lo encontraría «retrasado». Sus gustos en materia de literatura eran juveniles. Habla pomposamente de Shakespeare y de Homero, pero dudo que haya vuelto a leer al primero desde su época de estudiante y que al segundo lo haya leído nunca. Sus constantes lecturas, que por cierto no confiesa en parte alguna, se componían de mediocres historias de aventuras de autores como Forester, Stevenson y Mulford. Lo que a él le complacía en realidad eran historias juveniles, puros relatos de aventuras sin el menor interés sentimental, en los que él pudiera identificarse con algún héroe principesco, un sujeto provisto de una espada o algo así. Esto me había comentado mi marido en varias ocasiones, y una vez se lo echó en cara. Él se disgustó mucho y recuerdo que se sonrojó ante tal acusación.

Su imagen de sí mismo no podía ser más falsa. Se describe como un hombre irónico, mordaz, reprimido e idealista. El confesarse un «puritano» puede parecer una autocrítica, pero no es sino otro medio de afirmar que era un hombre de elevados principios. Lo cierto es que era un hombre sin ninguna dignidad. Su aspecto era absurdo. (Y a nadie se le ocurriría tomarle por más joven de lo que era). Era un hombre estirado, torpe, muy tímido y vergonzoso, y en cambio, en ocasiones se pasaba de la raya. A menudo, por decirlo sin rodeos, resultaba un pelmazo. Para él era psicológicamente necesario fingirse artista. Tengo entendido que eso les ocurre a muchas personas fracasadas. Pretendía hacernos creer que escribía cosas y luego las rompía, y nos contaba de los años que estuvo esperando, y que era un perfeccionista. Estoy convencida de que nunca rompió una sola página. (Salvo los libros escritos por mi marido). Estaba obsesionado con la letra impresa. Anhelaba desesperadamente lo que mi marido poseía, es decir, la fama. Él quería verse publicado a toda costa, y siempre andaba visitando a editores con sus obras bajo el brazo; habría publicado lo que fuera. No era un ser estoico ni un asceta, sino que siguió siendo el afanoso jovencito que desea ver su obrita publicada en la revista de la escuela. En un hombre maduro esto resultaba patético.

B. P. era dolorosamente consciente de su inferioridad. Era un hombre infeliz y frustrado, avergonzado de sus orígenes sociales y de su falta de erudición, y se sentía ridículamente avergonzado de su profesión, que él se imaginaba que le convertía en una figura burlesca. De hecho, todos nosotros le veíamos como una figura burlesca, aunque no por ese motivo. Nadie, antes de producirse la tragedia, era capaz de pronunciar su nombre sin sonreírse. Esto él debió de notarlo. Me figuro que es posible, aunque parezca chocante, que alguien llegue a cometer un crimen para impedir que la gente se ría de él. Que B. P. era un hombre que no admitía que la gente se riera de él queda bien patente a lo largo de toda la historia. Ese estilo más bien pomposo, como burlándose de sí mismo, es una defensa y un medio de salir al encuentro de quienes quieran reírse de él.

Su descripción de las relaciones que le unían a nuestra familia no tiene nada que ver con la realidad. Él alega con cierta timidez que nosotros le necesitábamos. Lo cierto es que él nos necesitaba a nosotros y era una especie de parásito, nos daba en ocasiones una lata impresionante. Se sentía muy solo y todos le teníamos lástima. Recuerdo que a veces, cuando se pasaba por casa, nos escondíamos de él o le despachábamos con algún pretexto absurdo. Sus relaciones con mi marido eran cruciales, sin duda. Su pretensión de haber «descubierto» a mi marido es ridícula. Mi marido era ya muy conocido cuando B. P., tras infinitos ruegos, convenció a un editor para que le permitiera escribir la crítica de un libro de mi marido; después de aquello, entabló amistad con nosotros y vino a convertirse, como creo que mi hija lo calificó una vez, en «el gatito de la familia».

B. P. no puede ocultar siquiera en su historia soñada que se sentía muy envidioso del éxito de mi marido. Creo que su envidia era como una obsesión que le devoraba. También sabía que mi marido, aunque estuvo siempre muy amable con él, le desdeñaba un poco y se reía de él. Esto le atormentaba. El mismo, ingenuamente, admite que tenía que ser amigo de Arnold, así se identificaba con él y «compartía» su mérito como escritor para no enloquecer de envidia y de odio. B. P. no necesita acusador, él mismo se acusa. También confiesa, en otro momento de candor, que su imagen de Arnold no es imparcial. Esto es decirlo con suavidad. (Y asimismo confiesa odiar en general a toda la raza humana). Está claro que él jamás «ayudó» a Arnold; en cambio, Arnold le ayudó a él en múltiples ocasiones. Sus relaciones conmigo y con mi marido eran prácticamente las que podían unir a un niño con sus padres. Imagino que esto también podría interesar a un psiquiatra. Pero no quiero seguir detallando cuestiones que son evidentes y salieron a relucir en el juicio.

Sus afirmaciones con respecto a mi hija son absurdas, por supuesto, tanto en lo referente a los sentimientos de ella como a los de él. Mi hija siempre le vio como una especie de «tío divertido» y sin duda le inspiraba mucha lástima, y dado que el sentimiento de lástima puede ser confundido con el afecto y hasta puede ser una especie de afecto, acaso ella le apreciara en tal sentido. Su gran «pasión» por ella es una fantasía muy propia de él. (En breve explicaré lo que opino acerca de sus orígenes y motivos). Para mí, las personas que se sienten no realizadas y frustradas pasan gran parte de su vida elaborando puras fantasías. Esto es, estoy segura, una gran fuente de consuelo, aunque no siempre inocua. Y un sueño-fantasía «eficaz» sería tomarla con alguien que conoce sólo superficialmente e imaginar que esa persona está enamorada de él y representarse la gran relación amorosa y el gran drama. B. P, al ser probablemente una especie de sadomasoquista, como es lógico se imagina un final desgraciado, la separación eterna, atroces sufrimientos por amor y tantas otras cosas. Su única novela publicada (él insinúa que publicó más de una, pero lo cierto es que sólo publicó una obra) es la historia de un amor romántico y desengañado, asombrosamente similar a ésta.

Ese mismo género de fantasía sadomasoquista es el que ha producido la escena al comienzo de su historia, cuando asegura (todo ello figuraciones suyas) que vino a nuestra casa y me encontró tendida en la cama con un ojo morado y todo aquello. Más de una vez advertí que a B. P. le gustaba hacernos creer tanto a mi marido como a mí que él estaba al corriente de nuestras desavenencias conyugales. Esa debilidad suya a nosotros nos hacía reír, no lo veíamos por aquel entonces como algo siniestro. Puede que la ingenuidad propia del solterón (que en esencia siempre fue) le hiciera confundir nuestras discusiones, ocasionales y leves, con graves desacuerdos. Lo más seguro es que él se inventara, de manera semiinconsciente, nuestras desavenencias sencillamente porque le habría complacido que existieran. Él no deseaba que entre «papá y mamá» hubiera armonía. En su mente, deseaba disminuirnos a los dos y ligarnos a cada uno más estrechamente con él.

Hay, ahora pienso que debo admitirlo con franqueza, otro aspecto de la cuestión, que por varias razones, muchas de ellas obvias, fue tratado superficialmente durante el juicio. Bradley Pearson estaba enamorado de mí. Era un hecho conocido por mí y por mi marido desde hacía varios años, y era también motivo de diversión. Las fantasías de B. P. respecto a haberme hecho el amor resultan deprimentes. Ese desgraciado amor que él sentía por mí explica, asimismo, la ficticia pasión que mi hija le inspiraba. Claro está que esa fantasía es una cortina de humo. En parte, es también una «idea sustitutiva», y, en parte, me temo, pura venganza. (Tal vez sea pertinente añadir que el fuerte vínculo entre padre e hija, no admitido en la historia, bien pudiera haber amargado a B. P, haciéndole sentirse, como tan a menudo le ocurría, tristemente excluido). No soy yo quien debe decir hasta qué punto su amor por mí le llevó a perpetrar el terrible acto. Me temo que en el corazón de ese hombre perverso y desgraciado anidaban los celos y la envidia. Sobre estas cuestiones, que yo no habría mencionado de no verme obligada a ello debido a esa sarta de mentiras, no añadiré nada más.

Se puede imaginar la profunda aflicción que me causa este documento. No culpo a B. P. de su vergonzosa publicación. Es bastante comprensible que él hubiera escrito esas patrañas-sueños-fantasías a fin de consolarse en tan sombrío lugar, así como para no pensar seriamente en los remordimientos ni esforzarse por lograr la contricción. Por el crimen de la publicación culpo al señor Loxias (o «Luxius», como tengo entendido que a veces se hace llamar). Tal como varios periódicos han apuntado, es el nombre de guerra de un camarada de presidio con el que el desventurado B. P. parece estar obsesionado. El nombre oculta la identidad de un famoso violador y asesino, conocido virtuoso de la música, cuyo asesinato, empleando un método particularmente monstruoso, de un célebre colega suyo, llenó los titulares de la prensa hace ya algunos años. Es posible que la similitud de su crimen haya acercado a esos dos infelices. Los artistas constituyen una raza singularmente envidiosa.

Para finalizar, quisiera decir algo, y estoy segura de que hablo también en nombre de mi hija, con la que estoy temporalmente fuera de contacto, ya que se ha convertido en una conocida escritora y vive en el extranjero. No guardo a B. P. ningún rencor y, en la medida en que debe considerársele bastante perturbado si no completamente loco, siento una sincera compasión por sus indudables sufrimientos.

RACHEL BAFFIN