Ella había disfrutado mucho con nuestras compras. Se había encargado de dirigir la operación. Muy decidida, había elegido las provisiones, productos de limpieza, algo con que fregar, cosas para la cocina. Hasta compró un vistoso recogedor y una pequeña escoba azules decorados con flores. Y un delantal.
Y un sombrero para protegerse del sol. Cargamos el coche alquilado. Menos mal que yo había tenido el profético instinto de mantener vigente mi carnet de conducir. Pero, tras años sin coche, conducía con mucha prudencia.
Eran las cinco de aquel día y estábamos lejos de Londres. En un pueblecito, con el coche aparcado ante el establecimiento del pueblo. La hierba crecía entre los adoquines y los rayos oblicuos del sol daban a cada brizna de hierba su pequeña sombra castaña. Aún quedaba mucho camino por recorrer.
Viendo a Julian jugando a ama de casa tan afanosa y naturalmente, dándome órdenes como si lleváramos años casados, me sentí aturdido de alegría. Pero procuraba aplacar mi gozo para no azararla. Compré jerez y vino porque es lo que suelen hacer las parejas, aunque supuse que iba a pasarme todo el tiempo embriagado de puro placer. En ciertos momentos casi deseaba encontrarme a solas para meditar más detenidamente en lo ocurrido. Después de haber recorrido algunos kilómetros y detenerme en un bosque para orinar, y mientras contemplaba a mis pies un linóleo zigzagueante de agujas de pino, y un pequeño montículo de frondoso musgo en las raíces de un árbol y algunas estrellas de pimpinela escarlata, me sentí como un gran poeta. Tenía ante mí todas esas pequeñas cosas, la concreta encarnación de algo resonante y gigantesco, de éxtasis y lágrimas históricos.
Al empezar el crepúsculo seguíamos avanzando por senderos de robustos castaños en flor y blancas clemátides. Llevar en coche a alguien que uno ama es una forma especial de posesión: el vehículo, controlado y vibrante, se convierte en una extensión de uno mismo que ahora incluye poderosamente a la persona que llevamos al lado y que sólo vemos a medias. En ocasiones, mi mano izquierda buscaba su mano derecha. Otras, con tímida intención, ella me acariciaba la rodilla. A veces se volvía de lado para observarme, haciéndome sonreír como una flor abriéndose al sol mientras miraba ante mí la carretera que se iba deslizando. El coche, moviéndose como un túnel, nos contenía, y el cómplice murmullo del motor envolvía nuestro silencio dichoso.
La dicha humana rara vez está desprovista de sombras, ni en las más felices circunstancias, y una dicha casi pura puede ser un terror en sí. La dicha que sentía yo en aquellos momentos, aunque intensa, estaba lejos de ser pura, y en medio de todo aquel enloquecido gozo —mientras contemplaba a Julian adquiriendo el recogedor y la escoba, por ejemplo— pronto empecé a ensayar terrores e infortunios. Estaban, por supuesto, el vengativo Arnold, la resentida Rachel, la desgraciada Priscilla. Había el singular y curioso hecho de haber mentido respecto a mi edad. Había un enorme signo de interrogación suspendido sobre el inmediato futuro. Pero, ahora que yo estaba con Julian, veía esas cuestiones más como simples problemas que como pesadillas. Prontamente y en soledad yo se lo contaría todo y ella sería el juez ecuánime. El hecho de amar y ser amado puede hacer —a veces de manera ilusoria, desde luego— que hasta las dificultades más prácticas parezcan triviales e incluso absurdas. Ni tampoco temía que nos descubrieran. Estaríamos escondidos. Nadie conocía ese lugar. A nadie le había revelado yo mis planes.
Lo que me inquietaba, mientras conducía en aquel crepúsculo tan azul, entre gruesos castaños en flor y veía la luna llena como un plato de nata de Jersey sobre un campo de cebada que todavía reflejaba la luz del sol, eran dos cosas, una de ellas vasta y cósmica, la otra horriblemente precisa. El problema cósmico era que presentía, en cierto aspecto del todo desvinculado de las especulaciones sobre lo que pudiera acontecer, que iba a perder a Julian. No dudaba de que ella me quería; pero sentía una desesperación absoluta, como si llevásemos miles de años amándonos y estuviéramos condenados a cansarnos de algo tan perfecto. Corría por el planeta como un relámpago, ceñía la galaxia con una faja, y al segundo esa desesperación me privaba de aliento. Quienes hayan amado me comprenderán. Me sentía desfallecer de temor. En el curso del tiempo y el espacio se había formado una inmensa lazada, a través de la cual la mano derecha de Julian sostenía mi mano izquierda. Todo eso había sucedido antes, acaso un millón de veces, y por esta razón estaba condenado. No había futuro, sólo este presente estático, angustiado, atormentado. El futuro había atravesado el presente como una espada. Nosotros ya nos encontrábamos, incluso en la más estrecha comunicación, inmersos en los horrores que habían de producirse. Mi otro problema era no saber, una vez que llegáramos a Patara y yo tratara de hacerle el amor a Julian, si lo conseguiría.
Conque nos pusimos a discutir.
—Piensas demasiado, Bradley, lo noto. Todos esos problemas los resolveremos. Priscilla puede venir a vivir con nosotros.
—No estaremos viviendo en ninguna parte.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que no, sencillamente. No hay ningún futuro. Seguiremos circulando en este coche para siempre. Eso es todo.
—No hables así, es falso. Mira, he comprado pan de centeno, pasta dentífrica y un recogedor.
—Sí. Eso es prodigioso. Pero es como los fósiles que los piadosos solían creer que Dios había dejado al crear el universo en el año cuatro mil antes de Jesucristo para que nos hiciéramos la ilusión de un pasado.
—No comprendo nada.
—Nos hacemos la ilusión de un futuro.
—Eso es hablar con malicia y traicionar el amor.
—Nuestro amor tiene la naturaleza de un sistema cerrado. Es completo dentro de sí. No tiene accidentes ni extensiones.
—Te ruego que no hables de esa manera tan abstracta, es como mentir.
—Quizá. Pero no hay lenguaje con el que expresar la verdad sobre nosotros, Julian.
—Pues yo tengo uno. Voy a casarme contigo. Tú escribirás un libro importante. Yo intentaré escribir un libro importante.
—¿De veras crees eso?
—Sí. Bradley, me estás atormentando, creo que lo haces adrede.
—Es posible. Me siento tan vinculado a ti… Yo soy tú. Debo removerlo todo un poco, incluso causar dolor, para aprehenderte del todo.
—Entonces cáusame dolor, lo soportaré con alegría, pero debe de ser dentro de nuestra seguridad.
—Es que todo está dentro. Eso es lo malo.
—No sé a qué te refieres cuando dices «dentro». Pero hablas como si todo fuera un espejismo, como si pudieras dejarme.
—Creo que podría dársele esa interpretación.
—Pero si acabamos de encontrarnos…
—Hace millones de años que nos encontramos, Julian.
—Sí, sí, lo sé. A mí también me lo parece, pero de verdad, realmente, desde lo de Covent Garden sólo han pasado dos días.
—Tendré que pensar en eso.
—Pues piénsalo como es debido. Bradley, no podrías dejarme, qué tonterías dices.
—No, no podría dejarte, amor mío, pero tú sí podrías dejarme. No es que dude de tu amor. Pero el milagro que nos hizo nos destruirá automáticamente. Existimos para ser destruidos, el fin es nuestro quebrantamiento.
—No dejaré que hables así. Te abrazaré y te silenciaré con mi amor.
—Cuidado. Es arriesgado conducir con esta luz.
—¿Quieres parar un momento?
—No.
—¿De veras crees que yo podría abandonarte?
—Sub specie aeternitatis, sí. Ya lo has hecho.
—Sabes que no entiendo latín.
—Una pena que tu educación no fuera más esmerada.
—Bradley, vas a hacer que me enfade.
—De modo que ya nos estamos peleando. ¿Quieres que te lleve de regreso a Ealing?
—Me estás hiriendo y estropeándolo todo adrede.
—No soy muy buena persona. Ya me irás conociendo.
—Te conozco. Te conozco al dedillo.
—Sí y no.
—¿Dudas de mi amor?
—Les temo a los dioses.
—Yo no le temo a nada.
—La perfección es la desesperación instantánea. La desesperación instantánea. No tiene nada que ver con el tiempo.
—Si estás desesperado es porque dudas de mi amor.
—Quizá.
—¿Quieres hacer el favor de parar?
—No.
—¿Qué puedo hacer para que te convenzas de que te amo de manera absoluta?
—No veo que puedas hacer nada.
—Me arrojaré del coche.
—No seas tonta.
—Lo haré.
Y al instante lo hizo.
Se produjo un breve estallido, una ráfaga de aire, y ella había desaparecido de mi lado. La portezuela empezó a abrirse, se abrió del todo y volvió a cerrarse estrepitosamente. El asiento junto a mí estaba vacío. El coche se abalanzó sobre el margen de tierra y se detuvo.
Miré hacia atrás y la vi tendida, en aquella media luz, en un montón oscuro e inmóvil junto a la carretera.
En mi vida ha habido momentos terribles. Muchos de ellos ocurrieron después. Pero éste, volviendo la vista atrás, fue el más bello, el más puro y el más desgarrador.
Jadeando de angustia y temor salí del coche y corrí hacia ella. La carretera estaba solitaria y silenciosa, el aire lleno de átomos azules que se iban intensificando, confundiendo la visión.
¡Qué desdichada la fragilidad de la forma humana, su vulnerabilidad cual una cáscara de huevo! ¿Cómo es posible que esta precaria y endeble máquina de carne, huesos y sangre sobreviva en este planeta de escabrosas superficies, de gravedad implacable y asesina? Yo había sentido en mi carne el impacto de su cuerpo al caer sobre la calzada.
Su cabeza estaba sobre la hierba, sus piernas, encogidas, yacían al borde de la carretera. El instante de quietud al acercarme a ella fue el peor de todos. Me arrodillé a su lado, gimiendo, sin atreverme a tocar o mover aquel cuerpo acaso irreparablemente lastimado. ¿Estaría consciente? ¿Se pondría a gritar de dolor? Mis manos se agitaban sobre ella con condenada y trágica impotencia. Mi futuro era ahora muy distinto, mientras interrogaba con torpeza a ese ser derramado e inerte que ni siquiera me atrevía a estrechar entre mis brazos.
De pronto, Julian dijo:
—Perdóname, Bradley.
—¿Estás malherida? —pregunté sin aliento, con la voz ronca.
—No… lo… creo… —Se incorporó y me echó los brazos al cuello.
—Julian, ten cuidado. ¿Estás bien, no te has roto nada?
—No… estoy segura de que no… Mira, he aterrizado sobre estos mullidos cojines de hierba o de musgo o…
—Creí que habías caído sobre el asfalto.
—No, sólo he vuelto a… arañarme la pierna… y me he dado un golpe en la cara… ¡ay! Pero creo que estoy bien, me siento un poco dolorida… Espera un momento, deja que trate de moverme… Sí, no me pasa nada… No sabes lo mucho que lo siento…
La atraje hacia mí y nos abrazamos, semitendidos entre los montículos de musgo y hierba, junto a una zanja llena de ortigas de flores blancas. La cremosa luna se había encogido, estaba más pálida, más metálica. Seguimos abrazados en silencio, mientras a nuestro alrededor la oscuridad se iba espesando en la densa atmósfera.
—Bradley, estoy cogiendo frío, he perdido mis sandalias.
Me separé de ella, me volví y empecé a besar sus pies fríos y húmedos, descansando sobre un esponjoso cojín de musgo. Sus pies sabían a rocío, a tierra y a las pequeñas y verdes frondas del musgo, que olían a apio. Estreché sus húmedos y pálidos pies entre mis brazos y gemí de éxtasis y de deseo.
—Bradley, por favor. Alguien se acerca, oigo un coche.
Me levanté, abrasado, y la ayudé a incorporarse, y un coche pasó de largo, sus faros iluminando las piernas de Julian, y el azul de su vestido, idéntico al de sus ojos, y su copiosa mata castaña. También iluminó sus sandalias, que yacían juntas en la carretera.
—Tienes sangre en la pierna.
—Sólo es un rasguño.
—Estás cojeando.
—No, me siento un poco anquilosada.
Volvimos al coche, encendí los faros y éstos revelaron, en la oscuridad, una tupida glorieta de hojas verdes. Subimos al coche y nos tomamos de la mano.
—No será necesario que vuelvas a hacer eso, Julian.
—Lo siento muchísimo.
Luego seguimos en silencio, con su mano sobre mi rodilla. Durante el último trecho del camino ella estuvo leyendo el mapa a la luz de la linterna. Cruzamos un paso a nivel, un canal y nos internamos en un terreno llano y solitario. La carretera, a la luz de los faros del coche, se disipaba en una orilla pedregosa de piedrecitas lisas y grises y briznas de hierba intensamente verdes. Al llegar a una anodina encrucijada giramos y nos detuvimos para que Julian orientara la linterna hacia el poste indicador. Desde la carretera arrancaba un sendero adoquinado a lo largo del cual fuimos dando sacudidas a ocho kilómetros por hora. Y por fin los faros giraron en redondo y revelaron dos postes blancos a ambos lados de la verja y los gruesos caracteres del nombre, en italiano: Patara. El coche avanzó por un camino de gravilla, los faros iluminaron parte de unos muros de ladrillo rojo y nos paramos ante un angosto porche enrejado. Julian ya tenía en la mano la llave, que sostenía desde hacía varios kilómetros. Contemplé nuestro paraíso. Se trataba de un pequeño bungalow rectangular de ladrillos rojos. Al corredor de fincas le había dado por lo romántico.
—Es maravilloso —dijo Julian. Me abrió la puerta.
Todas las luces estaban encendidas. Julian había ido de habitación en habitación. Había retirado las sábanas del sofá cama doble.
—Me parece que esto no ha sido aireado, hay mucha humedad. ¡Oh, Bradley!, bajemos corriendo hasta el mar, ¿te parece? Luego prepararé la cena.
Me quedé observando la cama.
—Es tarde, amor mío. ¿Seguro que te encuentras bien después de la caída?
—¡Pues claro! Iré a cambiarme, ha refrescado un poco, y luego bajaremos hasta el mar, debe de estar ahí mismo, me parece que lo oigo.
Salí de la casa y permanecí atento. El murmullo del mar cribando piedrecitas me llegaba en un suspiro regular, áspero y ronco por encima de una pequeña prominencia, quizá unas dunas de arena, que había delante de mí. La luna estaba levemente cubierta, aunque irradiaba una luz dorada, no plateada, a través de la cual yo veía la blanca verja que circundaba el jardín, unos escabrosos arbustos y la silueta de un árbol. Una sensación de vacío y de sabana. El aire se movía apaciblemente, salado. Sentí una mezcla de éxtasis y de puro temor. Al cabo de unos instantes entré en la casa. Silencio.
Entré en el dormitorio. Julian, vestida con una combinación blanca con flores malvas bordeada por un fleco blanco, yacía en la cama, profundamente dormida. Su lustrosa cabellera estaba desparramada sobre la almohada, cubriéndole en parte el rostro, como la sedosa urdimbre de un chal. Estaba tendida de espaldas con la garganta como expuesta al cuchillo. Sus pálidos hombros tenían una tonalidad cremosa, como la luna al anochecer. Tenía las rodillas levemente encogidas, los pies, desnudos y manchados de lodo, apuntaban hacia un lado. Sus manos, también sucias de tierra, se habían encontrado y anidaban entre sus senos como una pareja de animales. Su muslo derecho, bajo el fleco blanco, estaba enrojecido y tenía dos rasguños, uno producido al encaramarse a la cerca, el otro al arrojarse del coche. Había sido para ella un día memorable, sin duda.
También lo había sido para mí. Me senté y reflexioné acerca de ella y un centenar de cosas. No quería despertarla, pero creí que quizá fuera conveniente lavarle el muslo. Los rasguños, sin embargo, parecían bastante limpios. Este súbito y mágico retraimiento en la inconsciencia era lo que yo había anhelado en diversos momentos a lo largo de aquella jornada, el estar con ella y, al mismo tiempo, no estarlo. Y ahora, mientras me encontraba sentado junto a ella suspirando, sentía un extraño placer en no tocarla. Al rato la cubrí con suavidad con la ropa de cama, doblando la sábana justamente debajo de sus manos que formaban un nido, y me pregunté qué había hecho yo, o, más bien, qué había hecho ella, puesto que se debía más a su voluntad que a la mía que nuestras vidas se vieran tan enteramente transformadas. Tal vez mañana se le antojara todo una horrible pesadilla. Tal vez mañana conduciría de regreso a Londres a una muchacha llorosa. También para eso debía estar preparado, ya que se me había concedido un tesoro que no merecía en absoluto. Qué maravillosa y terrible su acción de arrojarse del coche en marcha. Pero ¿qué significaba, salvo que era una muchacha muy joven y que a los jóvenes les fascinan los extremos? Ella era una joven que se inclinaba por los extremos y yo un viejo puritano. ¿Le haría alguna vez el amor? ¿Debía hacerlo? ¿Podría hacerlo?
—Mira, Bradley, el mar ha traído hasta la orilla la calavera de un animal. ¿Qué es, una oveja?
—Una oveja, en efecto.
—Nos la llevaremos con nosotros.
—Hemos de llevarnos todas esas piedras y conchas…
—Bueno, podemos traer el coche hasta aquí, ¿no?
—Creo que sí. Otra vez ese clamor. ¿Qué dijiste que era?
—El zarapito. Está pronunciando su nombre. Fíjate qué hermoso trozo de madera, Bradley, parece que el mar haya grabado en él unos caracteres chinos.
—¿También hemos de llevarnos eso?
—Pues claro.
Cogí el pedazo de madera cuadrado con todas sus arrugas que las aguas habían vuelto lisas y uniformes hasta hacerlo parecer el delicado dibujo de una anciana faz, un dibujo como el que un maestro italiano, quizá Leonardo, pudiera realizar, de forma un tanto abstracta, en su cuaderno. Cogí la calavera de oveja. La calavera, despojada de sus dientes pero bastante entera, llevaba tiempo en el mar. No había en ella ningún ángulo saliente. Había sido alisada, acariciada y pulida hasta parecerse más a una obra de arte, una exquisita pieza de marfil, que a uno de los restos de la naturaleza. El hueso era profundamente suave al tacto, caldeado por el sol, del color de la crema espesa, del color de los hombros de Julian.
Lo cierto era que los hombros de Julian habían cambiado de tonalidad, tornándose de un vivido castaño rojizo, de aspecto irritado. Era la tarde del siguiente día. Mis meditaciones de la noche anterior se habían quedado truncadas por un acceso de sueño casi tan súbito como el que abatiera a Julian. El sueño me había acometido como un jaguar lanzándose sobre mí desde la copa de un árbol. Yo estaba semidesnudo, pensando en cómo colocarme junto a Julian cual su consorte, y si era conveniente que lo hiciera, cuando lo siguiente que advertí era que había amanecido, que el sol brillaba en la habitación y que yo yacía solo bajo las mantas, vestido con la camisa, los calzoncillos y los calcetines. Comprendí al instante dónde me encontraba. La ausencia de Julian me produjo un espasmo de temor, mitigado al oírla cantar desde la cocina. Entonces me sentí enojado por haberme visto ella durmiendo con un atavío tan poco decoroso. La camisa y los calcetines componen un deshabillé nada atractivo. ¿Me habría cubierto yo con las mantas o lo habría hecho ella? De pronto se me antojó espantoso, escandaloso y cómico que mi amada y yo hubiéramos dormido toda la noche juntos, sumidos en un estupor, inconscientes de la presencia del otro. ¡Oh maravillosa, maravillosa noche!
—¿Estás despierto, Bradley? ¿Té, café, leche, azúcar? Qué poco sé de ti…
—Es verdad. Té, leche y azúcar. ¿Has visto mis calcetines?
—Tus calcetines me encantan. Corre. Vayamos ahora mismo al mar.
Y así lo hicimos. Desayunamos a base de té con leche que llevábamos en un termo, pan, mantequilla y mermelada, sentados en unas piedras lisas en la playa, junto al mar, donde éste, mucho más suavemente que la noche anterior, rozaba el limpio margen de tierra, creyéndose su puro consorte y comparsa, retirándose para cobrar aliento y retornando de nuevo para rozarla. A nuestras espaldas había unas dunas de arena peinadas por el viento, unos arcos formados por esbeltas y amarillas briznas de hierba y un cielo azul del color de los ojos de Julian. Frente a nosotros aparecían las frías y calmadas aguas del mar inglés, refulgente como un brillante, y algo oscuro incluso bajo el sol.
Ha habido muchos momentos de felicidad. Pero en aquel desayuno junto al mar hubo una sencillez y una intensidad difícil de igualar. No le afligía siquiera la esperanza. Era la comunión perfecta, el sosiego y la alegría que se producen cuando la persona amada y el espíritu de uno mismo se confunden hasta tal punto con el mundo externo, que en el planeta hay súbitamente un lugar donde las piedras, los montículos de hierba, las aguas transparentes y el quedo sonido del viento pueden ser. Acaso fuera la otra cara del díptico de aquel momento de la noche, cuando vi, a la luz del ocaso, a Julian inmóvil junto a la carretera. Pero en rigor no estaban relacionados, como los momentos de puro gozo no están relacionados con nada. Una vida humana que ha disfrutado de tales momentos con toda certeza ha apuntado un dedo tembloroso hacia la diana más trascendente de la naturaleza.
Regresamos llevando piedras y leños —era excesivo para transportarlo de una sola vez— caminando por encima de las dunas, y tierra adentro divisamos los deslucidos ladrillos rojos, aunque ya entrañables, de nuestro hogar, tras el que había una derruida casa de labranza, y luego la llanura, de un pálido tono amarillo verdoso, bajo un amplio firmamento tachonado de pequeños cucuruchos de nubes blancas levemente doradas. A lo lejos, más allá de una zona de sombra, el sol lucía sobre el largo dorso gris y el alto campanario de una gran iglesia. Dejamos nuestros trofeos apilados junto a unas dunas; Julian insistió en cubrirlos con arena por si alguien pretendía robarlos, una precaución un tanto vana, puesto que no había un alma a la vista, y nos dispusimos a atravesar un espacioso patio de piedras lisas y desgastadas por el mar que nos separaba de la casa. Coles marinas de color malva, arvejas azules y clavellinas crecían en profusión, y unos lupinos silvestres amarillos extendían sus hojas estrelladas y sus pálidos conos en flor sobre las piedras listadas y concéntricas del empedrado natural. A nuestro alrededor zumbaban y revoloteaban cristalinas libélulas y unas mariposas que habían acudido desde el mar, y se alejaron estremecidas al impulso de la brisa, haciéndose al instante invisibles en la brillante atmósfera. Ocultaré el paradero exacto de aquel paraíso por múltiples razones, aunque los amantes de las costas británicas pueden aventurarse a adivinarlo.
Mientras yo permanecía sentado y la contemplaba preparar nuestro almuerzo (Julian me había dicho, con acierto, que no sabía cocinar), me sentía maravillado ante su percepción de la situación, su absoluto «estar presente», y me esforcé por apartar de mí toda ansiedad, como parecía haber hecho ella, manteniendo alejados a los malévolos espíritus de la abstracción, en protesta de los cuales se había arrojado del coche en marcha. Por la tarde circulamos a través del florido patio para recoger los trofeos e ir en busca de otros, y los colocamos sobre el tosco césped ante la casa. Todas las piedras eran elípticas, levemente abultadas y de tamaño bastante uniforme, aunque de muy distinto colorido. Algunas eran de color púrpura con motas de intenso azul, otras castañas con manchas cremosas, otras tenían pintas gris lavanda, muchas tenían dibujos en círculo en torno a un ojo central o estaban bellamente decoradas con franjas de la más nítida blancura. Como decía Julian, era difícil decidir con cuáles quedarnos. Era como encontrarse en una vasta galería de arte y poder servirse cada cual a su gusto. Se llevó a la casa las piedras más privilegiadas, junto con la calavera de oveja y los leños. Colocó de pie el pedazo cuadrado de madera con los caracteres chinos, como un icono, sobre la repisa del hogar de nuestra salita, entre la calavera de oveja y la cajita dorada de rapé, y dispuso las piedras sobre los alféizares de las ventanas, entre las trabajadas raíces grises de un árbol, como pequeñas esculturas modernas. Estuve observando su total abstracción en estas labores. Tomamos el té.
Después nos acercamos en coche hasta la amplia iglesia y deambulamos por su interior desierto. Algunas sillas desperdigadas sobre el espacioso suelo de piedra indicaban una reducida congregación de fieles. No había vidrieras de colores, sólo unos ventanales perpendiculares a través de los cuales brillaba el sol sobre las pálidas y polvorientas losas, arrojando una leve sombra sobre los antiquísimos y deteriorados requiescats. La iglesia, que se erigía en plena llanura, era como un arca gigantesca o un buque en ruinas, o quizá como el esqueleto de un inmenso animal, bajo cuyas costillas enjutas podíamos movernos con asombro y compasión. Anduvimos por ella en silencio, de puntillas, explorándola por separado y sin embargo unidos, deteniéndonos de vez en cuando para mirarnos a través de los haces oblicuos de luz que revelaban la polvorienta atmósfera, apoyándonos en los pilares o en los muros macizos donde la piedra húmeda y fría era como la antorcha de la muerte o la de la verdad.
Regresamos bajo un cielo cubierto de nubes de color tostado pálido y atravesadas por unas hendiduras plenas de luz verde y anaranjada, y me sentía exaltado, hueco y limpio, y al mismo tiempo ardiente de deseo, preguntándome, inevitablemente, qué sucedería. Julian no paraba de hablar y le di una breve conferencia sobre la arquitectura de las iglesias en Inglaterra. Luego me anunció que quería bañarse en el mar, y atravesamos las dunas hasta llegar a él, y Julian, que llevaba el traje de baño debajo del vestido, corrió hacia el agua, provocándome para que me uniera a ella. (No sé nadar). Pero el mar debía de estar muy frío, ya que Julian no tardó en salir.
Entretanto, me quedé sentado sobre las decorativas piedras que bordeaban la orilla, sosteniendo el dobladillo de su vestido y estrujándolo entre las manos de manera convulsiva, hasta que me di cuenta de lo que hacía y me sosegué. No creía que Julian estuviera aplazando conscientemente el momento de hacer el amor, ni que dudara en entregarse a mí, como tampoco creía que ella deseara que yo la forzara. Yo estaba enteramente entregado a su instinto y al ritmo de su ser. El momento que yo anhelaba y temía se produciría en el instante propicio, y el instante propicio sería esa noche.
El deseo absoluto que siente un cuerpo por otro determinado y la indiferencia que le inspiran los que podrían sustituirlo es uno de los mayores misterios de la vida. Existen, según tengo entendido, personas que sólo desean a «un hombre» o a «una mujer». Ese estado de cosas no puedo concebirlo y no me concierne. Raras veces había deseado yo a otro ser humano plenamente, lo que equivale a decir que raras veces había deseado yo a otro ser humano en absoluto. El cogerse de las manos y besarse puede tener cierto significado en la amistad, lo cual, sin embargo, no había sido mi experiencia. Pero esa estremecida dedicación a la totalidad de otro ser sí la había experimentado, muy a fondo; mientras me hallaba aquella noche sentado en el sofá cama, aguardando a Julian, lo sentí como nunca me había sucedido, aunque intelectualmente sabía que había amado a Christian. Y hubo también otro caso, cuya historia no relataré aquí.
Era parecido, y no lo era, al primer día de luna de miel, cuando la pareja de recién casados, por una tierna deferencia hacia el otro, finge hábitos que no son suyos. Yo no era un marido joven. No era joven ni era un marido. No sentía la necesidad del joven esposo de frenarse, su reflexiva angustia respecto al porvenir, su compromiso tranquilizadoramente confidencial. Yo le temía al porvenir y estaba comprometido, pero aquel día me sentía en un mundo absolutamente extraño, en un país de maravillas, donde todo cuanto se requería de mi valor era que siguiera adelante. No experimentaba ninguna necesidad de frenarme. No era Julian quien me frenaba. Otra cosa nos frenaba a ambos.
Almorzamos unos huevos y cenamos salchichas. Con la cena bebimos un poco de vino. A Julian el alcohol le inspiraba la sana indiferencia propia en los jóvenes. Yo había supuesto que estaría demasiado nervioso para beber, pero me tragué dos vasos de vino y, para mi asombro, fui capaz de apreciarlo. Julian había encontrado un bonito mantel y había dispuesto la mesa con esmero. Patara, tal como rezaba el anuncio, estaba cumplidamente provista de enseres domésticos. El recogedor y la escoba de Julian no eran necesarios. (También disponía, de acuerdo con el anuncio, de corriente eléctrica suministrada por un generador instalado en la casa de labranza). Julian colocó en la mesa unas flores, campánulas de un azul algodonoso y desteñido, lisimaquias amarillas y lupinos silvestres que crecían más allá de la verja, y una peonía blanca con listas carmesí, tan hermosa como un loto. Nos sentamos con gran formalidad y reímos de puro gozo. Después de cenar, Julian dijo inopinadamente:
—No debes preocuparte.
—Humm.
—¿Me entiendes?
—Sí.
Fregamos los platos. Ella entró en el baño y yo en la habitación y me miré al espejo. Inspeccioné mi pelo liso y descolorido y mi enjuto semblante, levemente arrugado. Parecía asombrosamente joven. Me desvestí. Al poco rato entró Julian y estuvimos juntos por primera vez.
Cuando uno al fin posee lo que tanto ha anhelado, desearía que el tiempo se detuviera. Desde luego, en tales momentos suele tornarse prodigiosamente lento. Mirándonos a los ojos, nos acariciamos sin la menor prisa, con una especie de tierna y curiosa sorpresa. Yo no sentía ya el frenético arrebato de Marvell. Más bien me parecía un privilegio estar realizando, en un intervalo tan breve, un eón de la experiencia del amor. ¿Sabrían los griegos, entre el 600 y 400 antes de Jesucristo, el milenio de experiencia humana que estaban representando? Tal vez no. Pero yo sí sabía, en tanto que adoraba a mi amada de los pies a la cabeza, que me encontraba bajo órdenes, como en una encarnación de la historia del amor humano.
Mi exuberante sentido del destino tuvo su castigo, sin embargo. Yo había demorado excesivamente la cuestión esencial, y al llegar a ese momento, todo concluyó en el espacio de un segundo. Entonces me puse a gemir y traté de acariciarla, pero ella me estrechó contra sí, sujetándome los brazos.
—No sirvo.
—No seas tonto, Bradley.
—Soy demasiado viejo.
—Cariño, durmamos.
—Voy a salir un minuto.
Salí desnudo al oscuro jardín, donde la luz de la habitación ponía de relieve un oscuro rectángulo de hierba y dientes de león. Una neblina se acercaba desde el mar, deslizándose lentamente más allá de la casa, enroscándose y desenroscándose como el humo de un cigarrillo. Me quedé atento y no pude oír el rumor de las olas, pero oí el estrépito de un tren y luego su alarido, como el de una lechuza, en el terreno que quedaba a mis espaldas.
Cuando entré de nuevo en la habitación, ella se había puesto un camisón azul oscuro, desabrochado hasta el ombligo. Se lo retiré de los hombros. Sus pechos eran el fruto perfecto de la juventud, redondeados, levemente suspendidos. Su vello se había secado formando una suave y dorada pelusa. Sus ojos parecían inmensos. Me puse una bata. Me arrodillé delante de ella, sin tocarla.
—Cariño, no te preocupes.
—No estoy preocupado —respondí—. Es que no sirvo para nada.
—Todo irá bien.
—Julian, soy viejo.
—Tonterías. ¡Ya he visto lo viejo que eres!
—No, pero… Estás llena de morados, tu pobre brazo, y tu pierna…
—Lo siento…
—Es muy bonito, como si hubieras sido manipulada por un dios, manchada de púrpura.
—Acuéstate, Bradley.
—Tus rodillas tienen el aroma del mar del Norte. ¿Te había besado alguien las plantas de los pies?
—No.
—Lo celebro. Siento haber sido un fracaso.
—Sabes que aquí no hay fracaso posible, Bradley. Te quiero.
—Soy tu esclavo.
—Nos casaremos, ¿verdad?
—Es imposible.
—No me asustes diciéndome eso. No lo dices en serio, ha sido una respuesta mecánica. Nada nos lo impide. Piensa en la pobre gente que quiere casarse y no puede. Nosotros somos libres, no estamos atados a nadie, no tenemos responsabilidades. Bueno, está la pobre Priscilla, pero puede venir con nosotros. Nos ocuparemos de ella y la haremos feliz. Bradley, no rechaces la felicidad estúpidamente. Aunque sé que no lo harás, no puedes hacerlo. Si te creyera capaz, ya estaría dando gritos.
—No es necesario que te pongas a gritar.
—Pues ¿por qué me dices esas cosas tan abstractas y que no sientes?
—Me estoy protegiendo instintivamente.
—No me has contestado como es debido. Te casarás conmigo, ¿verdad?
—Estás completamente loca —dije—, pero, como he dicho, soy tu esclavo. Cualesquiera que sean tus deseos, serán la ley para mi ser.
—Pues ya está decidido. Qué cansada estoy.
Ambos lo estábamos. Después de apagar la luz, Julian dijo:
—Otra cosa, Bradley. Hoy ha sido el día más feliz de mi vida.
Me quedé dormido a los dos segundos. Nos despertamos al amanecer y volvimos a abrazarnos, pero el resultado fue idéntico al anterior.
Al día siguiente persistía la neblina, más espesa, procediendo desde el mar con un implacable movimiento de marcha, deslizándose por encima de la casa de forma regular y decidida, como un siniestro ejército avanzando al encuentro de otras huestes. La estuvimos contemplando al amanecer, sentados muy juntos en el asiento de la ventana en la salita.
Después del desayuno decidimos encaminarnos tierra adentro en busca de una tienda. Había refrescado y Julian, a quien no se le había ocurrido comprarse algo de abrigo en Londres, llevaba puesta una de mis chaquetas. Anduvimos por un sendero junto a un arroyo lleno de berros, llegamos a la casita de un guardavía, cruzamos el paso a nivel y pasamos por un giboso puente arqueado que se reflejaba en las quietas aguas de un canal. El sol atravesaba ahora la neblina, enrollándola en grandes esferas de oro nubladas en medio de las cuales caminábamos como entre enormes burbujas que no llegaban a tocarnos ni se tocaban mutuamente. Me sentía muy trastornado por lo sucedido, o, mejor dicho, por lo que no había sucedido, durante la noche, aunque al mismo tiempo la presencia de Julian me llenaba de felicidad. Con intención de atormentarnos, dije:
—No vamos a poder quedarnos aquí para siempre.
—No emplees ese tono. Es el de tu «desesperación». No volvamos con lo de antes.
—No, sólo estaba señalando lo que es evidente.
—Creo que debemos quedarnos aquí un tiempo para comprender lo que es la felicidad.
—Ese tema no es mi especialidad.
—Lo sé, pero te enseñaré. Quiero retenerte aquí hasta que te hayas hecho a la idea de lo que va a suceder.
—¿Te refieres a lo de casarnos?
—Sí. Luego me presentaré a los exámenes, todo será…
—¿Y si yo fuera mucho mayor que…?
—Deja de preocuparte, Bradley. Quieres justificarlo todo.
—Tú me has justificado plenamente. Aunque tu amor terminara ahora mismo, yo ya estaría justificado.
—¿Es una cita?
—Sólo mía.
—Bueno, no va a terminarse por ahora. Y deja de fastidiarme con lo de tu edad.
—Pues toda la belleza que te cubre no es sino los ropajes de mi corazón, que mora en tu pecho como el tuyo en el mío, ¿cómo puedo, por tanto, ser mayor que tú?
—¿Eso tampoco es una cita?
—Es un argumento condenadamente malo.
—Bradley, ¿no has notado nada en mí?
—Uno o dos detalles, creo yo.
—¿No has notado que en estos dos o tres días he crecido?
Lo había notado, en efecto.
—Sí.
—Era una cría y puede que sigas considerándome así. Pero ahora soy una mujer, una mujer de verdad.
—Oh, mi querida muchacha, abrázame, abrázame, abrázame, y si alguna vez intento dejarte, no me lo permitas.
Atravesamos un prado, llegamos a una aldea, dimos con la tienda que buscábamos y al emprender el camino de regreso la neblina se disipó del todo. Las dunas y nuestro patio parecían enormes y relucientes de sol, todas las piedras, algo húmedas por la neblina, espléndidas en su diverso colorido. Dejamos el cesto junto a la verja y bajamos corriendo hacia el mar. Julian sugirió que recogiéramos unos pedazos de madera para encender fuego, pero ello resultó difícil ya que todos los que encontrábamos eran demasiado bellos para quemarlos. Al fin encontramos unos leños que consintió en inmolar, y yo me disponía a trasladarlos a través de las arenosas dunas hasta el lugar donde guardábamos todo lo que llevábamos recogido hasta ahora, cuando a lo lejos vi algo que me heló la sangre. Un individuo de uniforme montado en bicicleta circulaba por el escabroso sendero ante nuestro bungalow.
Había estado en Patara, de ello no cabía la menor duda. No había otro sitio adonde ir. Dejé caer los leños, me tendí en una hondonada de arena y me quedé observando a través de una bóveda de hierba húmeda y dorada hasta que el ciclista hubo desaparecido. ¿Sería un policía? ¿Un cartero? Siempre he temido a los funcionarios públicos. ¿Qué querría de nosotros? ¿Era a nosotros a quienes estaba buscando? Nadie sabía de nuestro paradero. Sentí frío a causa de los remordimientos y el pavor, y pensé: he estado en el paraíso y no he manifestado gratitud. He vivido en un estado de ánimo angustiado, destructivo y necio. Y ahora algo va a suceder, y sabré lo que significa sentirse realmente aterrado. Hasta ahora he estado jugando, con el temor sin necesidad.
Le grité a Julian que iba a buscar el coche para trasladar la madera y que ella siguiera allí recogiendo más leños. Yo quería ir a comprobar si nuestro ciclista había dejado algo. Mientras atravesaba el patio la oí gritar: «¡Espérame!», y corrió tras de mí hasta alcanzarme, tomándome la mano y riendo. Aparté mi aterrado rostro del suyo y ella no advirtió nada.
Al llegar a la casa, ella se detuvo en el jardín para contemplar unas piedras que había colocado allí en fila. Avancé hasta el porche, sin que se me notara la prisa, y crucé el umbral. Vi un telegrama sobre el felpudo y me precipité a recogerlo. Me metí en el baño y cerré la puerta con llave.
El telegrama iba dirigido a mí. Empecé a abrirlo con dedos temblorosos. Lo rasgué todo, incluyendo el mismo telegrama, y me quedé sosteniendo juntas las dos mitades del papel. El telegrama rezaba así: Por favor telefonéame inmediatamente Francis.
Contemplé fijamente esas terribles palabras. Sólo podían significar algo catastrófico. Y lo incomprensible de aquella visita me aterraba. Francis ignoraba esas señas. Alguien debió averiguarlas, pero ¿cómo? Seguramente había sido Arnold. Habíamos cometido, ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿cuál?, un error fatal. Arnold se hallaba de camino hacia aquí y Francis trataba de advertírmelo.
—¡Eh! —gritó Julian.
—Ya voy —respondí. Y salí de la casa. Tenía que ir inmediatamente a telefonear sin que Julian se enterara.
—Creo que es hora de almorzar, ¿no te parece? —observó Julian—. La leña podemos traerla más tarde. —Extendió de nuevo el mantel de cuadros azules y blancos sobre la mesa, en cuyo centro colocó el jarrón de flores, de donde siempre era ceremoniosamente retirado cuando nos sentábamos a comer. Ya se habían implantado costumbres como ésas.
—Mira —le dije—, mientras preparas la comida llevaré el coche a aquel garaje. Quiero que miren el aceite y a la vez llenaré el depósito de la gasolina. Así, si esta tarde queremos ir a algún sitio, el coche ya estará preparado.
—Pero podríamos pasarnos por el garaje de camino —dijo Julian.
—Puede que esta tarde esté cerrado. O quizá no nos vaya de paso.
—Te acompañaré.
—No, quédate aquí. ¿Por qué no vas a coger algunos berros? Me gustaría mucho comer berros para almorzar.
—¡Buena idea, así lo haré! Voy por una cesta. No tardes mucho. —Salió brincando alegremente de la habitación.
Me encaminé hasta el coche y no conseguía, en mi estado de agitación, ponerlo en marcha. Al fin arrancó y emprendí el camino por el sendero, a trompicones y angustiosamente despacio. En el siguiente pueblo, tomando por la carretera, estaba nuestra iglesia. Allí debía de haber una cabina telefónica. La iglesia se encontraba a la entrada del pueblo, en el lado que daba al mar, y yo no recordaba nada de lo que había visto allí a nuestra llegada nocturna. Pasé frente al garaje. Se me ocurrió pedirle al encargado que me permitiera usar su teléfono, pero acaso no pudiera hablar en privado. Pasé ante la iglesia y al doblar un recodo vi la calle del pueblo y una cabina telefónica.
Me detuve junto a ella. La cabina estaba ocupada, como era de suponer. En su interior, una muchacha, gesticulando y sonriendo, me volvió la espalda. Esperé. Por fin la puerta se abrió. Entonces descubrí que no llevaba monedas encima. La telefonista no contestaba. Finalmente logré poner una conferencia a mi piso a cobro revertido, y escuché la voz de Francis, muy temblorosa, que había cogido el teléfono al instante.
—Hola, Francis. ¿Cómo diste conmigo?
—Bradley… Bradley…
—¿Qué pasa? ¿Se ha enterado Arnold? ¿Qué lío has organizado?
—Bradley…
—¡Por Dios bendito! ¿Qué sucede? ¿De qué se trata?
Se hizo un silencio, seguido de unos débiles quejidos. Era Francis, que estaba sollozando. Me sentí aturdido de temor.
—¿Qué…?
—Bradley… se trata de Priscilla…
—¿Qué ocurre?
—Ha muerto.
De pronto, curiosamente, tuve plena conciencia de la cabina telefónica, del sol, de que fuera había alguien aguardando, de mi propio rostro con la mirada fija reflejado en el espejo.
—¿Cómo…?
—Se suicidó… se tomó unas píldoras para dormir… debía de tenerlas escondidas… la dejé sola… no debí hacerlo… la llevamos al hospital… pero era demasiado tarde… ¡Ay, Bradley, Bradley…!
—Ella está… realmente… muerta… —dije, sintiendo que no podía estarlo, que era imposible, estaría en un hospital, donde ayudan a la gente a curarse, no podía haberse suicidado, era otra falsa alarma—. Está… realmente… muerta… ¿Estás seguro…?
—Sí, sí… lo estoy… yo he tenido la culpa… está muerta, Bradley… en la ambulancia aún estaba viva… pero luego dijeron que había dejado de existir… yo… Bradley, perdóname…
Priscilla ya no vivía.
—Tú no tienes la culpa —contesté mecánicamente—. La culpa ha sido mía.
—Me siento tan desesperado… yo he tenido la culpa… quiero matarme… no puedo seguir viviendo después de lo sucedido, ¿cómo podría…? —Más quejidos y sollozos.
—Francis, deja de gimotear. Escúchame. ¿Cómo descubriste mi paradero?
—Encontré en tu escritorio una carta del corredor de fincas… supuse que estarías ahí… tenía que dar contigo… Bradley, ha sido un infierno, un infierno… sin saber dónde estabas… pensando en lo sucedido y que ni siquiera estabas enterado… envié el telegrama anoche, pero me dijeron que no lo recibirías hasta esta mañana.
—Acabo de recibirlo. Espera. Calla y no te retires. —Permanecí en silencio bajo los rayos oblicuos del sol, contemplando los desperfectos en el hormigón de la cabina, y sentí deseos de gritar, ella no podía estar muerta; ¿se había hecho todo lo humanamente posible, todo? Deseaba tomar a Priscilla entre mis brazos y hacerla revivir. Deseaba desesperadamente consolarla y hacerla dichosa. Habría sido tan fácil…
—Dios mío, Dios mío, Dios mío —repetía Francis en voz baja.
—Escucha, Francis. ¿Sabe alguien más que estoy aquí? ¿Lo sabe Arnold?
—No. No lo sabe nadie. Arnold y Christian vinieron anoche. Llamaron y tuve que decírselo. Pero aún no había encontrado la carta, así que les dije que no sabía dónde estabas.
—Menos mal. No debes decirle a nadie dónde estoy.
—Pero, Brad, vas a volver enseguida, ¿no? Es preciso que vuelvas.
—Claro que volveré —dije—, pero no enseguida. Ha sido una casualidad que encontraras esa carta. Hazte a la idea de que esta conversación telefónica no ha tenido lugar.
—Pero, Brad, los funerales y… No he hecho nada al respecto… Está en el depósito de cadáveres…
—¿No se lo has dicho a su marido, ya sabes, a Roger Saxe?
—No, yo…
—Bien, pues comunícaselo encontrarás sus señas y número de teléfono en mi agenda, que está…
—Sí, sí…
—Él se ocupará de organizar los funerales. Si no, organízalos tú… De todos modos, empieza a organizarlos… Haz lo que harías si no supieras dónde me encuentro… Iré en cuanto me sea posible.
—Brad, no puedo… debes venir, es preciso… no hacen más que preguntar… se trata de tu hermana…
—Te contraté para que cuidaras de ella. ¿Cómo se te ocurrió dejarla sola?
—Dios mío, Dios mío, Dios mío…
—Haz lo que te digo. Nada podemos hacer ya por… Priscilla… ella… ha desaparecido…
—Brad, ven, te lo ruego, te lo ruego… hazlo por mí… Estaré viviendo en un infierno hasta que te vea… No puedo explicarte lo que ha sido… Debo verte, debo…
—No puedo ir ahora —dije—. No puedo… ir… ahora. Empieza a tomar las medidas oportunas… ponte en contacto con Roger Saxe… lo dejo todo en tus manos. Iré en cuanto pueda. Adiós.
Colgué rápidamente y salí de la cabina a la plena luz del sol. El hombre que había estado aguardando me miró con curiosidad y entró en la cabina telefónica. Me dirigí hasta el coche y me quedé junto a él, tocando el capó. La seca carretera lo había cubierto de polvo. Dibujé con los dedos unos surcos en el polvo. Observé la tranquila y bonita calle del pueblo, compuesta de casas del siglo XVIII de diversas formas y tamaños. Luego subí al coche, giré y me puse a conducir muy despacio, pasando frente a la iglesia, camino de Patara.
Hay momentos en que si uno rechaza los simples y evidentes dictados del deber se encuentra en un laberinto de otras complejidades de carácter totalmente nuevo. A veces, no cabe duda de que actuamos de manera correcta al resistirnos a esos simples dictados, actuamos con justicia al dar vida a esos terribles refinamientos que yacen más allá. De hecho, no me sentía en aquellos momentos inquieto por lo del deber. Tal vez supusiera que me estaba comportando mal, pero tal suposición apenas me rondaba por la mente. Desde luego, me sentía plagado de remordimientos y de horror por mi imperdonable fracaso en mantener a mi querida hermana con vida. Pero también estaba, mientras circulaba por la carretera, ocupado en minuciosos cálculos sobre el futuro inmediato. Quizá estuviera absurdamente influido por la idea de que el hecho de que Francis hubiera dado conmigo se debía a una pura casualidad, a un mero subproducto fortuito de mi negligencia. Y el que aquella llamada telefónica hubiera sido tan poco intencionada, tan casualmente originada, la hacía aparecer tanto menos real, mucho más fácil de borrar de la historia. Al actuar como si no hubiera ocurrido no estaba yo deformando el verdadero curso de los acontecimientos. La existencia de ello, puesto que no había necesidad de que ocurriera ni debió ocurrir, era muy oscura. Y si eso era así, no tenía por qué atormentarme más pensando en si debía ponerme o no de inmediato en camino para Londres. De cualquier modo, nada podía hacer ya por Priscilla.
Mientras avanzaba por la carretera a unos veinticuatro kilómetros por hora comprendí lo ambiguo de mi estado y cómo tenía el alma en vilo desde nuestra llegada a Patara hacía ya tanto tiempo. Me había preparado para ocuparme solo en ser feliz, simplemente con el milagro de la continua presencia de Julian. Eso, por cierto, estaba bien. Esos días de paraíso, rescatados de la lenta y angustiosa masticación del tiempo, no debían verse empañados por temores pusilánimes acerca del futuro, ni por ese desespero que Julian denominaba mi «abstracción». Por otra parte, como ahora veía yo con toda claridad, en aquel despreocupado gozo de presencia había habido, sin duda alguna, una profunda reflexión. Yo abrigaba, semioculto de mí mismo, terribles propósitos. Mi problema era cómo retener a Julian para siempre. Y aunque yo había dicho, tanto a mí mismo como a Julian, que era imposible, también sabía que una vez estuviera con ella en esa forma, ya no podría renunciar a ella. El problema de retenerla se había parecido una vez, hacía un tiempo inconcebiblemente largo, al problema de convencerme a mí mismo de que sería justo, pese a todo cuanto pudiera aducirse en contra, aceptar su generosidad y aprovecharla cuanto pudiera. Pero el problema se había vuelto ahora, dentro del silencioso curso de mi razonamiento, implacablemente intencionado, algo mucho más siniestramente primitivo, algo que apenas seguía siendo ya un problema ni un pensamiento, sino más bien como una excrecencia en mi mente.
Tal vez parezca ridículo o monstruoso que me sintiera, tras aquella llamada telefónica, no menos, sino todavía más obsesionado en conseguir hacer el amor a Julian como era debido. Ese fracaso, al que ella había dado tan poca importancia, a mí había llegado a parecerme un símbolo de todo el dilema. En cualquier caso, ése era el obstáculo más inmediato. Después de eso yo podría ponerme a pensar, después de eso vería el camino que debía seguir. Hasta entonces podía aguardar sin ser acusado. Y es posible que se me ocurriera que, una vez solucionada esa cuestión, al fin emergería yo a la radiante luz de la certeza. Y entonces mi oscura y resuelta mente comprendió que me encontraba a un paso de preguntarme, con un propósito diáfanamente claro: ¿por qué no habría de casarme con esa muchacha? Nos amamos. No existe nada, pero nada, salvo cierta diferencia de edad, que nos impida contraer matrimonio. Y si dejamos a un lado esa dificultad, dejará de existir. ¿Cómo puede desperdiciarse un amor como el nuestro? Es imposible. Podemos casarnos; y entre amores semejantes sólo cabe el matrimonio. Podía, puedo, poseer a Julian para siempre. Pero a este punto todavía no había llegado, y mi puritana conciencia seguía ofuscándome y no había alcanzado a comprender bien, antes de esa conferencia telefónica, la forma de mi indecisión.
Ya había decidido que a Julian no le diría nada sobre la muerte de Priscilla. De contárselo, me vería obligado a regresar inmediatamente a Londres. Y creía que si dejábamos ahora nuestro refugio, si nos separábamos en esos momentos, sin haberse consumado nuestra fuga, tal vez el proceso que iba a asegurarnos la liberación de la duda y nuestra unión eterna nunca se haría realidad. Era algo que yo debía hacer, para bien de los dos, era una prueba que me había sido asignada; tendría que guardar silencio a fin de conducirnos a ambos a través de las tinieblas que nos envolvían. Y había que realizarlo en una inquebrantada continuidad con lo ocurrido. Lo de hacernos el amor era parte de esto. Yo no podía ni debía enfriar la sangre juvenil de Julian con ese relato de un suicidio. No tardaría en tener que «revelarlo», claro está, pronto tendríamos que regresar, pero aún no, no antes de haber alcanzado yo ese punto de decisión que parecía tan próximo y que me permitiría y me haría digno de conservarla siempre a mi lado. Por Priscilla nada podía hacer ya. En adelante, mi deber era para con Julian. Necesitaba su consuelo y su preciado perdón. Pero, por nuestro bien, por el momento habría que pensar en renunciar a ello.
—Has tardado siglos. ¡Mírame, adivina quién soy!
Crucé el porche y al llegar a la salita la relativa penumbra me hizo pestañear. Al principio no distinguía a Julian, sólo percibía su voz, que me llegaba desde las sombras. Luego vi su rostro, el resto permanecía oscuro. Después advertí lo que había hecho.
Iba vestida con unas medias largas y negras, unos zapatos negros, llevaba una chaquetilla de terciopelo negro, una camisa blanca y una cadena dorada con una cruz en torno al cuello. Se había colocado en el umbral de la cocina, sosteniendo en una mano la calavera de oveja.
—Se me ocurrió darte una sorpresa. Me lo compré en Oxford Street con el dinero que me diste, la cruz es una especie de cruz hippy, se la compré a uno de esos individuos, me costó cincuenta peniques. Sólo me faltaba una calavera, y el otro día hallamos ésta tan hermosa. ¿No te parece que me sienta bien? ¡Ay, pobre Yorick…! ¿Qué te pasa, cariño?
—Nada —respondí.
—Como me miras tan fijamente… ¿No tengo un aire principesco? Bradley, me asustas. ¿Qué sucede?
—Nada.
—Me quitaré este traje enseguida. Luego almorzaremos. Ya tengo los berros.
—No vamos a almorzar —dije—. Vamos a acostarnos.
—¿Ahora?
—Sí.
Me acerqué a ella, la tomé por la muñeca, la arrastré hasta la habitación y la eché en la cama. La calavera cayó al suelo. Apoyé una rodilla en la cama y empecé a tirar de su blanca camisa.
—¡Espera, espera, la estás rasgando!
Ella empezó a desabrocharse los botones muy deprisa y a quitarse la chaquetilla. Yo tiraba de su ropa, tratando de sacársela por la cabeza, pero la cadena y la cruz me lo impedían.
—¡Espera, Bradley, por favor, la cadena me oprime la garganta, por favor!
Introduje las manos en la nítida blancura de la camisa y en el sedoso revoltijo de sus cabellos, buscando la cadena, di con ella y la rompí. La ropa cedió. Julian hacía desesperados esfuerzos por desabrocharse el sujetador. Empecé a bajarle las medias negras, enrollándoselas sobre los muslos mientras ella arqueaba el cuerpo para facilitarme la tarea. Por un momento, todavía vestido, la contemplé desnuda. Luego me despojé de mi ropa.
—¡Bradley, por favor, no seas tan brusco, por favor, Bradley me haces daño!
Más tarde, ella lloraba. Acerca de este acto amoroso no había duda alguna. Yo yacía extenuado, dejando que llorara. Luego la volví hacia mí y dejé que sus lágrimas se mezclaran con el sudor que había oscurecido el recio vello gris de mi pecho, adheriéndolo a mi abrasada carne en unos rizos aplastados. La estreché en un aterrado trance de triunfo y sentí entre mis brazos los deliciosos y desesperados sollozos de su cuerpo.
—Deja de llorar.
—No puedo.
—Siento haberte roto la cadena. Te la arreglaré.
—No importa.
—Te he asustado.
—Sí.
—Te quiero. Nos casaremos.
—Sí.
—Nos casaremos, ¿verdad, Julian?
—Sí.
—¿Me perdonas?
—Sí.
—Te lo ruego, deja de llorar.
—No puedo.
Más tarde volvimos a hacer el amor. Luego, sin que nos diéramos cuenta, había caído la tarde.
—¿Qué te puso en ese estado, Bradley?
—El príncipe de Dinamarca, supongo.
Estábamos agotados y muy hambrientos, y yo tenía necesidad de alcohol. Comimos salchichas de hígado, pan, queso y berros, sin ninguna ceremonia, a la luz de la lámpara, con las ventanas abiertas a la noche azul y salada. Me bebí el resto del vino.
¿Qué me había puesto de esa forma? ¿Me pareció de pronto que Julian había matado a Priscilla? No. Aquella furia, aquella cólera, iba dirigida a mí a través de Julian. O dirigida contra el destino a través de Julian y de mí mismo. Esa furia, sin embargo, también era amor, el poder mismo del dios, enloquecido y alarmado.
—Fue amor —le dije.
—Sí, sí.
Yo había conseguido, en cualquier caso, superar el obstáculo inmediato, aunque el mundo más allá de él volvía a parecer distinto, no como yo había anticipado. Había prefigurado la proximidad de una certeza simplificadora e intelectual. Lo que ahora había era mi relación con Julian, que seguía extendiéndose hacia las sombras del futuro, urgente, desconcertante e históricamente dinámica, cambiando, según parecía, con cada instante que pasaba. La muchacha parecía diferente, yo parecía diferente. ¿Era ése el cuerpo del que yo había venerado cada parte? Era como si el arrebato de poder divino hubiera desplazado la terrible abstracción hasta el mismo centro de nuestra pasión. A ratos, me ponía a temblar, y veía a Julian temblando. Y lo más conmovedor era que nos consolábamos mutuamente, como dos personas que acaban de escapar de un incendio.
—Te arreglaré la cadena, te doy mi palabra.
—No es necesario que la arregles, le haré un nudo.
—Y también arreglaré la calavera de oveja.
—Está hecha añicos.
—La arreglaré.
—Corramos las cortinas. Me siento como si unos espíritus malignos nos espiaran.
—Estamos rodeados de espíritus. Las cortinas no los mantendrán alejados.
Aun así, corrí las cortinas y me situé detrás de su silla, rozándole levemente el cuello con mis dedos. Su carne estaba fresca, casi fría, y se estremeció, tensando el cuello. Ésa fue su única reacción, mas comprendí que nuestros cuerpos se hallaban unidos en una mutua comunión que rebasaba nuestro entendimiento. Entretanto, debíamos establecer una sosegada comunicación por medio de palabras, empleando un lenguaje de otra especie, un lenguaje arcano y profético.
—Ya lo sé —dijo ella—. Hay un enjambre de ellos. Nunca me había sentido de esta forma. Escucha el sonido del mar. Qué cercano parece. Aunque el viento no sopla.
Permanecimos escuchando.
—Bradley, ¿puedes ir y cerrar con llave la puerta?
Fui a cerrarla y volví a sentarme frente a ella.
—¿Tienes frío?
—No, no es… frío.
—Lo sé.
Ella llevaba el mismo vestido azul estampado con hojas de sauce blancas con el que se fugó, y se cubría los hombros con una liviana manta de lana de nuestro lecho. Me observaba con los ojos muy abiertos, y de vez en cuando un espasmo le atravesaba el rostro. Había vertido gran cantidad de lágrimas, pero ya habían cesado. Ella parecía mucho mayor, de un modo muy bello, y no la criatura que yo había conocido, sino una maravillosa y sagrada mujer, una profetisa, la prostituta de un templo. Se había alisado el cabello, echándoselo hacia atrás, y su rostro exhibía la desnudez, la soledad, la ambigua y elocuente mirada fija de una máscara. Tenía la expresión aturdida, vacía, de una gran estatua.
—¡Qué ser tan maravilloso eres!
—Me siento tan rara —dijo ella—, absolutamente impersonal, nunca me había sentido así.
—Es el poder del amor.
—¿El amor te hace eso? Pensé ayer, anteayer, que te amaba. Pero no era como esto.
—Es el dios, el negro Eros. No tengas miedo.
—No, si no… tengo miedo…, sólo me siento aturdida y vacía. Estoy en un lugar donde jamás había estado.
—Yo también estoy ahí.
—Sí. Es curioso. Cuando estuvimos juntos, sólo tiernos y tranquilos, ya sabes, sentía que estabas ahí presente, más presente de lo que nadie lo había estado nunca. En estos instantes, me parece estar sola… y, sin embargo, no lo estoy… Yo… soy tú… soy ambos, nosotros dos.
—Sí. Sí.
—Hasta te pareces a mí. Es como contemplarme en un espejo.
Yo tenía la extraña sensación de estar pronunciando esas palabras. Hablaba a través de ella, a través del puro y vacío eco de su ser, que el amor había vuelto hueco.
—Entonces te miré a los ojos y pensé: ¡Bradley, ya no tienes nombre!
—Estamos poseídos.
—Me parece estar unidos para siempre… Como… dedicados el uno al otro.
—Así es.
—Escucha ese tren que pasa, qué claro suena…
Lo oíamos circulando a lo lejos.
—¿La inspiración es así, me refiero a cuando uno se pone a escribir?
—Sí —contesté. Sabía que lo era, aunque nunca la había experimentado, todavía. Pero ahora, dotado de poder, me sería posible crear. Aunque seguía en la penumbra, había pasado la prueba.
—¿Es verdad que se parece a esto?
—Sí —dije—. El deseo que siente el corazón humano de amor y sabiduría es infinito. Pero la mayoría de las personas sólo comprenden esto cuando están enamoradas, cuando tienen ante sí la plena realización de la concepción de este deseo.
—Y también en el arte…
—Es purificado… este deseo… en presencia de… su posibilidad… en la presencia divina.
—El arte y el amor…
—Ambos deben hacer frente a disposiciones eternas.
—Ahora escribirás, ¿verdad?
—Sí, ahora escribiré.
—Me siento completa —dijo—, como si el motivo por el que tuviéramos que estar juntos ya quedara explicado. Y sin embargo esa explicación no importa. Estamos juntos. ¡Bradley, pero si estoy bostezando!
—¡Y mi nombre ha vuelto! —dije—. Vamos. A la cama y a dormir.
—Creo que nunca me había sentido tan maravillosamente cansada y pesada.
La acompañé a acostarse y ella se quedó dormida con la combinación puesta, como la primera noche. Yo estaba desvelado y alerta. Y al sostenerla entre mis brazos comprendí que había hecho bien en no regresar a Londres. Tenía que quedarme para la prueba. La estreché contra mí y sentí que volvía a invadirme el simple calor de la ternura doméstica. Pensé en la desdichada Priscilla y en que al día siguiente compartiría con Julian todo ese dolor. Se lo contaría todo, absolutamente todo, volveríamos a Londres, reanudaríamos nuestras sencillas tareas y obligaciones e iniciaríamos la rutina de estar juntos.
Yo estaba profundamente dormido. En el lugar donde me hallaba irrumpía un sonido incesante. Era un judío fugitivo que al fin los nazis habían encontrado. Les oía, como a los soldados en la pintura de Uccello, gritando y golpeando la puerta con sus alabardas. Me desperté a medias y encontré a Julian todavía entre mis brazos.
—¿Qué es ese ruido? —Su atemorizada voz acabó de despertarme a una conciencia y a un pavor absoluto.
Alguien aporreaba incesantemente la puerta de la casa.
—¿Quién puede ser? —Julian se había incorporado en la cama. Sentí su cálida oscuridad junto a mí, me parecía ver reflejada en sus ojos una luz.
—No lo sé —repuse, incorporándome a mi vez y rodeándola con mis brazos. Permanecimos abrazados.
—Lo mejor será guardar silencio y no encender la luz. Bradley, tengo mucho miedo…
—Yo cuidaré de ti. —Yo mismo estaba tan aterrado que casi no podía pensar o hablar.
—¡Chist! Puede que se vayan.
Los golpes, que habían cesado un instante, se reanudaron de nuevo más potentes que antes. Alguien golpeaba los paneles de la puerta con un objeto de metal. Se oyó el sonido de la madera al partirse.
Encendí una lámpara y me levanté. Al hacerlo, comprobé que mis piernas desnudas me temblaban. Me puse la bata.
—Quédate aquí. Iré a ver qué sucede. Enciérrate con llave.
—No, no, voy contigo…
—Quédate aquí.
—No abras la puerta, Bradley, no…
Encendí la luz en el pequeño vestíbulo. En el acto cesaron los golpes. Me detuve junto a la puerta, en silencio, sin saber quién se hallaría al otro lado.
Abrí la puerta muy suavemente y entró Arnold, o, mejor dicho, casi cayó dentro de bruces.
Encendí las luces de la sala, él me siguió hasta allí y puso sobre la mesa la llave inglesa que había empleado para aporrear la puerta. Tomó asiento, sin mirarme, respirando trabajosamente.
Yo también me senté, tapándome las rodillas desnudas que temblaban convulsivamente.
—¿Está… Julian… aquí? —preguntó Arnold con la voz pastosa, como si estuviera ebrio, aunque era evidente que no lo estaba.
—Sí.
—He venido a… llevármela…
—No querrá irse —contesté—. ¿Cómo has dado con nosotros?
—Me lo dijo Francis. Se lo estuve preguntando y al fin me lo dijo. También me contó lo de la llamada.
—¿Qué llamada?
—No me vengas con disimulos —dijo Arnold, que ahora me estaba mirando—. Me dijo que esta mañana has llamado preguntando por Priscilla.
—Ya.
—De manera que no fuiste capaz de… abandonar tu nido de amor… a pesar de que tu hermana… acababa de suicidarse.
—Mañana iré a Londres. Julian vendrá conmigo. Vamos a casarnos.
—Quiero ver a mi hija. El coche está fuera. Se volverá conmigo.
—No.
—¿Quieres hacer el favor de avisarla?
Me levanté. Al pasar junto a la mesa cogí la llave inglesa que había traído Arnold. Me dirigí a la habitación. La puerta estaba cerrada, aunque no con llave, entré y la cerré detrás de mí.
Julian estaba vestida. Sobre el vestido llevaba una de mis chaquetas; le colgaba hasta los muslos. Estaba muy pálida.
—Es tu padre.
—Sí. ¿Qué es eso?
Arrojé la llave inglesa sobre la cama.
—Un arma mortífera. No apta para ser usada. Será mejor que salgas a verle.
—¿Tú…?
—Yo te protegeré. No hay por qué inquietarse. Le expondremos la situación y le despediremos. Ven. No, aguarda un minuto. Tengo que ponerme unos pantalones. —Me vestí rápidamente con una camisa y unos pantalones. Advertí, sorprendido, que no era más que medianoche.
Regresé a la sala, seguido de Julian. Arnold se había puesto en pie. Le miramos desde el otro lado de la mesa, en la que seguían esparcidos los restos de comida que habíamos estado demasiado agotados para recoger. Rodeé con mi brazo los hombros de Julian.
Arnold se había serenado y quedó claro que estaba resuelto a no ponerse a gritar.
—Querida niña… —dijo.
—Hola.
—He venido a llevarte a casa.
—Esta es mi casa —contestó Julian.
La estreché contra mí y luego me senté, dejándoles frente a frente.
Arnold, vestido con una ligera gabardina, con el rostro desnudo, exhausto y emotivo, tenía el aire de un pistolero fanático. Sus palidísimos ojos tenían la mirada fija, sus labios se movían como si murmuraran algo inaudible.
—Julian… debes venir conmigo… No puedes seguir aquí con este hombre… Debes de haber perdido el juicio… Mira, aquí tienes una carta de tu madre, rogándote que vuelvas a casa… Aquí te la dejo, léela, por favor… ¿Cómo puedes ser tan insensible y cruel… quedándote aquí…? Y… me figuro que habréis… cuando la pobre Priscilla…
—¿Qué le pasa a Priscilla? —preguntó Julian.
—¿Es que no te lo ha dicho? —contestó Arnold. No me miró. Sus dientes rechinaron y su rostro se contrajo en un espasmo, quizá el intento de ocultar una expresión de triunfo o satisfacción.
—¿Qué le pasa a Priscilla?
—Priscilla ha muerto —dije—. Se suicidó ayer tomándose una sobredosis de barbitúricos.
—Él ya lo sabía esta mañana —dijo Arnold—. Francis se lo comunicó por teléfono.
—Es cierto —dije—. Cuando te dije que iba al garaje, fui a llamar a Francis y él me lo contó.
—¿Y no me lo dijiste? Me ocultaste… y nosotros… estuvimos toda la tarde…
—¡Aj! —exclamó Arnold.
Julian no le hizo caso, me miraba fijamente y se arrebujaba en mi chaqueta, con el cuello alzado, que ella sujetaba con las manos, aprisionándole el cabello revuelto.
—¿Por qué? —preguntó.
Me puse en pie y dije:
—Resulta difícil de explicar, pero, te lo ruego, trata de comprender. Nada podía hacer ya por Priscilla. Y en cuanto a ti… debía quedarme… sobrellevar la carga de guardar silencio. No fue dureza.
—Quizá la palabra lujuria lo describa mejor —intervino Arnold.
—Pero, Bradley… Priscilla ha muerto…
—Sí —dije—, pero no puedo remediarlo, y…
Los ojos de Julian se habían llenado de lágrimas que se desbordaban y humedecían las solapas de mi chaqueta.
—Bradley… ¿cómo has podido…?, ¿cómo hemos podido…? ¡La pobre, la pobre Priscilla… qué cosa más terrible…!
—Ese hombre es un irresponsable —dijo Arnold—. O puede que no esté del todo cuerdo. Es inhumano. Su hermana muere y él ni siquiera es capaz de interrumpir sus juegos amorosos…
—Bradley… la pobre Priscilla…
—Julian, pensaba decírtelo mañana. Mañana iba a contártelo todo. Pero hoy debía quedarme. Ya has visto lo que ha pasado. Ambos estábamos como poseídos, sujetos aquí, no habríamos podido marcharnos, tenía que suceder tal como sucedió.
—Está loco.
—Mañana volveremos a la rutina cotidiana, mañana pensaremos en Priscilla, te lo contaré todo, así como lo culpable que soy de…
—Yo he tenido la culpa —dijo Julian—, porque fui la causa. De no ser así, habrías estado a su lado.
—No se puede impedir que alguien se suicide si la persona está decidida. Puede que hasta sea un error hacerlo. Era muy desgraciada.
—Qué justificación más conveniente —dijo Arnold—. De modo que tú opinas que es preferible que Priscilla haya muerto, ¿es eso?
—No. Sólo digo que… al menos, podría considerarse así… No quiero que Julian piense… Oh, Julian, debí decírtelo.
—Sí… Es como… Es como si nos amenazara un castigo. Bradley, ¿por qué no me dijiste…?
—Hay veces en que uno debe callar, por mucho que le duela. Yo ansiaba tu consuelo. Pero había otra cosa que era más importante.
—La satisfacción sexual de un hombre mayor —dijo Arnold—. Recapacita, Julian, recapacita, por favor. Tiene treinta y ocho años más que tú.
—No —respondió Julian—. Tiene cuarenta y seis años, y eso…
Arnold soltó algo parecido a una carcajada y en su rostro volvió a dibujarse el espasmo anterior.
—Conque eso te ha dicho, ¿eh? Tiene cincuenta y ocho años. Pregúntaselo.
—No puede tener…
—Puedes comprobarlo en el Quién es quién.
—Yo no figuro en el Quién es quién.
—Bradley, ¿cuántos años tienes?
—Cincuenta y ocho.
—Cuando tú tengas treinta él casi habrá llegado ya a los setenta —dijo Arnold—. Andando. Eso debe bastar para convencerte. Hemos llevado todo este asunto con serenidad y no hay necesidad de perder los estribos. Veo que Bradley incluso ha retirado el arma contundente. Vámonos, Julian. Ya llorarás en el coche. Pronto comprenderás lo bien librada que has salido. Andando. No va a tratar de detenerte. Fíjate en él.
Julian me miró. Oculté la cara entre las manos.
—Bradley, aparta las manos. Te lo ruego. ¿Es verdad que tienes cincuenta y ocho años?
—Sí.
—Pero ¿no lo ves? ¿Es que no ves que los tiene?
—Pues sí… ahora… —murmuró Julian.
—¿Acaso importa? —pregunté—. Dijiste que mi edad no te importaba.
—Mira, no te pongas patético —dijo Arnold—. A ver si procuramos todos conservar la dignidad. Vámonos, Julian, por favor. Bradley, no creas que estoy siendo cruel. Hago lo que haría cualquier padre.
—Desde luego —dije—, desde luego.
—No lo soporto —dijo Julian—, lo de Priscilla no lo soporto, no lo soporto…
—Cálmate —dijo Arnold—. Domínate. Cálmate. Vamos.
—Julian, no te vayas —le supliqué—. No puedes irte así. Quiero explicártelo todo como es debido y a solas. De acuerdo, si ya no sientes lo mismo, asunto terminado. Te llevaré a donde me digas y nos diremos adiós. Pero te ruego que no me dejes ahora. Te lo pido en nombre de… en nombre de…
—Te prohíbo que te quedes —dijo Arnold—. Considero estas relaciones una profanación. Lamento emplear un lenguaje tan fuerte. Estoy muy disgustado y furioso y me esfuerzo por mostrarme razonable y comprensivo. Debes verlo con objetividad. No puedo y me niego a marcharme sin ti.
—Quiero explicarte —dije—. Quiero explicarte lo de Priscilla.
—¿Cómo puedes…? —repuso ella—. ¡Dios mío… Dios mío…!
Lloraba desconsoladamente, sus labios húmedos y temblorosos.
Experimenté agonía, un dolor físico, un terror absoluto.
—No me dejes, cariño, si lo haces me moriré. —Me acerqué a ella y extendí las manos, rozando tímidamente la manga de mi chaqueta.
Arnold rodeó rápidamente la mesa, la tomó del brazo y la sacó al vestíbulo. Les seguí. A través de la puerta entornada de la habitación vi la pesada llave inglesa sobre las sábanas blancas del lecho, y me apresuré a cogerla. Me coloqué ante la puerta, cerrándoles el paso.
—Julian, no puedo dejar que te vayas, perdería la razón, te suplico que no te vayas… debes quedarte conmigo hasta que yo haya podido defenderme.
—Tú no tienes defensa —dijo Arnold—. ¿Para qué discutir? ¿No comprendes que se ha terminado? Has tenido una breve aventura con una joven y eso se ha terminado. El hechizo ya no existe. Y dame esa llave inglesa. No me gusta verla en tu mano.
Se la entregué, pero no me separé de la puerta. Dije:
—Julian, decídete.
Julian, esforzándose en reprimir las lágrimas, obligó a su padre a soltarla y dijo con firmeza:
—No voy a ir contigo. Me quedo con Bradley.
—¡Bendito sea Dios! —exclamé—. ¡Bendito sea Dios!
—Quiero oír lo que Bradley tiene que decirme. Mañana regresaré a Londres. Pero no voy a abandonar a Bradley a estas horas de la noche.
—¡Bendito sea Dios!
—Vendrás conmigo —insistió Arnold.
—No, no irá. Ya te ha manifestado su propósito. Y ahora ten la bondad de irte. Arnold, recapacita. ¿Quieres que nos peleemos por esto? ¿Quieres abrirme la cabeza con esa llave? Te prometo llevar a Julian mañana a Londres. Nadie la obligará a nada, es libre, ella hará su voluntad, no tengo intención de raptarla.
—Vete, por favor —dijo ella—. Lo siento. Has demostrado mucha comprensión y… serenidad, pero esta noche debo quedarme. Prometo acudir a ti y escuchar lo que quieras decirme. Pero sé compasivo y déjame quedarme para hablar con él. Debemos hablar, compréndelo. No puedes deshacer nada de lo ocurrido aquí.
—Tiene razón —dije.
Arnold no me miró. Contempló a su hija con una mirada muy concentrada, desolada.
Suspiró entrecortadamente y dijo:
—¿Prometes volver mañana a casa?
—Mañana iré a verte.
—¿Prometes volver a casa?
—Sí.
—Y esta noche… ya no… ¡maldita sea!, no sabes ni imaginas lo que me has hecho…
Me aparté de la puerta y Arnold salió a la oscuridad. Encendí la luz en el porche. Era como despedir a una visita. Julian y yo nos quedamos como marido y mujer observando a Arnold subirse al coche. Se oyó un clang al arrojar él la llave inglesa sobre el asiento posterior. La repentina luz de los faros iluminó el suelo cubierto de pálida y floreciente maleza, el césped escabroso e intensamente verde y la hilera de estacas que cercaba el jardín. Luego las luces giraron bruscamente, enfocando la verja abierta, y retrocedieron por el sendero. Metí a Julian en casa, cerré la puerta y caí a sus pies de rodillas, abrazándome a sus piernas y oprimiendo la cabeza contra el dobladillo de su vestido azul.
Ella soportó este abrazo durante unos momentos, luego, suavemente, se liberó de mí, se encaminó a la habitación y se sentó en la cama. La seguí y traté de rodearla con mis brazos, mas ella me apartó con pequeños gestos suaves y semiinconscientes.
—Julian, no nos hemos perdido, ¿verdad que no? Siento tanto haberte mentido sobre mi edad… fue una estupidez. Pero en realidad no tiene importancia, ¿verdad? Quiero decir que estamos más allá de que pueda importar, no puede importar. Y esta mañana no me era posible regresar a Londres. Sé que fue un crimen no hacerlo. Pero fue un crimen que cometí por tu causa.
—Me siento tan confundida —dijo ella—, me siento tan horriblemente confundida…
—Déjame que te explique por qué…
—Te lo ruego. No puedo escucharte, no podría hacerlo… Toda esta conmoción ha sido tan enorme… como una… destrucción… preferiría… iré un momento al baño y luego trataré de dormir.
Se fue, volvió, se quitó el vestido azul y se puso su camisón de seda azul oscuro sobre sus prendas interiores. Parecía una sonámbula.
—Julian, te doy las gracias por quedarte. Te venero con gratitud por haberte quedado. Julian, tendrás compasión de mí, ¿verdad? Podrías partirme el cuello con tu dedo meñique.
Se metió en la cama pesadamente, moviéndose con torpeza, como una anciana.
—De acuerdo —dije—, hablaremos por la mañana, ¿verdad? Ahora dormiremos. Dormir abrazados nos ayudará, ¿verdad que sí?
Ella me miró con tristeza, las lágrimas estaban secas sobre su rostro.
—¿Puedo quedarme, Julian?
—Bradley… querido… ahora mismo preferiría estar a solas. Me siento como si hubiera sido invadida o… rota… Debo volver a sentirme completa, y para eso… es mejor que me quede sola… por el momento.
—Está bien. Me hago cargo, amor mío, querida mía. Yo no… Hablaremos por la mañana. Pero dime que me perdonas.
—Sí, sí.
—Buenas noches, amor mío.
La besé en la frente, me levanté apresuradamente, apagué la luz y cerré la puerta. Luego fui a echar el candado a la puerta de entrada. Esa noche todo parecía posible, incluso el retorno de Arnold con la llave inglesa. Me senté en un sillón de la salita, deseando haberme traído una botella de whisky. Decidí quedarme despierto toda la noche.
Me sentía tan herido y asustado que me era muy difícil pensar. Tenía deseos de doblarme sobre mi dolor y ponerme a gemir. ¿Qué efecto le produciría a ella, qué le haría a ella, haberme visto puesto en evidencia y humillado por su padre? Arnold no tenía necesidad de golpearme con un arma contundente para postrarme. Ya me había derrotado lo suficiente. ¿Que significaría ese error con respecto a Priscilla? Si al menos yo hubiera tenido tiempo de contárselo personalmente… ¿Me vería ahora Julian con otros ojos? ¿Le parecería un viejo enloquecido por la lujuria? Debo aclarar que no fue sólo mi deseo de acostarme con ella lo que me hizo ocultar el suicidio de Priscilla, lo que me hizo abandonar a mi hermana, en vida y difunta, en manos de extraños. Fue porque esas cosas eran más grandes que ellas mismas, porque hubo una especie de consagración, una inspiración, algo a lo que debía permanecer enteramente fiel. ¿Le parecería ahora a ella todo un absurdo? ¿Resultaría —y me temo que ese pensamiento era lo que más me atormentaba— esa diferencia entre cuarenta y seis y cincuenta y ocho años fatal?
Más tarde me puse a pensar en Priscilla, en lo triste de todo ello y en su lamentable fin. Sólo ahora parecía afectar a mi corazón la turbadora realidad de su muerte, y experimenté un fútil y artificioso amor por ella. Debió ocurrírseme el medio de consolarla. No habría sido imposible. Empezaba a sentirme soñoliento, conque me puse en pie y anduve rondando por la casa. Abrí la puerta de la habitación, escuché la respiración apacible de Julian y recé. Entré en el baño y me miré al espejo. El resplandor divino había desaparecido de mi rostro. Tenía los ojos enmarcados por arrugas, la frente atravesada por profundos surcos, unos gusanitos rojos como la sangre se deslizaban por mi tez apagada y cetrina, parecía ajado y viejo. Pero Julian dormía pacíficamente y toda mi esperanza dormía a su lado. Regresé al sillón de la salita, recosté la cabeza y al instante me quedé dormido. Soñé que Priscilla y yo éramos niños otra vez, ocultándonos bajo el mostrador de la tienda.
Me desperté a una temprana claridad matutina, grisácea, estremecedora, confusa, que hacía que la desconocida habitación tuviera una presencia fantasmal. Los muebles se hallaban agazapados en torno a mí, informes, cual animales durmientes. Todo parecía cubierto con fundas sucias. Las rendijas en las cortinas torpemente corridas revelaban un cielo al amanecer, pálido y sombrío, desprovisto de color, en el que el sol no había aparecido aún.
Experimenté horror, luego el recuerdo. Me dispuse a levantarme, sintiéndome dolorosamente anquilosado, y percibí un olor infecto, tal vez mi hedor corporal. Me acerqué a la puerta, arrastrando una pierna que se me había quedado rígida, apoyándome en los respaldos de las sillas. Me detuve junto a la puerta de la habitación para escuchar. Silencio. Abrí la puerta sigilosamente y asomé la cabeza.
En la habitación apenas podía verse nada: la granulosa luz del amanecer, con la textura de una mala fotografía de periódico, parecía enturbiar la visión más que promoverla. El lecho estaba en un estado caótico. Creí poder distinguir a Julian. Entonces vi que sólo eran las sábanas revueltas. La cama, el dormitorio, estaban vacíos.
Pronuncié su nombre suavemente, recorrí las demás habitaciones. Incluso miré, enloquecido, en los armarios. No estaba en la casa. Salí al porche, di la vuelta a la casa corriendo, atravesé el pedregoso patio y me acerqué hasta las dunas, pronunciando su nombre, gritando, gritando tan fuerte como me era posible. Regresé y me puse a tocar el claxon del coche, organizando un espantoso toque de rebato en la vacía solitaria y silenciosa escena iluminada por el crepúsculo. Pero nada respondió. No cabía duda. Se había marchado.
Volví a entrar en la casa, encendiendo todas las luces, una iluminación condenada a morir en el despuntar del día, y la registré nuevamente. En la mesita de noche había un montón de billetes de cinco libras, el cambio del dinero que yo le había dado para las compras y que insistí que guardara en su bolso. El bolso, nuevo, que ella había adquirido en su recorrido por las tiendas, había desaparecido. Toda su ropa nueva seguía colgada en el ropero. No había ninguna carta, ninguna nota para mí, nada. Se había desvanecido en la noche con su bolso, su vestido azul estampado con hojas de sauce, sin abrigo, sin una palabra, deslizándose fuera de la casa mientras yo dormía.
Me dirigí corriendo hacia el coche, registrando los bolsillos de mis pantalones en busca de las llaves, regresé corriendo y hurgué en mi chaqueta. ¿Era concebible que Julian se hubiera llevado las llaves del coche para impedirme seguirla? Al fin las encontré sobre la mesa del vestíbulo. Fuera, el cielo aún sin sol se había tornado de un azul claro, radiante y nebuloso, adornado por el inmenso resplandor del lucero del alba. El coche no arrancaba, como era de suponer. Por fin logré ponerlo en marcha y salí disparado, rozando el poste de la verja, avanzando a trompicones por el sendero lo más rápido que podía. El sol empezaba a salir.
Llegué a la carretera y giré hacia la estación del ferrocarril. En la estación pequeña como de juguete los andenes estaban desiertos. Un empleado del ferrocarril que caminaba por la vía me dijo que ningún tren se había detenido allí durante la noche. Seguí hasta la carretera principal y la tomé en dirección a Londres. El sol lucía frío y brillante y ya circulaban algunos vehículos. Pero los herbosos bordes de la carretera estaban vacíos. Giré en redondo y emprendí la dirección opuesta, atravesando el pueblo, pasando frente a la iglesia. Incluso me detuve y entré en ella. Fue inútil, claro. Regresé al bungalow y entré corriendo en él, con la desesperada esperanza fingida de que hubiera vuelto mientras yo estaba ausente. La casita, con la puerta abierta, el aire de haber sido saqueada y todas las luces encendidas, se alzaba obscenamente vacía a la espléndida luz del sol. Luego conduje el coche hasta las dunas, introduciendo su capó en una húmeda pared de arena y espigadas briznas de hierba. Corrí por entre las dunas y bajé hasta la playa, exclamando «¡Julian! ¡Julian!». El sol que trepaba por el cielo brillaba sobre un mar en calma, sin un solo rizo, que trazaba su línea horizontal a lo largo de una pared levemente inclinada de piedras multicolores y elípticas.
—Espera, Bradley, es mejor que dejes pasar primero a Roger.
Christian me asía fuertemente del brazo.
Con el semblante rígido y su falso caminar de soldado, Roger salió del banco torpemente y se dirigió hacia la puerta de la capilla. Las cortinas del brocado se habían cerrado sobre el ataúd de Priscilla, dispuesto para el horno, y el inenarrable servicio había concluido.
—¿Qué hacemos ahora? ¿Irnos a casa?
—No, debemos pasear un poco por el jardín, creo que ésa es la costumbre, al menos en Estados Unidos. Iré a decirles algo a esas mujeres.
—¿Quiénes son?
—No lo sé. Amigas de Priscilla. Me parece que una de ellas había sido su asistenta. Muy amable de su parte haber venido, ¿no crees?
—Sí, mucho.
—Debes ir a hablar con Roger.
—A Roger no tengo nada que decirle.
Bajábamos lentamente por el pasillo de la capilla. Francis, moviéndose nervioso junto a la puerta, se hizo a un lado para dejar pasar a las mujeres, nos dedicó una forzada sonrisa y salió tras ellas.
—Oye, Brad, ¿quiénes escribieron los poemas que ha leído ese hombre?
—Browning. Tennyson.
—Ha sido muy hermoso, ¿verdad? Tan apropiado… Hasta me ha hecho llorar.
Roger había dispuesto lo de la cremación y había ideado una monstruosa colección de lecturas de poemas. No hubo servicio religioso.
Salimos al jardín. De un cielo más bien brillante, tirando a tostado, caía una llovizna. El buen tiempo parecía haber llegado a su fin.
Me solté de Christian y abrí el paraguas.
Roger, con aire responsable, viril y contrito, elegantemente vestido de negro, les estaba dando las gracias al lector de poemas y a otro empleado del crematorio. Los portadores del féretro ya se habían ido. Christian hablaba con las tres mujeres, quienes simulaban estar admirando las húmedas azaleas. Francis, a mi lado, tratando de colarse bajo mi paraguas, me repetía una historia que ya me había contado, con variaciones, varias veces. Mientras hablaba iba soltando pequeños gemidos. Durante el servicio había sollozado sonoramente.
—Cuando subí no tenía intención de quedarme. Le había conocido aquella tarde en la plazuela y él me dijo que por qué no subía a tomar una taza de té. Y como Priscilla parecía estar bien, le dije que iba al piso de arriba para tomar el té, y ella parecía estar bien y me dijo que iba a darse un baño. Y cuando llegué arriba nos tomamos una copa y Dios sabe lo que debió echar en ella, creo que había alguna droga o algo por el estilo, de veras, Brad, a mí me parece que había alguna droga. Mira que estoy acostumbrado al alcohol, pero aquello me dejó fuera de combate, y entonces, ¡Dios!, se puso a hacerme proposiciones, te juro que no fue idea mía, Brad, y yo estaba como riéndome y borracho, supongo, y él me dijo que si quería pasar allí la noche y, ¡Dios!, entonces vi lo tarde que era, y le dije que bajaría a echarle un vistazo a Priscilla, y al bajar me la encontré dormida, me asomé a su cuarto y la vi dormida, parecía muy tranquila y muy normal, conque subí otra vez y pasé allí la noche, bebimos bastante y… ¡Dios…!, y no me desperté hasta tarde por la mañana, debía de estar drogado, aquella bebida no tenía nada de corriente, y Rigby ya se había ido a trabajar, era todo muy horrible, y yo me sentía como un canalla, y bajé y Priscilla seguía durmiendo, y la dejé dormir, pero al rato me pareció rara su forma de respirar y traté de despertarla, y luego llamé al hospital y la ambulancia tardó siglos, y la acompañé y en la ambulancia aún seguía con vida, y me quedé esperando y entonces me dijeron que debía hacer mucho que se tomó las píldoras, la tarde anterior, y que no había nada que hacer, y, ¡Cristo!, Brad, después de esto no puedo seguir viviendo, no puedo, no puedo…
—Cállate de una vez —dije—. Tú no tuviste la culpa. La culpa fue mía.
—Brad, perdóname.
—Deja de gimotear como una condenada mujer. Vete, ¿quieres? Tú no tuviste la culpa. Tenía que suceder. Ha sido mejor así. No puedes salvar de la muerte a alguien que la está deseando. Ha sido mejor así.
—Tú me encargaste que la cuidara, y yo…
—Vete.
—¿Adónde voy a ir, adonde voy a ir? Brad, no me eches, me volveré loco, tengo que quedarme contigo, si no, me volveré loco de desesperación, tienes que perdonarme, tienes que ayudarme, Brad, tienes que hacerlo. Mira, me volveré al piso y lo arreglaré un poco y lo limpiaré, en serio, por favor, deja que me quede contigo, a lo mejor puedo serte útil, no es necesario que me des dinero…
—No te quiero en el piso. Lárgate, ¿quieres hacer el favor?
—Me mataré, en serio.
—Pues anda, ve y hazlo.
—Me perdonas, ¿no, Brad?
—Sí, claro. Pero déjame solo. Por favor. —Aparté el paraguas bruscamente, dándole a Francis la espalda, y me encaminé hacia la verja.
Oí que me seguían unos pasos chapoteando en la lluvia. Era Christian.
—Brad, es preciso que hables con Roger. Dice que si quieres esperarle. Tiene un asunto que discutir contigo. Brad, no huyas así. De todos modos, te seguiré, conque no huyas. Ten la bondad de volver para hablar con Roger.
—Debería contentarse con haber matado a mi hermana sin venirme a fastidiar con sus asuntos.
—Bien, espera un momento, espera, espera, aquí viene Roger.
Me quedé esperando bajo el cursi techado de la entrada al cementerio, mientras Roger avanzaba hacia mí bajo su paraguas. Hasta la gabardina que traía puesta era negra.
—Bradley. Qué penoso asunto. Me siento muy culpable.
Le miré, luego me volví y empecé a alejarme.
—Como heredero de Priscilla…
Me detuve.
—Priscilla ha dejado un testamento a mi favor, como es lógico. Pero creo, claro, que los recuerdos de familia, imagino que los habrá, fotografías y esas cosas, deberían ir a parar a tus manos. Y cualquier cosita que te apetezca conservar, ya sabes, no tienes más que decírmelo, o yo mismo elegiré algo para ti, ¿te parece bien? Algunas cositas ella solía tenerlas sobre su tocador y demás.
Su paraguas rozó el mío y di un paso atrás. Un poco más allá veía el expresivo y animado rostro de Christian, observándonos, con la ávida curiosidad de los indemnes. No había traído paraguas y llevaba una gabardina verde oscuro y una elegante capucha negra de ala ancha, como un pequeño sombrero tejano. Francis había vuelto junto a las señoras de las azaleas.
A Roger no le dije una palabra. Me limitaba a mirarle.
—El testamento es muy sencillo, no creo que surjan problemas. Puedes ver una copia, claro. Y, si no tienes inconveniente, podrías devolverme las cosas que te queden de Priscilla, como aquellas joyas, por ejemplo, podrías enviármelas por correo certificado. O puede que fuera más oportuno que me pasara esta tarde por tu casa, ¿estarás? La señora Evandale me ha dicho muy amablemente que podía pasarme por su casa para recoger las cosas que Priscilla se dejó ahí…
Le di la espalda y eché a andar. Le oí decirme:
—Yo también estoy muy disgustado, mucho… pero ¿de qué sirve…?
Christian caminaba a mi lado, refugiándose bajo mi paraguas y tomándome de nuevo del brazo. Pasamos delante de un pequeño Austin amarillo estacionado junto a un parquímetro. Marigold estaba sentada al volante. Al pasar nosotros me saludó con la cabeza, pero hice como que no la había visto.
—¿Quién es? —preguntó Christian.
—La amiga de Roger.
Al rato nos pasó el Austin. Lo conducía Marigold, con una mano sobre la espalda de Roger. Roger tenía apoyada la cabeza en el hombro de ella. No cabía duda de que estaba muy disgustado, mucho.
—Brad, no vayas tan deprisa. ¿No quieres que te eche una mano? ¿No quieres que me entere del paradero de Julian?
—No.
—Pero ¿sabes dónde está?
—No. ¿Te importaría soltarme el brazo?
—Está bien… pero déjame ayudarte, no puedes encerrarte en ti mismo después de todas las tragedias que has sufrido. Hazme el favor de venir a instalarte en Notting Hill. Cuidaré de ti, lo haré encantada. ¿Vendrás?
—No, gracias.
—Pero, Brad, ¿qué vas a hacer respecto a Julian? Algo tendrás que hacer. Si yo supiera dónde está te lo diría, en serio. ¿Quieres que le diga a Francis que la busque? Después de lo sucedido, le conviene tener alguna ocupación. ¿Le digo que se ponga a buscarla?
—No.
—Pero ¿dónde andará, Brad, dónde puede estar, dónde crees tú que está? No pensarás que se ha suicidado…
—No, claro que no —dije—. Está con Arnold.
—Es posible. A Arnold no lo he visto desde…
—Se la llevó en plena noche, contra su voluntad. La tendrá encerrada en algún sitio, estará sermoneándola. Ella no tardará en darle el esquinazo y volverá conmigo, como hizo antes. Eso es todo.
—En… fin… —Christian me miró de reojo, por debajo del ala de su capucha negra—. Así, en general, ¿cómo te sientes, Brad? Verás, necesitas que alguien cuide de ti, necesitas…
—Déjame en paz, ¿quieres hacer el favor? Y a Francis reténlo en Notting Hill. No quiero verle. Y ahora, si me disculpas, iré a coger ese taxi. Adiós.
Lo que había sucedido era perfectamente simple, desde luego. Ahora lo veía con toda claridad. Arnold debió de volver mientras yo dormía y había convencido o forzado a Julian a subir al coche. Puede que le pidiera que se sentara en el coche para tener con ella una charla. Luego habría arrancado de inmediato. Ella debió querer arrojarse del vehículo en marcha. Pero me había prometido no volver a hacerlo. Además, seguramente pretendía hacer que su padre entrara en razón. En esos momentos estarían en algún sitio, discutiendo, peleando. Quizá la tuviera encerrada. Pero ella no tardaría en fugarse y volver conmigo. Yo sabía que era imposible que me dejara así, sin una palabra.
Por supuesto, yo había estado en Ealing. En cuanto llegué a Londres, lo primero que hice fue ir a mi piso, por si había algún mensaje, y luego a Ealing. Estacioné el coche delante de la casa y pulsé el timbre. Nadie acudió. Entonces me senté en el coche y estuve observando la casa. Una media hora después me puse a caminar arriba y abajo por la acera de enfrente. Entonces vi a Rachel, que me observaba desde la ventana del rellano superior. Al cabo de un rato abrió la ventana y gritó: «¡No está aquí!». Y volvió a cerrar la ventana. Me alejé, devolví el coche a la casa de alquiler y regresé a mi piso. Decidí quedarme en él montando guardia porque allí acudiría Julian cuando lograra escaparse. Sólo había salido de casa para asistir a los funerales de Priscilla.
Al volver a mi piso me tumbé en la cama. Francis entró sirviéndose de una llave. Trató de entablar conversación conmigo, me dijo que me estaba preparando el almuerzo, pero no le hice caso. Más tarde se presentó Roger y di orden a Francis de que le entregara algunas de las cosas de Priscilla que seguían en casa. Roger se marchó. No le vi. Hacia el atardecer, Francis entró de puntillas en mi habitación y colocó la dama del búfalo sobre la repisa de la chimenea, junto al «Obsequio de un amigo». Rompí a llorar. Le dije a Francis que se largara de casa, pero una hora después seguía oyéndole trajinar en la cocina.
Quizá el mundo pueda ser fundamentalmente descrito como un lugar de sufrimiento. El hombre es un animal que sufre, sujeto a persistente angustia, dolor y temor, sujeto a la regla de lo que los budistas denominan dukha, la infinita e insatisfecha ansiedad de un ser que desea apasionadamente bienes ilusorios. En este valle de lágrimas, sin embargo, hay múltiples regiones. Todos sufrimos, pero sufrimos de manera distinta. Una persona iluminada podría compadecerse, quién sabe, del angustiado millonario con tanta energía como se compadece del campesino hambriento. Acaso el sino del millonario sea más genuinamente digno de compasión, puesto que se engaña con el solaz de falsos y efímeros placeres, mientras que en la miseria del campesino puede haber una innata sabiduría. Pero tales juicios están reservados a las personas iluminadas, y a los mortales corrientes que fingen pronunciarlos podría llamárseles, con toda justicia, frívolos. Nosotros creemos lógicamente que es peor morirse de hambre en la miseria que bostezar en medio del fausto. Si el sufrimiento del mundo fuera, como podría llegar a imaginarse, menos grave, si el aburrimiento y los simples desencantos mundanos constituyeran nuestras más onerosas pruebas, y si —lo que resulta más difícil de concebir— apenas nos lamentáramos de nuestras desgracias y acogiéramos a la muerte como acogemos el sueño, acaso nuestra moralidad fuera inmensamente, quizá totalmente, distinta. El hecho de que el mundo sea un lugar de horror debe afectar a todo artista o pensador serio, nublando sus reflexiones, destrozando su organismo, a veces, incluso, llevándole a la locura. Toda seriedad evita eso en su momento de peligro, y los grandes hombres que se nos antoja que lo han descuidado sólo lo han hecho en apariencia. (Esto es una tautología). Este es el planeta donde reina el cáncer, donde la gente, de forma regular y automática, y casi sin chistar, se muere como moscas a causa de inundaciones, hambre o plagas, donde luchan unos con otros con monstruosas armas a cuyos efectos ni las pesadillas pueden hacer justicia, donde los hombres aterrorizan y atormentan a los demás y se pasan la vida mintiendo por temor. Aquí habitamos.
¿Puede alegarse que este telón de fondo prohíbe el refinamiento de la moral? Cuán a menudo, mi querido amigo, hemos hablado sobre esto. ¿Es que el artista no ha de gozar de esparcimiento? ¿Debe ser un embustero quien hace feliz, y puede el espíritu que contempla la verdad también pronunciarla? ¿Cuál es, cuál puede ser el alcance de un corazón lo bastante serio? ¿Es que debemos siempre enjugarnos las lágrimas, o al menos ser conscientes de ellas, o seguir condenados? Para esas preguntas no tengo respuesta. Quizá haya una muy extensa y quizá no haya ninguna. La pregunta perdurará mientras perdure nuestro planeta (que puede no ser mucho tiempo) para confundir a nuestros sabios, a veces, por cierto, literalmente, haciendo de ellos demonios. ¿No debe la respuesta a tal pregunta ser demoníaca? Cómo debe de reírse Dios. (Él mismo un demonio).
Esto preludia, querido amigo, mi apología, que te ofrezco no por primera vez, referente a esta historia de amor. ¿Las penas del amor? ¡Bah! Y también el éxtasis del amor, la gloria del amor. Platón yacía junto a un hermoso joven y no le avergonzaba ver en ello el comienzo de la senda que conduce hasta el sol. Un amor infortunado es, o puede ser, una revelación de puro sufrimiento. Desde luego, nuestros reveses, con gran frecuencia, están empañados y amargados por celos, remordimientos, odio, mezquinos y serviles «¡ojalá!» de un espíritu quisquilloso. Pero incluso en este contexto puede haber intuiciones de una agonía más sublime. ¿Y quién puede afirmar que esto no es, en cierto aspecto, una identificación con aquellos que se ven afligidos de manera bien distinta? Zeus, según dicen, se ríe de los votos de los amantes, y acaso nosotros nos sonreímos solapadamente al mismo tiempo que nos compadecemos de los amantes desgraciados, sobre todo si son jóvenes. Estamos persuadidos de que se recuperarán. Tal vez lo hagan, sea cual fuere esa recuperación. Pero hay momentos de padecimiento que persisten en nuestra existencia como negros absolutos y que nunca llegan a borrarse. Afortunados aquellos para quienes esas negras estrellas arrojan cierta luz…
Por supuesto que yo sentía remordimientos. El amor no puede tolerar la muerte. La experiencia de la muerte destruye el deseo sexual. El amor debe enmascarar la muerte o perecer en sus manos. A los muertos no podemos amarles. Amamos a un fantasma que nos consuela en secreto. Lo que el amor en ocasiones confunde con la muerte es una suerte de intenso sufrimiento, un dolor que puede ser soportado y absorbido. Pero la noción de un fin real, eso no puede contemplarse. (El falso dios castiga, el dios real mata). De hecho, en el lenguaje del amor el concepto de un fin carece de significado. (Así, debemos ir más allá del amor o modificarlo por completo). Claro está que la muerte de Priscilla, en relación con mi amor por Julian, era un accidente espantoso y totalmente fortuito. En efecto, fue mi sentido de su total incongruencia, su casi no haber sucedido, lo que me permitió cometer el pecado de ocultación y aplazamiento que tanto escandalizó a mi amada. Y tal evasión fue un error que, por decirlo así, cristalizó la muerte de mi hermana en algo mucho más difícil de asimilar por ese amor ajeno. Todo esto lo vi con mucha claridad más tarde. Debí haber confiado en el futuro, debí haberlo arriesgado todo, debí haber ido en busca de Julian y llevármela conmigo a Londres, a aquel sórdido e incongruente horror.
Esto lo pensé más tarde, tendido en la cama, mientras Francis rondaba de puntillas por la casa inventándose tareas. Me quedé tendido en mi lecho, con las cortinas de la habitación medio corridas, contemplando la repisa de la chimenea y la dama del búfalo y el «Obsequio de un amigo». También experimentaba una violenta cólera hacia Arnold, lo que era una suerte de celos, un sentimiento ruin. A fin de cuentas, él era su padre y tenía con ella una relación inquebrantable. Yo no tenía nada. Más tarde se me preguntó si yo creía de verdad que Arnold había regresado aquella terrible noche para llevarse a Julian. No puedo contestar a eso directamente. Mi estado de ánimo, que a continuación trataré de explicar, no es fácil de describir. Yo pensaba que si no alcanzaba a crear un patrón de creencias cuando menos plausibles, a fin de extraer algún sentido tolerable a todo lo sucedido, me moriría. Aunque me figuro que lo que yo concebía no era la muerte real, sino un tormento tal que la muerte sería preferible. ¿Cómo iba a poder vivir con la idea de que ella me había abandonado en plena noche sin una palabra? No era posible. Yo sabía que había una explicación. ¿Deseaba yo entonces a Julian? La pregunta es superflua.
Procuré, debido a una especie de sentido común de autodefensa y en última instancia, vivir el sufrimiento puro. Ah, vosotros, mis compañeros en el dolor, que lloráis con mermada esperanza y artificioso y fantástico anhelo la pérdida del ser amado, permitidme al menos haceros esta recomendación: vivid el sufrimiento puro. Desechad los remordimientos, desechad el resquemor y las convulsiones de los degradantes celos. Entregaos al dolor inmaculado. Así, en el mejor de los casos os reuniréis con vuestra alegría con un amor mucho más puro. Y en el peor… conoceréis los secretos del dios. En el mejor de los casos tendréis el privilegio de olvidar. En el peor, el privilegio de conocer. La esperanza es el peor de los tormentos, y yo hice un pacto con la esperanza. Esperaba, sí, mas oculté mi esperanza en una nube negra. Una parte de mi ser sabía que Julian me amaba, que era parte de mí, y que no me podría ser arrebatada. Otra parte de mi ser recordaba, esperaba, gemía. No dejé que hubiera tráfico entre ellas, ni especulación ni discusión, ni que una disminuyera a la otra. Pasaba mi tiempo, en la medida de lo posible, en un dolor puro y abrasador. ¿Puede uno llegar más allá de esa imagen del dolor? Al infierno se le representa como fuego. Y eso es cuanto pudieron hacer los hombres que corrieron las baquetas en la Rusia imperial cuando un escritor inquisitivo, su camarada de prisión, les interrogaba acerca de sus sufrimientos.
En la espera el tiempo se devora a sí mismo. Dentro de cada minuto, de cada segundo, se abren grandes cavidades. En cada momento lo ansiado puede suceder. Pero, al mismo tiempo, la aterrada mente ha avanzado volando a través de siglos de oscura desesperación. Procuré asir y detener esas vertiginosas convulsiones del espíritu, tendido de espaldas en mi lecho, contemplando la ventana iluminarse de la oscuridad a la luz y volver a apagarse de la luz a la oscuridad. Qué extraño que un demoníaco sufrimiento yazca supino, mientras que un sufrimiento glorificado yace prono.
Avanzaré ahora la narración citando diversas cartas.
Sé que en cuanto puedas hacerlo te pondrás en comunicación conmigo. Estaré en casa en todo momento. Soy un cadáver que aguarda a su Salvador. El azar y su propia fuerza indujeron la revelación de una pasión que el deber pudo haber ocultado. Una vez revelada, la prodigiosa entrega de tu ser la incrementó un millar de veces. Soy tuyo para siempre. Y sé que me amas y confío absolutamente en tu amor. No podemos ser derrotados. Pronto vendrás a mí, amor mío, mi reina. Entretanto, amada mía, no imaginas el dolor que padezco.
B.
Querida Christian:
¿Tienes idea de dónde está Julian? ¿Se la ha llevado Arnold a algún sitio? Debe retenerla escondida a la fuerza. Si consigues descubrir algo, por vago que sea, por Dios te pido que me lo comuniques.
B.
Ten la bondad de contestar enseguida por teléfono o por carta. No quiero verte.
Querido Arnold:
No me asombra que temas volver a encontrarte conmigo. No sé cómo convenciste u obligaste a Julian para que se fuera contigo, pero no creo que ningún argumento tuyo pueda mantenernos separados. Julian y yo hemos hablado con plena comprensión y conocimiento mutuo. Después de tu primera partida todo quedó solucionado entre nosotros. Tus «revelaciones» no tuvieron ni pueden tener el menor efecto. Estás tratando con un vínculo mutuo que, puesto que en tus libros no haces mención de él, presumo que desconoces. Julian y yo reconocemos al mismo dios. Nos hemos encontrado, nos queremos, y no existe ningún impedimento a nuestro matrimonio. No imagines que puedes constituirlo. Has podido comprender que Julian ni siquiera estaba dispuesta a escucharte. Te ruego reconozcas que tu hija ya no es una niña y que ha hecho su elección. Acepta, como al fin no tendrás otro remedio, su libre decisión en favor mío. Es natural que le importe lo que pienses, pero también es natural que no te obedezca. Espero su regreso a cada hora que pasa. Quizá, cuando recibas esta carta, ella se encuentre ya conmigo.
Los reparos que te inspiro como pretendiente tienen, claro está, profundas motivaciones. La cuestión de mi edad, aunque importante, no es crucial. Has llegado incluso a confesarme que como escritor eres un hombre desengañado. Siempre me has envidiado porque he conservado puro mi don y tú no lo has hecho. La continua creación mediocre puede amargar toda una vida. El compromiso con ser un segundón, que es el sino de prácticamente todo hombre, el mal artista lo exterioriza en un persistente testimonio. Cuán preferible es el silencio y el lenguaje precavido de un empeño más riguroso. Que yo me haya hecho acreedor al amor de tu hija debe de parecerte el colmo, lo comprendo bien.
Lamento que nuestra amistad, o como quieras llamar a la obsesiva relación que durante tantos años nos ha unido, terminara de este modo. Este no es momento para pronunciar su elegía. El hecho de que yo me sienta ahora vengativo respecto a ti obedece sencillamente a que eres un obstáculo en el camino de algo mucho más importante que toda «amistad». Sin duda obras con prudencia al mantenerte alejado de mí. Y si vuelves a visitarme, no traigas contigo un arma contundente. Las amenazas y los amagos de violencia me desagradan. La violencia que llevo dentro de mí es suficiente para estallar con la menor provocación, te lo aseguro.
Julian y yo decidiremos a solas y como nos parezca más conveniente nuestro futuro. Nosotros nos comprendemos perfectamente. Te ruego que aceptes este hecho y ceses en tus crueles y vanos intentos de forzar a tu hija a hacer lo que ella no desea hacer.
B. P.
Querido Brad:
Gracias por tu carta. No sé dónde está Julian (¡palabra de honor!), tengo entendido que se aloja en casa de unos amigos. He visto a Arnold y se ríe de toda esta cuestión. No comprendo por qué te alteras tanto. (Confieso que al principio más bien me divirtió). Se trata de una joven muy atractiva, desde luego, pero ¿no te estará viendo como una especie de tío o padrino postizo? Este asunto me tiene desconcertada. Arnold dice que te la llevaste a pasar unas vacaciones junto al mar y que cuando te pusiste demasiado intenso ella se largó. En todo caso, ésa es su versión de los hechos. Creo que bien está lo que bien acaba, honi soit qui mal y pensé, que no hay humo sin fuego, etcétera. Me figuro que ya estarás algo más calmado. Te ruego que vengas a verme. Sé que estabas en casa la última vez que pasé por ahí, te vi por el cristal de la puerta del vestíbulo. (Ese cristal es muy transparente, sobre todo si está abierta la puerta de la salita). Supongo que todavía tendrás a Francis (con el que ya te puedes quedar), el cual está chiflado por ti. ¡No me asombra que creas que todo el mundo debe de estarlo! Véase más abajo.
Brad (ésta es la parte más importante de la carta), quiero decirte lo siguiente: por una parte preferiría no haber conocido a Arnold enseguida, a mi llegada. Él me gusta, me inspira curiosidad y me divierte. (Y a mí me gusta que me diviertan). Pero creo que él sólo es una «pista falsa». Volví por ti. (¿Lo sabías?). Y sigo aquí por ti. Me atraes profundamente, nunca renuncié a ti. Y en el fondo eres más divertido que Arnold. De modo que, ¿por qué no nos juntamos? Si necesitas consuelo, te consolaré. Como te he dicho, soy una viuda muy atractiva, inteligente y rica. Hay mucha gente que me va detrás. Así que ¿qué te parece, Brad? ¿Sabes una cosa?, todo aquello de hasta que la muerte nos separe tiene su significado. Volveré a llamarte mañana.
Con todo mi cariño para ti, mi bueno y viejo Brad,
CHRIS.
El pasaje antes citado sobre lo de «esperar» acaso sugiera que habían pasado semanas. De hecho, habían pasado cuatro días, que parecían como cuatro años.
Los hombres que viven de palabras y de escribir pueden atribuir, como ya he observado, una eficacia casi prodigiosa a una comunicación en ese sentido. Escribí tres veces la carta a Julian, enviando una copia de la misma a Ealing, una a su escuela de prácticas y otra a la escuela de magisterio. Apenas podía creer que alguna de ellas le llegara a las manos, pero el hecho de escribirlas y tirarlas al buzón aliviaba mi angustia.
Al día siguiente de las exequias Hartbourne telefoneó para explicar con todo detalle qué le había impedido asistir. He olvidado decir que antes de eso le había dictado a Francis por teléfono una nota de pésame, muy bien redactada, por la muerte de Priscilla. También llamó mi médico de cabecera para comunicarme que la marca de somníferos que yo solía tomar había sido incluida en la lista de medicamentos prohibidos.
Al tercer día, por la tarde, se presentó Rachel. Como es lógico, cada vez que sonaba el timbre de la puerta yo corría a abrirla, aturdido de esperanza y de temor. En dos ocasiones era Christian (a quien no dejé pasar), otra se trataba de Rigby preguntando por Francis. (Francis salió y ambos estuvieron un rato hablando en la plazuela). La cuarta vez fue Rachel. La vi a través del cristal y le abrí la puerta.
Ver a Rachel allí en el piso era como un mal viaje en la máquina del tiempo. Había un olor-recuerdo como un hedor a putrefacción. Me sentía trastornado, físicamente repugnado, atemorizado. Su amplio y pálido semblante me resultaba angustiosamente familiar, si bien con la ambigua y velada familiaridad de un sueño. Era como si hubiera venido a visitarme mi madre envuelta en su mortaja.
Entró meneando la cabeza en un arrebato de excitación, con un aire de seguridad, casi de exaltación, posiblemente fingido. Pasó ante mí sin mirarme, con las manos enfundadas en los bolsillos de su abrigo de mezclilla, que la llovizna había cubierto como con una tela de araña. Se la veía decidida y estaba muy guapa, y me aparté de su camino. Se despojó de su gorro de lana y de su abrigo, los sacudió un poco y los colgó en la percha del vestíbulo. Nos sentamos en la salita, a la fría y cobriza luz de un temprano atardecer.
—¿Dónde está Julian?
Rachel se alisó la falda y dijo:
—Bradley, quería decirte que he sentido mucho lo de Priscilla.
—¿Dónde está Julian?
—¿No lo sabes?
—Sé que volverá. Pero no sé dónde está.
—Pobre Bradley —dijo Rachel. Soltó una risita nerviosa, jaculatoria, como si tosiera.
—¿Dónde está?
—De vacaciones. En estos momentos no sé dónde se encuentra, en serio. Aquí tienes la carta que le enviaste. No la he leído.
Tomé la carta. La devolución de una misiva apasionada que no ha sido leída asóla remotas regiones de la imaginación. Si ella, en algún sitio, hubiese leído mis palabras, el mundo habría cambiado. Ahora todo volvía a soplarme a la cara, como hojas muertas.
—Rachel, te lo suplico, ¿dónde está?
—Te aseguro que lo ignoro, no estoy en contacto con ella. Bradley, déjalo correr. Piensa en tu dignidad o algo por el estilo. Tienes un aspecto horrible, pareces tener cien años. Al menos, podrías afeitarte. Todo esto no son más que imaginaciones tuyas.
—No lo creiste así cuando Julian dijo que me quería.
—Julian es una criatura. Este último asunto ha tenido mucho más que ver conmigo y con Arnold que contigo. Deberías saber más acerca de la naturaleza humana, se supone que eres escritor. Claro que en cierta manera fue «serio», pero lo que hace la gente no significa solamente una cosa. Julian nos adora, pero de vez en cuando le gusta montar revoluciones. Quizá seamos unos padres algo pesados, y ella es hija única. Así que con una mano nos aparta y con la otra nos atrae. Quiere asegurarse de que es libre, y al mismo tiempo quiere nuestra atención, le gusta verse reprendida. No es la primera vez que se sirve de alguien para enojarnos. Hace un año creyó estar locamente enamorada de uno de sus profesores que, en fin, no era tan mayor como tú, pero estaba casado y tenía cuatro hijos, y ella lo convirtió en una especie de pequeña «demo» contra nosotros. Arnold y yo supimos cómo tomárnoslo. Todo terminó felizmente. Tú no eres más que su siguiente víctima.
—Rachel —dije—, me estás hablando de otra persona. No estás hablando de Julian, de mi Julian.
—Tu Julian es un personaje de ficción. Eso trato de hacerte ver, querido Bradley. No digo que no le importaras, pero las emociones de una joven son un caos.
—Y tú le estás hablando a otra persona. No tienes ni idea de con qué estás tratando. Vivo en un mundo diferente, estoy enamorado y…
—¿Y crees que en estas palabras que pronuncias con tanta solemnidad hay algo mágico?
—Sí. Todo está pasando en un plano distinto…
—Esto es una forma de demencia, Bradley. Sólo los dementes piensan que hay unos planos separados de otros. Todo esto es un lío, Bradley, todo es un lío. Dios sabe que esto te lo digo de buena fe.
—El amor es una suerte de certeza, acaso la única.
—Es un estado de ánimo…
—Es un estado de ánimo auténtico.
—Bradley, basta. Ultimamente lo has pasado muy mal, no me extraña que tengas la cabeza como un bombo. Lamento horrores lo de Priscilla.
—Priscilla. Sí.
—No te culpes demasiado.
—No…
—¿Dónde la encontró Francis? ¿Dónde estaba tendida cuando la encontró?
—No lo sé.
—¿No se lo preguntaste?
—No. Supongo que estaría en la cama.
—Yo habría querido conocer todos… los detalles… creo…, para hacerme una idea… ¿La viste de cuerpo presente?
—No.
—¿No tuviste que identificarla?
—No.
—Alguien debió de hacerlo.
—Roger.
—Es raro eso de identificar a los muertos, lo de reconocerlos. Espero no tener que hacerlo nunca…
—Él la tiene prisionera en algún sitio. Lo sé.
—Desde luego, Bradley, pareces estar viviendo en una especie de sueño literario. Todo es mucho más insulso y enredado de lo que imaginas, hasta las cosas más terribles.
—Ya la había encerrado antes en su habitación.
—No hizo tal cosa. La chica estaba inventando fábulas.
—¿Es cierto que no sabes dónde está?
—Es cierto.
—¿Por qué no me ha escrito?
—Lo de escribir cartas nunca se le ha dado bien. De todos modos, dale tiempo. Ya te escribirá. Puede que sea una carta que le cueste escribirla.
—Rachel, no sabes lo que llevo dentro, no sabes lo que representa estar en mi piel, estar donde estoy. Es una cuestión de absoluta certeza, ¿comprendes?, de conocer tu propia mente y la de otra persona con absoluta certeza. Esto es algo totalmente sólido, de antiguo, como si hubiera existido desde siempre, desde que comenzó el mundo. Por eso, lo que tú dices es vacío, para mí no tiene ningún sentido, es como un galimatías. Ella lo comprende, una vez me habló en este lenguaje. Nos queremos.
—Bradley, querido, trata de volver a la realidad…
—Esta es la realidad. Dios mío, ¿y si estuviera muerta…?
—No seas tonto. Me pones enferma.
—Rachel, no estará muerta, ¿verdad?
—¡Pues claro que no! Y procura verte a ti mismo. Eres absurdo, estás recitando un melodrama, y me lo estás recitando a mí, ¡nada menos que a mí! Hace un par de semanas me estabas besando apasionadamente y estábamos tendidos juntos en la cama. Y ahora esperas que me crea que en el espacio de cuatro días te ha entrado la gran pasión por mi hija. ¡Esperas que me lo crea yo, y, según parece, que encima me compadezca de ti! ¡Andas algo despistado! Al menos, aunque sólo fuera por dignidad, o tacto, o simple delicadeza, podrías reprimir todas estas efusiones. Bueno, no pongas esa cara. Recuerdas haber estado en la cama conmigo, ¿no?
En cierto modo, la verdad es que no lo recordaba. No podía relacionar ningún acontecimiento preciso con la imagen de Rachel. En este sentido la memoria no era más que una nube fría que me hacía estremecer. Ella era una persona que me resultaba familiar, una presencia familiar, pero la idea de que yo hubiera hecho alguna vez algo con ella era totalmente oscura, hasta ese extremo había despojado a mi vida el acontecimiento de Julian de todo contenido significativo, separando a la historia de la prehistoria. Yo quería explicarlo.
—Sí… claro… que lo recuerdo… pero es como si… desde Julian… todo estuviera… como amputado y… el pasado hubiera desaparecido del todo… en cualquier caso, no significaba nada… fue sólo… lamento herirte, pero al estar enamorado se tiene que decir siempre la verdad… Sé que debe parecerte que ha habido como una… traición… debes sentirte resentida…
—¿Resentida? ¡Jesús, desde luego que no! Sólo siento lástima de ti. En realidad, todo es una pena y como inútil y bastante patético. En fin, un asunto muy triste, quizá un desengaño, una desilusión. Ahora me parece asombroso que llegara a creerte una especie de hombre fuerte y sabio o que pudieras ayudarme. Me conmovió mucho que me hablaras sobre nuestra amistad eterna. Entonces parecía tener cierto significado. ¿Recuerdas haberme hablado sobre la amistad eterna?
—No.
—Pero ¿es posible que no lo recuerdes? Qué raro eres. Me pregunto si no estarás a punto de sufrir un colapso nervioso. ¿Es posible que no recuerdes nada de nuestra liaison?
—No hubo tal liaison.
—Vamos, no me vengas con eso. Conforme con que fue breve y estúpido y supongo que bastante inverosímil. No me sorprende que Julian apenas pudiera creérselo.
—¿Se lo contaste a Julian?
—Sí. ¿No se te ocurrió que podría hacerlo? ¡Ah, pero claro, tú lo habías olvidado todo!
—¿Le dijiste…?
—Y me temo que también se lo conté a Arnold al poco de haber sucedido. No eres el único que tiene ciertos estados de ánimo. En todo caso, con mi marido no soy demasiado discreta. Es el riesgo que se corre con las personas casadas.
—¿Cuándo se lo dijiste a ella… cuándo…?
—No fue hasta más tarde. Cuando Arnold fue a vuestro nido de amor y le llevó a Julian una carta mía. Se lo contaba en aquella carta.
—¡Jesús!, debió de leer la carta… después…
—A Arnold le pareció que podría servir de argumento. Es partidario de las medidas radicales. Creyó que eso podría hacerla volver corriendo para someterme a un interrogatorio.
—¿Qué le contaste?
—Y al no volver ella, confieso que…
—¿Qué le contaste?
—Pues lo que había sucedido, sencillamente. Que tú parecías haberte enamorado de mí, que te pusiste a besarme apasionadamente, que nos acostamos, que no fue un gran éxito, pero que me juraste eterna devoción y demás, y que entonces vino Arnold y tú saliste corriendo sin ponerte los calcetines, y que le compraste a Julian aquel par de botas…
—¡Dios mío…! ¿Le dijiste… todo eso…?
—Bien, ¿y por qué no? A fin de cuentas, eso es lo que ocurrió, ¿no es así? No irás a negármelo… Venía al caso, ¿no? Era parte de ti. Ocultárselo no habría estado bien.
—¡Oh, Dios…!
—Es lógico que quisieras olvidarlo. Pero, Bradley, somos responsables de nuestros actos, y nuestro pasado nos pertenece. No puedes borrarlo sumergiéndote en un mundo de fantasía y decretando que la vida empezó ayer. No puedes transformarte en otra persona de la noche a la mañana, por muy enamorado que te sientas. Esa clase de amor es una ilusión, toda esa «certeza» de la que hablabas es una ilusión. Es como estar bajo los efectos de una droga.
—No, no, no.
—De cualquier modo, eso se ha terminado y aquí no ha pasado nada. No debes preocuparte demasiado ni sentir muchos remordimientos ni nada. Ella ya había comprendido que fue una equivocación. Tiene cierto sentido común. En serio, no debes tomarte los sentimientos de una joven tan al pie de la letra. No creas que has perdido una perla muy valiosa, querido Bradley, eso ya lo comprenderás antes de lo que imaginas. No tardarás en suspirar de alivio. Julian es una chiquilla muy corriente. Es inmadura, no está formada, es como un embrión. No te niego que había mucha emoción flotando en el ambiente, pero lo cierto es que no importaba demasiado quién fuera el receptor. Es una época en la vida muy voluble. En estos grandes arrebatos no hay nada estable, permanente o profundo. En los últimos dos o tres años se ha «enamorado locamente» no sé cuántas veces. Pero, hombre, ¿de veras creiste que ibas a ser el punto de amarre en la pasión de una joven? ¿Cómo sería posible? Una chica como Julian amará a un centenar de hombres antes de dar con el que le conviene. Yo era igual. Despierta, Bradley. Mírate al espejo. Vuelve a la tierra.
—¿Y ella acudió directamente a ti?
—Me imagino que sí. Llegó poco después que Arnold…
—¿Y qué dijo?
—Deja de mirarme con esa expresión de rey Lear…
—¿Qué dijo?
—¿Qué iba a decir? ¿Qué podía decir cualquiera en sus circunstancias? Lloraba como una Magdalena…
—¡Dios mío, Dios mío…!
—Me hizo que se lo repitiera todo con detalle y jurarle que era cierto, y entonces me creyó.
—Pero ¿qué dijo? ¿No recuerdas nada de lo que dijo?
—Dijo: «Si al menos hubiera ocurrido hace más tiempo…». Supongo que en eso llevaba razón.
—No lo ha entendido. No fue en absoluto como tú lo has contado. Cuando dijiste eso, no era verdad. Esas palabras que empleaste reflejan algo que no es verdad. Insinuaste…
—¡Perdona! ¡No sé qué palabras pretendes que empleara! ¡A mí aquéllas me parecieron bastante indicadas y justas!
—No puede haberlo entendido…
—Creo que sí lo entendió, Bradley. Lo siento, pero así es.
—Dijiste que lloraba.
—Ah, como una loca, como un crío a punto de ser ahorcado. Pero siempre ha disfrutado mucho llorando.
—¿Cómo pudiste contárselo, cómo pudiste…? Pero ella debió de hacerse cargo de que no fue así, que no fue así…
—¡Pues yo creo que así es como fue!
—¿Cómo fuiste capaz de contárselo?
—Fue idea de Arnold. Aunque, teniendo en cuenta las circunstancias, a mí también me pareció que no debía seguir siendo discreta. Imaginé que una pequeña conmoción serviría para que Julian recobrara el sentido…
—¿A qué has venido hoy aquí? ¿Te ha enviado Arnold?
—No, no exactamente. Creí que debía ponerte al corriente sobre Julian.
—¡Pero si no me has dicho nada!
—Sobre el hecho de que… en fin, ya debes suponerlo… todo ha terminado.
—¡No!
—No grites. Y he venido, aunque lo que te digo no te importará, claro, por una especie de sentimiento caritativo. Creí que podría ayudarte.
—Debo ver a Julian, debo verla, debo dar con ella, debo explicarle…
—Yo quería aclarar las cosas. Ahora que todo ha terminado felizmente. Desde el día en que Arnold te llamó y viniste, me ha parecido como si anduvieras a ciegas, sin comprender nada, como engañado. Supongo que mis intentos de ayudarte no han servido de nada. Y yo pretendía realmente ayudarte. Sé que tienes fuertes necesidades emotivas, sé que eres un hombre que se siente muy solo, quizá no debí inmiscuirme. Pero, dado que mi posición era tan fuerte, pensé que sí podía inmiscuirme. Lo de que a mí no me pasaba nada fue la suposición que estúpidamente creí que compartías. Me refiero a que di por sentado que comprendías lo unidos y lo felices que somos Arnold y yo. Tal vez debí dejar eso bien claro. No es que yo te indujera a error, pero, sin quererlo, debí dejar que te engañaras, lo siento. Cuando las personas te necesitan, hay que andarse con mucha prudencia, y no tuve la suficiente. Me temo que ésa es una de las injusticias que a veces cometen las parejas casadas. Ofrecen a la gente su comprensión, o andan buscando comprensión, y luego corren a casa a contárselo todo al otro. Nunca he engañado a Arnold, y él jamás me ha engañado a mí. Puede que los de fuera no logren comprenderlo, quizá no puedan. Un buen matrimonio es muy fuerte y flexible, es resistente. Tú has hablado de traición y de resentimiento. Me temo que más bien has sido tú el traicionado y el que deba soportar la carga del resentimiento. Considero que la culpable soy yo, lo lamento, no debí suponer que lo comprenderías. A veces las personas casadas hieren a las que no lo están precisamente por ese motivo, y es que tenemos tanta suerte… Arnold y yo estamos muy unidos, hasta nos hemos reído de todo esto, de lo de Christian, lo de Julian. Y, gracias a Dios, todo ha terminado bastante bien. Sé que en estos momentos te sientes un tanto disgustado, pero pronto se te pasará. Ha sido un viaje al absurdo. Incluso tal vez te beneficie. Así que, ánimo, querido Bradley. No es conveniente tomarse la vida tan a pecho.
La contemplé con asombro; estaba guapa, pálida y melosa, exultante y concisa, elocuente, vibrando de dignidad y resolución.
—Rachel, creo que tú y yo no nos comprendemos en absoluto.
—Bien, descuida. Ya te irás sintiendo más aliviado. Procura no sentirte resentido ni conmigo ni con Julian. Si lo haces, sólo conseguirás hacerte desgraciado.
—No hablamos el mismo lenguaje. Me parece estar escuchando cosas que no tienen el menor sentido. Lo siento, yo… Sea lo que fuere, ¿no está Arnold enamorado de Christian? Creí que de eso se trataba…
—Naturalmente que no. Eso fue algo que se inventó Christian. Ella le iba detrás, ya sabes la energía que se gasta esa mujer. Él se sentía halagado y divertido, claro, pero nunca se lo tomó en serio. Por fortuna, ella es una mujer sensata y pronto comprendió que eso no la llevaba a ninguna parte. Bradley, ¿por qué no vas a ver a Christian? En el fondo es muy buena. Tú y ella podríais ser de mucho consuelo el uno para el otro. Como ves, no estoy siendo dura contigo, todavía me importas y quiero ayudarte.
Me levanté, me acerqué al escritorio y saqué la carta de Arnold. Sólo lo hice con el propósito de convencerme de que no lo había soñado. Quizá tuviera la memoria trastornada. En lo de la carta de Arnold había como una laguna, y, sin embargo, a mí me parecía recordar… Sosteniendo la carta en la mano, dije:
—Julian volverá a mí. Lo sé. Lo sé con tanta seguridad como…
—¿Qué tienes ahí?
—Una carta de Arnold. —Me quedé observando la carta. Sonó el timbre de la puerta.
Arrojé la carta sobre la mesa y corrí a abrir la puerta con el corazón angustiado.
Fuera había un cartero con una enorme caja de cartón, que había dejado en el suelo.
—¿Qué es?
—Un paquete para el señor Bradley Pearson.
—¿De qué se trata?
—No lo sé, señor. ¿Es usted? ¿Quiere que la deje en el umbral? Pesa una tonelada.
El cartero metió la enorme caja cuadrada en el umbral, empujándola con la rodilla, y se marchó. Al volver a la salita vi a Francis sentado en las escaleras. Era evidente que había estado escuchando. Era como una aparición, uno de esos espíritus que describen los escritores y que parecen seres corrientes y sin embargo no lo son. Sonrió servilmente. No le hice caso. Rachel estaba junto a la mesa, leyendo la carta. Me senté. Me sentía muy cansado.
—No has debido enseñarme esta carta.
—No te la he enseñado.
—No sabes lo que has hecho. Nunca podré perdonarte, nunca.
—Pero, Rachel, me has dicho que tú y Arnold os lo contabais todo, de manera que…
—¡Dios!, qué ruin eres, qué vengativo…
—¡Yo no he tenido la culpa! No creo que eso vaya a alterar las cosas…
—No comprendes nada. Eres un destructor, un destructor negro y rencoroso. Eres de los que andan por ahí en trance destruyendo lo que encuentran a su paso. No me asombra que no puedas escribir. En realidad, no estás aquí. Julian te miró y por un momento te hizo real. Yo te hice real por un instante porque sentía pena por ti. Ahora todo ha terminado y de ti no queda más que una especie de vampiro loco y malévolo, un fantasma vengativo. ¡Dios, qué lástima me das! Pero jamás podré perdonarte. Y jamás podré perdonarme a mí misma por no haberte mantenido en el lugar que te corresponde, a una distancia prudente. Eres un hombre malvado y peligroso. Eres uno de esos infelices que pretenden destruir la felicidad allí donde la ven. Esto lo has hecho por maldad, para…
—No era mi intención que la leyeras, te lo aseguro, ha sido un absurdo accidente, no quería disgustarte. De todos modos, a estas alturas Arnold ya habrá cambiado de parecer…
—Pues claro está que tu intención era que yo la leyese. Ésa ha sido tu ruin venganza. Te odio por eso y para siempre. No entiendes nada de lo que pasa aquí, nada en absoluto… Y pensar que te habrás estado recreando con esa carta e imaginando…
—No me he estado recreando…
—No lo niegues. ¿Por qué ibas a conservarla como arma contra mí, si no para mostrármela y herirme porque piensas que te he abandonado…?
—¡Te aseguro, Rachel, que de ti ni me había acordado!
—¡Aaaaah…!
El alarido de Rachel estalló en la penumbra de la estancia, más visible de pronto que la pálida redondez de su semblante. Vi el trastornado tormento de sus ojos y de su boca. Se precipitó hacia mí, o puede que sólo se precipitara hacia la puerta. Me hice a un lado, dando un traspiés y golpeándome el codo contra la pared. Ella pasó ante mí como un animal en estampida y escuché el suspiro que siguió a su alarido. La puerta principal se abrió bruscamente y a través de ella vi la luz de las farolas reflejada en el suelo húmedo de la plazuela. Salí lentamente, cerré ambas puertas y empecé a encender las luces. Francis continuaba sentado en la escaleras. Sonrió con una sonrisa aislada e incongruente, como si fuera un insignificante espíritu errante, perteneciente a otra época, a otra historia, una especie de Puck perdido y sin dueño, sonriendo con una sonrisa pensativa, servil, espontánea y afectuosa.
—Has estado escuchando.
—Brad, lo siento…
—No importa. ¿Qué demonios es eso? —Le propiné una patada a la caja de cartón.
—Yo la abriré, Brad.
Me quedé observando mientras Francis rasgaba el cartón y retiraba la tapa.
La caja estaba llena de libros: El laberinto precioso, Los guantes del poder, Tobías y el ángel caído, Un estandarte con una extraña divisa, Ensayos de un buscador, Una calavera en llamas, Un conflicto de símbolos, Los hoyos en el cielo, La espada de cristal, Misticismo y literatura, La doncella y el mago, El cáliz atravesado, Dentro de un copo de nieve.
Los libros de Arnold. Decenas de ellos.
Miré la gigantesca y compacta montaña de pedantes palabras impresas. Cogí uno de los tomos y lo abrí al azar. Me sentía invadido por la ira. Con una exclamación de disgusto, traté de despedazar el libro por la mitad, partiendo el lomo en dos pedazos, pero se me resistía, así que me puse a arrancar las páginas a puñados. El libro siguiente era una edición de bolsillo y lo rompí en dos y luego en cuatro. Tomé otro. Francis me contemplaba, su rostro se iluminaba de aprobación y gozo. Luego bajó las escaleras para ayudarme, mascullando «¡Hala!, ¡hala!», mientras destrozaba los libros y perseguía y volvía a desgarrar las hojas impresas que iban cayendo en cascadas. Acabamos con el contenido de la caja, trabajando denodadamente, como hombres en el río, con los pies firmemente plantados y separados, al tiempo que el montón de desmembrados desechos se apilaban a nuestro alrededor. Nos llevó poco menos de diez minutos destruir las obras completas de Arnold Baffin.
—¿Cómo te sientes, Brad?
—Bien.
Me había desmayado o algo parecido. Apenas había comido nada desde mi regreso a Londres. Me hallaba sentado sobre la alfombra de lana negra que cubría el suelo de la salita, con la espalda apoyada contra uno de los sillones adosados a la pared. La estufa de gas estaba ardiendo y soltaba chasquidos. Había una lámpara encendida. Me había comido algunos de los bocadillos que había preparado Francis. También bebí algo de whisky. Me sentía muy extraño pero no ya desfallecido, ya no se producían pequeñas erupciones en mi campo visual, ya no se abatían sobre mí negros baldaquines, derribándome al suelo. Me hallaba en el suelo, sintiéndome muy largo y pesado. A Francis le veía con toda claridad en aquella oscilante luz, tan claramente que me fastidiaba, le tenía de pronto demasiado cerca, estaba demasiado presente. Bajé la vista y observé que me tenía cogida una mano. Eso también me fastidiaba y la retiré.
Francis, que, por lo que yo recordaba, llevaba ingerida una notable cantidad de whisky, estaba arrodillado junto a mí, afanoso y solícito, no en actitud de reposo, como si yo fuese algo que él estaba creando. Tenía los labios salientes, como si quisiera convencerme de algo, su grueso labio inferior colgando y mostrando una línea escarlata de saliva. Sus ojos pequeños y juntos brillaban con júbilo interno. Su mano abandonada se unió a la otra, frotándose los rollizos muslos bajo el tejido reluciente y gastado de sus pantalones azules. De vez en cuando emitía unos ruiditos sofocados en señal de conmiseración.
Por primera vez desde mi regreso a Londres sentía que me encontraba en un lugar real y en presencia de un ser real. Al mismo tiempo, como suele suceder a los que tras muchos sufrimientos se sienten más desmejorados y desvalidos, me sentía relajado dentro del horror de la situación. Aún me quedaba suficiente juicio para advertir lo satisfecho que estaba Francis de mi colapso. Su satisfacción no me molestaba.
—Toma un poco más de whisky, Brad, te sentará bien. No te preocupes. Daré con ella.
—Eso es —dije—. Me quedaré aquí, debo hacerlo. Aquí acudirá ella, ¿no? Se presentará aquí. Puede aparecer de un momento a otro. Esta noche dejaré la puerta de la casa abierta, como hice anoche. Así podrá entrar como un pajarito que acude a su nido. Tendrá libre la entrada.
—Mañana me pondré a buscarla. Iré a la escuela. Iré a ver al editor de Arnold. Descubriré alguna pista. Iré mañana a primera hora. No te inquietes, Brad. Ella volverá, ya lo verás. La semana que viene a estas horas serás un hombre feliz.
—Sé que volverá —dije—. Es raro que lo sepa. Su amor por mí era una palabra absoluta y pronunciada. Pertenece a lo eterno. De esa palabra no puedo dudar, es el logos de todo ser, y si ella no me ama, el caos vuelve a producirse. El amor es conocimiento, ¿comprendes?, como siempre nos han dicho los filósofos. Yo la conozco por intuición, como si la llevara aquí dentro, en mi cabeza.
—Lo sé, Brad. Cuando se quiere a alguien, es como si el mundo entero lo estuviera diciendo.
—Todo lo garantiza. Como solía creer la gente que todo garantiza a Dios. ¿Has estado enamorado alguna vez, Francis?
—Sí, Brad. Una vez hubo un muchacho, pero se suicidó. De eso hace diez años.
—Dios mío, Priscilla. Siempre me olvido de ella.
—De eso tuve yo la culpa, Brad. ¿Podrás perdonarme algún día…?
—Yo fui quien tuvo la culpa. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que era inevitable, como si estuviera desahuciada por un tumor maligno. Pero ¿por qué he de condenarla yo pensando eso? Me siento como si la tuviera en mi interior, aunque no es así, claro. Envejeció, perdió la esperanza y murió. Se estaba reduciendo a cenizas. Quizá con Dios ocurra lo mismo. Él se figura que lo tiene todo a salvo en su pensamiento, pero un día echará un vistazo y comprobará que todo ha desaparecido, que se ha descompuesto, y que sólo quedan pensamientos vacuos. Por eso el amor es tan importante. Es la única manera de aprehender a alguien que te mantiene y te sostiene en tu ser. ¿O estoy equivocado? Tu muchacho se mató. ¿Cómo se llamaba?
—Steve. Déjalo, Brad.
—Priscilla murió porque nadie la quería. Se secó y derrumbó en su interior y murió como una rata envenenada. Dios no ama al mundo, es imposible que lo ame, fíjate en el estado en que está. Pero parece que eso me tiene bastante sin cuidado. Yo quería a mi madre.
—Yo también, Brad.
—Una mujer muy tonta, pero la quería. Yo sentía como una especie de deber hacia Priscilla, pero eso no basta, ¿verdad?
—Supongo que no, Brad.
—Ya que amo a Julian, debería ser capaz de amar a todo el mundo. Algún día podré hacerlo. ¡Dios mío, si al menos gozara de un poco de felicidad…! Cuando ella vuelva, amaré a todo el mundo, amaré a Priscilla.
—Priscilla está muerta, Brad.
—El amor debería triunfar sobre el tiempo, pero ¿puede hacerlo? No es el bufón del tiempo, dijo él, y él sabía del amor más que nadie, puesto que fue crucificado. Claro que uno tiene que sufrir. Puede que a fin de cuentas el sufrimiento lo sea todo, todo está contenido en el sufrimiento. Los últimos átomos de todo son simplemente dolor. ¿Cuántos años tienes, Francis?
—Cuarenta y ocho, Brad.
—Tienes diez más de suerte y sabiduría que yo.
—Nunca he tenido suerte, Brad. A estas alturas ni siquiera espero tenerla. Pero todavía quiero a las personas. No como a Steve, desde luego, pero las quiero. Te quiero, Brad.
—Ella volverá. El mundo no ha cambiado en vano. No puede volver a ser como fue. El viejo mundo ha desaparecido para siempre. ¡Cómo se me ha escapado la vida, cómo ha ido menguando poco a poco…! Cuánto me cuesta creer que tengo cincuenta y ocho años.
—¿Has amado a muchas mujeres, Brad?
—Nunca había amado a nadie de verdad hasta que apareció Julian.
—Pero habría mujeres, ¿no?, quiero decir después de Chris.
—Annie. Catharine. Louise. Qué raro que los nombres permanezcan, como esqueletos despojados de la carne. Designan algo que sucedió. Te dan una ilusión de recuerdo. Pero las personas se han desvanecido, como si estuvieran muertas. Puede que lo estén. Muertas como Priscilla, muertas como Steve…
—No pronuncies su nombre, Brad, te lo ruego. Ojalá no te lo hubiera contado.
—Puede que la realidad esté en el sufrimiento. Pero no es posible. El amor promete felicidad. El arte promete felicidad. Pero no se trata de una promesa exactamente, porque se necesita el futuro. Creo que me siento feliz, ahora que lo pienso. Lo pondré todo por escrito, pero no esta noche.
—Te envidio por ser escritor, Brad. Puedes decir lo que sientes. Yo, en cambio, estoy devorado por sentimientos que ni siquiera puedo gritar.
—Yo sí puedo gritar, puedo llenar la galaxia con gritos de dolor. Pero, en realidad, nunca he explicado nada, Francis. Ahora me parece que al fin puedo explicarlo. Es como si la matriz de toda mi vida, que hasta la fecha ha sido dura, rígida y estrecha como una nuez, se hubiera vuelto luminosa, extendiéndose y agrandándose. Todo parece aumentado. Y por fin puedo verlo y visitarlo todo. Ahora podré ser un gran escritor, Francis, estoy convencido de ello.
—Desde luego que sí, Brad. Nunca he dudado de tus cualidades. Siempre y en todo momento me pareciste un hombre importante.
—Nunca me había entregado, Francis, nunca me había puesto en juego de un modo absoluto. Me he pasado la vida siendo un hombre tímido y apocado. Ahora sé lo que significa estar más allá del alcance del temor. Ahora me encuentro donde mora la grandeza. Me he entregado. Y, con todo, es como estar bajo una disciplina. No tengo elección. Amo, venero y seré recompensado.
—Claro que sí, Brad. Ella volverá.
—Sí. Él volverá.
—Brad, es mejor que vayas a acostarte.
—Sí, sí, iré a acostarme, iré a acostarme. Mañana idearemos un plan.
—Tú te quedas aquí y yo la buscaré.
—Sí. La felicidad tiene que existir. Todo no puede estar hecho de dolor. Pero ¿la felicidad de qué está hecha? Está bien, de acuerdo, Francis, ya me voy a la cama. ¿Cuál es la imagen del sufrimiento más terrible que se te ocurre?
—Un campo de concentración.
—Sí. Pensaré en ello. Buenas noches. Quizá ella vuelva mañana temprano.
—A lo mejor mañana a estas horas eres un hombre feliz.
—Creo que a partir de ahora podré ser feliz, ocurra lo que ocurra. ¡Pero ojalá ella vuelva mañana! ¿Qué es lo que has dicho? Un campo de concentración. Pensaré en ello. Buenas noches. Gracias, gracias. Buenas noches.
La mañana siguiente trajo consigo la crisis de mi vida. Fue algo que ni en mis más disparatadas fantasías pude haber concebido.
—Despierta, despierta, Brad, tienes carta.
Me incorporé en la cama. Francis me tendía una carta cuya letra me era desconocida. El sobre llevaba un sello francés. Yo sabía que sólo podía ser de ella.
—Vete, sal y cierra la puerta.
Francis salió de la habitación. Abrí la carta, temblando, casi sollozando de esperanza y de temor. Decía así:
Querido Bradley, estoy en Francia con papá. Nos vamos a Italia en coche. Sentí mucho irme sin dejarte una nota, no encontré nada con que escribir. No sabes lo mucho que lo siento. Estaba muy alterada. Mi padre no vino a buscarme, como, según dice él, tú crees. Me parecía que debía estar a solas y no podía seguir hablando. De pronto todo se hizo muy oscuro y angustioso dentro de mí y debía marcharme para estar sola. Perdóname. De pronto todo me pareció un lío enorme, como si las piezas estuvieran cambiadas de sitio. La culpa fue mía, no debí marcharme contigo, debí pensarlo un poco. Luego todo sucedió tan deprisa que me pareció que mi vida estaba estallando y que yo debía alejarme, por favor, compréndelo. No es que quisiera abandonarte, mis sentimientos no habían cambiado, no fue eso, era como si tuviera que respirar. He sido muy estúpida y me arrepiento de todo lo que he hecho últimamente. Cuando me dijiste que me querías, era como un sueño hecho realidad. De haber sido yo mayor, habría sabido lo que era más conveniente para ambos. Había algo muy bello que ahora me parece haber estropeado, pero no sabía qué hacer y en aquellos momentos todo me parecía bien. Lo siento mucho y soy muy desgraciada. (En este hotel no puedo escribir con mucha claridad, la gente no cesa de entrar y salir del cuarto. En el dormitorio no hay una mesa sobre la que pueda escribir). He hablado de todo ello con mi padre y creo comprenderme mejor que antes. Confío mucho en que no estés enfadado conmigo y que no me odies y que me hayas perdonado por irme de aquella manera. Te aprecio mucho y siempre te apreciaré. Todavía estoy muy confundida y como si me hubiera olvidado de cosas, como después de un accidente de automóvil. Me parece haber tenido una pesadilla, pero lo malo del sueño es mi estupidez y el que yo haya enredado las cosas y no haya sido capaz de comprender mis sentimientos. Mi padre dice que en realidad esas cosas no las comprende nadie, que la gente dice cosas que en realidad no siente. Pero no me arrepiento de nada, y espero que tú tampoco te arrepientas. Conmigo has sido maravilloso, eres una persona maravillosa. Has hablado tan maravillosamente sobre el amor… Mi padre dice que soy demasiado joven para saber del amor y puede que tenga razón. Ahora me parece imposible que yo fuera adecuada para ti ni que tú fueras lo que yo necesitaba. Tienes ciertas necesidades y otra persona habría sido más indicada que yo. Quiero decir que yo no era la persona, ni la única. Perdona, esto no lo estoy explicando bien. Soy estúpidamente joven y sin ningún carácter, como una página en blanco. Te mereces a alguien mucho mejor y más maduro. Puede que te sientas aliviado. Ahora pienso en ti con intensidad, es terrible no saber lo que sientes tú. Pero quiéreme, te lo ruego, necesito amor, nunca había sentido tanta necesidad de él como ahora. Soy terriblemente, terriblemente desgraciada. Pero fue una locura y me parece haber despertado de un sueño. Lo siento, creo que esto ya te lo he dicho antes, no puedo concentrarme. Papá sabe que te escribo y me dará un sello. Espero que recibas pronto esta carta. Te habría escrito antes, pero tenía la cabeza hecha un lío. Me siento muy apenada por haber sido una estúpida y espero de corazón no haberte hecho daño y que no me odies. Pero hiciste bien en hablarme de tus sentimientos, aunque fueran tan recientes. A veces, al contarlos nos desprendemos de nuestros sentimientos. Pero me siento como si yo fuera un premio de consolación. La noche antes de irme me pareció que yo no podía ser lo que tú querías. Y no sabes el dolor que eso me causó, Bradley. No valgo nada. En parte fue la conmoción que sentí al decírmelo tú lo que me hizo creer que yo te correspondía. No estaba mintiendo, claro. Lo siento, no puedo explicarlo con más claridad, no puedo pensar. Me parece haber gozado de una experiencia inmensa, pero era algo que no encajaba dentro del espacio y el tiempo habituales.
Ahora voy a tratar de escribirte una carta más normal, como las que solía escribir hace años, cuando era niña. A propósito, papá ya está más serenado respecto a todo y te envía saludos. (En el hotel todos creen que somos amantes). Ha ido a llevar el coche al garaje, algo le pasa al capó, no acaba de cerrarse. Creo que no supe comunicarte lo mucho que quiero a mi padre. (Quizá él sea el hombre de mi vida). Pero ojalá no se hubiera presentado en el bungalow. Aquellos golpes en la puerta me produjeron un sobresalto espantoso, todavía me pongo a temblar y a llorar por nada. Pero, en realidad, eso no afectó a lo nuestro. Quiero decir que él no me obligó a irme. Fue como algo general, ni él, ni lo de Priscilla, ni lo de descubrir tu edad, ni lo de averiguar otras cosas tuvieron nada que ver. Nada de lo que me dijera nadie tuvo nada que ver. Imagino que una conmoción tras otra puede llegar a alterar el ánimo a cualquiera y hacerle ver que tiene que tomar decisiones o algo por el estilo. Lo de Priscilla me dejó helada, eso lo lamento mucho. Creo que tendría que haber ido a verla más a menudo. Es terrible cuando las personas envejecen y se ven abandonadas, sobre todo una mujer. Eso me hizo romper a llorar esta mañana, a veces no puedo dejar de llorar. En Italia voy a quedarme a vivir con una admiradora de mi padre y él se volverá a casa y me dejará allí, y como allí casi nadie habla inglés, pues no tendré más remedio que hablar en italiano. El año pasado lo aprendí un poco, así que ya conozco algunas palabras. La signora me lo enseñará. Viven en una aldea muy alejada, un pequeño lugar perdido en las montañas entre la «nieve y el hielo», así que por ahí no voy a encontrarme gente que hable inglés. Puede que también me ponga a escribir una novela en Italia, se lo he comentado a mi padre, porque ahora me parece que ya tengo algo que decir.
Por favor, por favor, no me guardes rencor, ni estés demasiado triste o enfadado. Perdona mi ignorancia de mí misma, perdona mi juventud, que no sirve para nada y es vacía y egoísta. Ahora no alcanzo a comprender que tú me amaras de un modo absoluto, ¿cómo es posible? Una mujer madura ha de atraerte mucho más profundamente. Creo que a los hombres os gustan las «flores lozanas» y demás, pero puede que en realidad no distingáis bien entre una joven y otra, y es lógico, ya que estamos tan poco formadas. Espero que no pienses que me porté como una «fresca». Experimenté grandes sentimientos y en todo momento hice lo que me pareció inevitable. No me arrepiento de nada a menos que te haya herido y no quieras perdonarme. Tengo que terminar esta carta, no hago más que repetir las mismas cosas una y otra vez, debes de estar harto. Siento muchísimo haberme ido sin despedirme. (A propósito, no me fue difícil que me llevaran en coche a Londres. Era la primera vez que hacía autostop). Sentí que debía marcharme, pero en aquellos momentos no pensé en nada más. Y a partir de entonces me ha parecido más sensato seguir este camino que volver a enredarlo todo y hacer desgraciado a todo el mundo, aunque me muero por verte. Volveremos a vernos pronto, ¿verdad?, quizá más adelante, pasado un tiempo, y procuraremos ser amigos, cuando yo sea más madura. Eso será una novedad y también muy importante. Ahora me parece, sobre todo a medida que vamos acercándonos al sur, que la vida está llena de posibilidades. ¡Espero que sabré arreglármelas con el italiano! Perdóname, Bradley, perdóname. Me imagino que a estas alturas te parecerá haber tenido un sueño extraño. Espero que haya sido un sueño agradable. El mío lo fue. Pero me siento tan triste, tan trastornada. No recuerdo haber llorado nunca tanto como ahora. He sido una estúpida y una inconsciente. Te amo con un amor verdadero. Ha sido como una revelación. No me arrepiento de nada de lo que dije. Pero aquello no formaba parte de una vida que pudiéramos haber vivido.
No puedo terminar esta carta, tengo la impresión de no haber explicado nada como es debido, y que he de añadir algo más. (Como «gracias por tenerme» o algo por el estilo). (Lo siento, este juego de palabras tan horrible no ha sido intencionado). Es que no logro concentrarme, hay mucho ruido aquí.
Hay un francés que no deja de mirarme, qué pesados son estos franceses. Bradley, espero que más adelante podamos ser amigos; eso tendría mucho valor para mí. Y lo nuestro no habría dado resultado, de veras. No por nada especial. Pero no habría dado resultado. Sin embargo me alegro mucho de que me revelaras tus sentimientos. (No voy a poner todo esto en mi novela, como supongo que estarás pensando). Aunque me figuro que te sentirás aliviado y libre. Te doy las gracias. Y no estés triste.
Y perdóname por ser tan joven y enredarlo todo como una tonta. No puedo terminar esta carta, pero debo hacerlo. Adiós, cariño, cariño mío, y recibe toneladas y toneladas y toneladas de amor.
JULIAN
—Brad, ¿puedo pasar?
Me estaba vistiendo.
—¿Buenas noticias, Brad?
—Está en Italia —dije—. Voy a buscarla. Está en Venecia.
Esa carta, como cabía suponer, había sido escrita para que Arnold la aprobara. El hecho de haberle «dado el sello» lo hacía evidente. La muchacha estaba vigilada, prácticamente era una prisionera. Desde luego que no podía, como había apuntado, «explicarse con claridad». Había escrito unas efusiones vagas y reiterativas con la esperanza de poder añadir un mensaje al final. De ahí esa referencia a «no poder terminarla». Pero había resultado imposible. Arnold sin duda se había presentado de improviso y tras leerla le había ordenado que pusiera fin a la carta. Después se la habría llevado para echarla al correo. Él ya se habría encargado de que ella no tuviera dinero con que comprar los sellos. Pero a pesar de todo, ella había logrado hacerme comprender que escribía bajo coacción. También había conseguido indicar su destino. «Nieve y hielo», lo que ella había destacado, indicaba claramente Venecia. En italiano nieve se dice «neve», y, junto con la referencia a «las palabras italianas», el anagrama era obvio. Y, leyéndolo al revés, un pequeño lugar perdido en las montañas quería decir una amplia población junto al mar. Y Arnold había hablado de Venecia, aunque lo hiciera con el propósito de despistarme. Los nombres no se pronuncian así como así.
—¿Te marchas a Venecia hoy mismo? —preguntó Francis, mientras yo me ponía los pantalones.
—Sí. Inmediatamente.
—¿Sabes dónde encontrar a Julian?
—No. La carta está escrita en clave. Va a alojarse en casa de una admiradora de Arnold, no sé quién es.
—¿Qué puedo hacer yo, Brad? Oye, ¿me dejas que te acompañe? Yo te ayudaría, haría indagaciones, me quedaría custodiando el fuerte y esas cosas. Deja que vaya contigo, como tu Sancho Panza.
Lo pensé un instante y contesté:
—De acuerdo. Quizá me seas útil.
—¡Huy, qué bien! ¿Quieres que vaya ahora mismo a sacar los billetes? Debes quedarte aquí por si ella te telefonea o recibes un mensaje o algo parecido.
—Está bien. —Eso parecía lo más sensato. Me senté en la cama. Volvía a sentirme mareado.
—Y… oye, Brad, ¿quieres que me ponga a hacer de detective? Podría ir a ver al editor de Arnold y averiguar quién es esa admiradora veneciana.
—¿Y cómo? —pregunté. Aquellas luces intermitentes se producían de nuevo y vi el rostro de Francis, rollizo y afanoso, rodeado por una cascada de estrellas, como una aparición divina en un cuadro.
—Pues simularé que estoy escribiendo un libro sobre la manera en que diversas nacionalidades enjuician la obra de Arnold. Luego le pediré que me ponga en contacto con sus admiradores italianos. Quizá tenga sus señas, vale la pena intentarlo.
—Has tenido una idea luminosa —dije—. Es la idea de un genio.
—Voy a necesitar algún dinero, Brad. Compraré dos billetes para Venecia.
—Es posible que no salga un vuelo directo enseguida; en ese caso, compra billetes para uno vía Milán.
—Y también compraré mapas y guías, necesitaremos un mapa de la ciudad, ¿no?
—Sí, sí.
—Pues anda, hazme el cheque, Brad. Aquí tienes tu talonario. Hazlo al portador y lo llevaré a tu banco. Bien gordo, ¿eh, Brad?, para que pueda comprar billetes de primera clase. Y, oye, si no te importa, es que no tengo qué ponerme, y allí hará calor, ¿verdad?, ¿no te importa que me compre algunas ropas de verano?, como no tengo…
—Sí. Compra lo que sea. Compra guías y mapas, es una buena idea. Y ve a ver al editor. Sí, sí.
—¿Compro algo para ti? Ya sabes, un sombrero para el sol, un diccionario…
—No. Vete enseguida. Aquí tienes. —Le di un cheque por una suma importante.
—¡Gracias, Brad! Quédate aquí y descansa. No tardaré. ¡Qué emocionante! ¿Sabes una cosa, Brad? ¡Nunca he estado en Italia!
Cuando se hubo ido entré en la salita. Ahora ya tenía un bendito propósito, una meta, un lugar en el mundo donde ella podría estar. Debía ponerme a hacer la maleta. Pero me veía incapaz. Ya la haría Francis. Anhelaba tanto a Julian que me sentía desfallecido.
En el escritorio-librería situado frente a mí se hallaban los poemas de amor de Dante. Los saqué; al tocar el volumen sentí, tan extraña es la química del amor, que mi confundido corazón estaba impulsando su historia. Ahora el amor lo experimentaba como una suerte de cólera divina. ¡Cuánto sufría por esa muchacha! Por supuesto, yo amaba mi dolor. Pero así se engendra una cólera profunda, y que está hecha de la más pura sustancia del amor. Dante, quien tantas veces pronunció su nombre y padeció en sus manos, lo sabía bien.
S’io avessi la belle trecce prese,
che fatte son per me scudiscio e ferza,
pigliandole anzi terza,
con esse passerei vespero e squille:
e non sarei pietoso né córtese,
anzifarei com’orso quando scherza;
e se Amor me ne sferza,
io mi vendicherei dipiú di mille.
Ancor ne li occhi, ond’escon le faville
che m’infiammono il cor, ch’io porto anciso,
guardereipresso e fiso,
per vendicar lo fuggir che mi face:
e poi le renderei con amor pace.
Yo estaba tumbado en el suelo boca abajo, sosteniendo junto a mi corazón la carta de Julian y el volumen de rimas, cuando sonó el teléfono. Me puse en pie vacilante, entre negras constelaciones, y descolgué el auricular. Escuché la voz de Julian.
No, no era su voz, era la de Rachel. Sólo era la voz de Rachel, alterada, evocando angustiosamente la de su hija.
—Ah… —dije—, ah… —manteniendo el auricular apartado. En aquel segundo vi a Julian en un vivido estallido de visión, con sus medias y su chaquetilla negras y su camisa blanca, sosteniendo ante mí la calavera de oveja.
—¿Qué sucede, Rachel? No te oigo.
—Bradley, ¿podrías venir enseguida?
—Me marcho de Londres.
—Te lo suplico, ¿no podrías venir enseguida? Es muy urgente.
—¿Por qué no vienes tú?
—No, Bradley, ven, te lo ruego. Por favor, ven, se trata de Julian.
—Está en Venecia, ¿no es así, Rachel? ¿Sabes sus señas? He recibido carta de ella. Está en casa de una admiradora de Arnold. ¿Sabes quién es? ¿No podrías mirarlo en una agenda de Arnold?
—Bradley, debes venir inmediatamente. Es muy… importante. Te diré todo… lo que quieres saber… pero ven…
—¿Qué pasa, Rachel? Rachel, ¿le ha ocurrido algo a Julian? ¿Has tenido malas noticias? Dios mío, ¿han sufrido un accidente de coche?
—Te lo contaré todo. Pero ven. Ven. Ven inmediatamente, coge un taxi, no pierdas tiempo.
—Rachel, ¿le pasa algo a Julian?
—No, no, no, pero ven…
Pagué al taxista con manos temblorosas, dejando caer el dinero por todas partes, subí corriendo el sendero y me puse a aporrear la puerta con la aldaba. Rachel me abrió de inmediato.
Casi no podía reconocerla. O, mejor dicho, la reconocí como una portentosa revenant, la figura sollozante y trastornada del comienzo de esta historia, su semblante hinchado por las lágrimas, magullado, o puede que sólo estuviera sucio, como el de una criatura después de enjugarse las lágrimas repetidamente.
—Rachel, ¿ha habido un accidente, han telefoneado, está herida? ¿Qué ha ocurrido, qué ha ocurrido?
Rachel se sentó en una silla del vestíbulo y comenzó a gemir, emitiendo unos lamentos sonoros y angustiados, meciéndose de un lado a otro.
—Rachel… algo espantoso le ha sucedido a Julian… ¿qué ha sido? Dios mío, ¿qué ha pasado?
Pasados unos instantes, Rachel se levantó, gimiendo todavía y apoyándose en la pared. Su cabello estaba hecho un revoltijo, encrespado y desordenado, como el de una demente, colgándole sobre la frente y los ojos. Su boca húmeda estaba abierta y temblorosa. Sus ojos, derramando gruesas lágrimas, eran como dos rendijas entre los inflamados párpados. Laboriosamente, como un animal, pasó ante mí, apoyándose aún en la pared con una mano, y se encaminó hacia la puerta de la sala. La abrió y me indicó que la siguiera. Pasé a la habitación.
Arnold yacía en el suelo, junto a la ventana, por la cual se filtraba el sol desde el jardín, iluminando la mezclilla color pardo de sus pantalones, aunque tenía la cabeza en la sombra. Parpadeé, como esforzándome por entrar en otra dimensión. La cabeza de Arnold yacía sobre un extraño objeto, parecido a una bandeja; estaba sobre una mancha húmeda y roja que empapaba la alfombra a su alrededor. Me acerqué y me incliné hacia delante.
Arnold yacía de costado, con las rodillas encogidas, la palma de una mano extendida hacia mi pie. Tenía los ojos entornados, mostrando parte del blanco globo brillante, los dientes apretados y los labios entreabiertos, como en un gruñido. La sangre empapaba sus cabellos, pálidos y revueltos, y se había secado sobre su cuello y su mejilla, formando un dibujo jaspeado. Vi que tenía un lado de la cabeza aplastado, y en la depresión se introducían unos mechones oscuros, como si la cabeza de Arnold fuese de cera y una mano vigorosa la hubiera estrujado. Una vena en la sien todavía rezumaba un poco.
Sobre la alfombra ensangrentada había un atizador. La sangre era roja y viscosa, de la consistencia de unas natillas, en cuya superficie se formaba como una tela. Toqué levemente el hombro de Arnold, enfundado en la chaqueta de mezclilla, y luego lo así, tibio del sol, tratando de moverlo, pero parecía pesado como el plomo, afianzado en el suelo, o quizá mis brazos temblorosos habían perdido la fuerza. Di unos pasos atrás, con los zapatos ensangrentados, y pisé las gafas de Arnold, que yacían junto al círculo de sangre.
—Dios mío… has sido tú… con el atizador…
Rachel murmuró:
—Está muerto… debe estarlo… ¿lo está?
—No lo sé… Dios mío…
—Está muerto, está muerto —repitió ella.
—¿Has avisado a…? ¡Dios mío!, ¿qué ha sucedido…?
—Yo le golpeé… Estábamos gritando… No quise… de pronto se puso a gritar de dolor… yo no resistía oírle gritar de ese modo… volví a golpearlo y él dejó de gritar.
—Debemos ocultar el atizador… debes decir que ha sido un accidente… ¿Qué podemos hacer…? No es posible que esté muerto, no es posible…
—Le llamé una y otra vez, pero él no se movía. —Rachel seguía de pie en el umbral de la sala, murmurando. Había cesado de llorar, tenía los ojos llenos de espanto, la mirada fija, y se frotaba las manos contra el vestido rítmicamente.
—A lo mejor no le ocurre nada —dije—. No te inquietes. ¿Has avisado al médico?
—Está muerto.
—¿Has avisado al médico?
—No.
—Yo le avisaré… Y a la policía… supongo… Y pediré una ambulancia… Diles que se cayó y se dio un golpe en la cabeza o algo así… ¡Jesús…! Me llevaré de aquí el atizador… Lo mejor será decirles que él te golpeó y tú…
Cogí el atizador. Contemplé unos instantes el rostro de Arnold. El fulgor del ojo ciego era horrible. Sentí pánico, el deseo de cargar a otra persona con esta pesadilla cuanto antes. Al acercarme a la puerta vi algo en el suelo, junto a los pies de Rachel. Era una pelota de papel. La letra era de Arnold. Lo recogí y pasé ante Rachel, que seguía apoyada en el marco de la puerta. Fui a la cocina y dejé el atizador sobre la mesa. La pelota de papel era la carta que me había escrito Arnold contándome lo de Christian. Cogí una caja de fósforos y me dispuse a quemar la carta en la fregadera. Las manos no me obedecían y la dejé caer varias veces en una palangana de agua. Cuando por fin la hube reducido a cenizas, abrí el grifo.
Lavé el atizador. Lo sequé y lo guardé en una alacena.
—Rachel, voy a telefonear. ¿Aviso solamente al médico, o también a la policía? ¿Qué vas a decirles?
—Es inútil… —Rachel regresó al vestíbulo y los dos nos quedamos de pie en aquella tenue luz, junto a los cristales de colores de la puerta.
—¿Te refieres a que será inútil contar la verdad?
—Es inútil…
—Pero debes decir que fue un accidente… que él te había golpeado… que fue en defensa propia… Rachel, ¿aviso a la policía? Te lo ruego, trata de pensar…
Ella murmuró algo.
—¿Qué dices?
—Dobbin. Dobbin. Mi amor…
Entonces comprendí, cuando se volvió, que así debía llamar cariñosamente a Arnold, un apelativo que en todos los años que hacía que nos conocíamos yo no la había oído pronunciar jamás. El nombre secreto de Arnold. Ella se separó de mí y entró en el comedor, donde la oí desplomarse, en el suelo o tal vez sobre una silla. Volví a escuchar sus lamentos, una breve exclamación, luego un estremecido «fa-fa-fa», seguido de otra exclamación. Volví a la sala para ver si Arnold se había movido. Casi temía verle abrir unos ojos acusadores, retorciéndose con ese dolor que Rachel no había podido resistir. No se había movido. Su postura parecía ahora tan irreversible como la de una estatua Ni siquiera parecía el mismo, la mueca de su rostro era la de un desconocido, expresando, como un chino, una emoción extraña e irreconocible. Su afilada nariz estaba enrojecida por la sangre, y en la oreja tenía un pequeño charco de sangre. El ojo blanco brillaba, la dolorida boca estaba torcida como en un gruñido. Al volverme reparé en sus pequeños pies, que siempre se me habían antojado tan característicos e irritantes, calzados en unos zapatos marrones, impecablemente lustrosos, el uno junto al otro, como si se consolaran. Y al acercarme a la puerta advertí pequeñas manchas de sangre por doquier, sobre las sillas, sobre la pared, sobre los ladrillos de la chimenea, por donde en una inimaginable escena en otra región del universo él había pasado dando tumbos; y sobre la alfombra vi las huellas oscuras y ensangrentadas de Arnold, de Rachel, las mías.
Me dirigí al teléfono del vestíbulo. Los sollozos de Rachel se habían temperado en unos lamentos casi imperceptibles. Marqué el 999, me puse en comunicación con un hospital, les informé de que había ocurrido un accidente y pedí una ambulancia. «Un hombre se ha herido en la cabeza. Tiene el cráneo partido, creo. Sí». Luego, tras unos instantes de vacilación, llamé a la policía y les conté lo mismo. El temor que la policía me inspiraba no me dejaba otro recurso. Rachel tenía razón, no era posible ocultarlo, era preferible revelarlo todo inmediatamente, era preferible al horror de ser «descubierto». Era inútil decir que Arnold se había caído por las escaleras. Rachel no estaba en condiciones de aprenderse un cuento encubridor. Tarde o temprano ella acabaría por soltar la verdad.
Entré en el comedor y la miré. Estaba sentada en el suelo, con la boca abierta y estrujándose la cara. Vi su boca como una O redonda, parecía un ser infrahumano y maldito, su rostro carente de rasgos, su carne exangüe y azulada como quienes viven bajo tierra.
—Rachel, no te preocupes. Ya están en camino.
—Dobbin. Dobbin. Dobbin.
Salí, me senté en la escalera y noté que iba repitiendo «oh… oh… oh…» sin parar.
Los primeros en llegar fueron los agentes de policía. Les abrí la puerta y les indiqué la habitación trasera. A través de la puerta abierta de la casa vi la calle soleada, los vehículos circulando, una ambulancia. Oí a alguien decir:
—Está muerto.
—¿Qué ha sucedido?
—Pregunten a la señora Baffin. Está ahí dentro.
—¿Quién es usted?
En aquellos momentos entraban unos hombres vestidos de oscuro y otros vestidos de blanco. La puerta del comedor estaba cerrada. Yo explicaba quién era Arnold, quién era yo, qué hacía yo ahí.
—Tiene el cráneo partido como la cáscara de un huevo.
Rachel profirió un grito tras la puerta cerrada.
—Tenga la bondad de acompañarnos.
Me senté en el coche de la policía, entre dos agentes. Lo expliqué todo por segunda vez. Dije:
—Creo que él la golpeó. Fue un accidente. No ha sido un asesinato.
En la comisaría volví a contarles quién era yo. Estaba sentado en una salita, rodeado de varios hombres.
—¿Por qué lo hizo usted?
—¿Hacer qué?
—¿Por qué mató a Arnold Baffin?
—Yo no maté a Arnold Baffin.
—¿Con qué le golpeó?
—Yo no le golpeé.
—¿Por qué lo hizo? ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué le mató?
—Yo no le maté.
—¿Por qué lo hizo?