Al lector perspicaz no hará falta decirle lo que acababa de suceder. (Sin duda debió notarlo a la legua. Esto es arte, pero yo me encontraba ahí fuera, en la vida). Me había enamorado de Julian. Es difícil precisar en qué punto de nuestra conversación me di cuenta de ello. La conciencia se mueve en el tiempo hacia delante y hacia atrás como un tejedor, y puede ocupar, mientras está entretenida con sus propias formaciones y acumulaciones, un presente muy amplio y engañoso. Quizá me diera cuenta cuando ella dijo, con aquel tono tan bello y resonante: «Desde que mi alma fuera dueña de elegir». O quizá fuera cuando dijo: «Unas medias negras y unos zapatos negros de terciopelo con hebillas plateadas». O quizá cuando se quitó las botas. No, no fue tan pronto. Y al tener yo aquella experiencia mística, al contemplar en la zapatería sus piernas, ¿no había sido una velada comprensión de estar enamorado? No me lo había parecido así. Sin embargo, también era parte de ello. Todo era parte de ello. A fin de cuentas, conocía a esa criatura desde que nació. La había visto en su cuna. La había sostenido en brazos cuando medía cincuenta centímetros de largo. Dios mío.
«Me había enamorado de Julian». Las palabras son sencillas de escribir. Pero ¿cómo describir aquello? Es curioso que el hecho de enamorarse, aunque a menudo citado en la literatura, raras veces es cabalmente descrito. Se trata, en definitiva, de un asombroso fenómeno y, para la mayoría de las personas, el suceso más asombroso que les acontece; más asombroso, por cuanto más antinatural, que los horrores de la vida. (No me refiero simplemente al «sexo»). Es triste que, al igual que la experiencia de una pérdida sensible, la experiencia del amor sea por lo general, como un sueño, olvidada. Por otra parte, quienes nunca se hayan enamorado perdidamente de alguien a quien conocen desde hace tiempo tal vez duden de que eso pueda ocurrir. Les aseguro que es posible. Me ocurrió a mí. ¿Había estado incubándose allí, en las cálidas entrañas del tiempo, mientras la chica crecía e iba floreciendo? Por supuesto, siempre me había parecido simpática, sobre todo de pequeña. Pero nada me había preparado para ese golpe. Y eso era un golpe, me había derribado físicamente. Era como si mi estómago lo hubieran fulminado de un disparo, dejándole un boquete. Mis rodillas flaqueaban, no podía sostenerme en pie, me estremecía y temblaba de pies a cabeza, me castañeteaban los dientes. Era como si mi rostro se hubiera vuelto de cera y hubieran grabado en él una inmensa y extraña máscara sonriente; me había convertido en una especie de dios. Me quedé tendido, con la nariz clavada en la lana negra de la estera y las puntas de los zapatos dibujando pequeñas elipses sobre la alfombra, temblando, como poseído. Por supuesto que estaba sexualmente excitado, pero lo que sentía trascendía la mera lujuria hasta tal punto que, pese a que podía sentir mi afligido cuerpo, también me sentía totalmente alienado, cambiado y casi separado de la carne.
La mente del amante abomina del accidente. «A fe mía me pregunto lo que tú y yo hicimos hasta amarnos», es una pregunta íntima ante el propio asombro. Mi amor por Julian debió de fijarse antes de que el mundo empezara. Sin duda fueron unos amantes quienes descubrieron la astrología. Sólo la gran bóveda de las estrellas era lo bastante vasta y estable para ser el contexto, el origen y la garantía de algo tan eterno. En ese instante comprendí que toda mi vida había estado viajando resueltamente hacia ese momento. Toda la vida de ella había viajado hacia el mismo momento, mientras jugaba, estudiaba, crecía y se contemplaba los senos en el espejo. Era una colisión predestinada. Pero no acababa de suceder, había sucedido hacía eones, era la sustancia de la formación primitiva de la tierra y el cielo. Cuando Dios dijo: «Hágase la luz», ese amor estaba hecho. No tenía historia. Pero, asimismo, mi conciencia despertándose a ello tenía una historia de infinita fascinación. ¿Cuándo, cómo había empezado yo a darme cuenta del encanto de esa muchacha? El amor genera, o más bien pone de manifiesto, lo que podría calificarse de un encanto absoluto. En la persona amada nada es torpe. Cada ademán de la cabeza, cada inflexión de la voz, cada risa, gruñido, tos o contracción nerviosa de la nariz es tan precioso y revelador como un destello del paraíso. Y mientras yo yacía allí, sin fuerzas y a la vez completamente tenso, con la frente en el suelo y los ojos cerrados, no sólo vislumbraba sino que me encontraba en el paraíso. El acto de enamorarse, de enamorarse de verdad (no me estoy refiriendo a lo que a veces se llama así), inunda al ser con inmediato éxtasis.
No estoy seguro de cuánto tiempo estuve tendido en el suelo. Tal vez una hora, tal vez dos o tres horas. Cuando por fin me incorporé hasta sentarme, me pareció que era por la tarde. Se trataba ciertamente de otro mundo y de otro tiempo. Era inútil pensar en comer nada, ya que me habría puesto enfermo. Sentado en el suelo, alargué la mano, acerqué la silla que había ocupado Julian y me apoyé contra ella. Sobre la mesa vi mi copa de jerez intacta, la suya medio apurada. Una mosca se había ahogado en ella. Me la hubiera bebido con mosca y todo, pero sabía que mi estómago no retendría nada. Me abracé a la silla (era la de la tigridia) y contemplé su ejemplar de Hamlet. El placer de tomarlo y manipularlo, viendo quizá su nombre escrito en la tapa, estaba cientos de años por delante en un delicioso futuro de preocupaciones perfectamente satisfactorias. No había prisa. El tiempo ya había devenido eternidad. Había un gigantesco y cálido globo de ser consciente en el cual me movía con extrema lentitud, o tal vez fuera yo mismo. Sólo tenía que mirar, extender mis manos lentamente como un camaleón. No importaba lo que mirara o hiciera. Todo en el mundo era Julian.
Algunos lectores acaso piensen que lo que describo es un estado de demencia, y en cierto modo lo es. De no ser un fenómeno tan común, seguramente que a los hombres se les encerraría por tal alteración de conciencia. Sin embargo, es una de las particularidades de este planeta, quizá una de sus bendiciones, que cualquiera puede experimentar la transformación del mundo. Y, asimismo, cualquiera puede ser su objeto. Una muchacha tan corriente, dirá quizá el lector: ingenua, ignorante, irreflexiva, ni siquiera especialmente hermosa. O puede que no la haya descrito con justicia. Sólo puedo decir que hasta aquel momento no podía verla. Y me había esforzado, como honesto narrador, en describirla sólo tenuemente, a través de la despreocupada y ciega conciencia de la persona que era yo. Ahora podía ver. ¿Hay algún enamorado que dude de que ahora ve realmente? ¿Y es el poseedor de esta avivada visión en realidad más parecido a un loco que a Dios?
La noción convencional del Dios cristiano le describe como quien ha creado y está pronto a juzgar. Una teología más íntima, y más en consonancia con la naturaleza de lo que conocemos del amor, describe una fuerza demoníaca ocupada en una constante creación y participación. Me sentía a cada instante creando a Julian y sosteniendo su ser con el mío. Aunque seguía viéndola en todos los aspectos que antes la viera. Veía su sencillez, su ignorancia, su pueril falta de consideración, su carita ansiosa y no bonita. Ni era hermosa ni brillantemente inteligente. Qué falso es afirmar que el amor es ciego. Yo incluso podía juzgarla, condenarla, hasta podía, en una posible pirueta galáctica de pensamiento, hacerla sufrir. Pero eso seguía siendo la sustancia del paraíso porque yo era un dios y me encontraba ocupado con ella en una eterna actividad de creación que era de un valor único y absoluto. Y con ella estaba hecho el mundo, nada estaba perdido, ni un grano de arena ni una mota de polvo, porque ella era el mundo y yo la tocaba por doquier.
Esas ideas un tanto poéticas que he expuesto más arriba no estaban como tales nada claras en mi mente mientras me encontraba sentado en el suelo abrazado a la silla que ella había ocupado. (Lo que hice durante bastante tiempo, quizá hasta el anochecer). En aquel momento estaba enormemente aturdido de felicidad; el gozo de mi maravillosa proeza de amor absoluto. Desde luego, en ese resplandor de luz otros pensamientos más mundanos revoloteaban de acá para allá como pajaritos, apenas avistados por alguien que acababa de emerger de una cueva y estaba deslumbrado. Citaré dos de esos pensamientos, puesto que están relacionados con lo que ocurrió más tarde. No eran, debo aclarar, posteriores a mi descubrimiento de estar enamorado: eran innatos a ello y habían nacido con ello.
He dicho antes, en medio de este galimatías, que mi vida entera había viajado hacia lo que ahora había ocurrido. Quizá pueda disculparse a mi amigo el lector perspicaz por interpretar esta concepción en los siguientes términos: que todo ese sueño de ser un gran artista no era sino la búsqueda de un gran amor humano. Tales cosas se han dado, tales descubrimientos son en efecto comunes, especialmente entre las mujeres. El amor puede atenuar el sueño del arte y relegarlo a un segundo lugar, hacerlo parecer incluso un espejismo. Debo decir que ése no era mi caso. Era lógico que, puesto que todo se relacionaba ahora con Julian, mis aspiraciones como escritor estuvieran también relacionadas con ella. Pero eso no las había cancelado. Antes bien, parecía que sucedía todo lo contrario. Ella me había infundido un poder insospechado que yo sabía que podía utilizar y utilizaría en mi arte. Las causas profundas del universo, las estrellas, las distantes galaxias, las partículas esenciales de la materia, habían conformado esas dos cosas, mi amor y mi arte, como aspectos de lo que en definitiva era lo mismo y una sola cosa. Procedían, yo lo sabía, de la misma fuente. Estaban bajo las mismas órdenes y acataban la misma autoridad a la que ahora me sometía yo, un hombre renovado. Luego hablaré más de esta convicción, la explicaré con mayor detalle.
La otra cosa que vi con toda claridad desde el principio, y ni un segundo más tarde, era que yo no podría nunca, nunca, hablarle de mi amor. Que tal conocimiento no me causara un inmediato dolor que me llevara a la muerte es prueba del inmenso poder, es decir ipso facto la pureza, del amor que sentía por esa muchacha. Amarla era suficiente dicha. Decírselo por añadidura era como la cabeza de un alfiler comparado con el divino gozo de aprehenderla. (Mi bienaventurada imaginación no sólo no codiciaba otros gozos, sino que ni siquiera los concebía). Tampoco me preocupaba cuándo la volvería a ver. No había proyectado verla nuevamente. ¿Quién era yo para tener proyectos? De saber que jamás volvería a verla, habría experimentado cierta angustia, pero al instante la habría arrastrado el enorme caudal creativo de mi adoración. No era un delirio.
Los que hayan amado así lo comprenderán. Había una avasalladora sensación de realidad, de ser por fin real y ver lo que es real. Las mesas, las sillas, las copas de jerez, los nudos en la alfombra, el polvo: real.
Tampoco consideraba el sufrimiento. «Correré la baqueta y soportaré mil golpes, pero mantendré la boca cerrada». No. Para el amante puro, en sus momentos de pureza la idea de sufrir es vulgar, presagia el retorno del propio ser. Lo que yo sentía era una maravillosa gratitud. Con todo, al instante comprendí en el intelecto y de forma clara que nunca podría decirle a Julian que la amaba. Los detalles de esta certeza (lo que ello comportaba) se me clarificaron más tarde, pero al principio ardían en mi camino como antorchas. Yo tenía cincuenta y ocho años; ella veinte. Yo no podía alterar, agobiar y trastornar su joven existencia con la más leve insinuación o atisbo de ese inmenso y terrible amor. Cuán angustiosa es esa oscura sombra cuando la vislumbramos en la vida de otro. Nada tiene de extraño que aquellos hacia quienes apunta la flecha negra, a menudo se vuelvan y huyan. Qué insoportable puede resultarnos el amor que otro siente por nosotros. Nunca atormentaría a mi amada con ese terrible conocimiento. En adelante, hasta que el mundo llegara a su fin, todo debía seguir, aunque totalmente cambiado, exactamente como hasta entonces.
Puede que el lector, sobre todo si desconoce la experiencia que he estado describiendo, se impaciente con este lirismo. «¡Bah! —dirá—, ese individuo protesta demasiado y se intoxica con palabras. Confiesa ser un reprimido, ya no joven. Lo que pretende decir es que de pronto ha sentido un intenso deseo sexual por una muchacha de veinte años. Eso lo hemos conocido todos». No me detendré para replicar al lector, sino que continuaré relatando tan fielmente como pueda lo que ocurrió después.
Aquella noche dormí excepcionalmente bien y me desperté en el resplandor de una inmediata conciencia de lo sucedido. Permanecí acostado, flotando en mi dicha secreta, pues mi primera conciencia trajo también consigo que yo era un hombre entregado a una tarea secreta. Y para siempre. Tampoco sobre esto había duda alguna. Si no te amo, el caos vuelve a producirse. La eternidad del verdadero amor es uno de los motivos por los que incluso el amor no correspondido constituye una fuente de dicha. El alma humana anhela lo eterno, de lo cual, aparte de algunos raros misterios de la religión, sólo el amor y el arte pueden procurar un reflejo. (No me detendré para responder al cínico, posiblemente el mismo que acabamos de oír, que hará esta pregunta: «¿Y cuánto tiempo durará tu romántica eternidad?» o, mejor aún, le responderé sencillamente: «El verdadero amor es eterno. También es raro; y sin duda usted, caballero, jamás tuvo la fortuna de experimentarlo»). El amor también trae consigo una visión de altruismo. Cuánta razón tenía Platón al pensar que abrazando a un hermoso joven se encontraba en el camino del bien. Digo una «visión» de altruismo porque nuestra naturaleza mixta está dispuesta a degradar la pureza de toda aspiración. Pero tal iluminación, aun intermitente, aun momentánea, es un privilegio y puede ser de un valor permanente merced a la intensidad con que nos visita. ¡Ah, siquiera una vez, amar a alguien que no sea uno mismo! ¿Por qué no podemos hacer de esta revelación una palanca con la que levantar el mundo? ¿Por qué esa liberación de uno mismo no puede procurarnos un asidero en un nuevo lugar que luego podamos colonizar y ampliar hasta que por fin amemos todo aquello que no sea nosotros mismos? Ése era el sueño de Platón. No es imposible.
No puedo afirmar que todos estos sabios pensamientos acudieran a mi mente mientras yacía en la cama aquella mañana del primer día del nuevo mundo. Quizá tuviera algunos de ellos. Me sentía renovado, corpóreamente glorificado, como puede que nos sintamos, con humilde asombro, el día de la resurrección de la carne. Mis miembros estaban hechos de mantequilla, de lirios, de pálida cera, de maná o algo así. Es evidente que la llama del deseo físico caldeaba y daba forma a esa escena de inmaculada palidez, sin sentirse aparentemente separada de ella, ni, de hecho, separada de nada. Cuando el deseo sexual es también amor nos conecta con el mundo entero y se convierte en una experiencia inédita. El sexo se revela como el gran principio conectivo en virtud del cual superamos la dualidad, la fuerza que hizo que la separatividad fuese un aspecto de la unicidad en un momento de iluminación en la mente de Dios. Anhelaba con todo mi ser; sin embargo, nunca en mi vida me había sentido tan relajado. Tendido en la cama, pensé en las piernas de Julian, ora desnudas y bronceadas como la cáscara de un huevo, ora enfundadas en unas medias, rosa, malva, negras. Pensé en su mata de cabello seco y brillante, dorado verdoso, y la forma en que le crecía sobre la nuca. Pensé en la intensa concentración de su deliciosa nariz, y en sus labios carnosos, protuberantes como el hocico de un animal. Pensé en la nitidez celeste de sus ojos, del color de una acuarela inglesa. Pensé en sus pechos. Me sentía completamente feliz y me sentía bien. (Quiero decir bueno).
Me levanté y me afeité. Qué placer físico hay en afeitarse cuando se es feliz. Examiné mi rostro en el espejo. Parecía fresco y juvenil. La impresión de cera seguía en él. Parecía en verdad otra persona. Una radiante fuerza interior había llenado mis mejillas y suavizado las arrugas en torno a mis ojos. Me vestí con esmero y dediqué unos minutos a elegir una corbata. Lo de comer era aún impensable. Me parecía que nunca volvería a tener necesidad de comer, que el aliento me bastaría para seguir viviendo indefinidamente. Bebí un poco de agua. Exprimí una naranja, más movido por la idea de que debía alimentarme que por el apetito, pero el zumo era demasiado nutritivo y pesado y no pude probar un sorbo. Luego fui a la salita y quité un poco el polvo. Mejor dicho, limpié de polvo algunas superficies visibles. Como londinense de toda la vida, soy tolerante con el polvo. El sol no estaba todavía en aquel punto desde el cual iluminaba el muro de piedra que había enfrente, pero había tanta claridad soleada en el cielo que la habitación resplandecía tenuemente. Me senté para preguntarme qué haría con mi nueva existencia.
Todo esto puede parecer absurdo. Pero el estar enamorado es una ocupación de por vida. Me figuro que este concepto se parece, o más bien es un caso especial, de la idea de hacer todo por Dios y hacer de la vida un sacramento, «barriendo la habitación para acoger Tus leyes», como en el poema de Herbert. Acababa de limpiar la habitación de polvo por Julian sin, claro está, siquiera concebir que ella viniera a visitarme otra vez. Tomé su ejemplar de Hamlet, que seguía en su lugar sobre la mesa de marquetería. Era una edición escolar. En la portada había sido tachado el nombre de su anterior propietaria, «Hazel Bingley», y escrito «Julian Baffin» con letra infantil, evidentemente hacía algún tiempo. ¿Cómo sería ahora la letra de Julian? Sólo había recibido las postales de una niña. ¿Recibiría alguna vez una carta de ella? Tal idea me hizo sentirme desfallecer. Examiné el libro. El texto estaba emborronado con unas observaciones muy tontas de Hazel. También había unas observaciones hechas por Julian (debo confesar que igualmente tontas) que databan de su época escolar más que de su «segunda tentativa» con la obra. «¡Ridículo!», había anotado junto al parlamento de Ofelia «Oh, noble inteligencia quebrantada», que yo juzgué un tanto injusto. E «¡Hipócrita!» junto a la pretendida oración de arrepentimiento de Claudio. (Aunque está claro que ningún joven puede comprender a Claudio).
Pasé un rato analizando el libro y entresacando esas flores. Luego, estrechándolo contra mi camisa, me puse a meditar. Seguía siendo obvio que mi nueva «ocupación» no era incompatible con el trabajo de mi vida. La misma agencia me había enviado las dos cosas, no para que compitieran entre sí sino para complementarse. Yo estaría pronto escribiendo y escribiría bien. No pretendo decir que se me ocurrió nada tan vulgar como escribir «acerca» de Julian. Cuando se aspira a la excelencia, la vida y el arte deben mantenerse estrictamente separados. Pero sentía esos oscuros glóbulos en la cabeza, ese cosquilleo en los dedos que presagia el advenimiento de la inspiración. Las criaturas de mi fantasía ya estaban tomando forma. Pero entretanto había otras tareas más sencillas que realizar. Debía poner en orden mi vida y ahora tenía la fuerza necesaria para hacerlo. Debía ver a Priscilla, debía ver a Roger, debía ver a Christian, debía ver a Rachel, debía ver a Arnold. (Qué fácil me parecía todo de pronto). No me dije «debo ver a Julian», y por encima de esa laguna contemplé con mirada atónita y pacífica un mundo desprovisto de maldad. La cuestión de marcharme de Londres, en aquellos momentos, parecía imposible. Realizaría mis tareas y no levantaría un dedo para ver de nuevo a mi amada. Y me sentí contento, al pensar en ella, de pensar que le había dado sin vacilar uno de mis más preciados tesoros, la cajita dorada de rapé, «Obsequio de un amigo». Ahora no habría podido dársela. Ese inocente objeto había partido con ella, una prenda —qué poco podía imaginárselo— de un amor dedicado en silencio a su separada e íntima felicidad. Con este silencio forjaría mi poder. Sí, esta revelación estaba aún más clara y me aferré a ella. Sería capaz de crear porque sería capaz de guardar silencio.
Al cabo de cierto tiempo de darle vueltas a tan inmensa iluminación, sentí de pronto que el corazón se me desprendía del pecho porque sonó el teléfono y creí que podía ser ella.
—¿Sí?
—Soy Hartbourne.
—¡Mi querido amigo! ¿Cómo estás? —Sentí como un cordial alivio, aunque la excitación apenas me dejaba respirar—. Me alegro mucho de oírte. Mira, vamos a quedar para vernos pronto, ¿te parece que almorcemos juntos… puedes almorzar hoy conmigo?
—¿Hoy? Bueno, sí, creo que podré. ¿Quedamos a la una en el sitio de costumbre?
—¡Perfecto! A propósito, estoy a régimen y temo que no podré comer gran cosa, pero estaré encantado de volver a verte. —Colgué el auricular sonriendo. Entonces sonó el timbre de la puerta. Mi corazón realizó el mismo salto al vacío. Corrí hacia la puerta, casi gimiendo.
En el umbral estaba Rachel.
Al momento de verla, salí del piso de inmediato, cerré la puerta y dije:
—¡Rachel, qué alegría verte! Justamente me disponía a salir para hacer unas compras urgentes, ¿me acompañas? —No quería dejarla pasar. Podía entrar en la salita y sentarse en la silla de Julian, la de la tigridia. Al mismo tiempo, prefería hablar con ella al aire libre, no en la intimidad de mi casa. Me alegraba de verla.
—¿No puedo pasar y sentarme un minuto? —preguntó ella.
—Es que necesito respirar un poco de aire, ¿no te importa? Hace un día tan espléndido. Andando, pues.
Eché a caminar por la plazuela y doblé por Charlotte Street, andando con paso rápido.
Rachel estaba más elegante que de costumbre, lucía un vestido de seda estampado rojo y blanco y con un profundo escote redondo. Su clavícula, bronceada y con motas resaltaba sobre el escote del vestido. Su cuello parecía seco y arrugado, un poco como de reptil, la cara más tersa, más maquillada que de ordinario, reflejando la expresión que los franceses denominan maussade. El cabello parecía recién lavado, y formaba una bola suave y rizada en torno a su cabeza. Su aspecto, aparte de esta descripción, era el de una mujer hermosa, fatigada, aunque no derrotada, por la vida.
—Bradley, no vayas tan rápido.
—Perdona.
—Antes de que se me olvide, Julian me ha pedido que recoja su ejemplar de Hamlet que se dejó en tu casa.
No tenía ninguna intención de separarme de ese libro. Dije:
—Quisiera conservarlo un tiempo. Es una edición muy buena y me gustaría tomar unas notas.
—Pero si es un libro para escolares.
—Una excelente edición, sin embargo. De las que ya no se encuentran. —Más adelante fingiría haberlo perdido.
—Estuviste muy amable con Julian ayer por la tarde.
—Fue un placer.
—Espero que no te diera la lata.
—En absoluto. Hemos llegado.
Entré en una papelería de Rathbone Place. En este tipo de establecimiento puedo pasarme horas curioseando, ya que apenas hay nada en una buena papelería que no me agrade y desee comprar. ¡Qué escenario de frescor e inocencia! Cuartillas, papel de escribir, cuadernos, sobres, tarjetas postales, plumas, lápices, clips, papel secante, carpetas, tinta, objetos anticuados como lacre, cosas recién inventadas como cinta adhesiva.
Me paseé por entre las estanterías seguido de Rachel.
—Debo comprar más cuadernos de los que estoy usando. Dentro de poco tendré mucho que escribir. Rachel, permíteme comprarte algo, deseo hacerlo, tengo ganas de hacer regalos.
—Bradley, ¿qué te ocurre? Parece que deliras.
—Deja que te regale estas cosas tan graciosas. —Tenía que colmar de regalos a alguien. Escogí para Rachel un ovillo de cordel rojo, un bolígrafo azul, un taco de papel para calígrafos, una lupa, una divertida bolsa, una enorme pinza de madera para la ropa con la palabra urgente inscrita en letras doradas y seis postales de la torre de correos. Pagué por las compras y deposité la bolsa repleta de trofeos en brazos de Rachel.
—Pareces de muy buen humor —dijo ella, satisfecha pero todavía un poco maussade—. ¿Podemos volver a tu casa?
—Lo siento mucho, pero tengo un compromiso para almorzar y no me da tiempo de volver a casa. —Seguía preocupado por la silla y que ella quisiera llevarse el libro. No es que no quisiera hablar con Rachel, al contrario, sentía deseos de hacerlo.
—Bien, pues sentémonos en alguna parte.
—En Tottenham Court Road hay un banco, justamente frente a Heals.
—Mira, Bradley, no voy a sentarme en Tottenham Court Road y contemplar Heals. ¿No estarán abiertos los pubs?
Lo estaban. Mis meditaciones debieron ser más largas de lo que supuse. Entramos en uno.
Era un sitio falto de personalidad, moderno, estropeado por los cerveceros, a base de plástico color claro (los pubs deberían ser antros oscuros), aunque el sol que penetraba y la puerta abierta le daban cierto encanto sureño. Nos acercamos al bar y nos sentamos en una mesa de plástico que ya estaba manchada de cerveza. Rachel había pedido un whisky doble que se proponía beber solo. Yo había pedido una mezcla de cerveza y limonada por aquello de las apariencias. Nos miramos.
Se me ocurrió que era la primera vez desde que sentí el flechazo que miraba a otro ser humano a los ojos. Era una experiencia grata. Sonreí. Casi me parecía que mi rostro tuviera la facultad de bendecir.
—Bradley, qué aspecto tan raro tienes.
—¿Especial?
—Muy agradable. Hoy tienes un aspecto magnífico. Pareces más joven.
—¡Querida Rachel, qué contento estoy de verte! Cuéntamelo todo. Hablemos de Julian. Qué chica tan inteligente.
—Me alegro de que lo creas así. No estoy segura de compartir tu opinión. Te agradezco que por fin te ocupes de ella.
—¿Por fin?
—Dice que lleva años intentando hacer que te fijes en ella. La he advertido de que seguramente acabarías cansándote.
—Haré lo que pueda por ella. Me resulta muy simpática, ¿sabes? —Solté una estruendosa carcajada.
—Ahora es como todos los jóvenes: indecisa, desconsiderada, impulsiva, llena de desprecio por todo. Adora a su padre y sin embargo no deja de chincharle. Esta mañana le anunció que tú opinabas que su obra era «sentimental».
—Rachel, lo he estado pensando —dije (lo cierto es que no lo había hecho, se me acababa de ocurrir)—. Puede que haya sido injusto con Arnold. Hace años que no leo su obra completa. Debo volver a leerla, quizá la enjuiciaría de otro modo. A ti te gustan las novelas de Arnold, ¿no?
—Soy su mujer. Y soy una mujer sin la menor cultura, como mi querida hija no se cansa de repetirme. Pero, mira, no quiero hablar de esas cosas. Quiero decir… En fin, en primer lugar te pido perdón por volver a molestarte. Vas a pensar que soy una neurótica y que estoy obsesionada.
—¡Querida Rachel, no digas semejante cosa! Me alegro mucho de verte. ¡Y qué bonito vestido! ¡Estás encantadora!
—Gracias. Me siento muy apenada por todo lo que ha ocurrido últimamente. Ya sé que la vida es un lío, pero el lío se ha liado todavía más y no lo soporto. Ya sabes, cuando las cosas se te meten dentro y empiezas a dar vueltas y más vueltas a tu desgracia. Por eso tuve que venir a verte. Y Arnold siempre se las arregla para que sea yo la que aparezca como la equivocada, y es posible que ande equivocada…
—Yo también me he equivocado —dije—, pero ahora pienso que todo puede corregirse. No hay necesidad de que haya guerra cuando puede haber paz. Iré a ver a Arnold y tendré con él una larga conversación…
—Espera un momento, Bradley. ¿Es que te estás emborrachando con esa copa? Ni siquiera la has probado. No veo por qué has de hablar solamente con Arnold. Los hombres tenéis esa manía de exponer las cosas y aclararlo todo. No estoy muy segura de querer que veas a Arnold por el momento. Sólo quería decirte lo siguiente. Bradley, ¿me estás escuchando?
—Sí, mi querida criatura.
—La última vez que nos vimos dijiste unas cosas muy amables y seguramente muy sensatas sobre nuestra amistad. Me parece que estuve un tanto arisca…
—Nada de eso…
—Quiero decir que ahora acepto y necesito tu amistad. También deseo añadir (es difícil encontrar las palabras) que me daría mucha pena que me vieras únicamente como una harpía madura y desesperada que trata de arrastrar a alguien a la cama para vengarse de su marido…
—Te aseguro que…
—No se trata de eso, Bradley. Creo que hay algo que no he dejado bien claro. No estaba buscando a un hombre que me consolara después de una disputa conyugal.
—Lo has dejado perfectamente claro…
—Sólo podías ser tú. Nos conocemos desde hace siglos. Pero hasta hace poco no he comprendido… lo mucho que te aprecio. Eres una persona muy especial en mi vida. Te aprecio y te admiro y confío en ti y… bien, te quiero. Eso es lo que quería decir.
—¡Rachel, qué cosa más deliciosa, me has alegrado el día!
—¿No podrías hablar en serio un instante, Bradley?
—Pero si hablo en serio, querida. Las personas deberían amarse de una manera más sencilla, siempre he opinado así. ¿Por qué no podemos confortarnos más los unos a los otros? Siempre estamos protegiéndonos y tendemos a vivir en un nivel de ansiedad y resentimiento. ¡Supéralo, supéralo y siéntete libre para amar! Ese es el mensaje. Sé que en mis relaciones con Arnold…
—Déjate de tus relaciones con Arnold. Se trata de mí. Quiero… debo de estar algo ebria… Voy a decírtelo claramente… quiero tener una relación especial contigo.
—¡Pero si ya la tienes!
—Calla. No deseo una aventura, no porque no desee una aventura, puede que sí la desee, no merece la pena averiguarlo, sino porque sería un jaleo y causaría toda esa ansiedad y resentimiento de que hablabas, además, no tienes ni las agallas ni el temperamento o lo que sea para tener una aventura, pero Bradley, te quiero a ti.
—¡Pero si ya me tienes!
—No te muestres tan alegre y petulante, pareces odiosamente satisfecho de ti mismo, ¿qué pasa?
—Rachel, no te inquietes. Puedo ser todo lo que quieras que sea. Todo es perfectamente sencillo. Tal como observó el homónimo de Julian, oscuramente aunque con mucho élan, todo saldrá bien y todo saldrá bien y todo tipo de cosas saldrán bien.
—Ojalá lograra que hablaras en serio un rato; hoy estás tan escurridizo… Bradley, esto es muy importante… ¿Me querrás, me serás fiel?
—¡Sí!
—¿Serás siempre un verdadero amigo para mí?
—¡Sí, sí!
—No sé… gracias… está bien… Miras el reloj, debes acudir a tu cita. Yo me quedaré aquí y… pensaré… y… beberé. Gracias, gracias.
La última vez que la vi, a través de la ventana del pub, tenía la mirada clavada en la mesa mientras hacía lentamente con el dedo unos dibujos en las gotas de cerveza. Su rostro tenía una expresión grave, abatida y ausente que resultaba muy conmovedora.
Hartbourne me preguntó por Christian. La había conocido superficialmente. La noticia de su regreso debía de haber circulado entre los de la oficina. Hablé de ella con franqueza y con tranquilidad. Sí, la había visto. Estaba muy mejorada, no sólo físicamente. Nuestras relaciones eran muy cordiales, muy civilizadas. ¿Y Priscilla? Había abandonado a su marido y estaba viviendo en casa de Christian, donde precisamente me disponía a visitarlas. «¿Que Priscilla está viviendo con Christian? ¡Es asombroso!», observó Hartbourne. Pues sí, comprendía que le asombrara, pero eso venía a demostrar lo buenos amigos que éramos todos. Yo a mi vez le pregunté a Hartbourne por la oficina. ¿Seguía reuniéndose aquel ridículo comité? ¿Había obtenido Matheson su ascenso? ¿Habían instalado ya los nuevos servicios? ¿Seguía rondando por allí aquella divertida dama organizadora de tés? Hartbourne me dijo que yo le parecía «muy en forma y sosegado».
Había resuelto ir a Notting Hill aquella tarde, pero antes quería pasar por mi apartamento. Tenía que refrescarme con un poco de silencio y soledad, pensar en Julian. Así retornan los hombres santos a los templos y los cruzados se nutren con el santo sacramento. Estuve a punto de irme a casa y quedarme allí todo el día por si ella telefoneaba, pero sabía que era una tentación que debía resistir. Si todo había de salir efectivamente bien, yo no debía alterar el patrón de mi vida, es decir, aparte de los arreglos y reconciliaciones que sabía que ahora podría llevar a cabo. De camino a casa me detuve en una librería y encargué la obra completa de Arnold. Eran muchos volúmenes para cargar con ellos y de todos modos algunos no los tenían. El dependiente prometió enviármelos pronto. Al repasar una lista, advertí que yo ni siquiera había leído todos sus libros, y algunos hacía tiempo que no los recordaba. ¿Cómo podía juzgar a un hombre sobre esa base? Comprendí que había sido injusto. Le sonreí al dependiente.
—Sí, todos, por favor.
—¿Y la poesía, señor?
—Sí. —Ni siquiera sabía que Arnold hubiera publicado poesía. ¡Qué canalla era yo! También adquirí la obra completa de Shakespeare, compuesta de seis volúmenes y editada en Londres, que llegado el momento regalaría a Julian a cambio de su Hamlet, y me fui sonriendo.
Al llegar a la plazuela, vi a Rigby, mi vecino de arriba. Le detuve para iniciar una afable charla sobre las excelencias del tiempo, y él me dijo:
—Hay alguien esperándole a la puerta de su casa.
Me quedé sin respiración, me disculpé y corrí hacia mi piso. Un hombre me estaba esperando. Un hombre bien vestido, distinguido, de porte militar.
Al verme, Roger empezó a decir:
—Mira, antes de que me digas…
—Mi querido Roger, pasa a tomar una taza de té. ¿Dónde está Marigold?
—La he dejado en un café ahí abajo.
—Pues ve a buscarla enseguida, anda vete, ¡estaré encantado de volver a verla! Pondré agua a hervir y lo tendré todo dispuesto.
Roger se quedó mirándome, negando con la cabeza como si pensara que me faltaba un tornillo, pero fue en busca de Marigold.
Marigold iba vestida de ciudad, con una gorrita de hilo azul, un pichi blanco, una blusa de seda azul oscuro y un echarpe blanco y azul de aspecto bastante caro. Tenía cierto aire de marinero de comedia musical. Estaba más llena y asumía la postura torpe, autosatisfecha y protuberante de la mujer encinta. Sus bronceadas mejillas estaban encendidas de salud y felicidad. Sus ojos sonreían todo el rato y era imposible no corresponder a su sonrisa. Por la calle debió de dejar una estela de felicidad a su paso.
—¡Marigold, qué encantadora estás! —dije.
—¿Qué te traes entre manos? —preguntó Roger.
—Sentaos, sentaos, perdonadme, os lo ruego, es que se os ve tan dichosos… Marigold, ¿querrás hacernos de madre?
—Eso será un chiste de mal gusto, ¿no?
—No, no. —Yo estaba preparando las cosas para el té en la mesilla de caoba. Había quitado de la vista la silla de Julian.
—No tardarás en ponerte desagradable.
—Roger, por favor, ponte cómodo, hablemos tranquilamente, seamos amables y razonables. Lamento mucho haber estado tan desagradable con vosotros en Bristol. Estaba disgustado por Priscilla, aún lo estoy, pero no os considero unos malvados, sé que estas cosas ocurren.
Roger le hizo una mueca a Marigold. Ella respondió con una sonrisa.
—He querido ponerte al corriente —dijo él—, y quisiera que nos hicieras un favor. Ante todo, aquí tienes esto. —Depositó a mis pies una enorme bolsa semiabierta.
La miré y me puse a hurgar en su interior. Collares y demás. El retrato esmaltado. La estatuilla de mármol o de lo que fuese. Dos copas de plata y otros objetos.
—Es muy amable de tu parte, Priscilla estará encantada. ¿Qué hay del visón?
—A eso iba —dijo Roger—. Siento decirte que el visón lo he vendido. Ya lo había vendido antes de presentarte tú. Priscilla y yo acordamos considerarlo una inversión. A ella le daré la mitad de los beneficios. A su debido tiempo.
—No debe preocuparse —dijo Marigold. Había avanzado su pie, elegantemente enfundado en charol azul, junto al zapato de Roger. Movía el brazo sin cesar, de forma que su manga rozaba la de él rítmicamente.
—Ahí están todas sus joyas —añadió Roger—, así como los objetos de su tocador, y Marigold ha llenado tres baúles con toda la ropa y demás. ¿Adónde los enviamos?
Anoté las señas de Notting Hill.
—No he incluido los viejos tarros de maquillaje —dijo Marigold—, y hay un montón de ligas viejas y cosas…
—¿Y podrías decirle a Priscilla que queremos que los trámites del divorcio se inicien cuanto antes? Le asignaré una renta mensual, por supuesto.
—Nuestra situación será desahogada —dijo Marigold, rozando con su manga la de Roger—. Seguiré trabajando una vez que el niño haya nacido.
—¿Qué es lo que haces? —pregunté.
—Soy dentista.
—¡Es fantástico! —Rompí en carcajadas de pura joie de vivre. ¡Quién iba a figurarse que esta encantadora joven era dentista!
—Ya le habrás hablado a Priscilla de nosotros —dijo Roger muy serio.
—Sí, sí. Todo saldrá bien y todo saldrá bien, como observó Julian.
—¿Julian?
—Julian Baffin, la hija de un amigo mío.
—¿La hija de Arnold Baffin? —preguntó Marigold—. Admiro mucho sus libros, es mi autor preferido.
—Debéis iros, hijos míos —dije, poniéndome en pie. No resistía un segundo más el no estar a solas con mis pensamientos—. Procuraré arreglar las cosas lo mejor que pueda con Priscilla. Sólo queda desearos toda suerte de felicidad.
—Confieso que me has dejado atónito —dijo Roger.
—No voy a ayudar a Priscilla poniéndome a malas con vosotros.
—Has sido un encanto —dijo Marigold. Y creo que me habría dado un beso, de no habérsela llevado Roger.
—¡Adiós, querida dentista! —grité.
—Debe de estar borracho —oí decir a Roger mientras cerraba la puerta.
Regresé para tumbarme boca abajo sobre la alfombrilla de lana negra.
—¡Adivina lo que traigo en esta bolsa! —le dije a Priscilla.
Era aquella misma tarde. Francis me había abierto la puerta. De Christian no había señal.
Priscilla seguía instalada en la «nueva» habitación de arriba con las destartaladas paredes de bambú sintético. El lecho ovalado, con sábanas negras, estaba revuelto, sin duda porque acababa de ser desocupado. Priscilla, vestida con una bata de baño blanca, un tanto aséptica, estaba sentada en una banqueta ante un tocador bajo y muy reluciente. Cuando entré se estaba contemplando en el espejo, tarea que reanudó tras saludarme con una sonrisa. Tenía la cara blanca de polvos y los labios rojos de carmín. Su aspecto era grotesco, parecía una vieja geisha.
No me contestó. Cogió un enorme tarro de crema grasienta y empezó a embadurnarse la cara. El carmín se disolvió en la grasa, tiñéndola de rojo. Priscilla se extendió el pringue rosa por toda la cara, mientras seguía contemplándose ávidamente a los ojos.
—¡Mira —dije—, mira quién está aquí!
Coloqué la estatuilla blanca en la superficie de cristal del tocador. Junto a ella deposité el retrato esmaltado y el estuche de malaquita. Saqué un revoltijo de collares.
Priscilla contempló aquellos objetos fijamente. Luego, sin tocarlos, cogió una servilleta de papel y se limpió el pringue rosa de la cara.
—Te los ha traído Roger. Y mira, te devuelvo la dama del búfalo. Me temo que se ha quedado un poco cojo, pero…
—¿Y la estola de visón? ¿Le has visto a él?
—Sí, le he visto. Atiende, Priscilla, quiero explicarte…
El rostro de Priscilla, limpio de grasa, aparecía descamado y enrojecido.
Tiró al suelo la pelota de papel rosácea y dijo:
—Bradley, he decidido volver con Roger…
—Pero Priscilla…
—Es inútil. Nunca debí dejarle. No es justo para él. Y creo que lejos de él me estoy volviendo literalmente loca. He perdido toda oportunidad de ser feliz. Además, estar conmigo misma es un infierno. Y aquí, en este absurdo lugar, todavía me parece estar más encerrada conmigo misma. Incluso el odio que sentía por Roger era algo, significaba algo, como lo de ser desgraciada por culpa suya. Y después de todo, él me pertenece. Y yo ya estaba acostumbrada a esas cosas, tenía algo que hacer, comprar, cocinar, limpiar la casa, y le preparaba la cena, aunque él no se presentara a cenar, y lo tenía todo listo y luego él no venía y yo me quedaba viendo la televisión. Pero todo aquello era parte de algo, hasta lo de esperarle a oscuras una vez acostada, atenta a oír su llavín girar en la cerradura, al menos había algo que esperar. No estaba sola con mis pensamientos. En realidad, no me importa que fuera con otras mujeres, secretarias de la oficina, supongo que todos lo hacen. No creo que esto importe mucho ya. Estoy unida a él para siempre, en lo bueno y en lo malo, en este caso lo malo, pero cualquier vínculo significa algo cuando uno está abocado al infierno. Tú no puedes cuidarme, es obvio, ¿por qué ibas a hacerlo? Christian ha sido muy amable, pero lo de ella es curiosidad, es como un juego para ella, no tardará en cansarse. Sé que estoy horrible, no entiendo cómo nadie puede mirarme. De todos modos, no quiero que nadie me cuide. Siento que mi mente se está descomponiendo. Creo que apesto a descomposición. Me he pasado todo el día en cama. No empecé a maquillarme hasta poco antes de llegar tú, y a pesar de ello seguía estando horrible… A Roger le odio y durante este último año, más o menos, me ha tenido atemorizada. Pero si no vuelvo con él me iré deshaciendo, arrojaré las entrañas, como los ahorcados. No puedo explicarte la desgracia en que vivo.
—Priscilla, basta. Ahí tienes, mira qué cosas tan lindas. Se nota que te alegra verlas de nuevo, todavía queda algo que te causa satisfacción. —Tomé de un montón un largo collar de cuentas alternadas azules y vidriosas, lo desenredé y formé con él una gran O para colocarlo en torno a su cuello, pero ella lo apartó con un violento ademán.
—¿Ha enviado el visón?
—Bueno…
—Como de todas formas pienso volver, no importa. Te agradezco que me hayas traído… ¿Qué te dijo, quería verme, dijo que yo era una persona horrible? Mi vida ha sido un infierno, pero cuando regrese no será peor de lo que es ahora, no puede serlo. Trataré de resignarme y tomármelo con serenidad. Trataré de hacer cositas, iré al cine más a menudo. No gritaré ni me pondré a llorar. Si no alboroto él no me hará daño, ¿verdad que no? Bradley, ¿por qué no me acompañas a Bristol? Quiero que le expliques a Roger…
—Priscilla —dije—, escucha, querida. No hay la menor posibilidad de que regreses ahora, ni nunca. Roger quiere divorciarse. Tiene una amante, una joven llamada Marigold con la que ha estado viviendo desde hace años, muchos años, y quiere casarse con ella. Les he visto esta mañana. Son muy felices, se quieren, desean casarse y Marigold está embarazada…
Priscilla se levantó y se encaminó rígida hacia la cama. Se metió en ella. Era como un cadáver metiéndose en su ataúd. Se cubrió con las mantas.
—Quiere casarse… —Su boca estaba flácida y hablaba torpemente.
—Sí, Priscilla…
—Lleva tiempo con esa chica…
—Sí.
—Ella está embarazada…
—Sí.
—Y él quiere divorciarse…
—Sí. Querida Priscilla, ahora que te has hecho cargo de la situación, debes enfrentarte a ella…
—La muerte —murmuró—, la muerte, la muerte, la muerte…
—Querida, no pierdas la calma…
—La muerte.
—Pronto te sentirás mejor. Es preferible para ti que te hayas librado de ese sinvergüenza. En serio. Te crearemos una vida nueva, te mimaremos, te ayudaremos entre todos. Tú misma acabas de decir que irás al cine más a menudo. Roger te asignará una renta, y Marigold es dentista…
—¡Y si te parece bien, yo podría entretenerme haciendo cositas para el bebé!
—¡Así me gusta, que demuestres ánimos!
—Bradley, si supieras cuánto te odio, incluso a ti, comprenderías lo lejos que estoy de toda esperanza humana. En cuanto a Roger… me gustaría clavarle… una aguja de media al rojo vivo… en el hígado…
—¡Priscilla!
—Lo leí en una novela policíaca. Te mueres despacio y los dolores son atroces.
—Por favor…
—No entiendes nada… sobre el horror… no me extraña que seas incapaz de escribir un libro de verdad… No comprendes… el horror…
—Sé de horrores —dije—. También sé de alegrías. La vida tiene sorpresas agradables, premios, la fama. Nosotros te protegeremos y te daremos todos los caprichos…
—¿A quiénes te refieres con «nosotros»? ¡Aj…!, no tengo a nadie en el mundo. Me mataré. Eso será lo mejor. Todo el mundo dirá «Es preferible que se haya matado, está mejor muerta». Te odio, odio a Christian, me odio tanto a mí misma que podría pasarme horas gritando de odio y de dolor, este dolor, ¡oh, Roger, Roger, Roger, este dolor…!
Se había vuelto de costado y lloraba casi en silencio, entrecortadamente, con la boca temblorosa y los ojos anegados en lágrimas. Yo nunca había visto a nadie tan inaccesiblemente desgraciado. Sentí deseos de adormecerla, no para siempre, claro, sólo ponerle una inyección de algo para detener esos espantosos lamentos, dar tregua a la atormentada conciencia.
Se abrió la puerta y entró Christian. Mirando a Priscilla, me saludó distraídamente con un ademán como de «abrazarme» que me pareció el colmo de la intimidad.
—¿Y ahora qué te pasa? —le preguntó a Priscilla con severidad.
—Acabo de decirle lo de Roger y Marigold —dije.
—Dios mío, ¿era necesario?
De pronto Priscilla se puso a gritar silenciosamente. Quizá lo de «gritar silenciosamente» suene absurdo, pero pretendo indicar esa forma de gritar, curiosamente controlada y rítmica, que acompaña a un determinado género de histeria. La histeria resulta aterradora debido a su carácter voluntario y al tiempo involuntario. Tiene todo el espanto de un deliberado asalto a los espectadores, pero también es, con su ritmo en apariencia imparable, como la puesta en marcha de una máquina. Es inútil pedirle a alguien que está histérico que «se controle». Al «optar» por ponerse histéricos, se sitúan más allá de toda comunicación ordinaria. Priscilla, incorporada ahora en el lecho, emitió un entrecortado «¡uuuh!», seguido de un «¡aah!», grito que acabó en un sollozo mascullado, y vuelta otra vez con el entrecortado sonido, el grito, etcétera. El ruido era terrible, atormentado y cruel… En cuatro ocasiones he visto a una mujer histérica: una vez a mi madre porque mi padre le había pegado, otra a Priscilla cuando estaba embarazada, otra a cierta mujer (ojalá pudiera olvidar aquella ocasión) y ahora de nuevo a Priscilla. Me volví hacia Christian y levanté las manos en señal de desesperación.
Francis Marloe entró sonriendo.
—Sal de aquí, Brad, espera abajo —dijo Christian.
El primer tramo de la escalera lo bajé corriendo, el segundo más despacio. Cuando alcancé la puerta del salón marrón oscuro y añil, la casa se había quedado en completo silencio. Entré y me quedé en pie, con las piernas un tanto separadas y aspirando aire profundamente.
Al poco rato entró Christian.
—Se ha callado —dije—. ¿Qué le has hecho?
—Le he dado un bofetón.
—Creo que voy a desmayarme —dije. Me senté en el sofá y oculté la cara entre las manos.
—¡Brad! ¡Rápido, aquí tienes, bebe por lo menos un poco de coñac…!
—¿No podrías darme unas galletas o algo así? No he comido nada en todo el día. Ni ayer tampoco.
En aquellos momentos yo sentía de verdad que estaba a punto de desmayarme; esa extraña y absolutamente única sensación de que sobre nuestra cabeza se abate un baldaquín negro, como un matacandelas. Y ahora, al tener a disposición coñac, galletas, pan, queso y tarta, también supe que iba a romper a llorar. Hacía muchos, muchísimos años que no lloraba. Quizá no comprendan, los que con frecuencia lo hacen, qué extraño fenómeno es el de llorar. Recordé la inquietud de los lobos cuando Mowgli rompe a llorar en El libro de la selva o, mejor dicho, es Mowgli quien se siente inquieto y cree que va a morir. Los lobos están mejor conformados, tienen dignidad, se sienten ligeramente escandalizados. Sostuve entre ambas manos la copa de coñac y miré a Christian, notando que el cálido líquido afluía con rapidez a mis ojos. La suave inevitabilidad de aquella sensación me produjo placer. Era un logro. Puede que todas las lágrimas sean un logro. ¡Oh, precioso don!
—Brad, querido, no…
—Detesto la violencia —dije.
—No era conveniente dejar que siguiera en ese estado, se fatiga mucho, ayer se pasó media hora así…
—Está bien, sí, está bien…
—¡Pobrecito! Estoy haciendo cuanto puedo, de veras. No es nada divertido tener en casa a una mujer medio loca. Lo hago por ti, Brad.
Yo había conseguido tragarme un pedazo de queso, pero me supo a jabón. El coñac, sin embargo, me sentó bien. El haber visto a Priscilla en aquel estado, aquel panorama de desesperación, me había disgustado profundamente. Pero las preciosas lágrimas, ¿qué eran? Eran, no podían ser otra cosa, lágrimas de pura dicha, un prodigioso portento de mi estado alterado. Todo yo, material y espiritual, toda mi sustancia, todos mis humores, se componían del éxtasis del amor. Miré al frente, a través del velo cálido y plateado de mis lágrimas, y vi el rostro de Julian, solícito y atento, como la máscara de un pájaro, suspendido en el espacio, como la visión del Salvador venido a consolar a un asceta famélico y enloquecido en una cueva desierta.
—Brad, ¿qué te pasa? Tienes un aspecto extraordinario, algo te ha ocurrido, estás hermoso, pareces un santo o algo así, pareces una pintura, estás todo rejuvenecido…
—No abandonarás a Priscilla, ¿verdad, Chris? —contesté, enjugándome las lágrimas con la mano.
—¿Te has fijado, Brad?
—¿En qué?
—Me has llamado «Chris».
—¿Sí? Como en los viejos tiempos. En fin, ¿verdad que no lo harás? Te pagaré…
—¡Bah!, por el dinero no te preocupes. La cuidaré. Tengo a otro médico. Le aplicaremos un tratamiento a base de inyecciones.
—Bien. Julian.
—¿Cómo has dicho?
Había pronunciado el nombre de Julian en voz alta. Me puse en pie.
—Chris, perdona, debo irme. Hay algo muy importante que debo hacer.
Pensar en Julian.
—Brad, por favor… Está bien, de acuerdo, de acuerdo, no te detengo. Pero quiero que me digas una cosa.
—¿Qué?
—Pues que me perdonas o algo parecido. Que entre nosotros hay paz o algo así. ¿Sabes una cosa, Brad? Yo te quería. Tú veías mi amor como una fuerza destructora o el deseo de dominarte o lo que fuera, pero yo sólo pretendía retenerte. Y el caso es que regresé aquí a ti y por ti. Estuve pensando mucho en ti, allí en América, y en lo necia que había sido. No soy una loca romántica. Sé que lo nuestro no podía funcionar entonces; éramos tan jóvenes y tan estúpidos el uno con el otro… Pero vi algo en ti que no me dejaba tranquila. Solía soñar que nos habíamos reconciliado, ya sabes, en los sueños por la noche, en sueños de verdad.
—Yo también —dije.
—¡Dios mío! Y era un sueño de tanta felicidad… Pero entonces me despertaba y recordaba que nos habíamos separado con odio y que a mi lado tenía al idiota del viejo Evans (compartimos el mismo lecho casi hasta el final). Sobre el pobre Evans te he dicho algunas cosas muy crueles, de las que me arrepiento; debí de causarte una pésima impresión. En realidad yo no despreciaba a Evans, ni le odiaba ni deseaba su muerte, no era eso, pero estaba tan aburrida de él y de aquel lugar… Lo único que me retuvo allí fue la perspectiva de hacer dinero. Ni la pintura ni los ejercicios respiratorios ni las sesiones de psicoanálisis. Incluso me dediqué a la cerámica, Jesús, lo probé todo. Al final, lo único que contaba era el dinero. Pero siempre presentí que había otro mundo, como un mundo espiritual, me figuro, aguardándome en algún sitio. Y confiaba en que al volver aquí regresaba a una especie de hogar, a un hogar dentro de tu corazón…
—Mi querida Chris, qué disparate.
—Sí, ya lo sé, pero… ¿sabes una cosa?, pues que de repente me pareces accesible a mí, accesible a todo… que puedo penetrar en ti y que voy a encontrarme con un felpudo que pone «Bienvenida…». Brad, ¿quieres hacerme el favor de decir estas palabras gratas? Dime que me perdonas, dime que nos hemos reconciliado y que por fin somos amigos.
—Claro que te perdono, Chris, claro que nos hemos reconciliado. Tú también debes perdonarme, no fui un hombre paciente.
—Claro que te perdono. Gracias a Dios que al fin podemos conversar, discutir lo que sucedió antes y lo estúpidos que éramos, volver a enderezarlo todo, recuperarlo, «rescatarlo», como lo que se hace en las tiendas de préstamos. Cuando te vi llorar por Priscilla supe que era posible. Eres un buen hombre, Bradley Pearson, podemos lograrlo si abrimos nuestros corazones…
—Chris, querida. ¡Te lo suplico!
—Brad, en cierto aspecto todavía eres mi marido, nunca he dejado de verte así, al fin y al cabo nos casamos por la Iglesia, con mi cuerpo yo te venero y todo lo demás, una vez fuimos puros de corazón, nuestra intención era honesta. Nos queríamos, ¿no? ¿No nos queríamos?
—Es posible, pero…
—Cuando fracasó pensé que me había convertido en una cínica para siempre… Me casé con Evans por su dinero. En fin, aquella fue una acción real, no le abandoné, murió sosteniendo mi mano, el pobre. Pero ahora es como si el pasado se hubiera desvanecido. He vuelto a ti para decirte esto, Brad, para descubrir esto, y ahora que somos más viejos y más juiciosos y nos arrepentimos de lo que hemos hecho, ¿por qué no volvemos a intentarlo?
—Chris, querida, estás chiflada —dije—. Pero me siento conmovido.
—Brad, no sabes lo joven que pareces. Estás tierno y espiritual, como una gata que acaba de tener gatitos.
—Me marcho. Adiós.
—No puedes marcharte ahora que hemos sellado un nuevo pacto. Todo esto te lo habría dicho antes, pero no podía porque te mostrabas indiferente, cerrado, no podía llegar a ti, pero ahora estás aquí del todo, todo tú, y yo también, esto es algo auténtico, debemos probarlo otra vez, Brad, es preciso. Por supuesto, no tienes que decidirlo enseguida, piénsatelo con calma y con tiempo…, podríamos vivir donde quisieras y podrías seguir tranquilamente con tu trabajo, podríamos comprar una casita en Francia o en Italia, donde quisieras…
—Chris…
—O en Suiza.
—En Suiza no. Odio las montañas.
—Bueno, pues…
—Mira, debo…
—Bésame, Bradley.
La ternura transforma el rostro de una mujer. Puede llegar a estar irreconocible. Christian en tendresse parecía mayor, más absurda y semejante a un animal, con los rasgos contraídos y como de goma. Llevaba un vestido de algodón carmesí, con un escote redondo, y una cadena de oro en torno al cuello. Tras el oro vivo de la cadena, la piel de su cuello parecía manchada y seca. Su cabello teñido estaba lustroso y suave como el de un animal. En la fría penumbra azul de la habitación me miraba con expresión humilde, implorante, tímida, compungida, tierna, y sus manos, colgando a los costados, estaban abiertas hacia mí como en un ademán oriental de abandono y sumisión. Me acerqué y la tomé entre mis brazos.
Al mismo tiempo reí, abrazándola sin besarla, y seguí riendo. Por encima de su hombro vi un rostro de felicidad muy distinto. Pero la abracé conscientemente y reí, y ella rió también, su frente golpeándome el hombro.
Entró Arnold.
Solté a Christian lentamente y ella miró a Arnold, riendo aún de manera abatida y casi satisfecha.
—¡Ay de mí, ay de mí…!
—Ya me iba —le dije a Arnold.
Él había tomado asiento en cuanto entró, tranquilamente, como un hombre en una sala de espera. Exhibía su acostumbrado aire apocado (su empapado aspecto de albino), como si le hubiera sorprendido la lluvia, con el pelo incoloro oscurecido por la grasa, el rostro reluciente, la nariz apuntándonos como una aguja engrasada. Sus pálidos ojos azules, desteñidos casi hasta el extremo de la blancura, estaban frescos como el agua. Advertí, antes de que él tuviera tiempo de suavizarla, la expresión de fastidio con que había acogido nuestra pequeña escena.
—¿Lo pensarás, verdad, Brad, querido?
—¿Pensar qué?
—¡Es único, ya se ha olvidado! ¡Acabo de proponerle matrimonio y ya no se acuerda!
—Christian ha perdido el juicio —le dije a Arnold en tono cordial—. He encargado todos tus libros.
—¿Por qué? —preguntó Arnold, sentado solemnemente y fingiendo una amigable y decaída indiferencia, mientras Christian, riendo bajito, recorría la habitación dando tumbos o ejecutando unos pasos de danza.
—Quiero volver a analizar tu obra. Creo que posiblemente haya sido injusto contigo, en fin, que me haya equivocado.
—Muy amable de tu parte.
—No. Es que en estos momentos… quiero estar… en paz con todo el mundo.
—¿Estamos en Navidad? —preguntó Arnold.
—No, es que… Voy a leer tus libros, Arnold… lo haré… con humildad y sin prejuicios… por favor, créelo… y te ruego que perdones… todas mis faltas y…
—Brad se ha convertido en un santo.
—¿Te sientes bien, Bradley?
—Fíjate en su aspecto. ¡Debe de ser cosa de la transfiguración!
—Debo irme… adiós, adiós… Y… quedad en paz… quedad en paz… —dije, saludándoles torpemente con la mano y eludiendo la que me tendía Christian. Alcancé la puerta del salón, atravesé el pequeño vestíbulo y salí a la calle. Parecía haber anochecido. ¿Qué le había pasado al día?
Al aproximarme a la esquina oí unos pasos apresurados detrás de mí. Era Francis.
—Brad, quería decirte… Espera, por favor, espera… Quería decirte que pase lo que pase, me quedaré con ella, yo…
—¿Con quién?
—Con Priscilla.
—Ah, sí. ¿Cómo está?
—Dormida.
—Gracias por ayudar a la pobre Priscilla.
—Brad, quería estar seguro de que no estabas enfadado conmigo.
—¿Por qué iba a estarlo?
—Por todas aquellas cosas que dije, poniéndome a llorar delante de ti y todo, hay personas que les fastidia que les des el rollo con sus penas, y yo me temo…
—Olvídalo.
—Brad, quería decir una cosa más… quería decir que… pase lo que pase… estoy a tu lado.
Me detuve para mirarle, él sonrió tontamente, se mordió el grueso labio inferior y levantó hacia mí sus ojillos, picaros e interrogantes.
—En la próxima… batalla… grande —dije yo—, sea… cual sea… su resultado…, gracias, Francis Marloe.
Francis parecía un tanto pasmado. Me despedí de él con un saludo militar y seguí mi camino. Él echó a correr detrás nuevamente, diciendo:
—Te aprecio mucho, Brad, ya lo sabes.
—¡Largo!
—Brad, por favor, ¿no podrías darme un poco más de pasta? Siento molestarte, pero Christian me da tan poco…
Le di cinco libras.
La división entre un día y el siguiente debe de ser una de las peculiaridades más profundas de la vida en este planeta. Se trata, en general, de una medida beneficiosa. No estamos condenados a vuelos sostenidos del ser, sino que podemos refrescarnos continuamente con breves vacaciones de nosotros mismos. Somos criaturas intermitentes, cayendo siempre en pequeños finales y remontándonos a pequeños comienzos. Nuestra conciencia, tan pronto fatigada, se distribuye por capítulos, y suele ser cierto, para comodidad o incomodidad nuestra, que el mundo aparecerá mañana distinto por completo. Qué maravilloso también que la noche se adapte al sueño, dulce imagen de él, tan acertadamente asignada a nuestra necesidad. Los ángeles deben pasmarse ante estos seres que con tal regularidad caen de su estado consciente en la oscuridad infestada de fantasmas. Ningún filósofo ha podido explicar nunca cómo nuestras frágiles identidades salvan esos vacíos.
A la mañana siguiente —era otro día soleado— me desperté temprano a una percepción exacta de mi condición, sabiendo, empero, que algo había cambiado. Yo no era el mismo del día anterior.
Continué tendido en la cama, palpándome, como alguien que se explora tras un accidente para comprobar si se le ha roto algo. Desde luego, seguía sintiéndome muy feliz, con esa curiosa sensación de tener el rostro hecho de cera, disolviéndome en el éxtasis, los ojos bañados en él. El deseo, cósmico aún, ahora parecía más bien un dolor físico, algo de lo que podría morir a solas en un rincón. Pero no estaba espantado. Me levanté, me afeité, me vestí con esmero y contemplé en el espejo mi nuevo rostro. Era asombroso lo joven que parecía. Luego me tomé una taza de té y fui a sentarme en la salita, con las manos cruzadas, mirando el muro a través de la ventana. Sentado inmóvil como un budista e intentando hacer un esfuerzo por experimentarme.
El amor, tras la inicial revelación, exige una estrategia; que ello sea a menudo el principio del fin no lo hace menos imperativo. Yo sabía que ese día, y seguramente durante el resto de mis días, tendría que ocuparme en lo concerniente a Julian. Esto no me había parecido en absoluto necesario el día anterior. Entonces había sucedido, sencillamente, y sin mérito alguno por mi parte, que me había hecho virtuoso. Y entonces eso había bastado. Yo amaba, y la dicha del amor había originado un vacío en el punto donde se alojaba mi ser. Estaba purgado de animadversión y de odio, purgado de todos los mezquinos y angustiosos temores que componen el ruin ego. Era suficiente que ella existiera y que nunca pudiera ser mía. Yo debía vivir y amar a solas, y el sentimiento de que podía hacerlo casi me convirtió en un dios. Hoy no era yo menos virtuoso, ni más iluso, pero mi voluntad estaba algo más activa y quisquillosa. Estaba claro que a ella no podría decírselo nunca, y que el silencio y el trabajo felizmente absorberían el gran poder que se me había concedido. Aun así, sentía la nueva necesidad de una actividad orientada hacia Julian, más localizada.
Seguí inmóvil por espacio de no sé cuánto tiempo. Puede que realmente cayera en algo así como un trance. Entonces sonó el teléfono y mi corazón se disparó en un negro estallido al tener de inmediato la certeza de que era Julian quien llamaba. Corrí hasta él, cogí el auricular con torpeza y lo dejé caer dos veces antes de llevármelo a la oreja. Se trataba de Grey-Pelham, que telefoneaba para decirme que su esposa estaba indispuesta, que le sobraba una entrada para el partido de Glyndebourne y para preguntarme si quería acompañarle. ¡Ni pensarlo! ¡Arriba Glyndebourne! Una vez que me hube librado de él cortésmente, llamé a Notting Hill. Respondió Francis y me comunicó que Priscilla se había tranquilizado y estaba dispuesta a ver a un psiquiatra. A continuación me senté para preguntarme si debía llamar a Ealing. No para hablar con Julian, por supuesto. ¿No sería conveniente que telefoneara a Rachel? Pero ¿y si contestaba Julian?
Mientras tal posibilidad me abrasaba y congelaba la mente, el teléfono sonó de nuevo y de nuevo estalló mi corazón. Esta vez era Rachel quien llamaba. Nuestra conversación se desarrolló como sigue:
—Hola, Bradley. Soy yo, la pesada de siempre.
—Rachel… querida… agradable… contento… tú… qué alegría…
—Es imposible que estés borracho a estas horas de la mañana.
—¿Qué hora es?
—Las once y media.
—Creí que eran cerca de las nueve.
—Te alegrará saber que no iré a visitarte.
—Pero si me gustaría mucho que lo hicieras.
—No, es preciso que me domine. Es tan… poco digno de mí… perseguir a mis viejos amigos.
—Somos amigos, ¿no?
—Sí, sí, sí. Bradley, no debo volver a… me alegra encontrarte en casa, no te molestaré más de lo indispensable. Bradley, ¿estaba Arnold ayer en casa de Christian?
—No.
—Sí que estaba, lo sé. Es igual. Dios, no debo volver…
—Rachel…
—¿Sí?
—¿Cómo… cómo… está Julian… hoy?
—Ah, pues más o menos como siempre.
—No irá… por casualidad… a acercarse por aquí… para recoger su Hamlet… ¿verdad?
—No. Hoy no parece que se incline por Hamlet. Está en casa de unos vecinos, cavando un pozo de conversación con otra pareja de jóvenes en la sala de recreo del jardín.
—¿Un qué?
—Un pozo de conversación.
—Ah. En fin. Comprendo. Dile… No. Bien…
—Bradley, tú… no importa lo que signifique… me quieres, ¿no?
—Sí, claro.
—Siento estar tan… tierna y sosa… Gracias por haberme escuchado… Te volveré a llamar… Adiós…
Me olvidé de Rachel. Decidí salir a comprarle a Julian un regalo. Todavía me sentía indispuesto y algo mareado y propenso a sufrir ataques de escalofríos. La idea de comprarle el regalo me produjo numerosos escalofríos. Eso de comprar regalos es un síntoma de amor bastante universal. Es ciertamente un sine qua non. (Si no deseas hacerle un regalo, no la quieres). Me figuro que es un medio de conmover a la persona amada.
En cuanto sentí que podía caminar, salí de casa y me dirigí a Oxford Street. El amor transforma el mundo. Había transformado los grandes comercios de Oxford Street en exposiciones de posibles regalos para Julian. Compré un monedero de piel, una caja de pañuelos, un brazalete esmaltado, una llamativa bolsa de esponja, un par de guantes de encaje, un juego de bolígrafos, un llavero y tres bufandas. Luego me comí un bocadillo, me fui a casa y dispuse los regalos junto a los seis volúmenes de Shakespeare sobre la mesa de marquetería y la mesilla de caoba, y los estuve contemplando. Era obvio que no podía darle todas esas cosas de golpe, le parecería raro. Pero podía dárselas poco a poco y, entretanto, estaban aquí y eran suyas. Me puse una de las bufandas y me sentí enfermo de deseo. Me encontraba en lo alto de un edificio y quería arrojarme, me estaba abrasando y casi perdía el conocimiento, me estremecía de dolor, dolor, dolor.
Sonó el teléfono. Me arrastré hasta él, lo descolgué y contesté con un gemido.
—Brad. Soy Chris.
—Ah… Chris… hola, querida.
—Me alegra que hoy siga siendo Chris.
—Hoy… sí…
—¿Has pensado en mi proposición?
—¿Qué proposición?
—Vamos Brad, no me tomes el pelo. Oye, ¿puedo ir a verte ahora mismo?
—No.
—¿Por qué?
—Tengo una partida de bridge.
—Pero si tú no sabes jugar al bridge.
—Lo aprendí en los cerca de treinta años que estuviste ausente. De alguna manera tenía que pasar el rato.
—Brad, es bastante urgente, ¿cuándo podemos vernos?
—Iré a visitar a Priscilla… esta tarde… probablemente…
—Muy bien, te espero. No me falles.
—Y que Dios te bendiga, Chris, que Dios te bendiga, querida, que Dios te bendiga.
Me senté en el vestíbulo y acaricié la bufanda de Julian. Puesto que aún la conservaba, aunque fuese de ella, era como si ella me hubiera hecho un regalo. Permanecí sentado y a través de la puerta abierta de la sala contemplé las cosas de Julian, dispuestas sobre las mesas. Escuché el silencio del piso en medio del murmullo de Londres. El tiempo pasaba. Esperaba. Siendo tu esclavo, ¿qué iba a hacer sino velar las horas y momentos de tus deseos? No tengo tiempo precioso que emplear, ni servicios que atender hasta que tú los requieras.
Me parecía increíble que aquella mañana tuviera yo el valor de salir de casa. ¿Y si ella había telefoneado? ¿Y si había venido mientras yo estaba ausente? No iba a pasarse todo el día cavando un pozo de conversación, fuera lo que fuese eso. No tardaría en venir para recoger su Hamlet. Era una suerte que yo tuviera ese rehén. Unos segundos después entré en la salita, tomé el gastado librito y me senté en el sillón de Hartbourne para acariciarlo. Los párpados me pesaban, el mundo material se hizo confuso y yo seguía esperando.
No había olvidado que pronto me pondría a escribir el gran libro de mi vida. Sabía que el negro Eros que me había fulminado era consustancial con otro y más secreto dios. Si lograba conservar mi silencio y serenidad, me vería recompensado con el poder. Pero por el momento era impensable ponerme a escribir. Sólo habría podido anotar los garabatos de mi inconsciente.
Sonó el teléfono y corrí hacia él, topando con la mesa y derribando los seis volúmenes de Shakespeare.
—Bradley. Soy Arnold.
—Jesús. Eres tú.
—¿Qué ocurre?
—Nada.
—Bradley, tengo entendido…
—¿Qué hora es?
—Las cuatro. Tengo entendido que esta tarde piensas venir a visitar a Priscilla.
—Sí.
—Bien, ¿podría verte luego? Hay algo bastante importante que quiero decirte.
—Sí. De acuerdo. ¿Qué es un pozo de conversación?
—¿Qué?
—¿Qué es un pozo de conversación?
—Un espacio hundido en una habitación donde colocas unos cojines y la gente se sienta a charlar.
—¿De qué sirve?
—No sirve de nada.
—Arnold, Arnold…
—¿Qué?
—Nada. Leeré tus libros. Llegarán a gustarme. Todo será diferente.
—¿Se te ha aflojado algún tornillo?
—Adiós, adiós…
Regresé a la sala, recogí del suelo los tomos de Shakespeare, me senté en la butaca y en mi corazón le dije a ella yo sufriré, tú no. No nos haremos ningún daño. Me causarás dolor, es inevitable. Pero yo no te causaré ninguno. Y me nutriré de mi dolor como quien se nutre de besos. (Dios mío). Me contento con que existas, me contento con lo absoluto que representas, estoy orgulloso de vivir en la misma ciudad que tú, en la misma zona, me contento con verte de vez en cuando, pocas veces… Pero ¿cuán de vez en cuando, cuán pocas veces? ¿Cuándo volvería ella a comunicarse conmigo? ¿Cuándo podría yo comunicarme con ella? Había previsto que si me escribía o llamaba, quedaría con ella para vernos unos días más tarde. Todo debía seguir como de costumbre, el mundo, pese a estar totalmente cambiado, debía seguir como era, como habría sido, hasta en su mínimo detalle. Yo no insinuaría la menor prisa o urgencia, ni me apartaría en absoluto de lo que había sido hasta ahora, de lo que habría sido. Sí, incluso aplazaría el verla, y dedicaría ese precioso tiempo escatimado, como lo haría un santo, a la meditación; y así el mundo seguiría siendo el mismo aunque diferente, como lo es para el sabio que regresa de las montañas al pueblo y vive una existencia ordinaria viéndolo todo con los ojos de la visión, una divinidad semejante a un campesino, semejante a un inspector de Hacienda; y así estaríamos salvados.
Sonó el teléfono.
Esta vez se trataba de Julian.
—Hola, Bradley, soy yo.
Respondí con un sonido gutural.
—Bradley… perdona… soy yo… ya sabes, Julian Baffin.
—Aguarda un momento, ¿quieres? —dije. Luego tapé el auricular del teléfono, apreté los ojos y busqué a tientas una silla, jadeando, tratando de dominar mi respiración. Al cabo de unos momentos, tosiendo un poco para disimular el temblor de mi voz, dije—: Lo siento, es que había puesto agua a hervir…
—Siento mucho molestarte, Bradley. Prometo no ponerme pesada, llamándote a todas horas y yendo a verte.
—De ningún modo.
—¿Puedo ir a recoger mi Hamlet cuando hayas acabado con él?
—Desde luego.
—Pero no tengo ninguna prisa… pasaré cualquier día de la próxima quincena. En estos momentos no estoy trabajando en la obra. Y se me han ocurrido otro par de preguntas que hacerte. Si quieres, te las envío por correo, y podrías enviarme el libro. No quiero interrumpir tu trabajo.
—La próxima… quincena…
—O dentro de un mes. Quizá me vaya al campo. Mi escuela tiene el sarampión.
—Podrías pasarte algún día de la semana que viene —dije yo.
—De acuerdo. ¿Qué te parece el martes por la mañana a eso de las diez?
—Sí. Eso será… perfecto.
—Muchas gracias. No te entretengo más. Sé que estás ocupado. Adiós, Bradley, y gracias.
—Espera un minuto —dije.
Se hizo un silencio.
—Julian —dije—, ¿tienes algo que hacer esta noche?
El restaurante en lo alto de la torre de correos gira muy despacio. Tan despacio como la manecilla de un reloj de sol. Majestuoso tropo de tiempo, aterrador y paralizante.
¿Con qué rapidez giraba aquella noche, mientras Londres se iba deslizando tras la cabeza amada? ¿Estaba totalmente inmóvil, detenido por el pensamiento, una mera fantasía de movimiento en un mundo más allá de la duración? ¿O giraba como una peonza, alejándose hacia la invisibilidad, clavándome contra el muro exterior, con mis miembros frágiles como los de un gatito, crucificado por la fuerza centrífuga?
En lo referente a la ausencia, el amor siempre ha sido elocuente. El tema admite una explícita melancolía, aunque sin duda hay dolores que no pueden ser descritos como corresponde. Pero ¿ha alabado el amor suficientemente la presencia? ¿Puede hacerlo? La presencia del ser amado acaso vaya siempre acompañada de cierta angustia. Los mortales deben temblar cuando los ángeles gozarían. Mas este grano de oscuridad no puede considerarse una tacha. Otorga al momento presente una suerte de violencia que hace del tiempo un éxtasis.
Para decirlo con más claridad, lo que yo sentía aquella noche en lo alto de la torre de correos era una especie de ofuscadora alegría. Era como si las estrellas estallaran ante mi ojos impidiéndome literalmente ver. La respiración era acelerada y difícil, no desagradable… Yo era consciente de cierta satisfacción al poder seguir llenando mis pulmones de oxígeno. Todo mi cuerpo estaba poseído por un suave estremecimiento, acaso imperceptible exteriormente. Mis manos vibraban, las piernas me dolían y palpitaban, el estado de mis rodillas era aquel descrito por la poetisa griega. Tal déreglement era completado por una sensación de aturdimiento provocado por la misma idea de hallarme tan por encima de la tierra y sin embargo ligado a ella. Ese género de aturdimiento, en cualquier caso, se localiza en los genitales.
Tales eran los síntomas puramente físicos, que fácilmente pueden ser definidos por medio de las palabras. Pero ¿cómo reflejar la exaltación de la mente al mezclarse con el cuerpo, al replegarse en sí misma, al volver a mezclarse, en una danza salvaje y sin embargo airosa? El sentimiento de encontrarse con toda certeza en el sitio oportuno y ansiado está fijado y garantizado por cada rayo de sol del universo. La visión beatífica sería una experiencia similar si uno pudiera ser lo que ve… (Quizá sea éste en verdad el significado de la visión beatífica). La conciencia está aturdida por su sentido de humilde y gozoso privilegio, mientras que la mirada escrutadora, entre los estallidos de estrellas, devora el mínimo detalle de la presencia real. Yo estoy ahora aquí, tú estás ahora aquí, nosotros estamos ahora aquí. Verla entre los demás, vagando cual forma divina por entre los mortales, es sentirse desfallecer con ese secreto conocimiento. Asimismo, experimentamos una jubilosa serenidad al comprender que estos instantes que transcurren son los más plenos y perfectos, incluyendo la unión sexual, que puede ofrecérseles a los seres humanos.
Todo esto, además de otros matices y saturaciones de éxtasis que no alcanzo a describir, sentía yo aquella noche, mientras estaba sentado con Julian en el restaurante de la torre de correos. Hablamos, y nuestra comunicación era tan perfecta que podía haber sido telepática, según pude comprender después. La tarde había oscurecido hasta un azul intenso, pero aún no era de noche. Las siluetas de Londres, algunas salpicadas de luz amarillenta, avanzaban deslizándose a través de una bruma crepuscular trémula y resplandeciente. El Albert Hall, los museos de ciencias, Centre Point, la Torre de Londres, la catedral de San Pablo, el Festival Hall, el Parlamento, el Albert Memorial. La preciosa y querida silueta de mi propia Jerusalén seguía incesante su curso detrás de aquella amada y misteriosa cabeza. Sólo los parques reales eran lugares de sombras, tornándose, al mismo tiempo, de un denso púrpura con la noche y su silencio.
La misteriosa cabeza. Qué angustiosa singularidad la de nuestra ignorancia de otras mentes, qué privilegiada comodidad el secreto de la nuestra. Aquella noche, lo que yo experimentaba con mayor intensidad en Julian era su lucidez, casi su transparencia. Aquella pureza e inmaculada sencillez de los jóvenes, en contraste con el retorcimiento autoprotector de la madurez. Sus límpidos ojos me miraban y ella estaba conmigo, hablándome con una franqueza desconocida para mí. Decir que no existía el menor elemento de coqueteo sería expresarme con indebida tosquedad. Conversábamos como lo harían los ángeles, no a través de un oscuro cristal, sino cara a cara. Y, sin embargo, yo estaba desempeñando… decir que yo desempeñaba un papel sería caer en un barbarismo de nuevo. Yo ardía de sigilo. Mientras mis ojos y mis pensamientos la acariciaban y poseían, y mientras le sonreía a su abierta y atenta mirada con una pasión y hasta una ternura que ella no podía adivinar, me sentía a punto de caer desmayado, tal vez moribundo, debido a la enormidad de lo que yo sabía y ella ignoraba.
—Bradley, me parece que esto está oscilando.
—Imposible. Me han dicho que el viento suele hacerlo oscilar. Pero hoy no sopla el viento.
—Puede que sople aquí arriba.
—Sí, quizá sí. Pues es verdad, parece que oscila. —¿Cómo habría podido yo notarlo? ¡Todo oscilaba!
Yo sólo había fingido comer. Había bebido un poco de vino. El alcohol seguía pareciéndome un disparate. Estaba ebrio de amor. Julian había comido y bebido en abundancia, alabando indiscriminadamente todo cuanto probaba. Habíamos charlado sobre el panorama, sobre su colegio, sobre su escuela con el sarampión, sobre cuándo notaba uno que era poeta, sobre si la novela, sobre si el teatro… Yo nunca había hablado con tanta soltura. ¡Oh, bendita ingravidez, o bendito espacio!
—Bradley, ojalá hubiera entendido todo lo que dijiste sobre Hamlet.
—Olvídalo. Ninguna elevada teoría sobre Shakespeare tiene el menor valor; no porque él sea tan divino, sino porque es tan humano. Incluso el más grande arte no es a la postre sino un galimatías.
—¿Así que los críticos son unos estúpidos?
—¡Eso no hace falta que nos lo diga ninguna teoría! Lo que uno debe hacer es procurar que la obra le guste todo lo que pueda.
—¿Cómo haces tú ahora, que procuras que te guste lo que escribe papá?
—Eso es algo más especial. Creo que he sido injusto. Tu padre posee una vitalidad tremenda y sabe narrar una buena historia. Las historias también son arte, ¿lo sabías?
—Sus obras son muy ingeniosas, pero más muertas que un clavo.
—Tan joven y tan poco tierna.
—Tan joven, mi señor, pero sincera.
Aquello casi me derriba de la silla. También pensé, en la medida en que me era posible hacerlo, que ella seguramente tenía razón. Pero esa noche yo no pronunciaría palabras ásperas. Lo que más me preocupaba entonces, puesto que sabía que no podría retenerla mucho rato a mi lado, era si debía, y en tal caso, cómo, besarla al despedirnos. No teníamos costumbre de besarnos, ni siquiera cuando ella era pequeña. En resumidas cuentas, yo no la había besado nunca. Nunca, y quizá aquella noche lo hiciera.
—Bradley, no me estás escuchando.
Ella pronunciaba mi nombre continuamente. Yo no podía pronunciar el suyo.
Ella no tenía nombre.
—Perdona, querida, ¿qué estabas diciendo? —Así iba introduciendo yo disimuladamente y de vez en cuando palabras afectuosas. Eso no era quebrantar la seguridad. ¿Notaría ella algo?
Por supuesto que no. Pero el placer era mío.
—¿Debo leer a Wittgenstein?
Lo que yo quería era besarla en el ascensor al bajar, suponiendo que tuviéramos por un instante ese nido de amor para nosotros solos. Pero era imposible. No debía haber ninguna manifestación, absolutamente ninguna, de señalado interés por mi parte. A ella, como suele ocurrir con los jóvenes, con su delicioso egoísmo y sus impremeditadas maneras, le había parecido tan natural que yo sintiera de pronto deseos de cenar en la torre de correos y que al telefonearme le pidiera que me acompañara.
—No. Yo de ti no me molestaría.
—¿Crees que no iba a comprenderlo?
—Sí.
—¿Sí que no iba a comprenderlo?
—Sí. El nunca pensó en ti.
—¿Cómo?
—Es otra cita. No me hagas caso.
—Esta noche estamos llenos de citas, ¿no lo has notado? Cuando estoy contigo me parece como si llevara dentro toda la literatura inglesa, como un cocido que me saliera por las orejas. ¡Qué metáfora tan poco fina! ¡Qué divertido es estar aquí, Bradley! ¡No sabes lo feliz que me siento!
—Magnífico. —Pedí la cuenta. No quería estropear aquello tan perfecto insinuando deseos de prolongar la velada. El ponerme pesado más tarde habría sido un tormento. No quería verla mirar el reloj.
Ella miró el reloj.
—Vaya, debo irme pronto.
—Te acompañaré hasta el metro.
Al bajar tuvimos el ascensor para nosotros. No la besé. No sugerí volver a mi apartamento. Mientras íbamos caminando por Goodge Street, no la toqué, ni siquiera «casualmente». Empezaba a preguntarme cómo me sería posible separarme de ella.
Frente a la estación del metro en Goodge Street, me detuve y la arrinconé disimuladamente contra la pared. No apoyé las manos en ésta, a ambos lados de sus hombros, como deseaba hacer. Ella me miró sonriendo y se apartó de la cara su mata leonina, tan absolutamente confiada, tan absolutamente segura. Esa noche iba vestida con un traje de algodón negro estampado con unos símbolos místicos en amarillo, me figuro que hindúes. Parecía un paje de la corte. La luz de la farola iluminaba su rostro tierno y sincero y la V de su garganta que tanto había deseado yo acariciar mientras cenábamos. Sobre lo del beso, mi indecisión seguía siendo total y ahora angustiosa.
—Bien, pues… Bien, pues…
—Bradley, has sido muy amable, gracias, lo he pasado muy bien.
—He olvidado traerte tu Hamlet. —Aquello, naturalmente, no era cierto.
—Descuida, ya lo recogeré en otra ocasión. Buenas noches, Bradley, y gracias.
—Sí, yo… veamos…
—Debo irme corriendo.
—¿No quieres…? ¿Fijamos un día para que vengas…? Dijiste que se te habían ocurrido unas… Como estoy tan poco en casa… ¿O será mejor que yo…? ¿Tú…?
—Te llamaré. Buenas noches y muchas gracias.
Era ahora o nunca. Con la sensación de estarme moviendo muy lentamente, de estar por realizar un gesto preciso, me coloqué delante de Julian, que se volvía para irse, tomé con mi mano derecha su muñeca izquierda, deteniéndola, me incliné hacia ella y oprimí mis labios, juiciosamente separados, contra su mejilla. El efecto no podía resultar indiferente. Me enderecé y nos miramos un momento.
Julian dijo:
—Bradley, si te lo pidiera, ¿vendrías conmigo a Covent Garden?
—Sí, desde luego. —Con ella habría ido al infierno, e incluso a Covent Garden.
—Se trata de El caballero de la rosa. El próximo miércoles. Nos veremos en el vestíbulo sobre las seis y media. Tengo unas butacas bastante buenas… Septimus Leech sólo consiguió un par, pero no puede acompañarme.
—¿Quién es Septimus Leech?
—Es mí nuevo novio. Buenas noches, Bradley.
Ella se fue. Me quedé clavado donde estaba, anonadado, a la luz de la farola, entre los fantasmas que se apresuraban en torno a mí. Y me sentí como un individuo que, cubierto todo él por una piel y habiéndose zampado una comida de tres platos, acaba de ser detenido por la policía secreta y aguarda en una celda su castigo.
A la mañana siguiente, como cabe suponer, me desperté atormentado. Quizá el lector piense que fue una estupidez por mi parte no haber previsto que no podría seguir derivando dicha de semejante situación. Pero el lector, a menos que en el momento de leer esto esté locamente enamorado, seguro que ha olvidado, felizmente para él, si alguna vez lo conoció, lo que tal estado de ánimo significa.
Se trata, como ya he dicho, de una forma de demencia. ¿Acaso no es locura que uno centre toda su atención en una sola persona, privando al resto del mundo de significación, sin tener pensamientos, ni sentimientos, ni existir excepto en relación con el ser amado? Lo que ese ser amado «es» o «es realmente» importa un comino. Hay, desde luego, personas que enloquecen por personas que otras consideran que no valen nada. «¿Cómo habrá ido a enamorarse de ese director de orquesta?» es una pregunta muy frecuente. Nos quedamos de una pieza cuando vemos a alguien que apreciamos esclavizado por un ser vulgar, frívolo o ruin. Pero aunque un hombre o una mujer fuesen tan admirables e inteligentes que nadie pudiera negar su pretensión de serlo, seguiría siendo una locura orientar hacia esa persona el género de atención veneradora que representa estar enamorado.
Una primera fase corriente en esta locura, si bien no invariable, y por la que yo acababa de atravesar, es una falsa pérdida de sí mismo, que puede ser tan aguda que todo temor al dolor, todo sentido del tiempo (el tiempo es ansiedad, temor), queda completamente borrado. La misma sensación de amar, la contemplación de la existencia del ser amado, es un fin en sí mismo. El paraíso de un místico sobre la tierra debe de ser esa misma e infinita contemplación de Dios. Sólo que Dios posee (o poseería si existiera) unas características que no son totalmente hostiles a la continuación de los gozos de la veneración. Como presunta «razón de ser», cabe suponer que Él ha cubierto bastante más de la mitad del recorrido. Asimismo, Él es invariable. El permanecer así fijado en la veneración de un ser humano es, desde ambos lados de la relación, una cuestión mucho más precaria, aun cuando la persona amada no tenga casi cuarenta años menos y no esté, por decirlo con suavidad, al margen de la cuestión.
Casi toda la historia de «estar enamorado» yo la había vivido en poco más de dos días. (Digo «casi toda la historia» porque aún hay más). En mi interior se había llevado a cabo la condensada fenomenología del asunto. El primer día yo era simplemente un santo. Tan enardecido y vitalizado estaba de pura gratitud, que rebosaba caridad. Me sentía tan privilegiado y glorificado, que el resquemor, incluso el recuerdo de algún mal que me hubiera sido infligido, me parecía inconcebible. Ansiaba ir por ahí tocando a la gente, bendiciéndola, comunicando mi enorme dicha, las buenas nuevas, el secreto de que el universo era un lugar de gozo y libertad, lleno y rezumando generoso delirio. Aquel día ni siquiera había deseado ver a Julian. No me hacía falta. Bastaba con saber que existía. Casi habría podido olvidarla, como acaso el místico olvida a Dios, cuando él se convierte en Dios.
El segundo día empecé a necesitarla, aunque incluso la palabra «ansiedad» sería demasiado burda para describir ese delicado y sedoso tirón, como, en cualquier caso, se manifestó al principio. El ser revivía. El primer día Julian había estado en todas partes. El segundo había estado, sí, en alguna parte, vagamente localizada, todavía no terriblemente requerida, pero necesitada. Ella había estado, ese segundo día, ausente. Eso fue lo que inspiró el pequeño anhelo de una estrategia, un pequeño y ambicioso deseo de trazar planes. El futuro, previamente borrado por un exceso de luz, reapareció. Volvía a haber panoramas, hipótesis, posibilidades. Mas el alborozo y la gratitud aún iluminaban el mundo y hacían posible un leve interés por otras personas, otras cosas. Me pregunto cuánto tiempo puede permanecer un hombre en esa primera fase del amor. Mucho más que yo, sin duda, pero es obvio que no indefinidamente. La segunda fase, en condiciones favorables, estoy persuadido que podría durar mucho más tiempo. (Si bien tampoco indefinidamente. El amor es historia, es dialéctico, debe moverse). El caso es que viví en unas horas lo que otro quizá viviera en años.
La transformación de mi beatitud podía ser medida, al tiempo que el segundo día iba discurriendo, por un sentido literalmente físico de tensión, como si unos rayos magnéticos o hasta unas sogas o cadenas tiraran de mí primero con suavidad; luego con mayor energía, hasta acabar arrastrándome. Por supuesto, el deseo físico había estado en mí desde el principio, pero al principio había estado, aunque localizado en la percepción, difundido metafísicamente en una exaltación general. El sexo es nuestra gran vinculación con el mundo, y en su momento más feliz y espiritual no es una servidumbre, puesto que lo inspira todo y nos permite habitar y disfrutar de todo cuanto tocamos y vemos. En otras ocasiones se instala en nuestro cuerpo como un sapo. Se convierte en un lastre, en un peso, aunque no por esta razón es necesariamente inoportuno. Podemos amar nuestras cadenas y nuestras llagas. Cuando Julian me telefoneó, yo estaba sumido en una honda angustia y ansiedad, mas no en el infierno. No me habría sido posible aplazar el verla, el deseo era demasiado agudo. Pero sí me fue posible, mientras estuve con ella, sentirme muy dichoso. No esperaba el infierno.
Incluso entonces, cuando regresé a mi piso después de dejarla, me sentía confundido, asustado y herido, pero no me retorcía, no gritaba. Mi liberación espiritual del alcohol parecía haberse terminado. Saqué la botella secreta de whisky que guardo para casos de emergencia y bebí gran cantidad, a palo seco. Luego tomé algo de jerez. También comí, directamente del envase, un poco de pollo al curry que por lo visto Francis había traído a casa. Me sentía entonces, como recuerdo haberme sentido de niño, muy desdichado, pero resuelto a no pensar, a buscar refugio en el sueño. Sabía que dormiría bien, y así fue. Me precipité hacia la inconsciencia como un navío volando hacia un negro nubarrón que se extiende a lo largo del horizonte.
Me desperté con la cabeza despejada, una leve jaqueca y la certeza de que no tenía salvación. La razón, que había estado —¿dónde había estado esos últimos días?— ausente, aturdida, alterada o en suspenso, se hallaba de nuevo al pie del cañón. (Al menos, era audible). Pero en un papel más bien especializado y ciertamente no el de un amigo consolador. La razón, huelga decirlo, no estaba haciendo burdas observaciones en el sentido de que Julian era a fin de cuentas una muchacha muy corriente que no se merecía todo este revuelo. Como tampoco me indicaba que yo me había colocado en una situación donde los tormentos de los celos eran sencillamente endémicos. A los celos todavía no había llegado. Eso estaba por venir. Lo que la fría luz me mostró fue que mi situación no era llevadera. Yo deseaba, con un deseo mayor que cualquier deseo que hubiera concebido nunca que pudiese existir sin aniquilar de inmediato a su dueño mediante la combustión espontánea, algo que no podía ser mío.
Ahora no había lágrimas. Permanecí acostado en la cama en medio de una tormenta eléctrica de deseos físicos. Me revolvía, jadeaba, gemía como si luchara con un demonio impalpable. El hecho de haberla tocado, besado, creció (lamento estas metáforas) hasta convertirse en una especie de montaña que se derrumbaba una, otra y otra vez sobre mí. Sentí su carne en mis labios. De ese contacto brotaban fantasmas. Me veía como un monstruo grotesco, condenado, excluido. ¿Cómo había podido besar su mejilla sin estrecharla contra mí, sin convertirme en ella? ¿Cómo pude, en aquellos instantes, abstenerme de caer a sus pies y ponerme a aullar?
Me levanté, pero a duras penas podía vestirme, tan aguda y localizada era mi incomodidad. Empecé a preparar el té, pero su aroma me repugnaba. Bebí un poco de whisky en un vaso de agua y comencé a sentirme muy mal. No podía quedarme quieto, vagaba distraída y rápidamente por el piso, frotándome contra los muebles como un tigre en una jaula se restriega contra sus barrotes. Había cesado de gemir y emitía un sonido sibilante. Traté de componer unos pensamientos sobre el porvenir. ¿Debía suicidarme? ¿Debía partir de inmediato para Patara, atrincherarme allí y destruir mi mente con alcohol? Correr, correr, correr… Pero no podía componer pensamientos. Lo único que me preocupaba entonces era descubrir algún medio de sobrevivir a estos minutos de dolor.
He dicho que todavía no sentía celos. Los celos son, a fin de cuentas, como un ejercicio o un juego de la razón. Y mi estado de enamoramiento era aún demasiado completo en sí para dejar que la razón penetrara en él. La razón se hallaba, por decirlo así, a su lado, agitando su antorcha sobre el monumento. Aún no se retorcía en su interior como un gusano. En rigor no fue hasta el día siguiente, es decir, el día 4 (aunque lo describiré ahora), cuando empecé a pensar que Julian tenía veinte años y era libre como un pájaro. ¿Osaría inquirir con mi celoso pensamiento dónde estaría ella en esos instantes, e imaginarme sus devaneos amorosos? Sí, lo hice; era, al fin, inevitable. En aquellos momentos ella podía estar en cualquier sitio y en los brazos de cualquiera. Claro está que esto yo debía «saberlo» desde el principio, puesto que era tan obvio. Pero entonces no parecía incumbirme ni afectar al santo que era yo. Ella entonces había morado conmigo en una especie de comunión de conciencia no localizada. Pero ahora, súbitamente, empezaba a incumbirme tanto que me parecía tener clavada en el hígado una aguja de media al rojo vivo. (¿Dónde habría oído yo ese espantoso símil?). Los celos son el pecado más terriblemente involuntario de todos. Al mismo tiempo, uno de los más feos y los más disculpables. En efecto, en proporción a su maldad, acaso sean el más disculpable. Zeus, que sonríe ante los votos de los amantes, también debe perdonar sus punzadas de celos y el veneno que engendran. Un francés ha dicho que los celos nacen con el amor pero no siempre mueren con el amor. No estoy seguro de que ello sea cierto. Me inclino a creer que donde hay celos hay amor, y su aparición, cuando parece que el amor ha cesado, siempre es prueba de que tal cesación es efectivamente aparente. (No creo que esto sea sólo un punto verbal que se deba destacar). Los celos son una medida del amor en algunas de sus fases, si bien, como ilustra mi propio caso, no en todas. También parece (lo que pudo haber provocado la idea del francés) una excrecencia, y la palabra excrecencia es en verdad la que mejor los define. Los celos son un cáncer, puede matar todo aquello de lo cual se nutren, aunque por lo general son un asesino horrorosamente lento. (Y así mueren ellos también). Asimismo, claro está, para variar de metáfora, los celos son amor, es la conciencia de amar, la visión viviente, nublada por el dolor y en su más odiosa forma desfigurada por el odio.
Lo más terrible de ello es la sensación de que parte de uno mismo ha quedado irrevocablemente alienada y desposeída de nosotros. Esto lo comprendía yo ahora, primero vagamente, luego con creciente precisión, en el caso de Julian. No se trataba sólo de que yo ansiaba con desesperación lo que no podía alcanzar. Eso no era sino una tosca suerte de sufrimiento. Estaba condenado a estar con ella incluso en su mismo rechazo de mí. Y cuán prolongado y lento y penoso sería ese rechazo. Sin embargo, la tentación la seguiría allí donde ella fuera. Ella se entregaría incesantemente a otros llevándome a mí consigo. Como un pariente obsceno y ruin, me sentaría en los rincones de las habitaciones donde ella abrazaría y amaría. Ella se uniría a mis enemigos, adoraría a quienes se mofarían de mí, bebería de labios extraños desprecio hacia mí. Y mi alma la acompañaría a todas partes, invisible y llorando de dolor en silencio. Yo había adquirido una dimensión de sufrimiento que envenenaría y devoraría todo mi ser, según parecía, para siempre.
La noción de que uno se recupera de estar enamorado, por supuesto, está excluida por definición (por definición mía, en cualquier caso) del estado de amor. Por otra parte, uno no siempre se recupera. Y es evidente que ese futuro y banal alivio no podía haber existido siquiera un segundo en la ardiente atmósfera de mi mente. Como he dicho, yo sabía que no tenía salvación. No había el menor rayo de luz, ningún consuelo en absoluto. Pero voy a decir algo que se me ocurrió más tarde. Era inconcebible, por supuesto, escribir, «sublimar» todo aquello (qué expresión tan ridícula). Mas persistía la sensación de que ése era mi destino… que ésa era… obra de… la misma fuerza. Y verse paralizado por esa fuerza, aunque uno se retorciera sobre la punta de una lanza que le atravesaba el hígado, era estar, en un espantoso sentido, en el lugar que le correspondía.
Pero, para hablar de temas menos oscuros, pronto comprendí claramente que no podía «huir». No podía marcharme al campo. Debía volver a ver a Julian, debía esperar a lo largo de aquellos espantosos días nuestra cita en Covent Garden. Claro que deseaba llamarla enseguida para pedirle que nos viéramos. Pero de algún modo conseguía apartar de mí esa tentación. No dejaría que mi vida degenerara en la locura. Era preferible quedarme a solas con ello y sufrir que derribarlo todo y provocar un caos. El silencio, si bien ahora en un sentido distinto y nada consolador, era mi único cometido.
En algún momento a mitad de aquella mañana, que no trataré de seguir describiendo (excepto para decir que Hartbourne llamó; colgué enseguida), se presentó Francis Marloe.
Regresé a la sala y él me siguió, contemplándome con asombro. Me senté y empecé a frotarme los ojos y la frente, respirando con dificultad.
—¿Qué te ocurre, Brad?
—Nada.
—Hombre, pero si hay whisky. No sabía que tuvieras. Pues sí que lo tenías bien escondido. ¿Puedo tomar un poco?
—Sí.
—¿Quieres tú?
—Sí.
Francis me dio un vaso.
—¿Te encuentras mal?
—Sí.
—¿Qué te pasa?
Tomé un trago de whisky y me atraganté un poco. Me sentí muy enfermo e incapaz de distinguir el dolor físico del dolor mental.
—Te estuvimos esperando toda la tarde.
—¿Por qué? ¿Dónde?
—Dijiste que irías a ver a Priscilla.
—Ah. Priscilla. Sí. —Me había olvidado total y absolutamente de que existiera Priscilla.
—Te estuvimos llamando.
—Salí a cenar.
—¿Lo habías olvidado?
—Sí.
—Arnold se quedó hasta pasadas las once. Quería verte por un asunto. Estaba bastante alterado.
—¿Cómo está Priscilla?
—Más o menos como de costumbre. Chris quiere saber si tienes inconveniente en que se le aplique un tratamiento de electrochoque.
—Sí. Estoy de acuerdo.
—¿Quieres decir que no tienes inconveniente? ¿Sabes que destruye las células del cerebro?
—En ese caso será mejor que no se lo apliquen.
—Por otra parte…
—Debo ir a ver a Priscilla —dije, creo, en voz alta. Pero sabía que no podría. No me quedaba un grano de aliento que ofrecer a otra persona. En ese estado no podía presentarme ante esa desdichada, rapaz y anhelante conciencia.
—Priscilla he dicho que hará lo que tú decidas.
Electrochoque. Hacen papilla los sesos. Como aporrear la radio, según dicen, para hacerla funcionar. Debo calmarme, Priscilla.
—Ya lo… discutiremos —dije.
—Brad, ¿qué ocurre?
—Nada. La destrucción de las células del cerebro.
—¿Estás enfermo?
—Sí.
—¿Qué te pasa?
—Estoy enamorado.
—Ah —dijo Francis—. ¿De quién?
—De Julian Baffin.
No tenía la menor intención de decírselo, pero algo relacionado con Priscilla me impulsó a hacerlo; la compasión, y también la sensación de haber sido golpeado hasta el extremo de que nada me importaba.
Francis lo tomó fríamente. Me figuro que ésa era la mejor forma de tomárselo.
—Ah. ¿Es muy grave, me refiero a tu enfermedad?
—Sí.
—¿Se lo has dicho a ella?
—No seas imbécil —contesté—. Tengo cincuenta y ocho años. Ella tiene veinte.
—No veo que ésa sea una razón de peso —dijo Francis—. El amor no entiende de edades, eso lo sabemos todos. ¿Puedo tomar un poco más de whisky?
—No lo comprendes —dije—. No puedo manifestar… ante esa… joven… unos sentimientos como… los que siento. Se horrorizaría. Y puesto que no veo… posibilidad de tener con ella una relación de ese tipo…
—No veo por qué —dijo Francis—, que fuera oportuno ya es otra cuestión.
—No digas tantas… Es una cuestión de moral y de… todo. Es imposible que ella sienta… por mí… casi un viejo… Le repugnaría… no querría volver a verme.
—En todo esto hay muchas suposiciones. En cuanto a la moral, en fin, es posible, pero no estoy seguro. Todo es otra cuestión, sobre todo hoy día. Pero ¿va a ser divertido verla y no decirle una palabra?
—No, claro que no.
—Pues ahí lo tienes. Lamento ser tan simple. ¿No sería mejor que empezaras a dar marcha atrás?
—Se nota que nunca has estado enamorado.
—Ya lo creo que lo he estado. Y desesperadamente. Y… siempre… sin esperanza… nadie ha correspondido nunca a mi amor. A mí no tienes que explicarme…
—No puedo dar marcha atrás. Acabo de arrancar. No sé qué hacer. Creo que me estoy volviendo loco, estoy atrapado.
—Corta y huye. Vete a España o algo por el estilo.
—No puedo. La veré el miércoles. Iremos a la ópera. Dios mío.
—Si quieres sufrir, eres muy dueño de hacerlo —dijo Francis, sirviéndose más whisky—, pero si lo que quieres es salir de este lío, yo en tu lugar creo que se lo diría. Así reducirás la tensión y las cosas se volverán más normales. Eso ayudará a que te cures. Dándole vueltas al asunto no haces más que empeorarlo. Díselo por carta. Eres escritor, lo pasarás muy bien poniéndolo todo por escrito.
—Le daría asco.
—Puedes darle algo así como un toque ligero…
—En el silencio hay dignidad y fuerza.
—¿Silencio? —repitió Francis—. Pero si acabas de romperlo.
¡Oh, mi alma profética! Era verdad.
—Por supuesto, no se lo diré a nadie —dijo Francis—. Pero, vamos a ver, ¿por qué me lo has contado? No tenías intención de hacerlo y vas a arrepentirte. Lo más seguro es que acabes odiándome por habérmelo dicho. Pero, te lo ruego, procura que eso no suceda. Me lo has dicho porque estabas desesperado, porque has sentido un impulso incontrolable. Y por la misma razón, tarde o temprano, se lo dirás a ella.
—Nunca.
—No es necesario tomárselo tan a la tremenda. En cuanto a que le repugnaría, es más probable que la haga reír.
—¿Reírse?
—Los jóvenes no pueden tomarse demasiado en serio los sentimientos de viejos como nosotros. Se sentirá conmovida, pero más bien le parecerá un enamoramiento absurdo. Le divertirá, la fascinará. Lo pasará bomba.
—Vete de una vez —dije—, vete.
—Brad, no te enojes conmigo, no tengo la culpa de que me lo hayas contado.
—Vete.
—¿Qué hay de Priscilla?
—Haz lo que te parezca conveniente. Lo dejo en tus manos.
—¿No piensas ir a verla?
—Sí, sí. Más adelante. Salúdala cariñosamente de mi parte.
Francis llegó a la puerta y se detuvo. Yo seguía sentado, frotándome los ojos. El cómico rostro de oso de Francis estaba todo arrugado de angustia y preocupación y, de repente, se pareció a su hermana cuando se puso tan absurda, mirándome tiernamente en la penumbra añil de nuestro viejo salón.
—Brad, ¿por qué no te aferras a Priscilla?
—¿Qué quieres decir?
—Haz de ella tu bote salvavidas. Desvívete por ayudarla. Entrégate a ello por entero. Deja de pensar en este asunto.
—No sabes lo que esto significa.
—Pues haz lo contrario. Trata de seducirla. ¿Por qué no?
—¿Qué?
—¿Por qué no has de tener una aventura con Julian Baffin? No le haría ningún daño.
—Eres un… asqueroso. ¿Cómo se me habrá ocurrido contártelo, cómo se me habrá ocurrido contártelo a ti? Debo de haber perdido el juicio…
—Mira, no soltaré prenda. Bueno, bueno, ya me voy.
Cuando se marchó me puse a correr como un loco por toda la casa. ¿Por qué, por qué había roto el silencio? Había entregado mi único tesoro y se lo había entregado a un imbécil. No es que me inquietara que Francis fuera a traicionarme. Otras cosas mucho más aterradoras se habían agregado a mi sufrimiento. Tal vez en mi partida de ajedrez con el caballero negro me había equivocado en una jugada fatal.
Más tarde me senté para meditar sobre lo que Francis me había dicho. Es decir, lo medité en parte. Sobre Priscilla no medité nada.
Querido Bradley,
Acabo de meterme en un lío espantoso y pienso que debo exponerte todo el asunto. Puede que no te sorprenda demasiado. Me he enamorado perdidamente de Christian. Imagino tu seca ironía ante la noticia. «¿Enamorarte? ¿A tu edad? ¡Vamos, hombre!». Sé lo mucho que desprecias todo lo que sea «romántico». Ése era uno de nuestros viejos desacuerdos, ¿no es verdad? Debo asegurarte que lo que ahora siento no tiene nada que ver con sueños de color rosa ni con lo «sentimental». Nunca he estado de un humor más negro, ni creo que más realista. Bradley, me temo que esta vez va en serio. Estoy completamente aplastado por una fuerza en la que sospecho que no crees. ¿Cómo podría convencerte de que me encuentro in extremis? Últimamente he tratado de verte en varias ocasiones para explicártelo, para demostrártelo, pero quizá sea preferible hacerlo por carta. En cualquier caso, éste es el primer punto. Estoy enamorado de verdad y es una experiencia terrible. No creo haberme sentido jamás como ahora. Estoy vuelto del revés, viviendo en una especie de mito, me he despersonalizado y convertido en otro ser. A propósito, tengo la seguridad de que como escritor también estoy totalmente transformado. Esas cosas deben estar relacionadas, por fuerza. En adelante mis escritos serán mucho mejores y con más garra, a consecuencia de esto, pase lo que pase. Dios mío, me siento fuerte, fuerte. No sé si me comprenderás.
Esto me lleva al punto número dos. Hay dos mujeres, una a la que amo y otra a la que no puedo abandonar. Por supuesto que quiero a Rachel. Pero, desgraciadamente, se da el caso de que llegamos a cansarnos de alguien. Nuestro matrimonio es un hecho, pero está muy desgastado, exhausto, temo que el espíritu lo haya abandonado para siempre. Esto lo veo ahora con toda claridad. No existe ya un vínculo profundo y estimulante. Hace tiempo que el amor verdadero lo busco en otra parte, y mi afecto por Rachel se ha hecho algo tan habitual que casi parece fingido. Sin embargo, seguiré con ella, seguiré con las dos, porque debo hacerlo, dejar a una de ellas sería algo así como morir, de modo que será como lo que debe ser, y eso está claro. Y si ello significa tener dos domicilios, pues significa tener dos domicilios. No seré el primer hombre que lo hace. Gracias a Dios, mis medios me lo permiten. Rachel se imagina algo (aunque no esta terrible verdad), pero aún no lo he discutido con ella. Sé que, en el plano afectivo, puedo conservarlas a ambas. (¿Por qué hemos de pensar que sólo puede distribuirse una limitada cantidad de amor?). La primera fase será la más difícil. Me refiero a ponerlo en marcha. Después, el hábito aplacará los ánimos. Las tendré a las dos y les daré amor. Ya sé que esta forma de hablar te escandaliza. (En realidad, no es difícil escandalizarte). Pero, créeme, esto es algo que veo con gran claridad y pureza, no se trata de nada «romántico» o «sucio». Y no creo que sea sencillo, pero es necesario.
El tercer punto te concierne a ti. ¿Qué tienes que ver con todo ello? Pues el caso es que todo. Ojalá no fuera así, pero puede que resultes útil. Disculpa esta fría franqueza. Acaso ahora puedas comprender a lo que me refiero cuando hablo de «duro», de «pureza» y de todo lo demás. En resumidas cuentas, necesito tu ayuda. Sé que en el pasado nos hemos peleado, nos hemos querido. Somos viejos amigos y viejos enemigos pero sobre todo somos amigos, o, mejor, el amigo contiene al enemigo, pero no a la inversa. Tú me entiendes. Estás relacionado con ambas mujeres. Si digo que lo que quiero es que dejes a una en libertad y consueles a la otra, te estoy diciendo, muy simplemente y por encima, lo que quiero de ti. Rachel te aprecia mucho, me consta. No voy a preguntarte lo que pudo haber habido, últimamente o en algún momento, «entre vosotros». No soy un hombre celoso y sé que Rachel ha tenido, en diversas épocas y naturalmente sobre todo ahora, que soportar mucho. Creo que en esta inevitable tribulación puedes serle de gran consuelo. Le hará bien tener a un amigo a quien quejarse de mí. Quiero que tú, y esto es lo más inmediato y específico, le hables de mí y de Chris. Me parece psicológicamente correcto que seas tú quien se lo cuente, y eso preparará la escena para lo que ha de seguir. Dile que esto es «algo grande», no una cosa temporal como otras en el pasado. Coméntale lo de los «dos domicilios» y demás. Díselo y hazle ver al mismo tiempo lo peor, y que todo puede funcionar y no ser demasiado desagradable. Ya sé que todo esto parece horrible sobre el papel; pero me figuro que, a través del poder del amor, me he vuelto horrible, implacable. Estoy convencido de que si se lo expones a Rachel con franqueza (y espero que sea pronto, hoy, mañana), ella no tardará en resignarse. Por otra parte, está claro que esto creará entre tú y ella un vínculo muy especial. En cuanto a si eso va a complacerte, no trataré de averiguarlo.
Respecto a Christian, hay un problema que te concierne directamente. Todavía no he mencionado aquí, aunque lo he dejado entrever, sus sentimientos. En fin, ella me quiere. En estos últimos días han sido muchas las cosas que han sucedido. Seguramente han sido los días más memorables de mi vida. Lo que Christian te dijo la última vez que la viste era, por cierto, una broma, resultado de su buen humor, como imagino que habrás comprendido. Ella es una persona muy alegre y cariñosa. Sin embargo, tú no le eres indiferente, y lo que ella desea de ti resulta algo difícil de nombrar; es como una ratificación del acuerdo que he descrito, una reconciliación y ajuste de viejas cuentas, así como la seguridad, que sé que puedes darle, de que seguirás siendo su amigo cuando ella viva conmigo. Debo añadir que Christian, que es una persona muy escrupulosa, está muy preocupada respecto a los derechos de Rachel y si podrá «hacerse a la situación». Confío en que también sobre ese punto sabrás tranquilizarla. Rachel es asimismo fuerte. Lo cierto es que son dos mujeres maravillosas. ¿Has entendido algo de todo esto, Bradley? Siento tal mezcla de alegría, temor y resolución, que no estoy seguro de expresarme con claridad.
Te llevaré esta carta personalmente y no trataré de verte enseguida; pero me gustaría hablar contigo pronto, es decir, hoy o mañana. Supongo que vendrás a ver a Priscilla, y entonces podremos charlar. No es preciso que aplaces tu conversación con Rachel hasta después de haberme visto. Cuanto antes suceda, tanto mejor. Pero quisiera verte antes de que veas a Chris a solas. ¿Tendrá todo esto algún sentido? Se trata de una súplica, lo que imagino halagará tu vanidad. Por una vez, eres tú quien se encuentra en una posición dominante. Ayúdame, por favor. Te lo pido en nombre de nuestra amistad,
ARNOLD.
P. D. Si todo esto te disgusta, ten al menos la bondad de no echarme una bronca. Es posible que parezca racional, pero el hecho es que me siento hondamente perturbado. No deseo herir a Rachel. Y te ruego que no vayas corriendo a ver a Chris para disgustarla, precisamente ahora que las cosas se han aclarado. Ni tampoco vayas a ver a Rachel, a menos que puedas hacerlo con discreción y como te he pedido. Perdona, perdona.
Esta curiosa misiva la recibí a la mañana siguiente. Unos días atrás habría provocado en mí una mezcla de fuertes emociones. Pero el amor nos insensibiliza tanto con respecto a las cuestiones ajenas, que me produjo el mismo efecto que si hubiera estado repasando una factura de la lavandería. La leí una vez más, la guardé y me olvidé de ella. La única diferencia era que establecía la imposibilidad de ir a ver a Priscilla. Fui a una floristería y les di un cheque para que le enviaran flores a diario.
No trataré de explicar cómo logré pasar los días siguientes. Hay desconsuelos del espíritu que sólo pueden insinuarse. Me quedé sentado en medio de la ruina de mí mismo, con los ojos desorbitados. A la vez, a medida que se aproximaba el miércoles, iba produciéndose en mí un espantoso in crescendo de excitación, y la idea de estar con ella empezó a emanar una alegría espeluznante, una demoníaca versión de la alegría que ya había experimentado en lo alto de la torre de correos. Mi estado entonces había sido de inocencia. Ahora me sentía culpable y condenado. Y, en una forma que sólo me atañía a mí, salvaje, riguroso, grosero, cruel… Sin embargo, volver a estar con ella… El miércoles.
Es natural que yo contestara el teléfono por si era ella quien llamaba. Cada vez que sonaba me parecía sufrir una potente descarga eléctrica. Llamó Christian, llamó Arnold. Yo colgaba inmediatamente. Que pensaran lo que quisieran. Tanto Arnold como Francis se presentaron y llamaron al timbre, pero les vi a través del cristal esmerilado de la puerta y no les abrí. No sabía si ellos me habían visto, eso me tenía sin cuidado. Francis dejó una nota comunicándome que a Priscilla le estaban aplicando electrochoques y parecía algo mejorada. También se presentó Rachel, pero me escondí. Luego me telefoneó, muy alterada. Hablé con ella brevemente y le dije que volvería a llamarla. Así pasaba yo el tiempo. Empecé varias cartas para Julian. Mi querida Julian, acabo de meterme en un lío espantoso y pienso que debo exponerte todo el asunto. Querida Julian, lamento decirte que debo partir de Londres y no podré verte el miércoles. Mi querida Julian, te amo, siento una angustia terrible, amor mío. Rompí todas esas cartas, claro está, puesto que sólo se trataban de íntimas autoexpresiones. Por fin, tras siglos de penosa emoción, llegó el miércoles.
Julian estaba cogida de mi brazo. Yo no había hecho ningún intento por tomarla del suyo. Ella se había aferrado al mío y me lo estrujaba convulsivamente, tal vez de modo inconsciente, de tan entusiasmada como se sentía. Nos abríamos paso por entre un grupo de gente vociferante en el vestíbulo de la Royal Opera House, tras dejar la soleada tarde para penetrar en esta escena de multitud, brillantemente iluminada. Julian llevaba un vestido de seda rojo, más bien largo, decorado con un diseño art nouveau de tulipanes. Su cabello, que estaba peinando esmerada y disimuladamente cuando la vi a lo lejos, parecía un casco, resplandeciendo con suavidad como largas tiras mate de metal laminado. Su rostro estaba alegremente distraído, riendo de gozo. Yo sentía una incómoda y deliciosa angustia de deseo, como si un puñal me hubiera rajado desde el vientre hasta la garganta. También estaba asustado. La multitud me asusta. Entramos en el auditorio, Julian tirando de mí, y encontramos nuestras butacas a mitad de la platea. Los primeros ocupantes de la fila se pusieron en pie para dejarnos pasar. Esto lo detesto. Detesto los teatros. Se oía un intenso y apagado murmullo de voces humanas, el complacido parloteo del público en espera de su «espectáculo»; el frívolo lenguaje de la vanidad hablándole a la vanidad. Y de pronto empezó a oírse ese espantoso, inimitable y amenazador sonido de una orquesta afinando sus instrumentos.
Lo que la música me inspira es otra cuestión. No es que yo no tenga oído, aunque posiblemente sería mejor que no lo tuviera. La música puede conmoverme, puede llegar a mí, puede atormentarme. Llega a mí, por así decirlo, como una siniestra algarabía en un lenguaje que casi se puede entender, una algarabía que se tiene la incómoda sospecha que trata de uno mismo. De joven, hasta me había puesto a escuchar música deliberadamente, aturdiéndome con desordenadas emociones y figurándome que estaba viviendo una gran experiencia. El verdadero placer en el arte es fuego frío. No voy a negar que hay personas —aunque, pese a lo que puedan decir nuestros autodenominados expertos, menos de las que cabe imaginar— que derivan un puro y matemáticamente clarificado placer de estas mezclas de sonidos. Sólo puedo decir que para mí la música no era más que una ocasión para la fantasía personal, un torrente de ardientes y confusas emociones, la mugre de mi mente hecha audible.
Julian me había soltado el brazo pero estaba sentada e inclinada hacia mí, de forma que toda la extensión de su brazo derecho, desde el hombro hasta el codo, rozaba mi brazo izquierdo. Yo estaba sentado rígidamente, en posesión de este contacto. Al mismo tiempo avancé con mucha cautela mi zapato izquierdo hasta situarlo junto a su zapato derecho, de tal manera que ambos zapatos estaban contiguos pero sin ejercer ninguna presión sobre el pie. Como alguien que hubiera mandado en secreto a su sirviente a sobornar al sirviente del ser amado. Mi respiración era entrecortada; confiaba en que los jadeos y gemidos no fueran audibles. La orquesta seguía con sus confusos lamentos de pájaros enloquecidos. En el punto donde debía encontrarse mi estómago, sentía un vacío del tamaño de una sala de ópera, a través del cual viajaba la enorme cicatriz del deseo. Experimentaba un acuciante temor de algo que no podía precisar si era físico o mental, así como la sensación de que no tardaría en perder el dominio y gritaría, vomitaría, quizá me desmayara. Sobre mi brazo sentí la divina, leve y constante presión del brazo de Julian. Percibía el penetrante y limpio aroma de la seda de su vestido. Me parecía estar tocando, suavemente, suavemente, la cáscara de un huevo: su zapato.
Ante mis ojos apareció la escena, roja, dorada, ligeramente cacofónica, y empezó a girar despacio, como algo descrito por Blake; se trataba de una gigantesca bola de colores, como una inmensa decoración navideña, un globo refulgente, trémulo, de una tenue luz rosada en medio del cual estábamos suspendidos Julian y yo, rodando, unidos por una vertiginosa intensidad de precario y levísimo roce. Sobre nosotros, un cielo brillante y azul resplandecía de estrellas, en tanto que a nuestro alrededor mujeres semidesnudas sostenían antorchas encendidas. Mi brazo era de fuego, mi pie era de fuego, mi rodilla temblaba con el esfuerzo de mantenerla inmóvil. Me hallaba en una jungla dorada y escarlata invadida por el griterío de los simios y el silbido de la aves. Una cimitarra de dulces sonidos rasgó el aire, penetró en la roja cicatriz y se convirtió en dolor. Yo era esa espada de agonía, yo era ese dolor. Me encontraba en una arena, rodeado de miles de rostros que hacían muecas y asentían, donde el puro sonido me había condenado a muerte. El silbido de las aves me daría muerte y sería enterrado en un pozo de terciopelo. Dorarían mi cuerpo y luego lo desollarían.
—Bradley, ¿qué te ocurre?
—Nada.
—No me prestabas atención.
—¿Me decías algo?
—Te preguntaba si conocías la historia.
—¿Qué historia?
—La de El caballero de la rosa.
—Pues claro que no conozco la historia de El caballero de la rosa.
—Bueno, pues date prisa, lee el programa…
—No, cuéntamela tú.
—En realidad es muy sencilla, se trata de ese joven, Octavio, y la maríscala lo ama, y son amantes, pero ella es mucho mayor que él y teme perderle, porque es lógico que él se enamore de una muchacha de su edad…
—¿Qué edad tiene él y qué edad tiene ella?
—Ah, pues, supongo que él tendrá unos veinte años y ella unos treinta.
—¿Treinta?
—Sí, en todo caso, a mí me parece bastante mayor, y entonces ella comprende que él la ve un poco como una madre y que entre ellos no puede haber una relación duradera, y la cosa empieza con ellos en la cama y ella, claro, está muy contenta de estar con él, pero también se siente muy triste porque sabe que va a perderlo y…
—Ya basta.
—¿No quieres saber el final?
—No.
En aquellos momentos se produjo un murmullo de aplausos, que se elevó hasta un estruendoso crescendo, el tremebundo sonido del mar seco, el leve golpear de muchos huesos en una tempestad.
Las estrellas se disiparon, las rojas antorchas comenzaron a apagarse y se hizo un silencio denso y aterrador cuando el director alzó la batuta. Silencio. Oscuridad. Luego una ráfaga de viento y un frenesí de dulce y palpitante angustia quedó liberado para que fluyera a través de la oscuridad. Cerré los ojos e incliné la cabeza ante aquello. ¿Podía yo transformar toda esa extraña dulzura en un río de puro amor? ¿O iba a perderme en ella, ahogado, desmembrado, deshonrado? Sentí casi al instante una punzada de alivio cuando, tras los primeros momentos, las lágrimas empezaron a manar libremente de mis ojos. El don de las lágrimas, que se me había concedido y luego retirado, había vuelto a mí para bendecirme. Sollocé con una maravillosa facilidad, reduciendo la tensión de mi brazo y mi pierna. Tal vez si lloraba bastante pudiera soportarlo. No atendía a la música, la estaba sufriendo, y el profundo anhelo de mi corazón fluía automáticamente de mis ojos, empapándome el chaleco, mientras yo estaba suspendido, tan cómodamente ahora, junto a Julian, batiendo las alas, revoloteando como un halcón doble, como un doble ángel, en el oscuro vacío atravesado por surtidores de fuego. Sólo me preocupaba no poder seguir llorando en silencio, y entonces ponerme a gemir.
El telón se descorrió de pronto para revelar una enorme cama doble rodeada por una caverna de colgaduras, rojas como la sangre, formando ondas. Eso me consoló por un instante porque me recordaba el Sueño de santa Úrsula, de Carpaccio. Hasta murmuré para mis adentros, como un conjuro protector, «Carpaccio». Pero esas consoladoras comparaciones pronto se desvanecieron y ni siquiera Carpaccio hubiera podido liberarme de lo que sucedió a continuación. No sobre la cama, sino sobre unos cojines colocados cerca de las candilejas, yacían dos muchachas en un íntimo abrazo. (Me figuro que una de ellas representaba el papel de un joven). Entonces empezaron a cantar. El sonido de voces de mujer cantando es uno de los más agridulces que hay en el mundo, el más humanamente desgarrador, el más terriblemente significativo, y sin embargo vano, de todos los sonidos; y un dúo es más que doblemente peor que una sola voz. (Quizá las peores voces sean las de muchachos; no estoy seguro). Ambas mujeres conversaban en un sonido puro, sus voces circulando, replicando, fundiéndose, creando una temblorosa jaula de plata de una dulzura casi obscena. Yo no sabía en qué idioma cantaban y, por otra parte, las palabras eran inaudibles, no había necesidad de palabras, éstas no eran palabras sino la más elevada acuñación del habla humana, fundida, hecha puro canto, algo casi vilmente, casi ferozmente bello. Sin duda lloraba ella ante la pérdida inevitable de su joven amante. El hermoso mancebo protesta, mas su corazón está libre. Pero todo ha sido transformado en una voluminosa y deliciosa cascada de dulce agonía capaz de traspasar el corazón. Dios mío, no voy a poder seguir soportándolo.
Me di cuenta de que debí de emitir una especie de gemido, puesto que el hombre que tenía al otro lado, en quien reparaba ahora por primera vez, se volvió para mirarme. Al mismo tiempo sentí como si mi estómago bajara deslizándose de algún otro sitio para luego volver a levantarse, y noté un sabor amargo en la boca. Murmuré «discúlpame» en dirección a Julian y me puse en pie. Se oyó un ligero murmullo al final de la fila cuando seis personas se levantaron apresuradamente para dejarme salir. Pasé con torpeza, resbalé en los escalones, en tanto que aquel terrible, implacable y dulce sonido seguía aferrándose con sus zarpas a mis hombros. Luego me encontré avanzando bajo el rótulo iluminado que indicaba «Salida» y entré en el vestíbulo iluminado, completamente vacío y de repente silencioso. Me apresuré. No cabía duda de que iba a vomitar.
La selección de un lugar donde vomitar siempre es cuestión de importancia personal y puede añadir una nueva y angustiosa dimensión al grosero horror del hecho en sí. Es algo que no se hace sobre la alfombra, ni sobre la mesa, ni sobre el vestido de nuestra anfitriona. Yo no quería vomitar dentro del recinto de la Royal Opera House, y no lo hice. Salí a una calle desierta y desvencijada, y a un penetrante y acre olor de principio del crepúsculo. Los pilares de la Opera House, resplandecían como pálido oro a mis espaldas, y parecían, en aquel escuálido lugar, el pórtico de un palacio en ruinas, o tal vez soñado, o fabricado mágicamente, con las arcadas verdes y blancas del mercado de frutas importadas, como surgidas del Renacimiento italiano, adosadas a su costado. Doblé la esquina y vi ante mí cerca de un millar de melocotones dispuestos en cajas formando varias hileras detrás de un enrejado. Me aferré a la reja, me incliné hacia delante y vomité.
Es una curiosa experiencia, la de vomitar, total sui generis. Es involuntario de un modo singularmente chocante; el cuerpo realiza de manera súbita, con gran presteza y precisión, algo muy inusitado. Ni discutimos. Nos vemos poseídos. Y el hecho de que nuestros vómitos se muevan con ese asombroso impulso contrario a las leyes de la gravedad refuerza la sensación de vernos poseídos y zarandeados por un extraño poder. Tengo entendido que hay personas que disfrutan vomitando, y si bien no comparto su gusto, creo que, vagamente, puedo imaginármelo. Hay en ello como una sensación de logro. Y si no nos ponemos a forcejear con el decreto del estómago, puede caber cierta satisfacción al sentirnos su indefenso vehículo. El alivio de haber vomitado es otra cuestión, por supuesto.
Me quedé un instante apoyado contra la reja, contemplando lo que acababa de hacer, consciente de la humedad debida a las lágrimas en mi rostro, sobre el que soplaba una ligera brisa. Recordé aquel sepulcro de agonía, revestido de azúcar. La inevitable pérdida de la persona amada. Y experimenté a Julian. Esto no puedo explicarlo. Sencillamente sentí, de forma agotadora, derrotada, acosada, que ella era. En esto no había alegría ni consuelo, sino una especie de cualidad absolutamente categórica de comprensión de su ser.
Advertí que se me había acercado alguien. Julian preguntó:
—¿Cómo te encuentras, Bradley?
Me alejé de ella, hurgándome en los bolsillos en busca del pañuelo. Me sequé la boca cuidadosamente, tratando de limpiarla por dentro con saliva.
Caminaba por un corredor formado por jaulas. Me hallaba encerrado en una prisión, en un campo de concentración. Había un muro compuesto de transparentes sacos llenos de zanahorias en llamas. Me observaban con semblantes burlones, como los traseros de los monos. Respiraba con cuidado, de forma regular, interrogando a mi estómago, acariciándolo suavemente. Giré por una arcada llena de luz y el hedor a lechugas podridas puso a prueba mi estómago. Seguí caminando, ocupado en respirar. Me sentía vacío y mareado. Me pareció haber alcanzado el fin del mundo, me sentía como un ciervo que, sin fuerzas para seguir corriendo, se vuelve e inclina el testuz ante los sabuesos, me sentía como Acteón, condenado, atrapado, devorado.
Julian me seguía. Oí sus suaves pisadas en el pegajoso asfalto y todo mi cuerpo aprehendía su presencia a mis espaldas.
—Bradley, ¿te apetece un poco de café? Ahí hay un puesto.
—No.
—Sentémonos en algún sitio.
—No hay donde sentarse.
Pasamos por entre dos camiones cargados con blancas cajas de cerezas negras y salimos al aire libre. Oscurecía, habían aparecido unas luces que revelaban la sólida, elegante y marcial silueta del mercado de frutas, parecido a un polvorín, a un destartalado cuartel del siglo XVIII, aunque a aquella hora estaba silencioso y sombrío como un claustro. Ante nosotros se veía el gran atrio oriental de la iglesia de Iñigo Jones, abandonado, atestado de carretillas y que albergaba en su extremo el puesto de café indicado por Julian. La débil e incierta luz de una farola que parecía sucia iluminaba los gruesos pilares, unos vendedores del mercado que rondaban por allí, un enorme montón de desechos de verduras y unas desvencijadas cajas de cartón. Parecía una escena en un pueblecito desolado de Italia representada por Hogarth.
Julian se sentó en el plinto de uno de los pilares, en el oscuro extremo del atrio, y yo me senté junto a ella, o, mejor dicho, todo lo cerca que el volumen de la columna me permitía. Bajo mis pies, bajo mis posaderas, a mis espaldas sentía la densa suciedad y porquería de Londres. Observé, en una diagonal de luz tenue, el vestido de seda de Julian, arremangado, mostrando sus medias, de un tono azul ahumado, a través de las cuales se transparentaba la carne; sus zapatos, también azules, junto a los cuales había arrimado yo cautelosamente el mío.
—Pobre Bradley —dijo Julian.
—Lo lamento.
—¿Fue debido a la música?
—No, fue debido a ti. Perdona.
Guardamos silencio durante lo que parecieron siglos. Suspiré, me apoyé contra la columna y sentí unas lágrimas rezagadas, silenciosas y suaves, acudir lentamente a mis ojos y desbordarse. Contemplé los zapatos azules de Julian.
—¿Cómo que debido a mí?
—Estoy locamente enamorado de ti. Pero no te inquietes, por favor.
Julian soltó un silbido. No, eso no describe exactamente el sonido que emitió. Era más bien como si por sus labios dejara escapar el aliento, meditativa, prudente.
Al rato dijo:
—Me imaginé que lo estabas.
—¿Cómo diantre te diste cuenta? —pregunté, frotándome la cara y enjugándome los labios con la mano húmeda.
—Por la forma en que me besaste la semana pasada.
—Ya. En fin, lo siento. Y ahora creo que lo mejor será que me vaya a casa. Mañana me iré de Londres. Siento mucho haberte estropeado la velada. Espero que disculpes mi conducta grosera. Espero que no te hayas manchado tu bonito vestido. Buenas noches. —Me puse en pie. Me sentía vacío y ligero, capaz de caminar. Primero la carne, luego el espíritu. Eché a andar en dirección a Henrietta Street.
Julian se colocó ante mí. Vi su rostro, la máscara de un pájaro, la máscara de un zorro, muy intenso y claro.
—Bradley, no te vayas. Vuelve a sentarte, aunque sólo sea un momento. —Puso una mano sobre mi brazo.
Me aparté bruscamente y dije:
—Esto no es algo con lo que puedan jugar las jovencitas como tú.
Nos miramos de frente.
—Vuelve, te lo ruego.
Volví. Me senté nuevamente y me cubrí la cara. Sentí la mano de Julian tratando de introducirse por la curva de mi brazo. Me separé otra vez de ella. Me sentía resuelto y violento, como si en aquellos momentos la odiara y fuera capaz de matarla.
—Bradley, no… seas así… Háblame, por favor.
—No intentes tocarme —dije.
—Conforme, no lo haré. Pero hablemos, por favor.
—No hay nada de qué hablar. He hecho lo que me juré que no haría nunca, hablarte de mi situación. No es necesario hacerte ver, puesto que ya debes haberlo comprendido, que todo esto es bastante serio. Mañana haré lo que debí haber hecho antes, irme. Lo que no estoy dispuesto a hacer es halagar tu vanidad femenina mostrando ante ti mis sentimientos.
—Bradley, escucha, escucha. No tengo facilidad para explicarme o discutir pero… no puedes descargar todo esto sobre mí y luego irte corriendo. No sería justo. Debes hacerte cargo.
—Estoy más allá de lo que es justo y lo que no lo es —repuse—. Sólo pretendo sobrevivir. Estoy seguro de que debes de sentir una curiosidad que es natural que trates de satisfacer. Puede que la cortesía sugiera que uno debería ser algo menos brusco. Pero el caso es que me importa un bledo tener en cuenta tus sentimientos y todo lo demás. Posiblemente sea lo peor que he hecho nunca. Pero ya está hecho y es absurdo darle vueltas a un post mortem, por mucha satisfacción que puedas obtener de ello.
—¿No quieres hablarme de tu amor?
La pregunta era de una imponente simplicidad. Sobre la respuesta no me cabía la menor duda.
—No. Se ha estropeado todo. Me imaginaba hablándote de ello sin cesar, pero eso pertenecía al mundo de la fantasía. No puedo discutir contigo el amor en un mundo real. El mundo real lo rechaza. No es sólo que sería un crimen, es que sería… ridículo. Me siento frío y… seco. ¿Qué quieres? ¿Oírme alabar tus ojos?
—¿Declararme tu amor… ha hecho que tu amor… termine?
—No. Pero… no… ya no tiene lenguaje… es algo que debo llevar conmigo y vivir con ello. Antes de decírtelo me imaginaba hablándote de él sin parar. Ahora… la lengua ha sido cortada.
—Yo… Bradley, no te vayas… debo… por favor, ayúdame… a encontrar las palabras adecuadas… Esto es importante… Y me concierne a mí… Te expresas como si aquí no estuvieras más que tú.
—No hay nadie más que yo —dije—. Sólo eres algo que está en mi sueño.
—Eso no es verdad. Soy real. Oigo tus palabras. Sufro.
—¿Sufrir? ¿Tú? —Me levanté soltando algo parecido a una carcajada y me dispuse a irme. Pero esta vez, antes de poder dar dos pasos, Julian, que seguía sentada, logró apoderarse con sus dos manos de una de las mías. Miré su rostro. Deseaba soltarme, pero en alguna parte entre el cerebro y la mano el mensaje se perdió. Me quedé contemplando su rostro ansioso, que parecía haberse endurecido y envejecido. Ella me observó, no con ternura, sino frunciendo el entrecejo, atenta, los ojos entrecerrados como dos rectángulos delgados e inquisitivos, los labios entreabiertos, la nariz arrugada como por una duda delicada y quisquillosa. Dijo:
—Siéntate, por favor.
Me senté y ella me soltó la mano.
Nos miramos.
—Bradley, no puedes irte.
—Eso parece. ¿Sabes que eres una jovencita más cruel de lo que suponía?
—No se trata de crueldad. Hay algo que debo comprender. Dices que sólo te preocupas por ti. Está bien. Pues yo sólo me preocupo por mí. Y has sido tú quien lo ha iniciado. No puedes interrumpirlo cuando te parezca. Yo también tengo parte en este juego.
—Espero que el juego te divierta. Debe de ser muy agradable sentir sangre en tus garras. Eso te dará algo grato en que pensar cuando te acuestes esta noche.
—No seas tan desagradable conmigo, Bradley, no tengo la culpa. No te pedí que te enamoraras de mí. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza. ¿Cuándo sucedió? ¿Cuándo empezaste a verme de ese modo?
—Mira, Julian —dije—, cuando dos personas se aman es muy bonito recrearse en este tipo de evocaciones. Pero cuando una ama y la otra no, pierde su encanto. El hecho de que esté desgraciadamente enamorado de ti no significa que no te vea como eres, una muchacha muy joven, sin cultura, sin experiencia y, en muchos aspectos, muy tonta. Y no me propongo contribuir a tu tontería relatándote este asunto. Sé que debe de parecerte muy divertido. Supongo que lo pasarás bomba. Pero tendrás que procurar comportarte como una mujercita y dejarlo correr. No puedes disponer de ello como si fuera un juguete. Tu curiosidad se verá insatisfecha y tu vanidad no halagada. Y espero que tú, al contrario que yo, mantendrás la boca cerrada. No puedo impedirte que chismorrees y te rías de esto, pero te pido que no lo hagas.
Al cabo de unos momentos, Julian dijo:
—No pareces conocerme en absoluto. ¿Estás seguro de que es a mí a quien quieres?
—De acuerdo, supongo que puedo fiarme de tu discreción. Pero ahora debo rogarte que me liberes de este cruel e indecoroso interrogatorio.
Tras otra breve pausa, Julian dijo:
—Así que te marchas mañana. ¿Adonde?
—Al extranjero.
—¿Y qué se supone que debo hacer yo? ¿Encerrar esta noche en algún sitio y olvidarme de ella?
—Sí.
—¿Te parece posible?
—Sabes muy bien lo que quiero decir.
—Ya. ¿Y cuánto tiempo te llevará superar este, según tú, desgraciado flechazo?
—No he mencionado la palabra «flechazo».
—Supongamos que te digo que lo que tú pretendes es acostarte conmigo.
—Supongamos que lo dices.
—¿Quieres decir que no te importa lo que yo pueda pensar?
—Ya no.
—¿Por qué has estropeado toda la fantasía y encanto de tu amor sacándolo a la luz?
Me levanté y esta vez me alejé de ella, caminando deprisa. La vi como una visión, con su vestido de tulipanes rojos y azules desparramado en torno a sus piernas, sentada a horcajadas como una doncella espartana, con los pies azules relucientes, los brazos extendidos. Pero volvió a interceptarme el camino y nos paramos junto a un camión cargado con cajas blancas. Un peculiar aunque no identificado olor, portador de odiosos recuerdos, penetró en mi mente como un enjambre de abejas. Me apoyé contra la parte trasera del camión y gemí.
—Bradley, ¿puedo tocarte?
—No. Te suplico que te vayas. Si sientes compasión de mí, vete.
—Bradley, me has disgustado y debes dejarme aclarar esto, yo también deseo comprender, no concibes…
—Sé que todo esto te repugna.
—Dices que mis sentimientos no te preocupan. ¡Está bien claro!
—¿Qué es ese condenado olor? ¿Qué hay en esas cajas?
—Fresas.
—¡Fresas! —El olor de la ilusión juvenil y una febril y transitoria alegría.
—Dices que me quieres, pero no te intereso lo más mínimo.
—No. Y ahora, adiós. Te lo suplico.
—Es evidente que ni se te ha ocurrido que pudiera corresponder a tu amor.
—No. ¿Qué?
—Que yo pueda corresponder a tu amor.
—No seas tonta —dije—. Te estás comportando como una chiquilla.
Unos pichones, dudando si sería de día o de noche, rondaban junto a nuestros pies. Me quedé mirando a los pichones.
—Tu amor debe de ser muy…, ¿cómo se dice…?, solipsista, cuando te niegas a imaginar o especular sobre lo que yo pueda sentir.
—En efecto —dije—, es solipsista. Ha de serlo por fuerza. Este juego lo estoy jugando yo solo.
—Entonces no debiste decírmelo.
—En eso estamos de acuerdo.
—Pero ¿no quieres saber lo que siento yo?
—No voy a emocionarme con lo que puedas sentir —dije—. Eres una muchacha muy tonta. Te sientes halagada y encuentras emocionante ver a un hombre mayor haciendo el idiota por ti. Es posible que sea la primera vez que te sucede, y sin duda no será la última. Es lógico que desees explorar la situación un poco, tantear tus sentimientos, fingir algunas emociones. Eso a mí no me sirve. Y comprendo que para dejar correr este asunto, que es lo que deberías hacer, tendrías que ser mayor, más dura y fría. De manera que no puedes hacer lo que deberías, y yo tampoco. Es una lástima. Y ahora alejémonos de estas malditas fresas. Me voy a casa.
Empecé a alejarme, pero esta vez más lentamente. Julian caminaba a mi lado. Doblamos por Henrietta Street. Me sentía muy emocionado, pero decidido a no manifestarlo. También sabía que acababa de dar un paso, o que había permitido que se diera, que podía resultar fatal. Afirmando que no hablaría sobre el amor, no había hecho sino hablar de él. Y eso me había procurado un placer intenso, agridulce. Esa discusión, esa disputa, esa pelea, una vez empezada, podía proseguir y proseguir y convertirse para mí en un vicio. Si ella quería hablar de ello, ¿cómo podía yo tener la fuerza de negarme? Me habría sentido muy dichoso de poder morir hablando de ello. Y comprendí con turbación lo mucho, incluso en esos últimos veinte minutos, que ese tratamiento del tema había incrementado la cantidad y la complejidad de mi amor por Julian. Antes mi amor había sido inmenso pero carente de detalle. Ahora habían cavernas, laberintos. Y pronto… La complejidad lo haría más fuerte, más profundo, más desesperadamente inextirpable. Ahora había tanto más que meditar, tanto más de que nutrirse… Dios mío.
—Bradley, ¿cuántos años tienes?
La pregunta me cogió completamente desprevenido, pero en el acto respondí:
—Cuarenta y seis.
Es difícil explicar por qué había dicho esa mentira. En cierto modo se trataba sólo de una amarga broma. Yo estaba totalmente absorto en el profético cálculo del perjuicio de esa velada, de lo mucho peor que a partir de entonces iban a ser los sufrimientos de la pérdida, los celos, la desesperación; el que me preguntara mi edad había colmado el vaso, eran los últimos granos de sal sobre la herida. Uno sólo podía bromear. Además, la chica ya debía saber qué edad tenía yo. Y, por otra parte, en algún punto de mi mente rondaba la idea: no tengo «realmente» cincuenta y ocho años, ¿cómo iba a tenerlos? Me siento joven, parezco joven. Hubo un inmediato instinto de ocultación. Me había propuesto decir cuarenta y ocho, luego retrocedí hasta los cuarenta y seis. Esa edad parecía razonable, aceptable, oportuna.
Julian guardó silencio unos instantes. Parecía sorprendida. Giramos por Bedford Street. De pronto, dijo:
—Así que eres algo mayor que mi padre. Creí que eras más joven.
Me eché a reír como un loco, gimiendo bajito ante lo gracioso, lo exquisitamente desatinado que era aquello. Los jóvenes no saben calcular edades, no perciben la distancia temporal. A partir de los treinta años todo les parece lo mismo. Y yo, por añadidura, tenía esa máscara engañosamente juvenil. ¡Qué gracioso, qué gracioso, qué gracioso!
—Bradley, no te rías de esa manera, ¿qué te pasa? Por favor, detengámonos para hablar, esta noche debo hablar contigo como es debido.
—Está bien, detengámonos y charlemos.
—¿Qué lugar es éste?
—Iñigo Jones dándonos otra oportunidad.
Un discreto portal y dos urnas cubiertas con paños nos dieron paso al extremo oeste de la iglesia, accesible sólo desde ese lado. Atravesé el oscurecido patio y salí al jardín. Al final del sendero, la hermosa puerta del granero, la última morada de Lely, de Wycherley, de Grinling Gibbons, de Arne y Ellen Terry, aparecía tenuemente iluminada. He aquí el rostro de color rojo ladrillo, diminuto y más doméstico, de una bonita elegancia, una belleza más puramente inglesa. Me senté en uno de los bancos del jardín, donde estaba en penumbra. Algo más lejos la luz de un farol iluminaba débilmente unas rosas del color de las mandarinas, haciéndolas parecer de cera. Pasó un gato frente a mí, silencioso y veloz como la sombra de un pájaro. Julian tomó asiento a mi lado y me aparté. No quería tocar a la muchacha. Desde luego, era una locura continuar aquella discusión. Pero me sentía debilitado por la locura, por lo absurdo, lo terrible y cómico de aquella situación. Después de la mentira acerca de mi edad, toda prudencia, todo esfuerzo encaminado a una autoprotección parecía inútil.
—Nadie ha vomitado nunca por mí —dijo Julian.
—No te engañes. En parte la culpa la tuvo Strauss.
—El bueno de Strauss.
Yo estaba sentado al estilo egipcio, cuadrado, las manos sobre las rodillas, mirando a lo lejos la oscuridad donde la sombra gato se había fabricado un compañero de juegos con la sustancia de la noche. Una cálida mano me palpaba los tensos nudillos.
—No hagas eso, Julian. Me iré dentro de un minuto. Te ruego que trates de facilitarme las cosas.
Ella apartó la mano.
—Bradley, no estés tan frío conmigo.
—Puede que me esté comportando como un necio, pero eso no te da derecho a comportarte como una bruja.
—«Vete a un convento, vete, y además deprisa. Adiós».
—Sé que esto debe divertirte mucho. Pero basta, por favor, guarda silencio, no me toques.
—No guardaré silencio y te tocaré cuanto quiera. —Volvió a posar su mano atormentadora sobre mi brazo.
—Te estás portando… tan mal… nunca creí… que podías ser tan… frívola… tan cruel —dije.
Me volví para mirarla, asiendo por la muñeca la mano que me ofendía. Sentí como una descarga eléctrica al percibir, más que ver, su rostro excitado, medio sonriente. Entonces la tomé firmemente por los hombros y la besé con gran cuidado en los labios.
Hay momentos de paraíso que valen un milenio en el infierno, o así puede parecérnoslo, sólo que no siempre se es plenamente consciente de ello en el momento en cuestión. Yo era plenamente consciente. Sabía que aunque a aquello le siguiera la destrucción del mundo, habría valido la pena. Me había imaginado besando a Julian, pero no había prefigurado esa concentrada intensidad de puro gozo, esa repentina presión candente y arrebatada de labios sobre labios, de un ser sobre otro ser.
Me sentía tan totalmente transportado por la inusitada experiencia de abrazarla y besarla, que sólo en un momento secundario, dentro de este momento, advertí que ella también me estaba abrazando y besando. Tenía los brazos en torno a mi cuello, sus labios ardían y sus ojos estaban cerrados.
Volví la cabeza y empecé a apartarla de mí, y ella retiró los brazos de mi cuello. La propia incomodidad de besar sentado me ayudó a soltarla. Nos separamos.
—No debiste hacerlo —dije yo.
—Bradley, te quiero.
—No digas tonterías.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? Te niegas a escucharme. Crees que soy una niña, que estoy jugando contigo, y no es verdad. Es natural que me sienta confundida. Hace tanto tiempo que te conozco; te conozco desde siempre. Siempre te he querido. No me interrumpas, por favor. Si supieras lo mucho que deseaba que vinieras, lo mucho que deseaba hablarte, contarte cosas. Tú no te dabas cuenta, pero muchas, muchísimas cosas no cobraban realidad para mí hasta que te las contaba. Si supieras lo mucho que te he admirado siempre. De niña solía decir que quería casarme contigo. ¿Te acuerdas? Seguro que no. Siempre has sido mi hombre ideal. Y no creas que lo que te digo es algo propio de una niña tonta, ni siquiera se trata de un enamoramiento, es un amor profundo y real. Desde luego que es un amor sobre el que no me he hecho preguntas ni sobre el que he pensado, ni siquiera le he dado nombre hasta hace muy poco… Pero me he preguntado por él y he pensado en él… en cuanto sentí y comprendí que era mujer. También mi amor ha madurado. Desde que soy mujer he estado deseando estar contigo, llegar a conocerte bien. ¿Por qué crees que insistí tanto en lo de discutir esa obra? Es cierto que quería hablar de ella. Pero por encima de todo deseaba y necesitaba tu afecto y tu atención. Dios mío, me conformaba con mirarte. No sabes cuánto he deseado besarte en estos últimos años, pero no me atrevía ni creí que llegara a ocurrir nunca. Y últimamente, desde el día en que me viste romper aquellas cartas, me he pasado todo el tiempo pensando en ti… Sobre todo la semana pasada, cuando… cuando tuve como un presentimiento de… lo que me has dicho esta noche… no he pensado más que en ti.
—¿Y qué hay de Septimus? —pregunté.
—¿Quién?
—Septimus. Septimus Leech. Tu novio. ¿No has podido dedicar un par de minutos a pensar en él?
—Ah, eso. Eso te lo dije porque sí. Hasta me parece que te lo dije un poco para tomarte el pelo. No es mi novio, sólo un amigo. No tengo novio.
La observé. Estaba sentada de lado, la distendida seda perfilando una rodilla. Miré la hilera de botoncitos que trepaban entre sus senos. Su cabello, desordenado, más parecido ahora a un turbante que a un casco, apilado sobre su cabeza, que su mano nerviosa y distraída apartaba constantemente de la frente. Su cara resplandecía a causa de una especie de pasión intelectual y unas emociones que no me atrevía a calificar. Era evidente que ya no era una niña. Había tomado plena posesión de su condición de mujer, de su poder y autoridad.
—Comprendo —dije. Me levanté rápidamente y me dirigí hacia la puerta. Eché a andar por Bedford Street en dirección a la estación de Leicester Square. Al doblar por Garrick Street, Julian, que caminaba a mi lado, puso su mano izquierda en mi mano derecha. Me solté. Seguimos en silencio hasta llegar a la esquina de Saint Martin’s Lañe.
Julian dijo entonces:
—Ya veo que estás decidido a no creer o atender nada de lo que yo te diga. Al parecer todavía crees que tengo doce años.
—No, no —respondí—. He estado escuchando con atención lo que has dicho y me ha parecido interesante, incluso conmovedor. Y singularmente bien expresado, tratándose de algo que te acabas de inventar. Pero no ha sido ni muy detallado ni claro, ni veo tampoco las implicaciones que pueda tener, suponiendo que las tenga.
—Dios mío, Bradley, te quiero.
—Es muy amable por tu parte.
—No me lo estoy inventando, es la verdad.
—No te estoy acusando de falta de sinceridad. Sólo de no tener la menor idea de lo que dices. Has confesado sentirte confundida.
—¿Sí?
—La fuente de tu confusión es bastante obvia. Has sentido simpatía por mí o, como has tenido la amabilidad de decirme, me has amado cuando eras una niña inocente e ignorante, y yo era un visitante que te impresionaba, un escritor, amigo de tu padre y demás. Ahora eres una persona adulta y yo soy un hombre, bastante mayor que tú, pero visto de pronto habitando el mismo mundo adulto. Dejando incluso a un lado las pequeñas impresiones que has sufrido esta noche, es lógico que estés sorprendida, posiblemente un tanto halagada, de comprobar que somos semejantes. ¿Qué haces, en esta nueva situación, con tus viejos sentimientos de afecto por el hombre a quien la niña admiraba? ¿Es importante esta pregunta? En sí quizá no lo sea. Mi imperdonable conducta la ha hecho así, al menos por el momento. Estupefacta, divertida y emocionada ante mi necia declaración, te has visto obligada a responder de una manera que resulta totalmente embarullada, confusa, de lo cual mañana te arrepentirás. Eso es todo. A Dios gracias, ya hemos llegado a la estación.
Bajamos las escaleras de la estación de Leicester Square. Nos quedamos cara a cara junto a las máquinas de los billetes, en el brillante resplandor, inmóviles en el centro de un desperdigado grupo de gente que se movía. Tan enorme era nuestra concentración en el otro, que era como si nos encontráramos solos en el más silencioso de los jardines o en las vastas y desoladas mesetas del Tíbet.
—¿El beso que te di era embarullado y confuso? —preguntó Julian.
—Te vas a casa en el tren —dije—. Buenas noches.
—Bradley, ¿has asimilado lo que te he dicho?
—No sabes lo que has dicho. Mañana te parecerá un mal sueño.
—¡Eso está por ver! Al menos has hablado conmigo, has discutido.
—No hay nada de qué hablar. He estado prolongando irresponsablemente el placer de estar contigo.
—Mira, no tengo que irme enseguida.
—Sí. Se ha terminado.
—No es cierto. No te irás de Londres, ¿verdad, por favor?
—No… me iré de Londres —dije.
—¿Nos veremos mañana?
—Quizá.
—Te llamaré a eso de las diez.
—Buenas noches.
Sin tocarla, me incliné y rocé levemente sus labios con los míos. Luego me volví en redondo y subí de nuevo las escaleras hacia Charing Cross Road. Yo caminaba a ciegas, haciendo muecas de alegría.
Supongo que dormí. De vez en cuando me despertaba como en un éxtasis, y luego me sumía nuevamente en el sueño. El cuerpo me dolía con una deliciosa sensación de deseo y de deseo satisfecho, que de alguna forma se confundía en una sola modalidad de ser. Me lamenté en voz baja por mí mismo. Estaba hecho de otra cosa, de algo delicioso, donde la conciencia palpitaba en un cálido estupor. Estaba hecho de miel, de dulce de chocolate, de mazapán, y a la vez estaba hecho de acero. Yo era un alambre de acero que vibraba en silencio en medio de un vacío azul. Estas palabras no reflejan mis sensaciones, claro está, no hay palabras que puedan hacerlo. No pensaba. Era. A los pensamientos ajenos que trataban de inmiscuirse en este paraíso los enviaba a paseo.
Me levanté temprano, me afeité con majestuosa lentitud, me vestí con complaciente pulcritud y pasé largo rato inspeccionándome en el espejo. Parecía tener unos treinta y cinco años. Bueno, cuarenta. Mi reciente ayuno me había adelgazado aún más y eso me favorecía. El pelo sedoso, descolorido, rubio grisáceo, liso y bastante abundante, una nariz huesuda con amplias fosas, de aspecto no desagradable, unos ojos de granito azul grisáceo, unos pómulos bien formados, la frente amplia, la boca de labios finos; el rostro de un intelectual. El rostro, asimismo, de un puritano. ¿Qué se había hecho de él?
Bebí un poco de agua. Lo de comer quedaba nuevamente descartado. Me sentía tembloroso y mareado, pero la noche había sido un paraíso y su gloria no me había abandonado todavía. Entré en la sala y una vez más, como mero formulismo, limpié sus superficies más visibles, que habían vuelto a cubrirse de polvo. A continuación me senté y dejé que algunos pensamientos se asentaron uno tras otro.
Principalmente, me congratulaba de haberme mostrado bastante sereno la noche anterior. Cierto que había vomitado a sus pies y que le había dicho que la quería con un tono que, según advertí, al punto le expresó la gravedad de la situación. Pero a partir de ahí me había conducido con dignidad. (Lo que en parte había podido hacer, por supuesto, merced al intenso e ilusorio placer de su presencia). No podía acusarme entonces de haberla atropellado en modo alguno. Pero ¿qué, oh, qué pensaría ella ahora de todo esto? ¿Y si al llamarme me decía fríamente que le parecía más oportuno dejar la cuestión como estaba? Yo la había exhortado a ser lo bastante adulta para hacerlo así. Quizá una madurada reflexión le había hecho comprender lo acertado de ese consejo. ¿Qué había significado su discurso sobre el «amor»? ¿Sabía lo que se estaba diciendo? ¿No se trataría de un galimatías que había inventado porque se sentía conmovida, halagada y emocionada por mi exhibición? ¿Se echaría atrás? O, en el caso de que en verdad me amara, ¿qué diantre iba a pasar? Aunque yo, realmente, no me preguntaba qué iba a pasar.
Miré mi reloj, que señalaba las ocho. Marqué el número de la información horaria y este servicio me confirmó que era esa hora. Salí a la plazuela aunque sin alejarme mucho a fin de oír el teléfono, y permanecí allí, pasmado. Salió Rigby acompañado de uno de sus amigos lonche, y les hice un saludo tan lento y raro que ellos se volvieron para mirarme. Se me ocurrió acercarme corriendo a la floristería, pero decidí que era más prudente no hacerlo. Pero ¿y si ella no me telefoneaba? Entré, consulté de nuevo el reloj y lo sacudí con fuerza. Habían pasado horas, y él marcaba las ocho y cuarto. Entré en la salita y probé lo de tenderme en la alfombra, pero esa posición ya no era eficaz, debía continuar moviéndome y haciendo cosas. Me paseé por el piso; me castañeteaban los dientes. Probé otra vez a hacer aquel ruido sibilante, pero no sirvió de nada. Traté de respirar hondo, pero entre cada aspiración me parecía perder contacto conmigo mismo, de modo que la siguiente era siempre un caso de emergencia. Empezaba a sentirme desfallecido.
A eso de las nueve sonó el timbre de la puerta. Salí de puntillas y miré por la hoja de cristal esmerilado. Era Julian. Realizando un breve esfuerzo de autocontrol abrí la puerta. Ella entró volando. Logré cerrar la puerta de una patada antes de que ella me arrastrara hasta el salón. Me había echado los brazos al cuello y yo la abracé en una especie de vivida oscuridad, al tiempo que el castañeteo de mis dientes se había convertido en un acto de reír y llorar, y ella también reía y temblaba y nos habíamos sentado en el suelo.
—Bradley, gracias a Dios, tenía tanto miedo de que hubieras cambiado de opinión, que no pude esperar hasta las diez.
—No seas tonta, mujer. Estás aquí… estás aquí…
—Bradley, te quiero, es verdad, esto es auténtico. Anoche, después de dejarte, lo comprendí con absoluta claridad. No he dormido, he estado como en una especie de loco trance. Esto es lo auténtico. Jamás había experimentado nada igual. No cabe duda, ¿verdad?
—No —contesté—. No cabe duda. Si existe la menor duda, es que no es lo auténtico.
—Conque ya ves…
—¿Qué hay del señor Belling?
—Bradley, no me atormentes con el señor Belling. Eso sólo fue como un anhelo nervioso. Él no existe, nada existe más que tú… es imposible que no veas… Además, él no tenía sentimientos reales, ni fuerza, no era como tú.
—Se nota que te he impresionado. ¿Estás segura de que no te sientes sólo impresionada?
—Te quiero. Me siento a la vez aturdida pero muy serena. ¿No demuestra esto que algo extraordinario ha sucedido, esa serenidad? Me parece ser un arcángel. Puedo hablar contigo, puedo convencerte, acabarás por comprenderlo todo. Al fin y al cabo hay mucho tiempo, ¿no, Bradley?
Su pregunta, que en verdad era una afirmación, me tocó en medio de mi alegría con un dedo más bien frío. El tiempo, los proyectos, el futuro…
—Sí, cariño, hay mucho tiempo.
Estábamos sentados, yo con las piernas encogidas hacia un lado, ella arrodillada e inclinada hacia mí, sus manos acariciándome el cabello y el cuello. De pronto, empezó a quitarme la corbata. Me eché a reír.
—Descuida, Bradley, no te asustes, sólo quiero mirarte. No quiero pensar en nada excepto en mirarte, y tocarte, y sentir lo prodigioso que es…
—Que A quiera a B y que B quiera a A. Es bastante raro, desde luego.
—Qué cabeza tan hermosa tienes.
—La asomé entre los barrotes de tu cuna.
—Y me enamoré a primera vista.
—Estaría dispuesto a ponerla debajo de las ruedas de tu coche.
—¡Ojalá recordara el día en que te vi por primera vez!
Entonces se me ocurrió que era probable que yo pudiera verificar, por medio de una vieja agenda, puesto que las conservaba todas, lo que yo había estado haciendo el día que nació Julian. Resolviendo algún problema relacionado con la Hacienda pública, almorzando con Grey-Pelham.
—¿Cuándo empezaste a sentir esto por mí? Ahora ya podemos hablar de ello, ¿no?
—Podemos hablar de ello. Creo que me sobrevino cuando discutíamos sobre Hamlet.
—¿No fue hasta entonces? Bradley, me aterras. En serio, creo que no deberías pensar más en esto. ¿No estarás actuando movido por un impulso emotivo y momentáneo? ¿No estarás confundido? ¿No lo verás todo distinto la semana que viene? Creí que por lo menos…
—Julian, ¿estás bromeando? No, no… es evidente que esto es algo muy absoluto. El pasado ha desaparecido. No hay historia. Éste es el último triunfo.
—Lo sé…
—No se puede calcular, medir. Pero… querida…, estamos metidos en un buen lío, ¿no es cierto? Ven aquí. —La atraje hacia mí y apoyé su cabeza leonina sobre mi pecho.
—Yo no veo dónde está el lío —dijo ella, con los labios apretados contra mi limpia camisa azul de rayas, de la que estaba desabrochando los botones superiores—. Es cierto que debemos movernos muy despacio y dejar que el tiempo nos ponga a prueba y… no tener prisa por hacer… nada…
—Estoy de acuerdo —dije— en que no debemos tener prisa por hacer… nada. —Ella, sin embargo, no estaba facilitando las cosas introduciendo la mano por mi camisa, suspirando y aferrando el vello rizado de mi pecho.
—¿No crees que me estoy comportando como una descarada?
—No, Julian, corazón mío.
—Debo tocarte. Es tan maravilloso, como un privilegio…
—Julian, estás loca, chiflada…
—Pero creo que debemos ir conociéndonos despacio y tranquilamente, y decirnos la verdad y contárnoslo todo, y mirarnos a los ojos así y… es como si pudiera pasarme años solamente… mirándote a los ojos… es como… si uno se alimentara… con sólo mirarte…, ¿no sientes lo mismo?
—Siento muchas cosas —dije—. Algunas ya fueron expresadas por Marvell. Pero lo que siento por encima de todo (no, déjame hablar) es esto: soy absolutamente indigno de este amor que me ofreces. No te aburriré con detalles sobre lo indigno que soy, pero es un hecho. Estoy dispuesto a ir despacio, como dices, y dejar que me convenzas y convencerme a mí mismo de que en verdad sientes lo que ahora parece que sientes. Pero entretanto no debes estar ligada o sujeta…
—Pero sí que estoy sujeta…
—Debes ser completamente libre…
—Bradley, no seas…
—Creo que ni siquiera deberíamos emplear ciertas palabras.
—¿Qué palabras?
—«Amor», «enamorados».
—Me parece una tontería. Pero, puesto que tenemos ojos, supongo que podemos prescindir por un tiempo de las palabras. Mira. ¿No puedes ver lo que te niegas a nombrar?
—Por favor. Pienso sinceramente que no deberíamos definir esto. Debemos tener serenidad y aguardar pacientes a ver lo que ocurre.
—Pues pareces muy angustiado.
—Estoy aterrado.
—Yo no. Nunca me había sentido tan valiente. ¿De qué tienes miedo? ¿Y por qué dijiste que estábamos metidos en un lío? ¿En qué clase de lío estamos metidos?
—Soy mucho mayor que tú. Mucho más. Ése es el lío.
—Ah, eso. Eso es un convencionalismo. No nos afecta a nosotros para nada.
—Sí que nos afecta —dije. Sentía su influjo.
—¿Sólo te referías a eso?
Vacilé antes de responder:
—Sí. —Había mucho que un día tendría que exponer ante ella. Pero no hoy.
—¿No se tratará…?
—Julian, no me conoces, no me conoces…
—¿No se tratará de Christian?
—¿Qué? ¿Christian? ¡Por Dios, claro que no!
—Menos mal. Bradley, no sabes la angustia que sentí cuando oí a mi padre comentar lo de reconciliaros a ti y a Christian… Y eso fue antes… quizá fuera eso lo que me hizo comprender mis sentimientos hacia ti…
—Como Emma y el señor Knightley.
—Sí, justamente. Es que desde que te conozco siempre has estado solo, como si dijéramos siempre ahí, como suelen estarlo las personas solitarias.
—Un pilar en el desierto.
—Y anoche también me preocupaba Christian…
—No, no, Chris es una buena persona y ya ni siquiera la odio, pero no significa nada para mí. Tú me has soltado de muchas jaulas. Te lo contaré… más tarde… en el tiempo… que nos queda.
—Bien, pues si no es eso, la cuestión de la edad me importa un bledo, muchas chicas prefieren a los hombres mayores. Conque esto ya está claro. A mis padres no les dije nada anoche ni esta mañana, porque quería asegurarme de que no habías cambiado. Pero se lo diré hoy…
—¡Espera un momento! ¿Qué vas a decirles?
—Pues que te quiero y que quiero casarme contigo.
—¡Julian! ¡Eso es imposible! Julian, soy mayor de lo que crees…
—Más viejo que las rocas entre las cuales estás sentado. ¡Sí, sí, eso ya lo sabemos!
—Es imposible.
—Bradley, lo que dices no tiene sentido. ¿Por qué pones esa cara? Me quieres de verdad, ¿no es así? ¿No querrás únicamente tener una aventura conmigo y luego adiós?
—No… te quiero de verdad…
—¿No es eso algo que dura siempre?
—Sí. El verdadero amor es para siempre… y este amor es verdadero… pero…
—Pero ¿qué?
—Dijiste que debíamos movemos despacio y llegar a conocernos despacio… todo esto ha sucedido tan de repente… Estoy seguro de que no deberías… comprometerte de ninguna forma…
—No me importa comprometerme. Esto no impedirá que nos movamos despacio y seamos pacientes y todo eso. Además, ya nos conocemos, te conozco de toda la vida, eres mi señor Knightley, y ahí la diferencia de edades…
—Julian, creo que deberíamos mantener esto en secreto durante una temporada.
—¿Por qué?
—Porque es posible que cambies de parecer.
—¿No te estarás refiriendo a ti?
—Yo no cambiaré. Pero tú no me conoces, no puedes conocerme. Y tengo años de sobra para ser tu padre.
—¿Crees que a mí me importa…?
—No, pero a la sociedad sí y a ti te importará un día. Me verás envejecer…
—Bradley, eso es ridículo.
—Preferiría que por ahora no les dijeras nada a tus padres.
—Está bien —dijo ella, tras una pausa, apartándose de mí, arrodillada todavía; su rostro adquirió de pronto una expresión infantil de duda.
La sombra que se interponía entre nosotros me resultaba insoportable. Si me había embarcado en esto, pues estaba embarcado. Tendría que confiarme enteramente a su sentido de la verdad, incluso a su ingenuidad, a su inexperiencia, a su sencillez. Dije:
—Amor mío, debes hacer lo que creas conveniente. Lo dejo en tus manos. Te quiero sin reservas y confío en ti sin reservas, y lo que haya de ser, será.
—¿Crees que a mis padres no va a gustarles?
—Les va a sentar como un tiro.
Luego hablamos de Christian, de mi matrimonio, de Priscilla. Hablamos de la infancia de Julian y de los ratos que habíamos pasado juntos. Hablamos del momento en que yo pude empezar a enamorarme de ella y del momento en que ella pudo empezar a enamorarse de mí. Sobre el futuro no hablamos. Seguimos sentados en el suelo, como animales tímidos, como niños, acariciándonos mutuamente las manos y el cabello. Nos besamos, no con frecuencia. La despedí cerca del mediodía. Me parecía que no debíamos agotarnos. Necesitábamos cavilar y recuperarnos de aquello. Por supuesto que la cuestión de acostarnos ni siquiera se planteaba.
—Es que no acabáis de entenderlo —dije—. No me propongo irme.
Rachel y Arnold ocupaban las dos butacas en mi salita. Yo estaba sentado en la silla de Julian, junto a la ventana. Había una luz sombría y nublada y yo acababa de encender las lámparas. Era el mismo día, al atardecer.
—¿Pues qué es lo que te propones hacer? —inquirió Arnold.
Me había telefoneado. Más tarde se habían presentado los dos, él y Rachel. Habían irrumpido —no hay otra palabra para definirlo— en mi casa. Su presencia era como la de un ejército de ocupación. El hecho de enfrentarse a personas conocidas que súbitamente se muestran serias y tensas de cólera y turbación es una experiencia muy aterradora. Yo estaba aterrorizado. Sabía que «iba a sentarles como un tiro». Pero no había previsto esa enorme resolución, unida y hostil. Su pura incredulidad, fingida o no, me silenció, me puso en fuga. Yo nada podía explicar y presentía que les estaba causando una impresión enteramente falsa. También sabía que no sólo lo parecía sino que me sentía muy culpable.
—Quedarme aquí —repuse—, ver a la chica de vez en cuando, supongo…
—¿Pretendes decir que vas a seducirla? —preguntó Rachel.
—Actuar normalmente, llegar a conocerla algo mejor… A fin de cuentas… parece que nos queremos…y…
—Bradley, vuelve a la realidad —dijo Arnold—. Deja de desvariar. En este momento te encuentras en una especie de mundo de ensueño. Tienes casi sesenta años. Julian tiene veinte. Ella nos dijo desde un principio que le habías confesado tu edad y que eso a ella no le importa, pero no es posible que trates de aprovecharte de una chiquilla sentimental que se siente halagada por tus atenciones…
—No es una chiquilla —protesté.
—No es nada madura —dijo Rachel—, se la engaña muy fácilmente, y…
—¡No la estoy engañando! Ya le he dicho que la diferencia de edad hace que esto sea casi imposible…
—Lo hace totalmente imposible —dijo Arnold.
—Esta tarde ha dicho las cosas más extraordinarias —intervino Rachel—. No me explico lo que le puedes haber contado.
—Yo no quería que ella os lo dijera.
—¿Así que le sugeriste que engañara a sus padres?
—No, no, no es eso…
—No comprendo lo que ha sucedido —dijo Rachel—. ¿Es que de pronto has sentido ese… impulso o lo que sea… y entonces fuiste y le dijiste que la encontrabas atractiva, y luego le hiciste alguna proposición, o qué? ¿Qué ha sido exactamente lo que ha pasado? Esto debe de ser bastante reciente, ¿no?
—En efecto, es reciente —dije—. Pero es muy serio. Ni lo había planeado ni lo deseaba, sucedió. Y cuando resultó que ella sentía lo mismo…
—Bradley —dijo Arnold—, lo que tú describes es imposible que suceda en la vida real. De acuerdo, de pronto te pareció una chica atractiva. Londres está lleno de chicas atractivas. Y estamos casi en pleno verano y te estás aproximando, tal vez, a una edad en que los hombres suelen hacer el tonto. He conocido a varias personas que a los sesenta años se pusieron a echar unas canas al aire bastante poco airosas, eso no es extraño. Pero suponiendo que te sientas sexualmente excitado por mi hija, ¿por qué demonios no pudiste callar en lugar de molestarla y disgustarla y confundirla y…?
—No está molesta ni disgustada…
—Lo estaba esta tarde —dijo Rachel.
—Seríais vosotros quienes la habéis molestado y disgustado…
—¿Por qué no pudiste comportarte como un caballero…?
—Y ella está bastante menos confundida que yo. Lo siento, pero son vuestras palabras las que no describen nada aquí. Aquí hay unas enormes fuerzas cósmicas que han entrado en acción. Es posible que no sepáis de ellas. Porque, ahora que lo pienso, Arnold, en ninguno de tus libros has descrito realmente lo que significa estar enamorado…
—Te expresas como si tuvieras quince años —dijo Rachel—. Naturalmente que todos sabemos lo que es estar enamorado. No se trata de esto. Los detalles de lo que tan de repente imaginas sentir son cosa tuya. Tienen tan poco interés como los sueños que alguien pueda contarnos. Es obvio que Julian no está «enamorada» (sea lo que sea lo que imaginas que eso significa en este caso) de ti. Es una niña muy ingenua que cree muy emocionante y divertido que un viejo amigo de su padre le dedique estas atenciones. Si la hubieses visto esta tarde, contándonoslo todo y riendo… Era como una criatura con un juguete.
—Pero si acabas de decir que estaba disgustada…
—Nosotros le dijimos que era una broma de mal gusto.
Pensé: amor mío, confío en ti, confío en ti, y yo sé. Mantendré mi fe con tu fe. Pero al mismo tiempo siento dolor y temor. ¿Podría yo ahora, después de lo ocurrido, dudar de todo? Ella era tan joven… Y se trataba, en efecto, como ellos habían apuntado, de algo muy reciente. Al pensar en cuán reciente, me asombró el grado de mi certeza. Pero ahí, por encima de la duda, estaba la certeza.
—Veo que por fin nos estás escuchando —dijo Arnold—. Bradley, eres un hombre decente, juicioso y moral. No es posible que te propongas explorar seriamente este lío emocional con Julian. Yo lo llamo un lío emocional, aunque gracias a Dios que todavía no ha tenido tiempo de convertirse en uno. Ni lo hará. Lo impediré.
—No sé qué vamos a hacer —dije—. Estoy de acuerdo en que todo esto es fantástico. Que Julian me quiera casi me parece demasiado bello para ser verdad. Puede que ni siquiera sea verdad. Me ha sorprendido mucho, efectivamente. Pero, desde luego, no pienso dejar correr el asunto. No voy a marcharme tan tranquilo, como me habéis sugerido, ni voy a dejar de ver a Julian, no puedo hacerlo. Debo averiguar si es cierto que me quiere. Aunque lo que pueda venir después, suponiendo que me quiera, lo ignoro, tal vez nada. Todo esto es muy inusitado y acaso resulte muy doloroso, sobre todo para mí. No quiero causar dolor. No creo que pueda hacerle daño. Pero ninguno de los dos podemos detenernos en este preciso instante. Eso es todo.
—Ya lo creo que ella puede detenerse, y lo hará —dijo Arnold—. Aunque tenga que encerrarla en su habitación.
—Y está claro que tú también puedes detenerte —dijo Rachel—. ¡Procura ser sincero! Y deja de hablar por los dos. No puedes responder por Julian. No te habrás acostado con ella, ¿verdad?
—¡Jesús, Jesús, claro que no, no es un criminal! —exclamó Arnold.
—No, no me he acostado con ella.
—No vas a hacerlo.
—¡Rachel, no lo sé! Comprende, por favor, que estás hablando con un loco.
—¡Así que admites ser una persona insensata, irresponsable y peligrosa!
—Arnold, te lo ruego, no te pongas así. Me estáis asustando y confundiendo entre los dos, y eso no sirve de nada. Al decir loco no me refería a irresponsable… me siento tan responsable como si… me hubieran confiado algo… yo qué sé… el dichoso grial… Juro que no trataré de influir en ella ni la molestaré… la dejaré completamente libre… de hecho es completamente libre…
—Sabes que todo esto son pamplinas —dijo Arnold— y, en cualquier caso, te contradices. Si la importunas ahora harás que se sienta emotiva con respecto a ti, crearás entre ambos una situación. Es natural que pretendas eso. Está claro que ella no siente nada serio por ti, hasta tú pareces comprender que todo son imaginaciones tuyas. ¡Piensa en lo niña que es! Y, por favor, entiende esto, no permitiré que entre tú y mi hija se cree ninguna «situación». No habrá encuentros, ni discusiones interesantes, ni exploración de sentimientos, nada. Entiéndelo, te lo suplico. En este contexto te veo como a un repugnante viejo verde que la seguía por la calle. En esto voy a ser implacable, Bradley. Y es lo mejor que puedo hacer. Dejarás en paz a Julian. La protegeré de ti encerrándola, llevándomela del país, si fuera necesario recurriría a abogados, a la policía, a la violencia. Ni te imagines que podrás escribirle, ella estará completamente defendida contra ti. No conseguirás llegar hasta ella, no voy a dejar que esto empiece. Dios mío, ¡ponte en mi lugar! Resígnate ahora y haz lo decente y sensato, es decir, marcharte de Londres. De todos modos, pensabas hacerlo. Pues haz el favor de marcharte. Esto pasará, desde luego. No estoy sugiriendo que no vuelvas a verla a ella ni a nosotros. Pero reconozco que estás en un estado de ánimo muy estúpido y no voy a dejar que mi hija se líe, por superficial, histriónica o temporalmente que sea, con un viejo. La idea me pone enfermo y no lo toleraré.
Tras este discurso se hizo un silencio. Miré a Arnold. Había permanecido sentado muy quieto, hablando sosegadamente pero dando a sus palabras un énfasis agudo, stacatto, y pronunciándolas en un tono de voz encaminado a aterrar. Su semblante, bajo su pálido cabello, tenía una tonalidad rosa fuerte, como el de una muchacha. Traté de sofocar mi temor con la ira, pero no lo conseguí. Con un hilo de voz, dije:
—Tu elocuencia indica que Julian ha logrado convenceros de que está enamorada.
—Ella no sabe lo que siente…
—Esto no es el siglo dieciocho…
—¡Vámonos! —Arnold se puso en pie e indicó a Rachel que se levantara—. Hemos dicho lo que hemos venido a decirte. Te dejaremos para que… lo digieras… para que comprendas que sólo te queda… un camino.
Abrí la puerta de la sala. Dije:
—Arnold, te lo ruego, no te enojes conmigo. No he hecho nada reprobable.
—Sí que lo has hecho —dijo Rachel—. Le has hablado de tus sentimientos.
—De acuerdo. No debí hacerlo. Pero querer a alguien no es un pecado, en esto hay bondad, encontraremos el medio de hacer que todo… sea digno… No la molestaré… si lo queréis así, estaré una semana sin verla… dejaré que medite…
—Eso no basta —dijo Arnold más suavemente—. Las medias tintas sólo empeorarían las cosas. Debes hacerte cargo, Bradley. Dios mío, seguro que tú tampoco quieres verte envuelto en un lío. Debes marcharte. Si la ves, el drama será mayor. Lo mejor es cortarlo por lo sano, cuanto antes. Entiéndelo. Lo lamento.
Arnold cruzó el umbral de la sala y abrió la puerta del piso.
Rachel pasó ante mí, y al hacerlo se apartó y torció la boca en una mueca de disgusto. Con voz inexpresiva, dijo:
—Quiero que sepas, Bradley, que en esta cuestión Arnold y yo estamos totalmente unidos.
—Perdóname, Rachel.
Ella me dio la espalda y salió.
Arnold volvió para decirme:
—No es preciso que hagas nada respecto a la carta que te envié. ¿Podrías devolvérmela?
—La he destruido.
Él calló un instante y luego dijo:
—Está bien. Lamento haberte gritado. ¿Querrás darme tu palabra de que no tratarás de ver a Julian hasta que yo lo consienta?
—No.
—En fin… No permitiré que mi hija sufra el menor daño. De eso puedes estar seguro. Quedas… advertido.
Salió, cerrando suavemente la puerta tras él. Yo jadeaba de la emoción. Corrí al teléfono y marqué el número de Ealing. Hubo una pausa y luego el zumbido que indicaba que no había comunicación. Marqué varias veces, con el mismo resultado. Me sentía como si me hubieran cortado las piernas de un hachazo a la altura de las rodillas. Me llevé las manos a la cabeza, tratando de serenarme y de pensar. La urgente necesidad de ver a Julian ardía a mi alrededor, nublándome la vista. Unas abejas me cegaban y me herían de muerte con sus aguijones. Me faltaba el aire. Salí corriendo a la plazuela y eché a caminar sin rumbo fijo por Charlotte Street, luego doblé por Windmill Street, después por Tottenham Court Road. Al rato empezó a parecerme probable que si no tomaba alguna medida violenta y decisiva sufriría un colapso. Detuve un taxi y le dije al conductor que me llevara a Ealing.
Me detuve bajo el haya cobriza en la esquina de la calle. Apoyé la cabeza en el tronco macizo y lo noté, absurdamente allí, complacido con indiferente realidad. Había caído la tarde, la hora del crepúsculo, el atardecer de aquella larga, fantástica y memorable jornada.
El atardecer estaba nublado, la fosca y densa luz tornándose levemente púrpura, la atmósfera cálida e inmóvil. Hasta mí llegaba un olor a polvo, como si las silenciosas y tediosas calles que me rodeaban se hubieran disuelto en infinitas dunas de polvo. Pensé en aquella mañana y cómo se nos había antojado disponer de todo el tiempo en el mundo. Y ahora parecía que ya no quedaba tiempo. También pensé que de habérseme ocurrido tomar un taxi enseguida quizá habría podido llegar antes que Rachel y Arnold. ¿Qué estaría sucediendo? Crucé la calle y me puse a caminar despacio por el otro lado.
En casa de los Baffin las luces de la planta baja estaban encendidas, brillando por la ventana del comedor con cortinas y a través del cristal de colores ovalado de la puerta principal. Arriba había una ventana iluminada, también con cortinas, la del estudio de Arnold. La habitación de Julian estaba en la parte trasera, junto a la habitación donde yo había visto a Rachel yaciendo con la sábana cubriéndole el rostro, y donde también yo, Dios me perdone, había yacido solo con la camisa puesta. Algún día le contaría a Julian todo esto. Un día ella sería el juez ecuánime que comprende y perdona. Ella no me daba miedo. Incluso en aquellos momentos, e incluso al tiempo que me preguntaba angustiado si volvería a verla, yo moraba con ella en un mundo angelical, intemporal, de comunicación silenciosa y absoluta comprensión.
Permanecí en la acera frente a la casa, contemplándola y sin saber qué hacer. Pensé en aguardar allí hasta las tres de la mañana, entrar luego en el jardín y servirme de una de las escaleras de Arnold para trepar hasta la ventana del cuarto de Julian. Pero no quería ser un personaje de pesadilla para ella, un intruso nocturno, un hombre secreto. La grandeza de esa mañana había residido en su lúcida franqueza. Esa mañana me había sentido como el habitante de una caverna emergiendo a la luz del sol. Ella era la verdad de mi vida. No quería llegar a convertirme en una especie de caco o de carterista en la suya. Por otra parte, habían tantas cosas desconocidas. ¿Qué estaría pensando ella ahora?
Mientras estaba allí, en aquella opresiva oscuridad urbana, respirando el aliento del temor, oliendo las dunas de polvo, advertí que me estaba espiando una figura que se hallaba ante la ventana del rellano de la casa en penumbra que yo contemplaba. Vi la figura perfilada en la ventana y la palidez del rostro que me estaba observando. Era Rachel. Estuvimos cerca de un minuto mirándonos en una espantosa inmovilidad de silencio. Luego me alejé, como un animal huyendo de los ojos humanos, y me puse a pasear por la acera, arriba y abajo, arriba y abajo, expectante. Las farolas de la calle se encendieron.
A los cinco minutos aproximadamente apareció Arnold. Aunque no podía ver su rostro, reconocí su silueta. Retrocedí hasta el haya cobriza y él me siguió, alcanzándome y poniéndose a caminar a mi lado en silencio. Una farola cercana iluminaba un costado del árbol, haciendo que las hojas parecieran de un púrpura fulgurante, semejante al vino, separándolas entre sí con nítidas sombras. Penetramos en la espesa penumbra bajo el árbol, tratando de ver el rostro del otro.
—Lamento haberme alterado —dijo Arnold.
—No te preocupes.
—Ahora todo está mucho más claro.
—Excelente.
—Lamento haber dicho todas aquellas cosas tan absurdas, sobre abogados y demás.
—Yo también.
—No sabía que apenas había sucedido nada.
—Ya.
—Me refiero a que desconocía el esquema del tiempo. Por lo que Julian había dicho esta tarde, deduje que este asunto llevaba tiempo funcionando. Pero ahora entiendo que no empezó hasta ayer por la tarde.
—Desde ayer por la tarde ha sucedido mucho —dije yo—. Deberías ser el primero en comprenderlo, dado lo ocupado que has estado últimamente.
—Debiste pensar que Rachel y yo adoptábamos una postura ridículamente solemne por tan poca cosa.
—Veo que ahora lo enfocas de manera distinta —dije.
—¿Qué?
—Sigue.
—Julian nos lo ha explicado todo y ha quedado perfectamente aclarado.
—¿Y cómo te suena?
—Es natural que ella se sintiera disgustada y conmovida. Tú le dabas pena, según dijo.
—No te creo. Pero sigue.
—Y es lógico que se sintiera halagada…
—¿Qué está haciendo ahora?
—¿Ahora? Está tendida en la cama llorando desconsoladamente.
—¡Jesús!
—Pero no debes inquietarte por ella, Bradley…
—No, claro.
—Quería explicarme… Ahora nos lo ha contado todo, y hemos comprendido la poca importancia que tiene, se trata de una nube de verano, y ella está de acuerdo.
—¿Ah, sí?
—Te pide que la perdones por haberse puesto tan sentimental y tonta, y por lo tanto te ruega que no intentes verla por el momento.
—Arnold, ¿ha dicho todo eso realmente?
—Sí.
Le cogí por los hombros y lo arrastré unos pasos hasta la farola, donde pudiera verle la cara. Él reaccionó al principio convulsivamente, luego cesó de forcejear.
—Arnold, ¿ha dicho ella eso?
—Sí.
Le solté y ambos retrocedimos instintivamente hacia las sombras. El rostro de Arnold me miraba con descaro torcido por la firmeza, la ansiedad y una honda intención. No era el mismo rostro sonrosado y hostil de antes. Era un rostro duro, resuelto, que nada me decía.
—Bradley, trata de comportarte con decencia. Si mantienes la boca cerrada y te ausentas una temporada todo esto pasará, y más adelante podréis veros de nuevo como amigos. Esta tontería se basa sólo en dos encuentros. ¡Es imposible que al cabo de dos encuentros os sintáis ligados permanentemente! Son fantasías. Vuelve al mundo de la realidad. El hecho es que Julian se siente muy abochornada por este enojoso asunto…
—¿Abochornada?
—Sí, demostrarías mucha delicadeza largándote. Sé comprensivo con la niña. Deja que recobre su dignidad. Para una joven la dignidad es muy importante. Ella piensa que ha perdido prestigio tomándoselo tan a pecho, le parece haberse puesto en ridículo. Si te viera ahora, le entraría la risa nerviosa, se sonrojaría y sentiría lástima de ti y vergüenza de sí misma. Ahora comprende lo absurdo de habérselo tomado todo tan en serio y haberlo convertido en un drama. Confiesa que se siente halagada, que se le subió un poco a la cabeza, que fue una sorpresa muy emocionante. Pero cuando vio la poca gracia que nos hacía a nosotros, se serenó. Ahora comprende que esta ridiculez es imposible, en fin, el caso es que se hace cargo, en cuestiones prácticas es una muchacha muy juiciosa. ¡Imagínate cómo se siente en estos momentos! No es tan tonta como para figurarse que a estas horas sufres a consecuencia de una gran pasión. Dice que lo siente mucho y que no trates de verla por el momento. Es mejor dejar pasar un tiempo. De todos modos, pronto nos iremos de vacaciones, pasado mañana. He decidido llevarla a Venecia. Siempre ha querido ir allí. Hemos estado en Roma y en Florencia, pero nunca en Venecia, y está obsesionada con conocerla. Alquilaremos un apartamento, probablemente pasemos allí el resto del verano. Julian está loca de alegría. Además, creo que un cambio de aires le vendrá bien a mi novela. De modo que está decidido. Siento mucho haberme alterado tanto esta tarde. Debí parecerte un perfecto idiota. Espero que no estés disgustado conmigo.
—En absoluto —contesté.
—Sólo procuro hacer lo correcto. Bueno, eso lo procuramos todos. Los padres tenemos ciertas obligaciones. Por favor, trata de hacerte cargo. Es preferible para Julian que todo esto se lleve con serenidad. Tú te largarás y guardarás silencio, ¿querrás hacerme ese favor? No será conveniente que reciba emotivas cartas ni nada por el estilo. Deja a la chiquilla en paz para que pueda volver a disfrutar de la vida. No querrás rondarla como un fantasma, ¿verdad? La dejarás tranquila, ¿me lo prometes, Bradley?
—De acuerdo —dije—. Sí.
—¿Puedo fiarme de ti?
—No soy un imbécil, veo las cosas. Yo también me puse esta tarde bastante solemne. Toda esta conmoción me pilló de sorpresa y estaba muy perturbado. Pero ahora veo que… seguramente es mejor para todos tomárnoslo con calma y pensar que ha sido una nube de verano. Está bien, está bien. Y, ahora, creo que sería oportuno que me retirara para recuperar también mi dignidad.
—No sabes el peso que me quitas de encima, Bradley. Sabía que te portarías decentemente, por el bien de la niña. Gracias, gracias. ¡Dios, qué aliviado me siento! Volveré con Rachel. A propósito, te envía cariñosos saludos.
—¿Quién?
—Rachel.
—Dale también cariñosos saludos de mi parte. Buenas noches. Espero que lo paséis bien en Venecia.
Había dado unos pasos, cuando Arnold me llamó para preguntarme:
—Por cierto, ¿has destruido realmente aquella carta?
—Sí.
Me fui a casa reflexionando sobre lo que describiré a continuación. Al llegar me encontré una nota de Francis rogándome que telefoneara a Priscilla.
Cuando tratamos, sobre todo en tiempos de dolor y de crisis, de penetrar en el misterio de otra mente tendemos a imaginarla no como un tenebroso cúmulo de contradicciones como la nuestra, sino como un cofre que contiene entidades definidas y claras, aunque ocultas. Así pues, en aquellos momentos no se me ocurrió pensar que Julian se hallara en un estado de confusión total. Aproximadamente un uno por ciento de mis especulaciones se orientaban hacia la idea de que su talante sería más o menos el descrito por Arnold: estaría compungida, avergonzada, riendo nerviosamente, convencida de haber cometido una torpeza. El noventa y nueve por ciento de mi pensamiento se inclinaba por otro punto de vista. Arnold había mentido. Desde luego había mentido en lo referente a que Rachel me enviaba «cariñosos saludos». Ella no era mujer que perdonara. También había mentido respecto a Julian. Su relato ni siquiera había sido coherente. Si era cierto que estaba hecha un mar de lágrimas, no era probable que sintiera, al menos en aquellos instantes, ganas de reír ni que estuviera encantada por la perspectiva de Venecia. ¿Y a qué venían esas prisas por dejar el país? No. No me había engañado. Yo la amaba y ella correspondía a mi amor. Dudar de lo que la muchacha había afirmado la noche anterior y con tan triunfal claridad esa mañana habría sido como dudar de los informes que me transmitían mis sentidos, y de su evidencia. Pero, entonces, ¿qué había ocurrido? Lo más probable es que la hubieran encerrado en su habitación. Me la imaginé tendida en la cama, sollozando, una figura abatida por la desesperación, descalza y con el cabello revuelto. (Tal visión, aunque me llenaba de dolor, también era muy bella). Sin duda que la ingenua violencia de su declaración había alarmado profundamente a sus padres. Y ellos habían reaccionado al principio con incontenible furia y luego con artimañas. Era evidente que no creían que ella hubiera cambiado de parecer. Habían modificado sus tácticas. ¿Se había creído Arnold lo de mi renuncia a su hija? Seguramente que no. No soy bueno mintiendo.
Yo amaba y confiaba tanto en el instinto de Julian por la franqueza que ni siquiera había tenido la precaución de aconsejarle que suavizara un poco todo. No había previsto, necio de mí, lo horrible que esto iba a parecerles a sus padres. Había estado demasiado absorto en lo sagrado de mis sentimientos para realizar el frío esfuerzo de mantenerme objetivo. Y qué idiota había sido, para retroceder aún más, de no haberme encargado yo mismo de suavizar las cosas. Pude habérselo comunicado a ella despacio, aproximándome gradualmente, conquistándola poco a poco, sugiriendo, insinuando, murmurando… Podía haber habido besos castos y luego otros menos castos. ¿Por qué había tenido que perturbarla soltándoselo todo de esa forma? Pero, claro está, esa idea en cámara lenta sólo era soportable al pensarlo retrospectivamente, a la luz del conocimiento de su amor por mí. De haber empezado a contarle algo, no habría podido evitar contárselo todo de golpe. La angustia habría sido demasiado terrible. Yo no contemplaba ahora, ni se me ocurría siquiera, que pude y debí guardar silencio. Esta idea no la rechazaba, pero parecía pertenecer a una época muy remota del pasado. Para bien o para mal, la cuestión no estaba en duda, y el arrepentimiento no formaba parte de mi desazón.
Aquella noche, dormido y despierto, estuve preocupado con Venecia. Si se la llevaban allí yo la seguiría, por descontado. No es nada fácil ocultar a una joven en Venecia. Sin embargo, cuán esquiva estaba aquella noche mi leona amada. Yo la perseguía incansable por los muelles negros y blancos a la luz de la luna, silenciosos cual dibujos junto a las aguas resplandecientes. Ella había entrado ahora en Florian, solo que yo no conseguía abrir la puerta. Cuando por fin logré abrirla, me encontraba en la Accademia y ella había penetrado en el retrato de san Marcos pintado por el Tintoretto, y se paseaba por el pavimento cuadrangular. Nos encontrábamos de nuevo en la plaza de San Marcos, que se había transformado en un gigantesco tablero de ajedrez. Ella era un peón que avanzaba y yo un caballo que la perseguía brincando de medio lado, pero obligado a girar a la derecha y a la izquierda cuando ya casi le había dado alcance. Ella había ganado ahora el otro extremo y se había transformado en una reina, volviéndose para mirarme. No, era el ángel de santa Ursula, muy augusto y erguido, que se hallaba a los pies de mi lecho. Extendí los brazos, pero ella retrocedió por una larga avenida y atravesó el portal oeste de la iglesia de Iñigo Jones, que a su vez se había convertido en el puente de Rialto. Ella estaba ahora a bordo de una góndola, vestida con una túnica roja, sosteniendo entre sus manos una tigridia, retrocediendo, retrocediendo, en tanto que a mis espaldas se oía un terrible murmullo de cascos, cada vez más fuerte, hasta que me volví y vi a Bartolomeo Colleoni con la faz de Arnold Baffin abalanzándose sobre mí. Los pesados cascos cayeron sobre mi cabeza y el cráneo se me partió en dos como la cáscara de un huevo.
Me despertó el ruido de las tapaderas de cubos de basura que manipulaban unos griegos en el otro extremo de la plazuela. Me levanté en el acto en un mundo que se había hecho mucho más temible incluso a partir de la noche anterior. Anoche había habido horrores, pero también un sentimiento de drama, una sensación de la presencia de obstáculos que habían de ser vencidos, y, más allá, la alentadora certeza de su amor. Hoy la duda y el temor me enloquecían. A fin de cuentas, era una muchacha muy joven. ¿Sería ella capaz de conservar su fe y de ver con claridad pese a tan feroz oposición paterna? Y si ellos me habían mentido con respecto a ella, ¿no era probable que le mintiesen también con respecto a mí? Le dirían que yo renunciaba a ella, cosa que yo en efecto había dicho. ¿Lo comprendería ella? ¿Sería lo bastante fuerte para seguir creyendo en mí? ¿Cuán fuerte era? ¡Qué poco sabía yo de ella! ¿Serían todo imaginaciones mías? ¿Y si se la llevaban? ¿Y si yo no lograba dar con ella? Seguramente me escribiría. Pero ¿y si no lo hacía? Tal vez, pese a quererme, hubiera decidido que todo esto era una equivocación. A fin de cuentas, era una decisión absolutamente sensata.
Sonó el teléfono, pero era Francis rogándome que fuese a ver a Priscilla. Contesté que iría más tarde. Quise hablar con ella, pero no podía ponerse al teléfono. Cerca de las diez llamó Christian y colgué en el acto. Marqué el número de Ealing, pero seguía oyéndose el mismo zumbido. Sin duda, Arnold había desconectado el teléfono en medio del pánico levantado la tarde anterior.
Empecé a rondar por la casa, preguntándome cuánto tiempo podría aplazar el momento en que me sería imposible no presentarme en Ealing. La cabeza me dolía muchísimo. Me había estado esforzando en poner en orden mis pensamientos. Especulé acerca de mis intenciones y también de los sentimientos de Julian. Tracé proyectos para cerca de una docena de eventualidades. Hasta procuré fingir que imaginaba lo que sería sentirme realmente desesperado: es decir, pensar que ella no me amaba, que nunca me había amado, y que el único camino admisible que me quedaba era el de desaparecer de su vida. Entonces comprendí que en realidad estaba desesperado, desesperado, puesto que nada podía ser peor que esa experiencia de su ausencia y su silencio. Y pensar que el día anterior la había estrechado entre mis brazos y nos habíamos asomado a un abismo de tiempo inmenso y apacible, besándonos sin desespero ni temor, con una alegría reflexiva, temperada, tranquila. Y yo incluso me había permitido despacharla cuando ella se negaba a irse. Debí estar loco. Tal vez aquellos instantes fueran los únicos que gozaríamos jamás. Acaso fuera algo que nunca, nunca, nunca volvería.
La espera en estado de temor debe de ser una de las más terribles tribulaciones humanas. La esposa junto a la boca de la mina. El preso que aguarda ser interrogado. El náufrago aferrado a la balsa en medio del océano. La pura extensión del tiempo se siente entonces como una angustia física. Cada minuto, que podría aportarnos alivio o al menos una certeza, pasa infructuosamente y produce un aumento del horror. Mientras transcurrían los minutos de aquella mañana, yo experimentaba un frío y mortal incremento de mi convicción de que todo estaba perdido. Así sería de ahora en adelante y para siempre. Ella no volvería a comunicarse conmigo. Lo soporté hasta las once y media, cuando resolví ir a Ealing y tratar de verla, aunque tuviese que recurrir a la violencia. Hasta pensé en llevarme algún arma. Pero ¿y si ya se había ido?
Había empezado a llover. Me había puesto la gabardina y me encontraba en el vestíbulo, preguntándome si las lágrimas servirían de algo. Me imaginaba apartando a Arnold de un empujón y corriendo escaleras arriba. Pero ¿y luego?
El teléfono sonó y lo descolgué. La voz de una telefonista dijo:
—Le llama la señorita Baffin desde una cabina en Ealing, ¿abonará usted el importe de la llamada?
—¿Qué? ¿Es…?
—La señorita Baffin está al teléfono…
—Sí, sí, abonaré la llamada, sí…
—Bradley, soy yo.
—Amor mío… ¡Gracias a Dios!
—Bradley, es urgente, debo verte enseguida, me he fugado.
—Qué alegría, qué alegría, amor mío, no sabes el estado en que…
—Yo también. Mira, estoy en una cabina cerca de la estación de Ealing Broadway, no tengo dinero.
—Iré a buscarte en un taxi.
—Me esconderé en una tienda, tengo tanto miedo de que…
—Cariño…
—Dile al taxista que pase frente a la estación, te veré.
—Sí, sí.
—Pero, Bradley, no podemos quedarnos en tu casa, ellos irán ahí directamente.
—No te preocupes por ellos. Ahora mismo salgo a buscarte.
—¿Qué ha pasado?
—Bradley, ha sido una pesadilla…
—Pero ¿qué ha pasado?
—Fui una idiota, les conté todo en tono triunfante y agresivo, me sentía tan feliz que no podía ocultarlo ni contenerme, y ellos se indignaron, al principio no se lo creían, y entonces corrieron a verte, y yo tendría que haber aprovechado el momento para escaparme, pero me sentía como combativa y quería tener otra sesión con ellos, y cuando volvieron todo fue mucho peor. Nunca he visto a mi padre tan alterado y enojado, se puso muy violento.
—Dios mío, no te pegaría…
—No, no, pero me sacudió hasta hacer que me mareara, y empezó a romper cosas por mi habitación…
—Amor mío…
—Y me eché a llorar y no paraba.
—Lo sé, cuando fui…
—¿Dices que viniste?
—¿No te lo dijeron?
—Papá me dijo más tarde que había vuelto a verte. Dijo que estabas conforme en abandonarlo todo. No le creí, claro.
—¡Qué valiente es mi amor! Me dijo que no querías verme. Por supuesto, yo tampoco le creí.
Tenía sus manos entre las mías. Hablábamos en voz baja y estábamos sentados en una iglesia. (La de Saint Cuthbert’s Philbeach Gardens, para ser exactos). La luz verde pálido, del color de la angélica, que se filtraba por la vidriera victoriana no conseguía disipar la magnífica y confortante penumbra del lugar. Enmarcando un trabajado retablo que parecía hecho de chocolate con leche, un enorme y melancólico tabique que separaba la nave mayor del coro, y que daba la impresión de haber sido rescatado de un fuego en el último instante, anunciaba que Verbum caro factum est et habitavit in nobis. En el extremo oeste, tras una maciza balaustrada de hierro, un tenebroso relicario coronado por una paloma protegía la pila bautismal, o acaso la cueva de una sibila obsesionada con la condenación, o de alguna de las más temibles formas de Afrodita. En lo alto, sobre nuestras cabezas, se paseaba una figura vestida de negro por una galería, que al rato desapareció. Volvíamos a estar solos.
—Quiero a mis padres —dijo Julian—. Supongo. Bueno, claro que les quiero. Especialmente a mi padre. Esto no lo he dudado nunca. Pero hay cosas que no se pueden perdonar. Es como el fin de algo. Y el principio de algo.
Se volvió hacia mí con gravedad, su rostro muy cansado, un poco hinchado y arrugado a causa del llanto, y también ceñudo. Se advertía el aspecto que ofrecería cuanto tuviera cincuenta años. Y por un instante su implacable rostro me recordó a Rachel tendida en aquella espantosa habitación.
—Julian, he provocado en tu vida cosas irrevocables.
—Así es.
—¿Crees que he destrozado tu vida? ¿Estás enojada conmigo por haberte metido en este lío?
—Esto es lo más tonto que has dicho hasta ahora. En fin, el caso es que la pelea continuó durante horas, principalmente entre mi padre y yo, pero luego metió baza mi madre y él le dijo que estaba celosa de mí, y ella le replicó que él estaba enamorado de mí y se puso a llorar y a gritar, y yo, oh, Bradley, no me había imaginado que unas personas normalmente educadas y pertenecientes a la clase media inglesa pudieran comportarse como ellos lo hicieron anoche.
—Eso demuestra lo joven que eres.
—Por fin bajaron y oí que seguían discutiendo, mi madre llorando como una desconsolada, y yo ya no resistía más y decidí largarme, pero descubrí que me habían encerrado. Nunca me habían encerrado, ni siquiera de pequeña, y no puedo explicarte… fue como un momento de… iluminación… Como cuando la gente comprende de golpe… que ha de organizar una revolución. No iba a soportar eternamente que me tuvieran encerrada.
—¿Así que te pusiste a vociferar y a aporrear la puerta?
—No, nada de eso. Sabía que no podía salir por la ventana, porque está demasiado alta. Me senté en la cama y lloré mucho, claro. Me sentía muy apenada por todas las cositas que me había roto mi padre, ya sé que esto parece ridículo en medio de toda aquella… carnicería. Rompió dos tacitas y todos mis animales de porcelana…
—Julian, no puedo soportarlo…
—Y era aterrador… y como humillante… Pero esto no lo encontró, lo tenía debajo de mi almohada. —Julian sacó del bolsillo de su vestido la cajita dorada de rapé, «Obsequio de un amigo».
—Ojalá no fuera una guerra declarada —dije—. Julian, mira, lo que tus padres te decían no era ninguna locura. En cierto modo, tienen toda la razón. Es absurdo e indecoroso que tengas nada que ver conmigo. Eres tan joven y yo tan viejo, y tienes toda la vida por… ¿Cómo puedes saber lo que quieres?, todo ha sucedido tan deprisa, deberías estar efectivamente encerrada, esto acabará en lágrimas…
—Bradley, esta etapa ya la pasamos hace tiempo. Mientras estaba sentada en la cama, observando los pedazos de porcelana en el suelo y sintiendo mi vida tan corta, también me sentía fuerte y serena, completamente segura de ti y de mí. Mírame. Certeza. Serenidad.
Era cierto que denotaba serenidad, sentada allí a mi lado, con su rostro lúcido y abatido, su vestido azul estampado con hojas de sauce blancas, sus jóvenes rodillas brillantes y morenas, las manos sobre el regazo y la cajita dorada de rapé asomando entre los pliegues de su vestido.
—Debes tener más tiempo para pensar, no podemos…
—El caso es que a eso de las once, y eso ya fue el colmo, tuve que ponerme a gritar y rogarles que me dejasen ir al lavabo. Entonces mi padre volvió a entrar y cambió de táctica, mostrándose muy amable y comprensivo. Fue entonces cuando me dijo que te había visto otra vez y que le habías dicho que renunciabas a mí, cosa que, naturalmente, yo sabía que no era cierto. Y entonces me dijo que me llevaría a Atenas…
—A mí me dijo Venecia. Me he pasado toda la noche en Venecia.
—Tenía miedo de que nos siguieras. Estuve fría como el hielo, y había urdido un plan que consistía en mostrarme de acuerdo con todo lo que él me dijera y luego escaparme en cuanto tuviera ocasión. Así que simulé plegar velas y que estaba encantada de ir a Atenas y que… gracias a Dios que no me estabas escuchando… y…
—Te comprendo. Yo hice lo mismo. Incluso llegué a prometerle que me largaría. Me sentía como san Pedro.
—Bradley, yo estaba tan cansada de ellos, Dios mío, qué día tan largo el de ayer, y no sé si le convencí, pero dijo que sentía mucho haber estado tan desagradable, y creo que es cierto que lo sentía, pero me fastidiaba que se pusiera sentimental y que quisiera darme un beso, conque le dije que tenía ganas de dormir, y él al fin se fue y, Dios mío, me había vuelto a encerrar.
—¿Lograste dormir?
—Lo curioso es que sí. Supuse que iba a pasarme toda la noche en vela, me veía a mí misma despierta y pensando, lo cual me apetecía bastante, pero el sueño se apoderó de mí, me invadió la inconsciencia, no podía siquiera desvestirme, era como si mi mente se precipitara hacia el olvido, tenía necesidad de hacerlo. Y esta mañana empezaron a hacer ver que yo estaba mala, acompañándome al baño, subiéndome bandejas y todas esas cosas, lo que era fastidioso y como para asustar a cualquiera. Y mi padre me dijo que debía descansar y que más tarde nos iríamos de Londres, y entonces salió de casa. Creo que se fue a telefonear desde la cabina que hay en la esquina, para que mi madre no le oyera, es lo que suele hacer a esa hora de la mañana; además, ayer había arrancado enfurecido el cable del teléfono. Yo ya estaba vestida y me puse a buscar el bolso, pero se lo habían llevado, y cuando oí salir a mi padre traté de abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave, claro, y llamé a mi madre y ella se negó a abrirla, conque le propiné una patada a la bandeja del desayuno, que estaba en el suelo. ¿Has derribado alguna vez un huevo pasado por agua de su soporte? Bueno, pues cuando vi el huevo volando por los aires se me ocurrió que así estaban las cosas en aquellos momentos, sólo que no tenía ninguna gracia. Entonces le dije a mi madre que si no me abría enseguida saltaría por la ventana, y lo decía en serio, y por fin abrió la puerta; bajé las escaleras con ella delante de mí, caminando de espaldas, era tan absurdo y extraño, y al acercarme a la puerta comprobé que habían echado el cerrojo. Y mi madre que no paraba de hablar, suplicándome que la perdonara, era patético, nunca la había oído hablar de esa forma, parecía realmente envejecida. Salí al jardín sin decir una palabra y ella me siguió; cuando traté de abrir la verja lateral vi que también estaba cerrada con llave, de manera que bajé corriendo por el jardín y me encaramé sobre la cerca (ya sabes que esas cercas son bastante altas, no sé cómo conseguí hacerlo) y salté al jardín de al lado. Oí a mi madre esforzándose por subirse a la cerca y llamándome (no pudo subirse, claro, está demasiado gorda); y entonces se subió a una caja y nos quedamos mirándonos de frente, y ella tenía una cara tan rara… estaba como sorprendida, ponía la misma cara de sorpresa que pondría cualquiera si le arrancaran la pierna de un tirón, y por un instante sentí lástima de ella. Acto seguido crucé corriendo al jardín vecino y me encaramé a otra cerca, que no era tan alta, pasé por encima de varios garajes, seguí corriendo, y luego no daba con una cabina telefónica que funcionara, hasta que al fin encontré una y te llamé, y aquí me tienes.
—Julian, lamento mucho todo esto, me siento tan responsable… Me alegro de que tuvieras compasión de tu madre. No debes odiarlos, debes compadecerlos. En cierto modo, ellos tienen razón y nosotros no.
—A partir del momento en que me encerraron con llave empecé a sentirme como un monstruo. Pero un monstruo feliz. Hay veces en que hay que convertirse en un monstruo para sobrevivir. En todo caso me considero lo suficientemente mayor para comprenderlo.
—Te fugaste y acudiste a mí…
—Al subirme a la cerca me hice un rasguño en la pierna. Me la noto caliente. Tócala. —E introdujo mi mano debajo de su falda, sobre su muslo. La piel estaba desgarrada y ardiendo.
La toqué, y a través de la abrasada palma de mi mano sentí y deseé todo ese ser, joven, dulce e inocente, que tan repentina y prodigiosamente me había sido concedido. Retiré la mano y me aparté un poco de ella. Casi no lo resistía.
—Julian, mi heroína, mi reina… ¿Adónde podemos ir…?, no podemos regresar a mi piso.
—Lo sé. Ellos estarán allí. Bradley, debo estar a solas contigo en alguna parte.
—Sí. Aunque sólo sea para pensar.
—¿Qué quieres decir, sólo para pensar?
—Me siento tan culpable de todo esto… de lo que tú calificaste de carnicería. Aún no hemos decidido nada, no debemos, no sabemos…
—¡Qué valiente eres, Bradley! ¿Piensas devolverme a mis padres? ¿Vas a abandonarme como a un gato callejero? Ahora eres mi hogar. Bradley, ¿me quieres?
—Sí, sí, sí, sí, sí.
—Entonces debes ser audaz y libre y manifestar cualidades de dirigente. Piensa, Bradley, debe de haber algún sitio secreto adonde podamos ir, aunque sea un hotel.
—Julian, no podemos ir a un hotel. No hay ningún sitio secreto adonde podamos ir… ¡Dios mío, sí lo hay! ¡Lo hay, lo hay, lo hay!
La puerta de mi piso estaba abierta. ¿La habría dejado abierta yo? ¿Me encontraría a Arnold esperándome dentro?
Entré sigilosamente y me detuve en el vestíbulo para escuchar. Percibí un cercano murmullo que parecía proceder de mi dormitorio. Luego siguió un curioso sonido, como el que haría un pájaro, una especie de «huu-uu» que se iba apagando. Me quedé rígido, estremecido de temor. Luego se oyó el inequívoco sonido de alguien bostezando. Avancé y abrí la puerta del dormitorio.
Priscilla estaba sentada en la cama. Llevaba el consabido traje de chaqueta azul marino, que ahora parecía un tanto deformado. Se había quitado los zapatos y se frotaba los dedos de los pies a través de las medias.
—Por fin has venido —dijo, y siguió frotándose y rascándose los dedos de los pies, contemplándoselos de cerca, con la cabeza inclinada. Luego volvió a bostezar.
—¡Priscilla! ¿Qué estás haciendo aquí?
—He decidido volver contigo. Ellos trataron de impedírmelo, pero vine. Me pusieron en manos de unos médicos. Querían que me quedara en el hospital, pero me negué. Aquello estaba lleno de locos, y yo no estoy loca. Me aplicaron un tratamiento a base de electrochoques. Eso te pone malísima. Te hace gritar y lanzarte al otro extremo de la habitación. Deberían sujetarte. Me hice un morado en brazo. Mira. —Hablaba muy pausadamente. Empezó a quitarse la chaqueta azul marino laboriosamente.
—Priscilla, no puedes quedarte aquí. Hay una persona esperándome. Nos vamos de Londres.
Julian estaba en Oxford Street comprándose ropa con dinero que yo le había dado.
—Mira. —Priscilla se estaba arremangando la manga de la blusa. En la parte superior de su brazo tenía un enorme cardenal con manchas rojas—. ¿O es que te crees que me tenían sujeta? Quizá sí me sujetaban. Suelen emplear una especie de camisa de fuerza, pero a mí no me la pusieron. Vamos, creo que no. No lo recuerdo. Te pone la cabeza como un bombo. Eso no puede ser bueno. Y a mi cerebro le han hecho algo, y ya nunca volverá a funcionar bien. Yo no había comprendido de qué se trataba. Quería preguntarte tu opinión, pero no viniste. Y Arnold y Christian no paraban de hablar y de reír. Sus risas y su cháchara no me dejaban tranquila. Allí me sentía como una extraña, como la pariente pobre. Uno debe estar con los suyos. Y quiero que me ayudes con lo del divorcio. A ellos todo les iba tan bien y eran tan afortunados, que me hacían sentirme avergonzada. No podía hablarles de lo que quería, y siempre andaban tan apresurados… y un buen día empezaron a darme esos electrochoques. Las cosas no pueden hacerse sin pensarlas, uno siempre acaba arrepintiéndose. ¡Ay, Bradley!, ojalá no me hubieran aplicado ese tratamiento, noto que tengo los sesos medio destrozados. Es lógico, no deberían tratar a la gente con electrochoques, ¿verdad que no?
—¿Dónde está Arnold?
—Se ha marchado con Francis.
—¿Ha estado aquí?
—Sí. Vino a buscarme. Me largué después del desayuno. No es que yo hubiera desayunado, estos días no he probado bocado, el olor de la comida me revuelve el estómago. Bradley, quiero que me acompañes a ver al abogado y luego a la peluquería, debo teñirme el pelo. Supongo que tendré fuerzas. Luego creo que descansaré unos días. ¿Qué ha dicho Roger sobre mi estola de visón? Eso me ha tenido muy preocupada. ¿Por qué no viniste a verme? Yo no hacía más que preguntar por ti. Quiero que me acompañes esta mañana a ver al abogado.
—Priscilla, esta mañana no puedo ir contigo a ninguna parte. Debo irme de Londres enseguida. ¡Por qué se te ocurriría venir aquí!
—¿Qué te dijo Roger sobre mi estola de visón?
—La ha vendido. Te dará el dinero.
—¡No! Era una estola tan bonita, tan especial…
—No llores, por favor…
—No estoy llorando. He venido sola desde Notting Hill, y no debía hacerlo, estoy enferma. Creo que iré a acostarme un rato en la salita. ¿Podrías prepararme un poco de té? —Se levantó despacio, como si el cuerpo le pesara, y pasó ante mí. Su persona emanaba un olor rancio, a animal, mezclado con una especie de hedor a hospital. Puede que a formaldehído. Su expresión era fatigada, soñolienta, y su labio inferior pendía como en una mueca de desprecio. Se sentó lentamente en el silloncito y apoyó los pies en un escabel.
—¡Priscilla, no puedes quedarte aquí! ¡Tengo que irme de Londres!
Ella bostezaba abriendo la boca de par en par, la nariz arrugándosele, los ojos entornados, introduciéndose una mano por la blusa para rascarse la axila. Se frotó los ojos y empezó a desabrocharse los botones centrales de la blusa.
—No hago más que bostezar, y rascarme, y las piernas me duelen y no puedo estarme quieta. Supongo que será debido a la electricidad. Bradley, no vas a dejarme ahora, ¿verdad que no? Sólo te tengo a ti, no puedes marcharte. ¿Qué me estabas diciendo? ¿Es verdad que Roger ha vendido mi estola de visón?
—Te prepararé un poco de té —dije, para salir de aquella habitación. Fui a la cocina y puse agua a hervir. Me sentía muy disgustado de ver a Priscilla así, pero no me era posible alterar mis planes. En aquellos momentos no sabía qué hacer. Dentro de media hora tenía que reunirme con Julian. Si yo no acudía, ella vendría aquí. Entretanto, Arnold, inexplicablemente ausente, podía aparecer en cualquier instante.
Oí a alguien entrar en el piso. Salí corriendo de la cocina, dispuesto a emprender la fuga. Me topé con Francis con tal violencia, que éste volvió a salir despedido. Nos quedamos agarrados.
—¿Dónde está Arnold?
—He podido despistarle —dijo Francis—, pero no tienes mucho tiempo.
Saqué a Francis a la plazuela. Yo quería divisar a Arnold en caso de que apareciese. Francis era un alivio tan grande, que le retuve por ambas mangas por si pretendía huir, aunque no parecía probable que quisiera hacerlo. Me miró con su sonrisa bobalicona, muy satisfecho de sí.
—¿Cómo lo has hecho?
—Le dije que creía haberos visto a ti y a Julian entrar en un pub de Shaftesbury Avenue, le dije que es un antro que sueles frecuentar, así que salió corriendo hacia allí, aunque no tardará en aparecer.
—¿Te ha dicho él…?
—Se lo dijo a Christian y ella me lo ha contado. Chris lo está pasando en grande con todo esto.
—Francis, atiende. Hoy me marcho con Julian. Quiero que te quedes aquí con Priscilla, o en Notting Hill, donde ella prefiera. Aquí tienes un cheque por una cantidad importante, luego te daré más.
—¡Hombre, gracias! ¿Adónde piensas ir?
—Eso no te incumbe. Te telefonearé de vez en cuando para saber cómo sigue Priscilla. Gracias por echarme una mano. Ahora debo meter un par de cosas en la maleta y marcharme.
—Mira, Brad. He vuelto a traerte esto. Me temo que se ha acabado de romper. Le partí la pata tratando de componerla.
Me depositó algo en la mano. Era el pequeño bronce de la dama del búfalo.
Entramos otra vez en casa, corrí el cerrojo y cerré la puerta del apartamento. En su interior se oía una especie de silbido. Era la tetera eléctrica anunciando que el agua estaba hirviendo.
—Ocúpate de preparar el té, ¿quieres hacer el favor, Francis?
Corrí a mi habitación y eché unas cuantas prendas dentro de una maleta. Luego regresé a la salita.
Priscilla estaba sentada muy tiesa, con aire asustado.
—¿Qué ha sido ese ruido?
—La tetera.
—¿Quién está ahí?
—Es Francis. Se va a quedar contigo. Tengo que marcharme.
—¿Cuándo volverás? No pensarás estar fuera unos días…
—No estoy seguro. Ya llamaré.
—Bradley, por favor, por favor, no me dejes. Estoy tan asustada, todo me asusta, sobre todo por la noche. Eres mi hermano, sé que me cuidarás, no puedes dejarme en manos de extraños. No sé qué debo hacer, y eres la única persona con quien puedo hablar. Me parece que no voy a ir a ver al abogado todavía. No sé qué hacer respecto a Roger. Ojalá no le hubiera abandonado, le quiero, quiero a Roger… Si me viera ahora, se compadecería de mí.
—¡Mira, aquí tienes a tu viejo amigo! —dije, dejando caer en su regazo el pequeño bronce. Ella juntó las piernas instintivamente y la figurita cayó al suelo.
—Está roto —dijo.
—Sí. Lo rompió Francis al intentar arreglarlo.
—Ya no lo quiero.
Lo recogí. Una de las patas delanteras del búfalo estaba partida cerca del tronco. Dejé el bronce yaciendo de costado en la vitrina lacada.
—Está roto del todo. Qué pena, qué pena…
—¡Priscilla, basta!
—¡Ay de mí, quiero a Roger, él era mío, nos pertenecíamos, él era mío y yo era suya!
—Priscilla, no seas boba. Roger no volverá contigo.
—Quiero que vayas a ver a Roger y le digas que lo siento…
—¡Ni pensarlo!
—Pero es que le quiero, le quiero, le quiero…
Traté de besarla, o, por lo menos, acerqué la cara a la raya grasicnta y oscura de su cabello gris, pero, al inclinarme, ella levantó la cabeza y me dio un coscorrón en la mandíbula.
—Adiós, Priscilla, ya te telefonearé.
—No te vayas, no me dejes, te lo suplico, te lo suplico, te lo suplico…
Yo había alcanzado la puerta. Ella se me quedó mirando mientras de sus ojos brotaban lentamente unos lagrimones, su boca abierta de par en par, toda roja y húmeda. Me volví. En aquellos momentos salía Francis de la cocina llevando la bandeja del té. Lo saludé con la mano, salí a toda prisa y crucé la plazuela corriendo. Al llegar a la esquina, me detuve y asomé la cabeza.
A unos nueve metros de distancia vi a Arnold y a Christian apeándose de un taxi. Arnold estaba pagando al taxista. Christian me vio. Rápidamente me dio la espalda y se colocó entre Arnold y yo.
Retrocedí. Poco antes de la desembocadura de la plazuela, hay un minúsculo callejón y me metí por él; casi inmediatamente vi pasar a Arnold ante mí, su rostro endurecido por la angustia y la resolución. Christian le seguía más despacio, mirando alrededor. Volvió a distinguirme y me hizo un ademán como de voluptuosidad oriental, una especie de divertido y sensual homenaje, alzando las manos con las palmas hacia arriba y dejándolas caer nuevamente a los costados, como una bailarina de ballet. No se detuvo. Aguardé unos minutos y luego salí.
Arnold había entrado en el apartamento. Christian seguía fuera, mirando por encima de su hombro. Dejé la maleta en el suelo, me llevé los puños a la frente y extendí los brazos hacia ella. Ella me saludó con la mano, un saludo frágil y estremecido, como alguien a bordo de un barco a punto de partir. Luego entró en el apartamento detrás de Arnold. Corrí hasta Charlotte Street. Tomé el taxi de Arnold y Christian y me llevó a Julian.