Epílogo de Francis

Es para mí una satisfacción y un privilegio agregar un epílogo crítico a esta insólita «autobiografía». Lo hago gustoso como homenaje a mi viejo amigo, que sigue languideciendo en cautividad, y lo hago respetuosamente como un servicio a la causa de la ciencia. Este notable ejemplo de autoanálisis por parte de una pluma de talento merece un detallado comentario, para el cual, según me dice el editor, por desgracia no hay espacio en este volumen. Sin embargo, a su debido tiempo me propongo publicar un extenso libro, en el que ya llevo un tiempo trabajando, sobre el caso de Bradley Pearson, y en dicha obra, la «autobiografía», una prueba fundamental en esta cause célebre, será, por supuesto, ampliamente tratada. Lo que aquí sigue es sólo una recopilación de algunos puntos concretos.

No deben omitirse los evidentes síntomas que presenta Bradley Pearson, casi huelga decirlo, del clásico complejo de Edipo. Puede que el mencionarlo sea trivial. La mayoría de los hombres aman a su madre y odian a su padre. Por eso, muchos odian y temen a las mujeres a lo largo de su vida adulta. (A la adorada mamá nunca se le perdona el acostarse con el detestado papá). Tal era el caso de Bradley. ¡Qué vocabulario de física repugnancia emplea al evocar a «las damas» de su relato! Muchos hombres, a menudo sin tener conciencia de ello, ven impuras a las mujeres. La idea de la menstruación les resulta repulsiva y espantosa. Las mujeres huelen mal. El principio femenino es todo lo que es sucio, pestilente y blando. El principio masculino es aquello que es claro, limpio y duro. Así ocurría con nuestro Bradley. Le hallamos recreándose (me temo que no hay otra palabra para describirlo) con las molestias físicas, la suciedad, los achaques de las mujeres. En el caso de su hermana, el desagrado ante sus síntomas de envejecimiento y deterioro mental le llevaron a desentenderse de ella de forma cruel e indecorosa, al mismo tiempo que declaraba su deber para con ella e incluso su afecto. No hay duda de que ella, para su desgracia, venía también a representar para él la tienda, aquel rancio interior, simbólico del útero rechazado de una madre socialmente inferior. ¡Qué pronto se reúnen estos símbolos en nuestra vida humana, formando grandes series de causa y efecto a las que nunca conseguimos escapar! Lo físico, por otra parte, representa lo moral. Las mujeres son mentirosas, traidoras, cobardes. Por contraste, Bradley aparece como un puritano confeso, un asceta, un hombre alto y delgado, una especie de torre de correos humana, erguido y firme. Eso significa, sin necesidad de la proeza sexual en sí, que nuestro héroe se ve a sí mismo como un «imaginario donjuán». (¡Qué emocionante e indiscreta revelación!).

También se ve claro, desde luego, a partir del más superficial escrutinio, que nuestro sujeto es un homosexual. Posee el narcisismo típico del género. (Considérese su descripción de sí mismo al principio del relato). Su masoquismo (al que me referiré más adelante), sus ansiosas declaraciones de virilidad, su confesada falta de identidad, su actitud (ya citada) con respecto a las mujeres, la evidencia de la relación que le unía a sus padres, todo ello señala en la misma dirección. Y el sorprendente efecto de «no veracidad» que causó durante su proceso puede ser imputado a lo mismo. Puesto que él no creía en sí mismo, cabe suponer que ni el juez ni el jurado le prestaran crédito. Bradley Pearson relacionaba esa ausencia total de sentido de sí mismo con su modo de existencia como artista. Pero en esto, como les sucede a tantas personas sin estudios, confundió la causa con el síntoma. La mayor parte de los artistas son homosexuales. Esta delicada y sensible tribu, carente de una sólida autoaseveración como hombres o como mujeres, está por ello mejor capacitada para dar corporeidad al mundo y brindarle albergue en su alma.

Que «la historia de Bradley Pearson» sea el relato de un hombre enamorado de una mujer no tiene por qué estorbar nuestra teoría. El mismo Bradley nos procura todas las pistas que necesitamos. Cuando al principio (en la historia) distingue a esa señorita, la confunde con un muchacho. Se enamora de ella cuando se imagina que es un hombre. Consuma con ella el acto sexual cuando ella va disfrazada de príncipe. (Y, a propósito, ¿quién era el autor preferido de Bradley Pearson? El más grande de todos los homosexuales. ¿Qué hace que la fantasía de Bradley Pearson se remonte tan alto como la torre de correos? La idea de chicos simulando ser chicas que simulan ser chicos). Por otra parte: ¿quién es en realidad esta joven? (Con una obsesión paterna y habiendo adoptado a Bradley como sustituto del padre, aquí no hay ningún misterio). La hija del protegido de Bradley, su rival, ídolo, el ser que le estimula, amigo, enemigo, su otro yo: Arnold Baffin. La ciencia proclama que eso no puede ser fruto del azar. Y la ciencia tiene razón.

Cuando digo que Bradley Pearson estaba enamorado de Arnold Baffin no pretendo hacer una afirmación grosera. Estamos tratando con la psicología de un ser complejo y refinado. Tal vez el afecto más simple, más humano de Bradley se fijara en otro sujeto. Pero Arnold simbolizaba el foco de la pasión y la meta del amor para esa desdichada y autoofuscada víctima. Es a Arnold a quien amaba y a quien odiaba, pues él reflejaba su propia y distorsionada imagen en el río al que Narciso se asoma eternamente angustiado, eternamente arrobado. El admite que tanto en él como en Arnold hay algo «endemoniado», palabra significativa. El «carácter» de Arnold es, en cuanto personaje literario, manifiestamente débil, como señalaría cualquier crítico literario. ¿Por qué resulta toda la historia «poco convincente», por qué suena a hueco? ¿Por qué tenemos la impresión de que falta algo? ¿Por qué Bradley no se sincera? Con frecuencia, él dice que siente afecto por Arnold, o que le envidia, o que está obsesionado con él, pero no da cuerpo, no se atreve a dar cuerpo en la narración a esos sentimientos. Y debido a esta omisión la historia, que debería parecemos cálida, en rigor nos parece muy fría.

Esta clásica trasposición no es, sin embargo, el punto de mayor interés. El caso es esencialmente interesante porque Bradley Pearson es un artista y porque, ante nuestros ojos, se pone a reflexionar con ingenio (y a menudo sin él) sobre su arte. Como él dice, la psique, desesperada por sobrevivir, inventa cosas profundas. Que él a menudo no sea consciente del significado de sus reflexiones puede hacer que su obra, adecuadamente analizada por un experto, nos parezca todavía más apasionante e instructiva. El hecho de que Bradley sea un masoquista es, en este contexto, un juicio crítico trivial. (Que todos los artistas lo son es otro axioma). ¡Qué fácilmente reconocible es para el ojo experto la obsesión en la literatura! Ni el más grande puede cubrir sus huellas, ocultar sus pequeños vicios, templar la nota de júbilo. Para eso labora el artista, para lograr esta escena, saborear este secreto símbolo de su amor secreto. Mas, por astuto que pretenda ser, no puede rehuir el ojo de la ciencia. (Éste es uno de los motivos por el que los artistas siempre temen y desacreditan a los científicos). Bradley es astuto, sobre todo en su desconcertante celebración de un simple tema heterosexual, pero ¿cómo podemos no advertir que lo que a él le place realmente es verse perturbado por Arnold Baffin?

Arnold representa sin duda la figura del padre. ¿Por qué Bradley fija su amor y su odio en un escritor? ¿Y por qué sueña de manera tan obsesiva con ser precisamente un escritor? La elección del arte es en sí significativa. Bradley nos informa de que sus padres regentaban una papelería. (Papel: papá). El «crimen» de ensuciar papel (defecación) es una imagen natural de protesta contra el propio padre. Aquí es donde debemos buscar las fuentes de la paranoia cuyos síntomas nos revela Bradley, con característica inconsciencia, tan claramente en su historia. (Considérese la «interpretación» que da a la carta de su amada). ¿Por qué Bradley se recrea reverenciando las «grandes» papelerías? Su padre nunca llegó a tanto. La omnipresente cajita de rapé dorada resalta el mismo punto. Es un «obsequio» mucho más allá de los humildes recursos de la tienda original. (Y, claro está, gilt: guilt). Sobre este aspecto comparativamente sencillo del caso, véase mi ensayo, en preparación, Más sobre la experiencia de Freud en la Acrópolis.

De mayor interés, en lo tocante a la psicología si no a la literatura, es la disquisición, más poética, más consciente, de su propio tema. El misterioso título del libro, ambiguo en múltiples sentidos, nos es «explicado», aunque de modo un poco oscuro, por su autor. Bradley habla del «negro Eros». Asimismo, menciona otra fuente de inspiración, aún más arcana. Lo que él pretende decir, interpretándolo al pie de la letra, puede ser muy significativo o pueden ser meras y fatuas pamplinas. En cuanto al «peso» psicológico de este concepto, sin embargo, no cabe la menor duda. Es más natural que un hombre represente la fuerza del amor como mujer y que una mujer la represente como hombre. (Cierto que tanto Eros como Afrodita son invenciones de los hombres, pero es importante que el primero fuera hijo de la segunda). Pero Bradley se recrea descaradamente en el concepto del inmenso y negro tirano (como un moro gigantesco), quien, según él, ha venido para regir su vida, como artista y como hombre. Por otra parte (y qué más queremos para completar nuestra teoría), si estamos interesados en indagar más en la identidad de ese monstruo, basta considerar las iniciales de su nombre. (Black Prince. Bradley Pearson). En cuanto al supuesto señor Loxias, aparece tenuamente enmascarado, igual que nuestro amigo. Existe incluso una patente similitud de estilo literario. El narcisismo del desviado devora a todos los personajes y sólo tolera a uno: él mismo. Bradley inventa al señor Loxias con el fin de presentarse a sí mismo en un alarde de presunta objetividad. De P. Loxias, dice: «Yo no pude inventarte». En rigor, eso es justamente lo que ha hecho.

Confío en que mi viejo amigo, cuando su mirada sapiente caiga sobre estas páginas, contemplará con indulgencia (me lo imagino sonriendo con esa tímida ironía, tan conocida para mí) las observaciones de un simple científico. Puedo asegurarle que me han sido dictadas no sólo por un frío amor por la verdad, sino por un vivo afecto por un ser para mí entrañable, hacia quien el autor de esta nota siente reconocimiento y gratitud. Antes he insinuado que Bradley estaba dotado con otro afecto más mundano y más «real», otro foco de emoción mucho más simple y menos angustioso. No es mi intención, y en efecto no necesito hacerlo, servirme de su mal disimulado amor por mí como prueba de sus pervertidas tendencias. (El transparente intento por disminuir al objeto-amor también resulta típico). No obstante, no puedo concluir esta minúscula monografía sin decir que yo conocía sus sentimientos y, espero que me crea, tenían para mí un gran valor.

FRANCIS MARLOE.

Consultor de psicología.

Se ha abierto una lista de suscripción para mi próxima obra, Bradley Pearson, el paranoico de la papelería, en la editorial que se encargará de publicarla. Las cartas dirigidas a mi consultorio me serán remitidas desde la misma dirección.