La práctica de las artes no tarda en enseñarnos lo poco que el ser humano sabe de nada. A escasos milímetros del mundo al que estamos acostumbrados hay otros mundos en los que uno se siente extraño. La naturaleza suele curar con el olvido a los que se ven zarandeados por las circunstancias de un mundo a otro. Pero cuando, tras reflexionar y con deliberación, tratamos de fabricar puentes y abrir panoramas, pronto descubrimos lo frágil de nuestra capacidad para describir o relacionar las cosas. El arte es una especie de memoria artificial y el dolor que acompaña a todo arte serio es un sentido de esa calidad de facticio. La mayoría de los artistas son poetas insignificantes de su pequeño mundo, que sólo disponen de una voz y pueden entonar una sola canción.
Viví la experiencia de que crearan, por así decirlo, en el espacio de unas horas, una personalidad nueva en mí, o para mí. No me refiero al monstruo, más bien patético, inventado por la prensa. El papel representado por mí durante mi proceso no fue muy lucido. Durante un tiempo fui el héroe popular más impopular de Inglaterra. «Un escritor mata a un amigo por envidia», «Los celos del éxito provocan una pelea entre dos escritores», y cosas así. Toda esta vulgaridad no me afectó, o, mejor dicho, fue transmutada por mi conciencia en unas sombras mucho más alargadas y significativas.
Fue como pasar a través de un espejo y encontrarse en un cuadro pintado por Goya. Hasta mi aspecto comenzó a cambiar: parecía mayor, mi nariz más aguileña, más grotesco, en suma. Un periódico me describió como «un viejo fracasado y amargado». Apenas lograba reconocerme en las fotografías. Y yo tenía que vivir ese nuevo ser que, como hecho por encargo, me había sido encasquetado como la horrible cabeza de un pollino goyesco.
Los primeros días fueron un torbellino de confusión, errores, incredulidad. No sólo no podía hacerme a la idea de lo sucedido, sino que ni siquiera conseguía conceptualizarlo. No obstante, nada de esto voy a seguir relatándolo como una historia. La historia terminó. Y en breve trataré de explicar sobre qué versa. A medida que transcurría el tiempo, intenté adoptar varias actitudes, dije diversas cosas, cambié de parecer, conté la verdad, luego mentí, después me derrumbé, me mostraba impasible, engañoso, ruin. Nada de ello me sirvió durante el juicio. Rachel, enlutada, era una figura conmovedora. Todo el mundo le manifestaba condescendencia y compasión. El juez inclinaba los hombros de una manera determinada y esbozaba una sonrisa especial y grave. No creo que nada de eso fuera tramado en frío. Más tarde se me ocurrió que los mismos agentes de policía habrían llegado a la conclusión de lo sucedido, sugiriéndoselo a Rachel y explicándole de qué iba todo. Hasta puede que, al principio, intentara ser veraz de manera incoherente. Pero la historia era inverosímil. No tardaron en descubrir el atizador, limpio de las huellas dactilares de Rachel y generosamente cubierto por las mías. El asunto estaba claro. Todo lo que Rachel tuvo que hacer fue gritar. Por mi parte, mi comportamiento culpable no dejaba lugar a dudas. Puede que en algunos momentos yo casi llegara a creer que le había matado, como acaso ella casi creyera en algunos momentos que no lo había hecho.
Estoy por escribir «no la culpo», pero eso sería crear una impresión falsa. Por otra parte, tampoco puede decirse que la culpe. Lo que hizo fue terrible, ambos actos fueron perversos, el homicidio y la mentira. Y supongo que le debo esto, como una especie de deuda por ver lo que había hecho, por mirarlo y tratar de entender. «No hay furia en el infierno que iguale a una mujer despechada». En cierto aspecto, eso debería halagarme. En cierto aspecto, casi había en ello algo digno de admiración, un gran espíritu, una gran voluntad. Pues, lógicamente, yo no imaginaba que ella estuviera movida por el simple, mezquino y pusilánime deseo de protegerse. ¿Qué sintió ella durante el juicio y después? Quizá pensara que yo lograría salvarme. Quizá sólo se fue metiendo gradualmente, con múltiples vaguedades encaminadas a protegerse, en su espantoso papel definitivo.
Había en ello una especie de perfección. Se había vengado de forma perfecta de los dos hombres de su vida. Algunas mujeres no perdonan nunca. «No le cedería mi cabello como soga para ahorcarse, en el último momento. No levantaría un dedo para salvarle». Christian había ido al encuentro de Arnold en Francia, como supe mucho más tarde. Pero, sin duda, la voluntad que había potenciado aquel martillazo se había forjado mucho antes. Cuando vislumbré esa voluntad, al comienzo de mi narración, ya estaba templada como el acero. Aquí no hubo, casi, sorpresa. Lo que me sorprendió fue la energía de los sentimientos que Rachel abrigaba hacia mí. Debió de existir, para engendrar tal odio, un considerable grado de amor. Yo no había notado, sencillamente, que Rachel me amara. Debí de importarle mucho para ser capaz, con tal de destruirme, de una mentira tan inmensa y tan consistente. Debí sentirme conmovido hasta el respeto. Quizá más tarde me sintiera así. No, yo no «culpo» exactamente, aunque tampoco «justifico». No estoy seguro del significado del «perdón». He cortado los lazos de afecto, la he «dejado ir», no siento que haya un vínculo emocional de resentimiento entre los dos. En cierta manera, inexpresivamente le deseo bien. El perdón, a menudo, es considerado una emoción. No lo es. Es más bien que una emoción cesa. Así pues, tal vez es cierto que la perdono. Poco importa la palabra que uno emplee aquí. Lo cierto es que ella fue un instrumento que me hizo un gran servicio.
En ocasiones la acusé, luego retiré mi acusación. Total, no es tan fácil salvarse a uno mismo a expensas de otro, ni aunque sea con justicia. A veces me sentí, esto es difícil de describir, casi enloquecido de remordimientos, como una especie de arrepentimiento general por mi vida entera. Cualquier hombre que se vea en el banquillo de los acusados se sentirá culpable. Me revolcaba en mis remordimientos, en su misma inmundicia. Algunos periódicos afirmaron que yo parecía disfrutar con mi proceso. No disfrutaba, pero viví esa experiencia con gran intensidad, plenamente. Mi capacidad para hacerlo tenía que ver con el hecho de que hacía ya tiempo que en Inglaterra se había abolido la pena capital. No habría podido enfrentarme con ecuanimidad al verdugo. La vaga perspectiva del presidio me afectaba, en mi nueva conciencia, vivida e intensificada, relativamente poco. (De hecho, es imposible imaginarse de antemano lo que supone estar encarcelado por mucho tiempo). A mí se me había impuesto una nueva modalidad de ser y me sentía ansioso de explorarla. Me enfrentaba (al fin) a una prueba de bastante peso cuya etiqueta llevaba mi nombre. No era cosa de desperdiciarla. En toda mi vida no me había sentido tan alerta, tan vivo y, desde la posición ventajosa de mi nueva conciencia, miraba atrás y veía lo que había sido, un hombre tímido, incompleto, rencoroso.
Mi abogado quiso que me declarara culpable y, de haber consentido en ello, es posible que el veredicto hubiera sido de homicidio. (Quizá fuera lo que esperaba Rachel). Insistí en declararme inocente, pero me negué a ofrecer una explicación coherente de mí mismo o de los hechos. El caso es que hubo un momento en que le conté al tribunal toda la verdad, pero entonces mi verdad estaba tan envuelta en mis subterfugios y mentiras que no logró sostenerse con una claridad que ofreciera garantía. (Y fue acogida con tales manifestaciones de protesta, que tuvieron que desalojar al público de la sala). Yo había decidido que no podía acusarme, pero tampoco acusaría a otro. Ello resultó, desde el punto de vista de contar una historia plausible, una posición imposible. En cualquier caso, todo el mundo, el juez, el jurado, el ministerio fiscal, hasta mi propio abogado, la prensa y el público habían llegado a una decisión antes de que se iniciara el proceso. Las pruebas en mi contra eran abrumadoras. Fue exhibida mi amenazadora carta a Arnold, y su parte más perjudicial, que contenía una referencia explícita a un arma contundente, fue leída en un tono capaz de helarle la sangre a cualquiera. Pero creo que lo que más impresionó al jurado fue el hecho de que yo hubiera destruido las obras de Arnold. Incluso llevaron los fragmentos dentro de un cofre de té. Después de eso, yo estaba perdido.
Tanto Hartbourne como Francis, cada cual a su manera, hicieron lo que pudieron por mí. La línea adoptada por Hartbourne, tras largas discusiones con mi abogado, era la de que yo estaba loco. («¡Ese gallo no peleará, amigo!», le grité desde el otro extremo de la sala). Sus pruebas para sostenerla eran endebles. Al parecer, yo tenía la costumbre de cancelar las citas que había concertado. («En tal caso, ¿estaremos todos locos?», inquirió el fiscal). Yo había olvidado asistir a una fiesta que había sido organizada en mi honor. Yo era maniático, excéntrico, distraído. Me creía un escritor. («¡Pero si es un escritor!», dijo el fiscal. Aplaudí). Mi aparente reacción serena ante la muerte de mi hermana, que el grupo de partidarios de la locura también trataron de esgrimir, más tarde fue empleada por el ministerio fiscal como prueba de mi dureza. El clímax y raison d’étre de la teoría era que yo había asesinado a Arnold en un momento de ofuscación y luego lo había olvidado. Y, de haber yo manifestado incertidumbre y haberme mesado los cabellos más a menudo, acaso esa idea hubiera sido digna de tenerse en cuenta. Pero el caso es que yo aparecía como un embustero pero no como un chiflado. Con calma y lucidez, negué estar loco, y el juez y el jurado estuvieron de acuerdo conmigo. Hartbourne me creía culpable, claro.
Sólo Francis no me creía culpable. Con todo, no me fue de gran ayuda. No dejaba de llorar, lo que estropeó su testimonio y causó una pésima impresión a los miembros del jurado. Y como «testigo de carácter» no puede decirse que tuviera una actuación demasiado brillante. El fiscal se mofó de él abiertamente. Y contó tantas mentiras y medias mentiras absurdas en su afán por defenderme, que al fin se convirtió en una figura burlesca, incluso mi abogado lo veía así. El juez le trataba con pesada ironía. Para mí fue desafortunado, por no decir que fue lo que me perdió, que Francis no hubiera estado conmigo cuando llamó Rachel. Francis, aferrándose a esto, acabó diciendo que estaba conmigo, pero luego fue incapaz de ofrecer una explicación de lo sucedido que resistiera a las más simples preguntas del fiscal. Estaba claro que el jurado creía que Francis era una «criatura» mía y que yo le había instigado a declarar así. Y el ministerio fiscal no tardó en ponerle en un aprieto. «¿Por qué, en ese caso, no acompañó usted al acusado a Ealing?». «Es que tenía que ir a comprar unos pasajes para Venecia». «¿Para Venecia?». «Sí, pensábamos ir juntos a Venecia». (Risotadas). En efecto, todo cuanto Francis consiguió aportar al argumento (aunque involuntariamente) fue otra siniestra teoría sobre mis motivaciones, en el sentido de que yo era homosexual, estaba locamente enamorado de Arnold y le había matado por celos. Algunos de los periódicos más sensacionalistas explotaron esa idea durante un tiempo. Pero el juez, tal vez para no herir los sentimientos de Rachel, no lo señaló en su recapitulación de los cargos.
Christian fue una de las estrellas del caso. Vestía siempre de manera impecable, luciendo, como los periódicos no tardaron en advertir, un conjunto nuevo cada día. «Una mujer elegante y rica» era justamente lo que perseguían los chicos de la prensa, y durante los días que duró el proceso hasta llegó a ganarse cierta fama que más adelante la benefició, cuando decidió dedicarse al negocio de la alta costura. Lo más probable es que eso se le ocurriera precisamente por aquella época. Estaba muy preocupada por mí. (También era evidente que me creía culpable). Pero no podía remediar pasarlo en grande con el juicio. Ella era, en todos los aspectos, un «buen testigo». Se expresaba con claridad, firme y lúcidamente, y el juez, que era patente que la encontraba atractiva, la felicitó por su testimonio. También les caía bien a los miembros del jurado, había varios hombres que intercambiaban miradas cada vez que ella aparecía. Sin embargo, el avistado fiscal pronto la obligó a perjudicar mi caso sin que ella ni siquiera se diera cuenta. Al ser interrogada sobre nuestro matrimonio, salió a relucir la impresión de que yo era una persona sin la menor estabilidad emocional y hasta un tipo «bastante poco recomendable». («¿Describiría usted a su marido como un hombre apasionado?». «¡Oh, muy apasionado!»). En cierto momento me impactó tanto el verla tan ridículamente pagada de sí misma, que grité: «¡Bravo, Chris!». El juez reaccionó como ante alguien que se dedica a importunar a mujeres virtuosas. Un semanario le ofreció una considerable suma por «su historia», pero ella la rechazó.
Rachel, por quien todo el mundo sentía una viva compasión, no tuvo que comparecer muchas veces. Cada vez que lo hacía se producía en la sala como un suspiro de reverente admiración. Y lo curioso del caso es que también yo, en aquellos días, sentía una especie de respeto hacia ella, como si fuera el instrumento de un dios. Por aquel entonces pensé que tal sentimiento era un aspecto de alguna frívola sensación de culpabilidad. Más tarde lo vi de manera distinta. Había algo magnífico en Rachel. Ella ni rehuía mi mirada ni se conducía de modo mecánico o aturdida, como cabría esperar. Se condujo con una modesta sencillez y un aire de veracidad apacible y exacta que conmovió a todo el mundo, incluso a mí. Recuerdo cuando dijo: «Hay mucho fuego en mi interior, fuego». No alcancé a comprender de qué manera tan feroz y tan pura ese fuego podía arder.
A nadie se le pasó por la imaginación que ella pudiera tener algún motivo para matar a su esposo. El matrimonio es un espacio muy privado. Yo mismo había destruido la única prueba sólida que habría apoyado esa opinión. (La carta de Arnold acerca de Christian). La excelencia de su matrimonio, supuesta por todos, fue piadosa y superficialmente tratada por algunos testigos. Era innecesario destacarla. De igual modo, nunca se insinuó que yo alimentara ciertas intenciones con respecto a la mujer de mi víctima. La delicadeza, tan manifiesta por doquier en este modélico juicio, prohibía semejante noción, aunque como especulación pudo haber sido harto evidente. Ni siquiera los periódicos, que yo sepa, persiguieron esa idea, quizá porque resultaba mucho más divertido que fuese a Arnold a quien yo amaba. Y la delicadeza, como ocurre a menudo, usurpó el puesto de la verdad.
Afortunadamente, a consecuencia de una espontánea conspiración de silencio, a Julian ni siquiera se la mencionó. Nadie tenía motivos para inmiscuirla puesto que, por una parte, yo ya me hallaba en suficientes apuros, y, por otra, esa historia sólo me habría perjudicado. De manera que Julian se esfumó. Era como si la fantástica escena que tuvo lugar en el tribunal del Old Bailey, los celebrantes con sus togas y pelucas, los serenos aunque histriónicos testigos, el apacible y alborozado público asistente, fueran parte de un instrumento de magia encaminado a desmaterializarla y hacer ver que nunca había existido. Había veces, sin embargo, que su monumental realidad en aquel escenario era tal que sentí deseos de gritar su nombre una y otra vez. No obstante, me contuve. Este silencio impuesto fue también un logro. Quienes saben comprenderán lo aliviado que me sentía, curiosamente, al creer que ella se había vuelto perfecta al ser desplazada a la esfera de lo imposible. Esa idea, por cierto, me proporcionó un foco de contemplación que mitigaba los atroces sufrimientos de aquellos días.
En un sentido puramente técnico fui condenado por asesinar a Arnold. (El jurado estuvo ausente de la sala menos de media hora. Los letrados ni se molestaron en abandonar sus puestos). En un sentido más amplio, y esto también procuró un tema de reflexión, fui condenado por pertenecer a un determinado género de indeseables. Desperté espanto y aversión en el corazón del juez, en el corazón de los honrados ciudadanos que componían el jurado y en los tenaces sabuesos de la prensa. Fui odiado vivamente. Al sentenciarme a cadena perpetua, el juez contentó a todo el mundo. Se trataba de un vil crimen de una especie insólitamente pura: alguien mata a su amigo porque envidia su talento. Y la pobre Priscilla, alzándose de su tumba, también parecía señalarme con un dedo acusador. Yo había fallado como amigo y como hermano. Mi dureza ante la desgracia de mi hermana y más tarde ante su muerte fue atestiguada por varias personas. La defensa, como dije, hizo cuanto pudo para servirse de ello como prueba de un trastorno mental. Pero todo el mundo compartía la opinión de que eso sólo venía a demostrar que yo era un monstruo.
No es mi intención, sin embargo, describir mi proceso ni tampoco tratar de narrar con detalle mi estado de ánimo a la sazón. Unas escuetas palabras bastarán para reflejarlo. Es lógico suponer que cualquiera que de improviso se vea públicamente procesado por un crimen que no ha cometido se sienta trastornado. Por supuesto, declaré mi inocencia. Pero no insistí (lo que quizá influyera también en el jurado) con la pasión que cabría esperar de una persona inocente. ¿Por qué? Se me había ocurrido, como posibilidad estética, la idea de atribuirme la muerte de Arnold (y «confesarlo»). De haberle yo matado, en ello habría habido cierta belleza. Y para un sujeto irónico, ¿qué podía ser más bello que tener la estética satisfacción de haber «cometido» un crimen sin, en rigor, haberlo cometido? No obstante, tanto la verdad como la justicia me impedían seguir ese curso. Y (como ha debido de ser obvio para el juez y el jurado) a un hombre de mi temperamento le es psicológicamente imposible mentir en un momento de crisis. Desde luego, ello se debía a que en parte me creía culpable de algo perverso. Esta pintoresca explicación tenía cierta fuerza, quizá por la atracción que lo pintoresco ejercía en mi mente literaria. Yo no había deseado la muerte de Arnold, pero le había envidiado y (al menos en ciertas ocasiones) le había detestado. Yo le había fallado a Rachel y la había abandonado. No me había ocupado de Priscilla. Habían acontecido cosas terribles de las que yo era responsable en parte. Durante el juicio fui acusado de acoger fríamente la muerte de dos personas. (En ciertos momentos, como señaló la defensa, el ministerio fiscal parecía acusarme de dos). El tribunal me vio como un hombre insensible, rebosante de fantasía. El caso es que yo había reflexionado profundamente sobre mi propia responsabilidad. Pero el sentimiento de culpa es una forma de energía y por eso tenía la cabeza levantada y los ojos brillantes. Hay quizá momentos en la vida de todo hombre en los que nada puede sustituir a la disciplina del remordimiento. Mucho más tarde, mi querido amigo, fuiste tú quien me hizo ver que, sin darme cuenta, me había rendido a aquel juicio como ante el último exorcismo de la culpa en mi vida.
Me entregué al curso de los acontecimientos con cierta resignación y sin gritos ni protestas, por otra razón más profunda, que tenía que ver con Julian. O tal vez hubiera aquí dos razones, superpuestas. O tal vez tres. ¿Qué creía yo que pensaría Julian de lo sucedido? De modo un tanto extraño, me sentía completamente agnóstico respecto a lo que pensara Julian. No imaginaba que ella me vería como un asesino. Pero tampoco supuse que iba a defenderme acusando a su madre. En cierto aspecto, mi amor por Julian había precipitado esa muerte. (Este ejemplo de causalidad para mí estaba claro). Y mi responsabilidad en el asunto estaba dispuesta a alojarse para siempre en el misterio de mi amor por Julian y de su amor por mí. Eso era parte de ello. Pero también sentía algo como que la emergencia de mi vida de la placidez al drama público y al horror era necesaria y, en un sentido profundo y natural, el resultado de la revelación con la que había sido honrado. En ocasiones lo consideraba un castigo por no haber mantenido mi voto de silencio. Otras, alterando levemente esa idea, me parecía más bien una recompensa. Algo muy grande me había sucedido por amar a Julian. Se me había concedido al privilegio de sufrir una prueba. Y que, por añadidura, sufriera por ella y para ella, era un delicioso y casi frívolo consuelo.
El tribunal me vio, según he dicho, como un hombre fantasioso. Qué poco sabían lo fantasioso que era, si bien no en el burdo sentido que ellos daban a la palabra. Es literalmente cierto que la imagen de Julian no estuvo ausente de mi mente un solo segundo durante las horas que permanecí en vela aquellos terribles días. Percibía al mismo tiempo su absoluta presencia y su absoluta ausencia. En ciertos momentos me sentí literalmente despedazado por el amor. (¿Qué puede haber que se asemeje a ser devorado por un animal gigantesco? Tuve la sensación de saberlo). Este dolor, a consecuencia del cual casi desfallecí, me sobrevino una o dos veces mientras estaba dirigiéndome al tribunal, y bruscamente me impidió seguir hablando, lo que resultó un consuelo para los partidarios de la locura. Quizá la completa ausencia de esperanza fue lo que me permitió sobrevivir en esa época en que no cesé de pensar en Julian. Un grano de esperanza en aquellos momentos me habría matado.
La psique, desesperada por sobrevivir, descubre cosas profundas. Qué poco parecen conocer de sus cambios y recovecos la mayoría de los presuntos psicólogos. Al llegar a cierto punto de una negra visión, llegué a percibir el futuro. Vi este libro, que he escrito, vi a mi querido amigo P. L., me vi a mí mismo como un nuevo hombre, cambiado hasta el extremo de estar irreconocible. Vi más allá y más allá. El libro debía su existencia a Julian, y a causa del libro Julian tenía que existir. No es que el libro fuera el marco que ella vino a llenar, aunque para la mente inconsciente el tiempo apenas importa, ni tampoco que ella fuera el marco que vino a llenar el libro. En cierto sentido, ella era y es el libro, la historia de sí misma. Es su deificación e incidentalmente su inmortalidad. Es el regalo que le ofrezco y mi posesión final de ella. De este abrazo ya nunca escapará. Sin embargo, y con ello no pretendo disminuir a mi amada, en el negro espejo del futuro vi mucho más. Y éste es, si logro expresarlo, el más profundo motivo por el que acepté el injusto veredicto de la corte.
Sentí que cada una de las cosas que me estaban sucediendo no sólo estaba predestinada sino que, en el momento de producirse, estaba activamente pensada por un poder divino que me tenía en sus garras. A veces casi me parecía estar conteniendo el aliento a fin de evitar que un leve movimiento mío pudiera entorpecer el curso de esta posesión divina. Y al mismo tiempo sabía que, aunque me debatiera frenéticamente, ya nunca podría escapar a mi sino. La sala del tribunal, el juez, mi condena a cadena perpetua eran meras sombras de un drama mucho más inmenso y real del que yo era el héroe y la víctima. El amor humano es la puerta de acceso a todo conocimiento, como comprendió Platón. Y a través de la puerta abierta por Julian mi ser pasó a otro mundo. Cuando antes creía que mi facultad para amarla era mi facultad para escribir, mi facultad para existir al fin como el artista para el cual había estado disciplinando mi vida, estaba en lo cierto, pero no lo sabía sino de un modo confuso. Todas las grandes verdades son misterios, toda moralidad es fundamentalmente misticismo, todas las religiones son religiones de misterio, todos los grandes dioses tienen múltiples nombres. Este pequeño libro es importante para mí, y lo he escrito de un modo tan sencillo y verídico como me ha sido posible. Hasta qué punto es bueno lo desconozco y en un sentido sublime me tiene sin cuidado. Ha nacido como nace el arte auténtico, con absoluta necesidad y absoluta sencillez. Soy consciente de que no se trata de una gran obra de arte. Lo que es en realidad me resulta tan impenetrable como yo resulto impenetrable para mí mismo. Los aspectos mecánicos de nuestra humanidad permanecen impenetrables para nosotros mientras el poder divino no los haya refinado totalmente, y a partir de entonces no hay conocedor ansioso ni nada que conocer. Todo hombre aparece minúsculo y cómico ante su prójimo. Y cuando persigue una idea de sí mismo, persigue una idea falsa. Necesitamos esas ideas, sin duda, tal vez tengamos que vivir con arreglo a ellas, y las últimas que abandonaremos serán las de la dignidad, la tragedia y el sufrimiento redentor. Todo artista es un masoquista para su musa, al menos ese placer le pertenece íntimamente. Y, por cierto, puede que nuestros más elevados momentos nos sorprendan siendo aún el héroe de tales conceptos. Pero se trata asimismo de conceptos erróneos. Y el negro Eros a quien yo amaba y temía no era sino la sombra insustancial de una divinidad más grande y terrible.
Acerca de estas cosas, mi querido amigo, a menudo hemos hablado en nuestra reclusión, en momentos de tranquilidad que hemos tenido juntos, con palabras cuyo significado resplandecía de inefable comprensión, como llamas sobre aguas oscuras. Así conversan en el fondo los amigos, los espíritus. Fue por esto por lo que Platón, en su sabiduría, no se permitió ser artista. Sócrates no escribió nada, como tampoco Cristo. Prácticamente todo lenguaje que no esté así iluminado es una deformación de la verdad. Y, sin embargo, estoy escribiendo estas palabras y otros que no conozco las leerán. He vivido con esta paradoja y de acuerdo con ella, querido amigo, en nuestra apartada quietud. Quizá para algunos sea siempre una paradoja inevitable, aunque sólo se la vive realmente cuando es también un martirio.
Ignoro si alguna vez retornaré al «mundo exterior». (Qué frase tan singular. El mundo es, en realidad, todo exterior, todo interior). La cuestión carece de importancia para mí. Una visión verdadera encuentra la plenitud de la realidad por doquier, y todo el vasto universo en una reducida habitación. Aquel viejo muro de piedra que tan a menudo hemos contemplado juntos, querido amigo y maestro: ¿cómo se pueden encontrar palabras que expresen su espléndida belleza, más hermosa y sublime que la belleza de las colinas y las cascadas y las flores que abren sus capullos? Estas son vulgaridades, lugares comunes. Lo que hemos contemplado juntos es una belleza y una gloria que están más allá de las palabras, el mundo transfigurado, descubierto. Fue esto, lo que ahora gozo en la dicha de la serenidad, lo que vislumbré prefigurado en locura en los ojos azules de acuarela de Julian Baffin. Ella aún refleja esto para mí en mis sueños, igual que los iconos de la infancia rondan las visiones del anciano sabio. Ojalá siempre sea así, pues nada se ha perdido, e incluso en el fin estamos siempre en el comienzo.
Y te encontré a ti, amigo mío, la corona de mi búsqueda. ¿Podrías no haber existido? ¿Podrías no haber estado aguardándome en este monasterio que hemos habitado juntos? Eso es imposible, querido amigo. ¿Estabas allí por azar? No, no. Habría tenido que inventarte, y con el poder que otorgas yo habría sido capaz de hacerlo. Ahora es cierto, veo mi vida como una búsqueda y una aseesis, aunque perdida hasta el fin en la ignorancia y las tinieblas. Yo te buscaba a ti, le buscaba a él, y al conocimiento que está más allá de toda persona y que no tiene nombre. Así, te busqué afligido durante mucho tiempo, y al fin me consolaste de mi eterna privación de ti sufriendo conmigo. Y el sufrimiento se transformó en gozo.
Así seguimos viviendo juntos en nuestro apacible monasterio, como nos gusta llamarlo. Y así llego al término de este libro. No sé si escribiré otro. Me has enseñado a vivir en el presente y a renunciar al infructuoso y angustioso dolor que vincula al pasado y al futuro nuestro mísero arco local de la inmensa rueda del deseo. El arte es un espectáculo vano y hueco, un tosco juguete de ilusión, a menos que señale más allá de sí mismo y avance siempre en dirección a esa señal. Tú que eres músico me has mostrado esto, en las regiones profundas y sin palabras de tu arte, donde la forma y la sustancia están suspendidas sobre los límites del silencio, donde las formas articuladas se niegan a sí mismas y se desvanecen en el éxtasis. Si las palabras pueden o no recorrer ese sendero, a través de la verdad, el absurdo y la sencillez hacia el silencio, eso lo ignoro. Y el sendero tampoco imagino cómo es. Quizá algún día vuelva a escribir. O quizá acabe renunciando a lo que me has hecho ver que no es sino tosca magia.
Este libro ha sido en cierto aspecto la historia de mi vida. Pero también confío en que haya sido un relato sincero, una sencilla historia de amor. Y no quisiera que parezca que al fin, en mi recluida dicha, he olvidado el ser real de quienes han figurado como mis personajes. Mencionaré a dos. Priscilla. ¡Pueda mi pensamiento no tejer nunca los precisos y fortuitos detalles de su infortunio hasta hacerme olvidar que su muerte no fue una necesidad! Y Julian. Yo, mi adorada chiquilla, por apasionada e intensamente que mi mente haya forjado tu ser, de verdad, no imagino que te he inventado. De mi abrazo te escapas eternamente. El arte no puede asimilarte ni el pensamiento digerirte. Nada sé, ni deseo saber, de tu vida. Para mí, te has desvanecido en las sombras. Pero me doy cuenta, y pienso en ello, que en algún sitio ríes, lloras, lees libros, preparas comidas, bostezas y acaso yaces en los brazos de otro. También confío en no negar nunca ese conocimiento, ni olvidar en la humilde, dura y abrumada realidad de mi vida lo mucho que te amé por el paso del tiempo. Este amor persiste, Julian, no ha disminuido aunque vaya cambiando, un amor con un recuerdo muy claro y fiel. Esto, curiosamente, me causa un pequeñísimo dolor. Sólo a veces, de noche, cuando pienso que vives y que estás en alguna parte, derramo lágrimas.