Uno de los muchos aspectos, querido amigo, en que la vida es distinta del arte, es éste: en el arte los personajes pueden poseer una dignidad inquebrantable, mientras que los personajes en la vida carecen de ella. A pesar de que la vida, tanto en este aspecto como en otros, aspira, continua y patéticamente, a la condición del arte. La mera preocupación por la propia dignidad, un sentido de la forma, un sentido del estilo, inspira nuestras más viles acciones mucho más de lo que cualquier análisis convencional de posibles pecados podría revelar. Un buen hombre a menudo parece torpe sencillamente porque no se aprovecha del millar de pequeñas y mezquinas oportunidades que se le brindan de parecer desenvuelto. Optando por la verdad antes que por la forma, no se dedica a cultivar la fachada de su apariencia.

Un hombre decente y como es debido (no como yo), habría huido torpemente de Rachel mucho antes de que nada «ocurriese». Por supuesto que yo no deseaba «ofenderla». Pero mi mayor preocupación era aparecer como una figura de consumada habilidad. Antes de besarla había estado interesado; después mucho más. Así empiezan y funcionan las cosas. Un beso serio puede alterar el mundo y no debería darse sólo porque la escena quedaría desfigurada sin él. Sin duda que a los jóvenes tales consideraciones les parecerán inefablemente puritanas y remilgadas. Pero precisamente por ser jóvenes no comprenden que todos los actos tienen sus consecuencias. (Esto tuvo sus consecuencias, incluidas algunas imprevistas). No existen momentos aislados, no registrados, metidos en una cápsula, en los que podemos conducirnos «de cualquier modo» y pretender luego reanudar nuestras vidas en el punto en que las habíamos dejado. Los malvados miran el tiempo como algo discontinuo; los malvados adormecen su natural sentido de la causalidad. Los buenos creen ser una red total y densa de pequeñas interconexiones. Un leve capricho mío puede afectar a todo el futuro. Porque fumo un cigarrillo y sonrío ante un pensamiento indigno, otro hombre puede morir en medio de atroces tormentos. Besé a Rachel y me oculté de Arnold y me emborraché con Francis. También me metí en un «talante de vida» totalmente distinto y que tuvo resultados sorprendentes y de largo alcance. Claro está, querido amigo, que no puedo, ¿cómo podría?, arrepentirme de todo lo pasado. Pero el pasado debe ser juzgado con justicia, cualesquiera que sean las maravillas que hayan brotado de las faltas cometidas mediante la incomprensible intervención de la gracia. O felix culpa! no disculpa nada.

Para un artista, todo está relacionado con su trabajo, y todo puede nutrirlo. Quizá debería explicar con más detalle mi estado de ánimo a la sazón. La situación podría ser: al día siguiente del atardecer del globo me desperté con una terrible sensación de ansiedad. Me pregunté: ¿no sería conveniente que partiera de inmediato para Patara y me llevara a Priscilla? Hacerlo resolvería varios problemas. Me estaría ocupando de mi hermana. Seguía sintiendo una simple y firme obligación de hacerlo; era una palpable espina en la carne de mi versátil egoísmo. Al mismo tiempo, la estaría alejando de Christian, y yo mismo me estaría alejando de Christian. La mera distancia física puede ayudar, quizá ayude siempre, en el caso de estos burdos sortilegios. Yo veía a Christian como una bruja en mi vida, como un vil demonio, aunque al hacerlo no me estaba justificando. Hay personas que provocan en nosotros, automáticamente al parecer, una obsesiva y egoísta ansiedad y un inquietante resquemor. Al enfrentarnos a tales personas, deberíamos, si nos es posible, echar a correr; o bien insensibilizar la mente contra ellas.

(O comportarse de manera «santa», lo que aquí no hace al caso). Yo sabía que si me quedaba en Londres volvería a ver a Christian. Tendría que hacerlo debido a Arnold, a fin de averiguar lo que estaba sucediendo. Y tendría que hacerlo porque tendría que hacerlo. Los que se vean afligidos por esas obsesiones comprenderán mi estado de ánimo.

Cuando digo que también creía conveniente abandonar Londres a causa de lo sucedido entre Rachel y yo, no pretendo dar a entender que sólo me movían delicados escrúpulos de conciencia, aunque en efecto sentía tales escrúpulos. Sentía más bien, respecto a Rachel, una especie de curiosa y fría satisfacción que contenía numerosos ingredientes. Uno de los ingredientes menos dignos era la cruda y simple sensación de humillar a Arnold. O puede que eso sea exponerlo con excesiva crudeza. Ahora me sentía, de una manera distinta, como defendido contra Arnold. Había algo importante para él que yo sabía y él ignoraba. (No se me ocurrió hasta más tarde que quizá Rachel decidiera contarle a Arnold lo de nuestros besos). El hecho de saber estas cosas siempre da una gran sensación de consuelo. Si bien debo decir, en honor a la verdad, que en esto no había el menor intento de prolongar el asunto. Lo que resultaba notable era lo lejos que habíamos llegado en nuestro pequeño intercambio. Y el hecho de que llegáramos tan lejos, como más tarde apuntó Rachel, indicaba que en nuestro ánimo hacía tiempo que el terreno estaba abonado. Tales saltos dialécticos de cantidad a calidad son comunes en las relaciones humanas. He aquí otro motivo por el que debía marcharme. Yo tenía mucho que reflexionar, y quería hacerlo sin la intrusa interferencia de acontecimientos reales. Lo cierto era que ese asunto lo habíamos llevado bastante bien, con dignidad e inteligencia. Había en ello cierta perfección. El gesto de Rachel me había quitado un gran peso de encima. No sentía remordimientos. Y deseaba sumergirme en paz en los resquicios de ese alivio.

Sin embargo, cuando traté de ser realista sobre todo ello comprendí que no podría resolver todos mis problemas de una vez. Priscilla y yo en Patara no era una idea viable. Sabía que me sería imposible trabajar con mi hermana rondando por la casa. Y su mera presencia nerviosa no sería lo único que imposibilitaría mi trabajo. Sabía que no tardaría en irritarme hasta el extremo de hacerme cometer todo tipo de barbaridades. Además, ¿estaba verdaderamente enferma? ¿Necesitaba cuidados médicos, tratamiento psiquiátrico, electrochoques? ¿Qué debía hacer yo con Roger y Marigold, el collar de cristal de roca y lapislázuli, la estola de visón? Hasta que estas cuestiones quedaran aclaradas, Priscilla tendría que permanecer en Londres y yo también.

El peso de todos esos imprevisibles asuntos por resolver me irritaba cuando pensaba en ellos, hasta el punto de sentir deseos de gritar. Mi afán de irme y escribir se aproximaba a su punto culminante. Me sentía, como en ocasiones se sienten los artistas, como si me hallara «bajo órdenes». En ese momento no era dueño de mí mismo. Aquello a lo que yo había servido desde hacía tiempo con tan ejemplar humildad y escasa compensación se disponía a recompensarme. Al fin llevaba en mi interior un gran libro. Había en ello una gran urgencia. Necesitaba penumbra, pureza, soledad. No era momento de perder el tiempo con la trivialidad de proyectos superficiales, operaciones de rescate adhoc y enojosas entrevistas. Para empezar, estaba el problema de liberar a Priscilla de Christian, que hasta había llegado a decir que la consideraba su rehén. ¿Podría conseguirlo sin una confrontación? ¿Me vería obligado a pedir ayuda a Rachel y enturbiar esas aguas?

Dejé que Francis entrara en mi casa porque Rachel me había besado. Por entonces, una fluida y dominante confianza en mí mismo aún hacía que me sintiera benevolente y pleno de poder. Así que sorprendí a Francis dejándole pasar. También quería tener un compañero con quien beber, quería, por una vez, charlar; no sobre lo que había pasado, claro está, sino sobre temas muy diferentes. Cuando se posee una secreta fuente de satisfacción es grato hablar de todo menos de ello. Asimismo, era muy importante para mí sentirme superior a Francis. Un sabio escritor (probablemente francés) ha dicho: «No basta triunfar; otros deben fracasar». Así, aquella tarde me sentía benevolente con Francis porque él era lo que era y yo lo que era yo. Ambos ingerimos gran cantidad de alcohol y dejé que él hiciera el idiota en mi provecho, alentándole a especular sobre métodos para sacarle dinero a su hermana, un tema en el que resultaba muy cómico. Dijo: «Es evidente que Arnold pretende volver a uniros a Christian y a ti». Me reí como un loco. También dijo: «¿Por qué no podría quedarme aquí y cuidar de Priscilla?». Volví a reírme. Le eché poco después de la medianoche.

A la mañana siguiente amanecí con jaqueca y la sensación de no haber dormido en absoluto que tan bien conocen los insomnes. Decidí que debía llamar a mi médico para pedirle que me recetara más pastillas. La terrible angustia que me inspiraba la cuestión de Priscilla se combinaba con un frenético deseo de marcharme y escribir mi libro. Por añadidura, también experimentaba una tierna gratitud hacia Rachel y el deseo autocomplaciente de escribirle una ambigua carta. A este respecto, sin embargo, resultó que ella se me había anticipado. Al volver a entrar en mi pequeño vestíbulo tras el desayuno, o, mejor dicho, tras tomar el té, ya que nunca como nada a la hora del desayuno, encontré sobre la alfombrilla una larga carta de Rachel que al parecer acababan de entregar personalmente. En la carta se leía lo siguiente:

Querido Bradley, te ruego me perdones por escribirte tan de inmediato. (Arnold está dormido. Estoy sola en el salón. Es la una de la madrugada. Una lechuza está ululando). Te marchaste tan rápidamente que no pude decirte ni la mitad de lo que deseaba expresar. Qué niño eres. ¿Sabes que te sonrojas maravillosamente? Hacía años que no veía a un hombre sonrojarse de ese modo. También hacía años que no besaba a nadie como es debido. Y fue un beso muy importante, ¿no es cierto? (¡Dos besos muy importantes!). Querido, hace años que deseaba besarte así. Bradley, anhelo y necesito tu amor. No me refiero a una aventura. Me refiero a tu amor. Ayer te dije que no hablaba en serio cuando dije todas aquellas cosas sobre Arnold aquel espantoso día que me viste en el dormitorio. No es del todo cierto. Lo decía medio en serio. Desde luego que quiero a Arnold, pero también puedo odiarle, y es compatible con el amor que haya cosas que uno no pueda perdonar. Durante unos instantes pensé que no podría perdonarte a ti por verme en aquel inenarrable estado de derrota: una esposa sollozando arriba mientras su marido se encoge de hombros y habla con un amigo sobre las «mujeres». (Así debe de ser el infierno). Pero ha sucedido lo contrario. De hecho, eso fue lo que me hizo besarte. Ahora es preciso que cuente contigo como aliado. No en una batalla contra mi marido; no puedo luchar contra él, sino porque soy una mujer que se siente sola y se hace mayor y tú eres un viejo amigo y deseo rodearte con mis brazos. También es importante que sigas admirando y estimando a Arnold. Bradley, me preguntaste si creía que Arnold estaba enamorado de Christian y no te respondí. Después de verle esta noche empiezo a pensar que lo está. No cesaba de reír, parecía tan contento… (Sospecho que pasó el día con ella). Estuvo todo el rato hablando de ti, pero era en ella en quien estaba pensando. No puedo expresarte el dolor que esto me causa. Ésta es otra de las razones por las que te necesito. Bradley, debemos tener una alianza que dure siempre. Sólo eso puede consolarme, sólo tú puedes consolarme. Debo vivir con mi marido lo mejor que pueda, con sus infidelidades y su mal humor, que ningún extraño, ni siquiera tú, conoce realmente ni puede llegar a creer, y también con mi odio indeleble, que es parte de mi amor. No puedo, no puedo perdonar. Aquel día, mientras estaba tendida con la sábana cubriéndome la cara llena de morados, hice un pacto con el diablo. Pero, a pesar de todo, le quiero. ¿No es raro que eso suceda y que se pueda seguir conservando el juicio? Debes ayudarme. Eres el único que conoce y puede conocer la verdad, al menos parte de ella, y te quiero con un cariño muy especial al que tú tienes que corresponder. Ahora existe un vínculo entre nosotros que no puede quebrarse y también un voto de silencio. A Arnold no le hablaré nunca de nuestra «alianza», y sé que tú tampoco lo harás. Bradley, debo verte pronto, y a menudo. Tienes que alejar a Priscilla de Christian y traerla a casa, donde podrás visitarla, y yo me ocuparé de ella. ¿Me llamarás esta mañana, por favor? Te llevaré esta carta temprano y luego volveré a casa. Si Arnold está en casa cuando llames, te hablaré como de costumbre, para que te des cuenta, y puedes llamarme más tarde. Bradley, necesito tanto tu amor, confío en ti ahora y siempre. Con todo mi cariño

R.

P. D. He leído tu reseña y la incluyo en esta carta. Creo que no debes publicarla. A Arnold le dolería mucho. Él y tú debéis mantener vuestro mutuo aprecio. Es muy importante. Oh, Bradley, ayúdame a conservar el juicio.

Esta emotiva y embarullada misiva hizo que me sintiera disgustado, conmovido, irritado, satisfecho y sumamente asustado. ¿Qué era eso tan enorme y tan nuevo que sucedía, y cuáles iban a ser sus consecuencias? ¿Por qué las mujeres tenían que sentar las cosas de modo tan categórico? ¿Por qué no podía Rachel dejar que nuestra extraña experiencia se alejara flotando hasta convertirse en algo grato e impreciso? Yo había pensado vagamente en ella como en una «aliada» contra (¿contra?) Arnold. Ella había hecho explícita esta terrible idea. Y si yo iba a enfurecerme por una relación entre Arnold y Christian, ¿me sería útil que Rachel se enfureciese a su vez? Cuánto temía yo esas «necesidades». Ahora sentía grandes deseos de ver a Arnold y hablar con él sinceramente, o quizá incluso ponernos a gritar. Pero una charla sincera con Arnold era algo que cada vez parecía más imposible. Totalmente perplejo, me senté en una silla del vestíbulo para aclarar mis ideas. El teléfono sonó.

—Hola, ¿Pearson? Habla Hartbourne. He pensado celebrar una pequeña fiesta para los empleados de la oficina.

—¿Una pequeña qué?

—Una pequeña fiesta para los de la oficina. Se me ha ocurrido invitar a Bingley, a Matheson, a Hadley-Smith, a Caldicott y a Dyson, y a sus esposas, naturalmente, y a la señorita Wellington y a la señorita Searle y a la señora Bradshaw…

—Me parece muy bien.

—Pero quería asegurarme de que vendrías. Serás como el invitado de honor, ¿sabes?

—Qué amable.

—Dime qué día te va bien y enviaré las invitaciones. Será como en los viejos tiempos. Todos me preguntan por ti tan a menudo que he pensado…

—Cualquier día me viene bien.

—¿El lunes?

—Perfecto.

—De acuerdo, pues. A las ocho en mi casa. A propósito, ¿te parece que invite a Grey-Pelham? Descuida, no traerá a su esposa.

—Está bien. Está bien.

—Y me gustaría quedar contigo para almorzar.

—Te llamaré. No tengo mi agenda a mano.

—Bien, no olvides lo de la fiesta, ¿eh?

—Ahora mismo lo anoto. Muchas gracias.

Al colgar el auricular, alguien empezó a pulsar el timbre de la puerta. Fui a abrir. Era Priscilla. Desfiló ante mí sin decir una palabra, entró en la salita y acto seguido se echó a llorar.

—Dios mío, Priscilla, basta.

—Sólo quieres que deje de llorar.

—De acuerdo, sólo quiero que dejes de llorar. Deja ya de llorar.

Se recostó en el gran sillón tipo «Hartbourne» y dejó de llorar. Tenía el pelo desgreñado, con la oscura raya zigzagueando por su cabeza. Se había desplomado como sin vida, adoptando una postura desgarbada, con las piernas separadas y la boca abierta. A la altura de la rodilla había un agujero en una media a través del cual asomaba un trocito abombado de carne rosada.

—Priscilla, lo siento mucho.

—Sí. Ya puedes sentirlo. Bradley, creo que tienes razón. Será mejor que vuelva con Roger.

—Priscilla, no puedes…

—¿Por qué? ¿Es que has cambiado de opinión? No has dejado de repetirme que debía volver. Dijiste que se sentía muy desgraciado y que la casa estaba hecha una calamidad. Él me necesita, me figuro. Y ése es mi hogar. Ningún otro sitio lo es. Puede que a partir de ahora sea más bueno conmigo. Bradley, creo que me estoy volviendo loca, que estoy perdiendo el juicio. ¿Qué pasa cuando uno enloquece? ¿Se da cuenta de ello?

—Tú no estás enloqueciendo.

—Creo que me iré a la cama, si no tienes inconveniente.

—Lo siento, la cama del cuarto de huéspedes está aún por hacer.

—Bradley, tu vitrina parece diferente, le falta algo. ¿Dónde has puesto la dama del búfalo acuático?

—¿La dama del búfalo acuático? —Miré el lugar vacío—. Ah, sí. La he regalado. Se la di a Julian Baffin.

—¡Oh, Bradley, cómo has podido hacerlo! Era mía, mía. —Priscilla emitió un leve gemido y las lágrimas brotaron de nuevo. Empezó a hurgar inútilmente en su bolso buscando un pañuelo.

Recordé que, técnicamente, ella tenía toda la razón. La dama del búfalo acuático se la había regalado yo a Priscilla hacía muchísimos años, por su cumpleaños, pero al descubrir un día aquel decorativo objeto en un cajón, había vuelto a apropiarme de él.

—¡Vaya por Dios! —Sentí aquel sonrojo sobre el que Rachel había hecho cierta observación.

—Ni eso has podido conservar para mí.

—Lo recuperaré.

—Sólo dejé que te la llevaras porque sabía que podía visitarla aquí. Me gustaba venir a visitarla. Aquí tenía su lugar.

—Lo lamento muchísimo…

—No voy a recuperar mis joyas y ahora también me he quedado sin ella, la última cosita que me quedaba.

—Por favor, Priscilla, te lo prometo, yo…

—Se la diste a esa dichosa niña.

—Ella me la pidió. La recuperaré, no te inquietes, te lo ruego. Ahora hazme el favor de acostarte y descansar.

—Era mía, tú me la diste.

—Lo sé, lo sé, la recuperaré; ahora, vamos, puedes acostarte en mi cama.

Priscilla se arrastró hasta la habitación. Se metió en la cama directamente.

—¿No vas a desnudarte?

—¡Qué más da! ¡Qué más da todo! Estaría mejor muerta.

—Ánimo, Priscilla. Me alegro de que hayas vuelto. ¿Por qué te fuiste de allí?

—Arnold intentó ligar conmigo.

—¡Ah!

—Le di un empujón y él se puso muy desagradable. Debió de contárselo a Christian. Les oí abajo riendo, riendo y riendo. Debían de reírse de mí.

—No lo creo. Estarían contentos, sencillamente.

—Bueno, pues a mí me sentó muy mal.

—¿Estuvo Arnold allí por la tarde?

—Sí, llegó en cuanto te fuiste, se pasó allí casi todo el día, se prepararon la gran comilona, yo la olía desde arriba, pero no quise probarla, y se estuvieron riendo todo el rato. No me querían con ellos, me dejaron casi todo el día sola.

—Pobre Priscilla.

—No soporto a ese hombre. Y tampoco la soporto a ella. No querían que yo estuviera allí, no les interesaba ayudarme, sólo era parte del juego, era como una broma.

—En eso tienes razón.

—Sólo jugaban conmigo, luciéndose y jactándose. Les odio. Me siento medio muerta. Siento como si estuviera sangrando por dentro. ¿Crees que me estoy volviendo loca?

—No.

—Ella dijo que iba a venir el médico, pero no vino. Me siento fatal, creo que tengo un cáncer. Todo el mundo me desprecia, todos saben lo que ha pasado. Bradley, ¿no podrías llamar a Roger?

—No, por favor…

—Debo volver con Roger. Una vez en casa podrá visitarme el doctor Macey. Si no, acabaré por suicidarme. Creo que me suicidaré. A nadie le importará.

—Priscilla, desnúdate como es debido. O te levantas y te peinas. Me molesta verte tendida en la cama vestida.

—¡Qué más da, qué más da!

El timbre de la puerta sonó otra vez. Corrí a abrirla. En el umbral apareció Francis Marloe, sus ojillos arrugados con congraciadora humildad.

—Brad, perdóname por haber venido…

—Pasa —dije—. Te ofreciste a atender a mi hermana. Bueno, está aquí, conque ya puedes darte por contratado.

—¿En serio? ¡Huy, qué bien!

—Entra y ocúpate de ella, está ahí dentro. ¿No podrías darle un calmante?

—Siempre llevo…

—Conforme, ve. —Descolgué el auricular y marqué el número de Rachel—. Hola, Rachel.

—Ah… Bradley…

Por el tono de su voz supe en el acto que se hallaba sola. Una mujer puede indicar mucho según la forma en que pronuncia tu nombre.

—Rachel, gracias por tu cariñosa carta.

—Bradley…, ¿puedo verte… pronto… inmediatamente?

—Rachel, escucha. Priscilla ha vuelto y Francis Marloe está aquí. Atiende. A Julian le di un búfalo acuático con una dama montada en él.

—¿Un qué?

—Una figurita de bronce.

—Ah. ¿Ah, sí?

—Sí. Me la pidió, aquí, ¿te acuerdas?

—Sí.

—Bien, el caso es que pertenece a Priscilla, pero lo olvidé y ella desea recuperarla. ¿Podrías pedírsela a Julian y traérmela, o bien enviarla a ella? Dile que lo lamento mucho…

—Ha salido, pero buscaré esa figurita. Te la llevaré enseguida.

—La casa está llena de gente. No podremos…

—Sí, sí. Ahora voy.

—Él cortó mi magnolia —estaba diciendo Priscilla—. Decía que daba sobre al macizo de flores. El jardín siempre fue su jardín. La casa era su casa. Hasta la cocina era su cocina. Le he dado a ese hombre toda mi vida. No tengo otra cosa.

—Qué triste y espantoso es el sino humano —murmuró Francis—. Somos unos demonios para los demás. Sí, unos demonios. —Parecía muy satisfecho, frunciendo sus encarnados labios y dirigiéndome repetidamente tímidas miradas de satisfacción con sus ojillos.

—Priscilla, deja que te peine.

—No, no soporto que me toquen, me siento como una leprosa, como si la carne se me estuviera pudriendo, estoy segura de que debo apestar…

—Priscilla, quítate la falda, se está arrugando.

—Qué más da, qué más da todo, qué desdichada me siento…

—Al menos quítate los zapatos.

—Triste y espantoso, triste y espantoso… Unos demonios. Unos demonios. Sí.

—Priscilla, procura relajarte, estás rígida como un cadáver.

—Ojalá fuera un cadáver.

—¡Al menos haz un esfuerzo por ponerte cómoda!

—Le di toda mi vida. No tengo otra cosa. Una mujer no tiene otra cosa.

—Estéril e inútil. Estéril e inútil.

—Estoy tan asustada…

—Priscilla, no debes temer nada. Dios mío, cómo me estás deprimiendo…

—Asustada.

—Haz el favor de quitarte los zapatos.

El timbre de la puerta sonó. Le abrí la puerta a Rachel y le estaba poniendo cara de compungido cuando vi a Julian a sus espaldas.

Rachel llevaba una gabardina verde pálido, de aspecto más bien militar. Tenía las manos enfundadas en los bolsillos y su rostro, dirigido hacia mí, se comunicaba conmigo secretamente, iluminado por una especie de eufórico propósito. La inmediata comunicación de nuestras miradas me hizo comprender lo mucho que habíamos avanzado desde nuestro último encuentro. No se suele mirar a los demás profundamente a los ojos. Sentí un grato estremecimiento. Julian llevaba una chaqueta de pana, unos pantalones de color cobrizo y un echarpe indio marrón y oro. Tenía aspecto de golfillo, pero había adoptado esa afectada expresión de humildad frecuente en los jóvenes, como diciendo: ya sé que soy aquí la persona más joven y que no tengo la menor experiencia, que no soy nada importante, pero procuraré ser de utilidad y qué amable por vuestra parte prestarme atención. Tal actitud, desde luego, es una suerte de vanidad. En realidad, los jóvenes están pagados de sí mismos y son absolutamente despiadados. Advertí que llevaba el búfalo acuático y un gran ramo de lirios.

Rachel, intencionadamente, dijo:

—Julian llegó a casa e insistió en traerte esto personalmente.

—Naturalmente que estaré encantada de devolvérselo a Priscilla —dijo Julian—, al fin y al cabo es suyo y debe conservarlo. Espero que eso la tranquilice y la anime.

Las invité a pasar y las conduje a la habitación, donde Priscilla seguía hablando con Francis:

—Él no tenía ni idea de una igualdad entre los dos, me figuro que ningún hombre la tiene, todos los hombres desprecian a las mujeres…

—Los hombres son terribles, terribles…

—¡Priscilla, tienes visita!

Priscilla, que golpeaba el borde de la colcha con sus zapatos, se hallaba incorporada sobre varios almohadones. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados de llorar y la boca estirada en una mueca de queja, como la boca de un buzón.

Julian se acercó a la cama y se sentó en ella. Dejó los lirios respetuosamente junto a Priscilla e hizo avanzar a la dama del búfalo acuático sobre la colcha, como si estuviera entreteniendo a una criatura, y luego la oprimió contra la blusa de Priscilla, en el hueco entre sus senos. Priscilla, sin saber qué era aquello, y con aire aterrado, soltó un débil grito de repugnancia. A Julian se le ocurrió entonces besarla y se abalanzó hacia su mejilla. Ambas barbillas chocaron estrepitosamente.

Con tono apaciguador, dije:

—Ahí la tienes, Priscilla. Ahí tienes a tu dama del búfalo acuático. Al fin ha vuelto contigo.

Julian se había retirado a los pies de la cama. Contemplaba a Priscilla con pesar y azarada compasión. Entreabrió los labios y unió las manos como si rezara. Parecía implorar a Priscilla su perdón por ser joven, hermosa, inocente, lozana y por tener un futuro, mientras que Priscilla era vieja, fea, pecadora, desgraciada y no tenía ninguno. El contraste entre ambas recorrió la estancia como un espasmo de dolor.

Sentí el dolor, la angustia de mi hermana, y dije:

—Y unas hermosas flores para ti, Priscilla. Anda, qué suerte tienes…

Priscilla murmuró:

—No soy una niña. No es necesario que sintáis todos tanta… tanta lástima por mí. No es necesario que os quedéis mirándome… y que me tratéis como a una…

Palpó la colcha en busca del búfalo acuático y por un instante pareció que iba a acariciarlo. Luego lo arrojó al otro extremo de la habitación. Las lágrimas volvieron a asomar a sus ojos y ocultó la cara en la almohada. Los lirios cayeron al suelo. Francis, que había recogido el bronce, lo escondió entre las manos y sonrió. Hice una indicación a Rachel y a Julian para que salieran de la habitación.

Al llegar a la salita, Julian dijo:

—Lo siento muchísimo.

—No ha sido culpa tuya —contesté.

—Debe de ser terrible estar así.

—No puedes imaginar lo que es estar así —dije—. Conque no te esfuerces.

—Lo siento mucho por ella…

—Ahora, vete —dijo Rachel.

Julian respondió:

—Ojalá… En fin… —Se acercó a la puerta. Luego se volvió hacia mí—. Bradley, ¿puedo decirte una cosa? ¿Me acompañas hasta la esquina? No te entretendré más que un instante.

Le hice a Rachel un ademán de complicidad y salí detrás de la joven. Ella cruzó la plazuela muy decidida y giró por Charlotte Street sin volverse. El frío sol lucía con brillantez y experimenté una inmensa sensación de alivio por encontrarme de pronto en el exterior, entre gente que se apresuraba, indiferente y anónima bajo un cielo claro y azul.

Anduvimos unos pasos y nos paramos junto a una cabina de teléfono rojo. Julian tenía ahora un aire vivaz, de mozalbete. Estaba claro que también se sentía aliviada. Sobre su cabeza, a sus espaldas, vi la torre de correos, y me pareció ser tan alto como esa torre, tal era la fidelidad y nitidez con que distinguía todos sus detalles luminosos y plateados. Yo era alto y me sostenía erguido; tan grato me pareció en aquel momento hallarme fuera de la casa, lejos de los ojos enrojecidos y el cabello mate de Priscilla, con una persona joven, hermosa, inocente, lozana y con un futuro.

Julian dijo con aire responsable:

—Bradley, siento haber metido la pata.

—Era inevitable. El verdadero infortunio intercepta todos los caminos para volver hasta él mismo.

—¡Qué bien lo has expresado! Pero una persona santa la habría consolado.

—No existen, Julian. Además, eres demasiado joven para ser santa.

—Ya sé que soy estúpidamente joven. Dios mío, qué espantosa es la vejez, pobre Priscilla… Mira, Bradley, lo que quería era darte las gracias por la carta que me escribiste. Creo que es la carta más maravillosa que me han escrito nunca.

—¿Qué carta?

—La carta sobre el arte, sobre el arte y la verdad.

—Ah, eso. Sí.

—Te considero mi maestro.

—Muy amable de tu parte, pero…

—Quiero que me des una lista de lecturas, una más extensa.

—Te agradezco que devolvieras el búfalo acuático. Te daré otra cosa a cambio.

—¿Lo harás? Me conformo con lo que sea, cualquier cosita. Me gustará mucho tener algo tuyo, creo que me inspiraría, algo que hayas conservado mucho tiempo, que hayas tocado muchas veces.

Aquello me conmovió.

—Buscaré algo para ti. Y ahora será mejor que yo…

—Bradley, no te vayas. Casi nunca tenemos ocasión de charlar. En fin, sé que ahora no podemos, pero me gustaría que nos viéramos pronto, quiero hablarte sobre Hamlet.

—¡Hamlet! Está bien, pero…

—Tengo que hacerlo en mi examen. Y, Bradley, oye, estoy de acuerdo contigo en lo de aquella crítica que escribiste sobre el libro de mi padre.

—¿Cómo llegaste a ver esa crítica?

—Vi a mi madre guardarla, y como tenía un aire tan sigiloso…

—Eso fue malicioso por tu parte.

—Ya lo sé. Nunca seré una santa, ni aunque viva tantos años como tu hermana. Creo que es hora de que alguien le diga a mi padre la verdad, todo el mundo ha adoptado la absurda costumbre de elogiarle, es un escritor aceptado y una figura literaria y todas esas cosas, y nadie enjuicia sus obras desde un punto de vista crítico, como lo harían si fuera un desconocido; es como una conspiración …

—Lo sé. De todos modos, no pienso publicarla.

—¿Por qué no? Es conveniente que conozca la verdad sobre sí mismo. Todo el mundo debería conocerla.

—Eso es lo que creéis los jóvenes.

—Y otra cosa, acerca de Christian; mi padre dice que se está trabajando a Christian en beneficio tuyo…

—¿Qué?

—No sé lo que se imagina que hace, pero me parece que deberías ir a verle y preguntárselo. Y si yo estuviera en tu lugar, me marcharía tal como les dijiste. A lo mejor yo podría ir a verte a Italia, eso me encantaría. De Priscilla podría ocuparse Francis Marloe, me cae bastante bien. Oye, ¿crees que Priscilla volverá con su marido? Yo preferiría morirme antes que hacerlo.

Era un poco difícil reaccionar ante tanta dura claridad de golpe y porrazo. Los jóvenes son así de directos. Dije:

—En respuesta a tu última pregunta, no lo sé. Te agradezco las observaciones que la precedían.

—Me encanta tu forma de hablar, eres tan preciso, no como mi padre. Él vive en una especie de rosada nebulosa con Jesús y María y Buda y Siva y el Rey Pescador, todos deambulando por ahí vestidos como habitantes de Chelsea.

Esta descripción de la obra de Arnold era tan excelente que no pude menos de reírme.

—Gracias por el consejo, Julian.

—Te considero mi filósofo.

—Gracias por tratarme como a un igual.

Ella me miró, dudando de si sería una broma.

—Bradley, seremos amigos, ¿verdad que seremos amigos?

—Dime, Julian, ¿qué significado tenía aquel globo de aire? —pregunté.

—Ah, eso fue un poco de exhibicionismo.

—Lo estuve siguiendo.

—¡Qué maravilla!

—Se me escapó.

—Me alegro de que se perdiera. Le tenía mucho apego.

—¿Era un sacrificio a los dioses?

—Sí. ¿Cómo lo sabes?

—Te lo daría el señor Belling.

—Sí, ¿cómo…?

—Soy tu filósofo.

—Ese globo me fascinaba. A veces pensé en soltarlo, era como un impulso nervioso. Pero no estaba segura de si sería capaz de cortar la cuerda…

—Hasta que viste a tu madre en el jardín.

—Hasta que os vi en el jardín.

—Bien, Julian, ahora debo dejarte marchar, cortar la cuerda, tu madre está esperando…

—¿Cuándo podremos hablar sobre Hamlet?

—Ya te llamaré…

—No olvides que eres mi «gurú».

Me volví y me encaminé hacia la plazuela. Al llegar a la salita, Rachel se acercó y me abrazó con un gesto espontáneo y sin embargo pensado. Ambos perdimos el equilibrio, casi cayéndonos sobre su gabardina, que yacía en un montón en el suelo, y luego nos desplomamos en el sillón tipo «Hartbourne». Ella trató de volver a hundirme en las profundidades del sillón, con su rodilla encaramándose encima de la mía, pero yo la mantenía tiesa, como a una muñeca grande.

—Rachel, no nos metamos en un lío.

—Me has escamoteado esos minutos. Sea lo que fuere, estamos en ello juntos. Christian acaba de telefonear.

—¿Preguntando por Priscilla?

—Sí. Le he dicho que Priscilla se encontraba aquí. Ella ha dicho…

—No quiero saberlo.

—Bradley, quiero decirte una cosa y quiero que pienses en ello. Es algo que he descubierto desde que te escribí esa carta. Lo de Christian y Arnold no me preocupa tanto como creía. De pronto es como si eso me hubiera liberado. ¿Me comprendes, Bradley? ¿Sabes lo que significa?

—Rachel, no quiero líos. Tengo que trabajar y tengo que estar solo, voy a escribir un libro que llevo toda mi vida esperando escribir…

—Tienes un aire tan bradleyiano que casi siento ganas de llorar. No somos jóvenes y no somos tontos. No habrá ningún lío, salvo el que Arnold pueda causar. Pero ha nacido un nuevo mundo que es tuyo y mío. Siempre habrá un lugar donde podremos estar juntos. Necesito amor, necesito amar a más personas, te necesito a ti para amarte. Desde luego que quiero que correspondas a mi amor, pero incluso eso es menos importante, y lo que hagamos no tiene la menor importancia. El mero hecho de cogerte la mano es maravilloso y hace que la sangre me hierva otra vez. Al fin suceden cosas, estoy evolucionando, cambiando, piensa en todo lo sucedido desde ayer… He estado muerta durante años y sintiéndome desgraciada y muy encerrada en mí misma. Creí que a él iba a serle fiel hasta la muerte, y claro que lo seré y que le amo, de eso no cabe duda, pero al amarle me parecía estar dentro de una caja, y ahora estoy fuera de ella. ¿Sabes lo que creo?, pues que de manera accidental hemos dado con la clave de la perfecta felicidad. De todos modos, sospecho que no se puede ser feliz hasta haber rebasado los cuarenta. No habrá drama, ya lo verás. Nada cambiará, excepto las cosas profundas. Seré siempre la esposa de Arnold. Y tú puedes escribir tu libro y estar solo y todo lo que quieras. Pero ambos tendremos un recurso, nos tendremos mutuamente, será un vínculo eterno, como un voto religioso, eso nos salvará, si me dejas que te ame.

—Pero, Rachel… eso sería un secreto…

—No. Todo ha cambiado tanto… aunque desde hace poco tiempo. Podemos vivir abiertamente, no hay nada que ocultar. Me siento libre, he sido liberada, como el globo de Julian, por fin estoy surcando los aires sobre el mundo y contemplándolo desde arriba, es como una experiencia mística. No tenemos que guardar ningún secreto. Arnold ha forjado una nueva situación. Por fin tendré amigos, amigos de verdad, me pasearé por el mundo, te tendré a ti. Y Arnold lo aceptará, no tendrá otro remedio, hasta quizá aprenda lo que es humildad. Bradley, él es nuestro esclavo. Por fin he recuperado mi voluntad. Nos hemos convertido en dioses, ¿no lo comprendes?

—No del todo —dije.

—Me quieres un poco, ¿verdad?

—Claro que sí, siempre te he querido, pero no acierto a definir exactamente…

—¡Nada de definiciones! ¡De eso se trata!

—Rachel, no quiero sentirme culpable. Eso entorpecería mi trabajo.

—¡Ay!, Bradley, Bradley… —Se echó a reír desenfrenadamente. Luego encogió de nuevo las rodillas y lanzó el peso de su torso hacia delante, contra mí. Caímos para atrás en el sillón, ella encima de mí. Sentí su peso y vi su cara junto a la mía, descarada y anárquica por la emoción, desconocida, indefensa, conmovedora, y me relajé y sentí que su cuerpo también se relajaba, derramándose como un pesado líquido por los intersticios del mío, derramándose como miel. Su húmeda boca recorrió mi mejilla y se detuvo sobre mi boca, como la serpiente celestial cerrando la gran verja. Al hacerse por breves instantes la oscuridad vi la torre de correos, orlada por un cielo azul, inclinada y mirando por la ventana. (Esto en realidad era imposible, puesto que los edificios próximos impedían toda visión de la torre). Francis Marloe entró en la habitación, dijo «Vaya, lo siento», y volvió a salir. Me desprendí lentamente de Rachel, no a causa de Francis (que me hizo el mismo efecto que si hubiera sido un perro), sino porque me sentía muy excitado sexualmente y en consecuencia alarmado. Los remordimientos y el temor, endémicos en mi sangre, imposibles de distinguir del deseo en aquellos momentos, pero ambos anunciándose a sí mismos proféticamente. Al mismo tiempo, me sentía muy conmovido por la confianza que Rachel depositaba en mí. Puede que ese nuevo mundo al que se había referido existiera de verdad. ¿Podría yo penetrar en él sin cometer una deslealtad? Aunque en aquellos momentos no era una deslealtad hacia Arnold lo que más me inquietaba. Tenía que pensar. Dije:

—Tendré que pensar.

—Desde luego. Eres de los que piensan.

—Rachel…

—Ya sé. Vas a decirme que me vaya.

—Sí.

—Ya me voy. Como habrás visto, soy muy dócil. No debes preocuparte por nada de lo que te he dicho. Tú no tienes que hacer nada en absoluto.

—El inmovible se mueve.

—Me voy corriendo. ¿Puedo verte mañana?

—Rachel, ahora mismo me aterra sentirme atado por algo. Me creerás ruin y despreciable… Sí, me importa, y me siento muy agradecido… pero debo escribir ese libro, tengo que hacerlo, y debo merecerlo para…

—Te respeto y te admiro, Bradley. Eso es parte de todo ello. Te tomas lo de escribir mucho más en serio que Arnold. No te inquietes por mañana ni por nada. Te llamaré. No te levantes. Quiero llevarme el recuerdo de ese aspecto alto, delgado y solemne. Como un… como un… inspector de Hacienda. Recuerda esto: libertad, un mundo nuevo. Quizá sea eso precisamente lo que tu libro necesita, lo que lleva esperando. Eres tan niño, tan puritano… Es hora de que crezcas y seas libre. Adiós, Bradley. Que tu Dios te bendiga.

Salió apresuradamente. Me quedé donde estaba, tal como ella me había pedido. Sus últimas palabras me habían impresionado. Reflexioné sobre ello. Tal vez Rachel resultara ser el ángel que me estaba destinado. Qué singular era todo, y qué rebosante estaba yo de deseo sexual, y qué extraño era todo lo que estaba sucediendo.

Me di cuenta de que contemplaba el rostro de Francis Marloe. Comprendí que él debía de llevar un buen rato en la habitación. Estaba haciendo unas muecas curiosísimas, cerrando los ojos de un modo que se le arrugaba la nariz y se le dilataban las fosas nasales. Mientras hacía eso parecía tan poco consciente de sí mismo como un animal en el zoo. Puede que fuera miope y tratara de verme con más claridad.

—¿Te sientes bien, Brad?

—Sí, claro.

—Tienes una expresión tan rara…

—¿Qué quieres?

—¿Te importa que salga a almorzar?

—¿Almorzar? Creí que era por la tarde.

—Son más de las doce. En la cocina sólo hay judías cocidas. ¿Te importa…?

—No, no, vete.

—Le traeré a Priscilla algo ligero para comer.

—¿Cómo está?

—Está dormida. Brad…

—¿Sí?

—¿Podrías darme una libra?

—Aquí la tienes.

—Gracias. Y, Brad…

—¿Qué?

—Me temo que aquella cosa de bronce se ha roto. No se sostiene derecha.

Depositó en mis manos la tibia figurita de bronce y la dejé en la mesa. Una de las patas del búfalo acuático estaba partida. Se cayó de lado. Lo contemplé. La dama sonreía. Se parecía a Rachel. Cuando levanté la vista, Francis había desaparecido.

Entré sin hacer ruido en la habitación. Priscilla dormía recostada sobre un montón de almohadas, con la boca abierta y el cuello de la blusa oprimiéndole la garganta. En reposo, un desaliento más apacible, menos desabrido, hacía que su rostro pareciera algo más joven. Su respiración emitía un sonido regular y suave como «schu… schu…». Todavía llevaba puestos los zapatos.

Le desabroché con cuidado el botón superior de la blusa. El escote revelaba el sucio interior del cuello. Le quité los zapatos, agarrándolos por los largos y puntiagudos tacones, y estiré la manta sobre sus pies hinchados y oscurecidos por el sudor. El murmullo de la respiración cesó, pero ella siguió durmiendo. Salí de la habitación.

Me dirigí al cuarto de huéspedes y me tumbé en la cama. Reflexioné sobre mis dos últimos encuentros con Rachel y lo tranquilo y satisfecho que me había sentido después del primero, y lo turbado y excitado que me sentía después del segundo. ¿Estaría «enamorándome» de Rachel? ¿Debía siquiera pensar en ello, pronunciarme esas palabras? ¿Estaría al borde de un follón de dimensiones catastróficas, un auténtico desastre? ¿O sería esto, de forma inesperada, la inauguración de mi tan ansiada «apertura», mi transición a otro mundo, ante la presencia del dios? O acaso no fuera nada, tan sólo las efímeras emociones de una mujer madura que se siente desgraciada en su matrimonio y la pasajera turbación de un viejo puritano que hacía muchos años que no tenía una aventura amorosa. De eso no cabe la menor duda, me dije, hace efectivamente muchos años que no tengo aventuras de ningún género. Traté de pensar en Arnold serenamente. Pero al poco tiempo sólo era consciente de una ardiente oleada de deseos físicos, vagos y sin rumbo fijo.

Es costumbre en esta época atribuir una extensa y no analizada causalidad a los «impulsos sexuales». A esas oscuras fuerzas, consideradas unas veces como singulares manantiales históricos, otras como destinos más generales y universales, se les atribuye el mérito de poder convertirnos en delincuentes, neuróticos, lunáticos, fanáticos, mártires, héroes, santos o, más rara vez, en padres integrados, madres satisfechas, plácidos animales humanos, etcétera. Si se varía la mezcla, nada hay que pueda afirmarse que el «sexo» no explique a través de cínicos y pseudocientíficos como Francis Marloe, cuyas opiniones en esa materia pronto conoceremos con detalle. Yo, en cambio, no soy un freudiano, y se me antoja importante, al llegar a este punto de mi «explicación» o «apología», o comoquiera que se le llame a este mal compuesto tratado, aclarar este aspecto para evitar toda posible interpretación errónea. Abomino de tales necedades. Mi propio sentido del «más allá», que Dios nos libre de confundir con nada «científico», es muy diferente.

Esto lo afirmo con vehemencia porque me parece concebible que una persona obtusa pueda confundir ciertas actitudes mías con algo de esa especie. ¿No he estado especulando sobre si las inesperadas y tiernas muestras de afecto por parte de Rachel iban a dar rienda suelta al talento del que hacía tanto tiempo que yo tenía conciencia y creía en él y había alimentado en vano? ¿Qué clase de imagen tendrá de mí el lector? Temo que le falte nitidez, ya que como jamás he tenido un sólido sentido de mi propia identidad, ¿cómo puedo describir con precisión aquello que apenas comprendo? Con todo, mi propia delicadeza no tiene por qué defraudar el juicio y puede incluso provocarlo. «Un sujeto que se siente frustrado, que ya no es joven, falto de confianza en sí mismo como hombre, por supuesto, cree naturalmente que un buen revolcón con una mujer le inspirará, dará rienda suelta a sus facultades, en las que, dicho sea de paso, no nos ha dado ninguna razón convincente para creer. Finge estar pensando en su libro, cuando lo que realmente está pensando es en los pechos de una mujer. Se finge escrupuloso en cuanto a su honradez moral, cuando lo cierto es que es otro tipo de rectitud lo que le causa angustia».

Quisiera aclarar que toda explicación en ese sentido no sólo resultaría excesivamente simplificada y «grosera», sino que no hace al caso. En la medida en que pensé en la posibilidad de hacerle el amor a Rachel (y sí que por entonces lo pensé, si bien con una vaguedad deliberadamente controlada), no imaginé, no fui tan imbécil como para imaginarlo, que una vulgar satisfacción sexual iba a aportarme la gran libertad que anhelaba, ni en modo alguno había confundido los instintos animales con la naturaleza divina. No obstante, tan complejas son las mentes y tan profundamente entremezcladas están sus facultades, que cierta clase de cambio con frecuencia refleja o prefigura otro de un carácter, al parecer, muy distinto. Se percibe una soterrada corriente, se siente la garra del destino, se producen asombrosas coincidencias y el mundo está lleno de signos; tales cosas no carecen necesariamente de sentido ni son síntomas de una incipiente paranoia. En efecto, pueden ser las sombras de una metamorfosis real y aún desconocida. Los sucesos que están por producirse arrojan sombras. Los escritores saben que a menudo sus libros son proféticos. Imaginamos de manera gratuita lo que en verdad va a suceder. Aunque, dado que estos signos son tan burlones como los oráculos, el suceso puede resultar singularmente distinto de su prefiguración. Así ocurrió en este caso.

No era una frivolidad relacionar mi sentido de una inminente revelación con mi angustia respecto a mi trabajo. Si en mi vida era inminente un importante cambio, sólo formaba parte de mi evolución como artista, ya que mi evolución como artista era mi evolución como hombre. Rachel bien podía ser la mensajera del dios. Era indudable que ella me planteaba un reto al que yo habría de responder con audacia o como fuera. Muchas veces, cuando reflexionaba profundamente sobre ello, se me había ocurrido que yo era un mal artista porque era un cobarde. ¿Lograrían ahora nuevos bríos en la vida prefigurar y hasta quizá inducir renovados bríos en el arte?

Sin embargo, y ésta era otra forma de expresar todo mi dilema, el grandioso pensador de los pensamientos antes citados tenía que coexistir dentro de mí con una persona tímida, recta, llena de sensibles escrúpulos morales y miedos convencionales. Arnold era alguien que había que tener en cuenta. De presentarse el caso, ¿tendría yo el valor de provocar y desafiar su justa ira? También a Christian debía tenerla en cuenta. Yo ni siquiera había empezado a resolver mentalmente la cuestión de Christian. Rondaba por mi pensamiento. Deseaba verla de nuevo. Incluso experimentaba, respecto a su nueva y flamante amistad con Arnold, un sentimiento muy similar al de los celos. El rostro de ella, vital, inquisitivo, levemente arrugado, se me aparecía en sueños. ¿Era Rachel lo bastante fuerte para protegerme de esta amenaza? Quizá todo se redujera a eso, a mi búsqueda de un protector.

Al pensar en ello de manera retrospectiva, me sentía hondamente impresionado por la observación que hiciera Rachel sobre su marido: él es nuestro esclavo. Qué cosa tan asombrosa, y cómo me había parecido comprenderlo entonces. Pero ¿qué significaba? ¿Y podía ser cierto sin que otras cosas terribles también lo fueran? ¿No debía yo llegar a la conclusión de que todo ello era trivial? ¿No era este cavilar en sí un pecado? Una «sensación de destino» puede llevarnos a la más estúpida de las servidumbres. Un dramático sentido de uno mismo es algo que convendría que no tuviéramos nunca; y los santos carecen totalmente de él. Pero al no ser yo un santo, esa línea de pensamiento no iba a conducirme a ninguna parte. Lo mejor que podía hacer como penitencia era tratar de pensar con más atención en Arnold: e incluso eso inducía cierto placer histriónico. Resolví que debía ver pronto a Arnold (pero ¿cómo?) y hablar francamente con él. ¿No era él la figura clave? ¿Cuáles eran mis verdaderos sentimientos hacia él? Esta pregunta era interesante. Decidí, y esa decisión me aportó cierta paz, que antes de ver a Rachel de nuevo debía mantener una larga conversación con Arnold.

Así reflexionaba, tratando de obtener sosiego. Pero cerca de las cinco de aquel mismo día volvía a encontrarme en un estado de frenesí, un frenesí oscuro. ¿Qué era esto: amor, arte? Sentí el poderoso impulso de hacer algo, de actuar, que suele afligir a los que se encuentran en dilemas que no pueden analizarse. Si a uno le es posible actuar, marcharse, volver, enviar una carta, puede mitigar esa ansiedad que no es sino temor al futuro en la forma del temor a los oscuros deseos del presente: «pánico», el mismo al que se refieren los filósofos, que más que una experiencia de vacío es la espantosa sensación de estar poseído por un muy fuerte pero aún no declarado motivo. Bajo el influjo de tal sentimiento metí mi reseña del libro de Arnold en un sobre y se la envié. Pero antes volví a leerla detenidamente:

El nuevo libro de Arnold Baffin fascinará a sus numerosos admiradores. Constituye, lo que a menudo los lectores desean inocentemente, «la mezcla acostumbrada». Cuenta la historia de un agente de bolsa que a los cincuenta años decide hacerse monje. Su camino se ve truncado por la hermana de su futuro abad, una vehemente señorita recién llegada de Oriente, que pretende convertir a nuestro héroe al budismo. Ambos se entregan a dilatadas discusiones sobre religión. El clímax se produce cuando el abad (un personaje muy al estilo de Cristo) resulta muerto por un enorme crucifijo de bronce que accidentalmente (¿o no?) cae sobre él mientras está celebrando misa.

Es una novela típica de la obra de Arnold Baffin. El elogio editorial dice: «El nuevo libro de Baffin logra ser a un tiempo serio y cómico. Se trata de un profundo estudio de religión comparada que a la vez es tan apasionante como una novela de intriga». ¿Es mezquino criticar? Lo que el elogio editorial alega es en parte cierto. El libro es muy serio y muy cómico. (Casi todas las novelas lo son). Contiene un estudio vago, superficial, y a mí se me antoja harto aburrido, de religión comparada. Se echa de menos la garra y el sabor del pensamiento real, y no hay ni un atisbo de erudición. (El autor confunde el Mahayana con el Theravada y parece creer que el sufismo es una modalidad de budismo). La historia, cuando se consigue llegar a ella, es ciertamente melodramática, aunque me inclino más a describirla como «una obra de intriga» que «semejante a una obra de intriga». El pasaje donde la heroína, que se ha sumido en un trance a fin de vencer el dolor de un tobillo roto, casi se ahoga en las desbordadas aguas de un embalse, es puro «indios y vaqueros». Por supuesto, se han vendido ya los derechos para una película. No obstante, no sólo hay que preguntarse, ¿es entretenida?, ¿tiene interés?, sino, ¿es una obra de arte? Y la respuesta a esta pregunta, en este caso, y me temo que en el caso de toda la obra del señor Baffin, es que, por desgracia, no lo es.

El señor Baffin tiene facilidad para escribir. Es un escritor prolífico. Acaso esta facilidad sea en efecto su peor enemigo. Es una cualidad que puede ser confundida con la imaginación. Y cuando es el mismo artista quien sufre esta confusión, está sentenciado. El escritor fácil necesita, para llegar a ser un autor de mérito, una cualidad por encima de todo: valor; valor para destruir, valor para esperar. El señor Baffin, a juzgar por su producción, no es capaz de destruir ni de esperar. Sólo los genios pueden permitirse «no emborronar nunca una línea», y el señor Baffin no es un genio. El poder de la imaginación sólo se digna visitar a quienes no son genios cuando éstos están dispuestos a trabajar, y trabajar consiste muchas veces en rechazar todas las formulaciones que no hayan alcanzado esa densidad, ese estado especial de fusión, que es la señal inequívoca del arte…

Y así a lo largo de otras dos mil palabras. Una vez metido en el sobre y echado al correo, sentí una sólida, aunque todavía algo misteriosa, sensación de satisfacción. Cuando menos, mi acción precipitaría una nueva fase en nuestra amistad, estancada desde hacía mucho tiempo. Hasta creí posible que esta esmerada valoración de su obra pudiera en verdad beneficiar a Arnold.

Aquella tarde Priscilla parecía sentirse algo mejor. Durmió toda la tarde y se despertó anunciando que tenía hambre. Sin embargo, sólo probó el caldo y el pollo que le había preparado Francis. Francis, sobre el cual yo estaba modificando mi opinión, se había hecho cargo de la cocina. Regresó sin el cambio de la libra que le había dado, aunque con una explicación bastante plausible acerca de cómo la había invertido. Había ido también a su casa para recoger un saco de dormir y dijo que dormiría en el salón. Parecía sumiso y agradecido. Yo me esforzaba en sofocar mis recelos respecto a lo de «contratarle», pues había resuelto, aunque a Priscilla no se lo había dicho aún, que partiría en breve para Patara y la dejaría a cargo de Francis. Ese futuro inmediato ya estaba solucionado. Quedaba por ver qué papel desempeñaría Rachel en el mismo. También había sostenido una larga y tranquilizadora conversación por teléfono con mi médico. (Acerca de mí).

No obstante, por el momento, heme aquí sentado con Priscilla y Francis. Un cuadro de familia en un interior. Son cerca de las diez de la noche y las cortinas están corridas.

Priscilla lucía nuevamente mi pijama, con los puños generosamente arremangados. Estaba tomando una taza de chocolate caliente que le había preparado Francis. Él y yo bebíamos jerez. Francis estaba diciendo:

—Claro que los recuerdos que se tienen de la infancia son muy raros. Los míos son todos oscuros.

—Qué curioso —dijo Priscilla—, los míos también. Como si siempre fuera una tarde lluviosa, con esa clase de luz.

—Debe de ser porque el pasado nos parece como un túnel —dije—. El presente está iluminado. Hacia atrás todo queda más en sombras.

—No obstante —dijo Francis—, a menudo evocamos el pasado remoto con mucha claridad. Yo recuerdo haber ido a la sinagoga con Christian…

—¿A la sinagoga? —repetí.

Francis estaba sentado en un pequeño sillón con las piernas cruzadas, y lo ocupaba totalmente, como una imagen en un nicho. Sus ondulantes y amplios pantalones estaban tiesos de mugre y grasa cerca de los bajos. Las rodilleras tensas estaban raídas y gastadas, como un velo que dejaba asomar una carne sonrosada. Sus manos, regordetas, también muy sucias, las tenía dobladas sobre el regazo en una confiada postura que parecía ligeramente oriental. Estaba sonriendo con la habitual sonrisa de disculpa de labios encarnados.

—Pues sí. Somos judíos. Al menos, en parte.

—No es que a mí me importe que seáis judíos. Lo raro es que nadie me lo dijera nunca.

—Christian se siente, en fin, no exactamente avergonzada de ello… o se sentía. Nuestros abuelos maternos eran judíos. Los otros abuelos eran cristianos.

—Lo del nombre de Christian resulta bastante curioso, ¿no te parece?

—Sí. Nuestra madre se había convertido al cristianismo. Era esclava de nuestro padre, un espantoso matón. No llegaste a conocer a nuestros padres, ¿verdad? Él no quería saber nada de nuestros orígenes judíos. A mi madre la obligó a romper toda relación con ellos. Lo de llamar «Christian» a mi hermana fue parte de la campaña.

—¿Y cómo es que ibais a la sinagoga?

—Sólo fuimos una vez, de pequeños. Papá estaba enfermo y fuimos a vivir con los abuelos. Ellos se empeñaron en que fuésemos a la sinagoga. Al menos, que fuera yo. Lo que hiciera Christian les tenía sin cuidado, era una chica. Y su nombre les sentaba como un tiro, aunque la llamaban por su otro nombre.

—Zoé. Sí. Recuerdo haber mandado grabar sus iniciales C. Z. P. en una maleta, bastante cara, por cierto… ¡Dios!

—Él mató a mi madre, creo.

—¿Quién?

—Mi padre. Dijeron que ella había muerto tras una caída por las escaleras. Era un hombre muy violento. A mí me propinaba unas palizas impresionantes.

—¿Cómo no se me informó de que…? En fin… La de cosas que pasan en un matrimonio… asesinar a la propia mujer, no saber que es judía…

—Christian conoció en Estados Unidos a muchos judíos, creo que eso cambió las cosas…

Me quedé mirando a Francis. En cuanto descubres que alguien es judío, esa persona te parece diferente. Sólo al cabo de muchos años de conocerle supe que Hartbourne era judío. Al acto empezó a parecerme mucho más listo.

Priscilla se mostraba nerviosa por haberse quedado al margen de la conversación. Movía las manos sin cesar, arrugando las sábanas y formando con ellas pequeños abanicos. Tenía la cara profusamente empolvada pero de modo desigual. Se había peinado. De vez en cuando suspiraba, emitiendo algo así como huu-huu-huu con un palpitante labio inferior.

—¿Recuerdas haberte escondido en la tienda? —me preguntó—. Solíamos tumbarnos en los estantes bajo el mostrador e imaginarnos que el mostrador era un barco que navegaba y que estábamos acostados en literas. Y cuando nos llamaba mamá, nos quedábamos allí, silenciosos… Era tan… ¡qué emocionante era…!

—Y aquella puerta con la cortina; solíamos colocarnos detrás, y cuando alguien abría la puerta nos deslizábamos por debajo de la cortina.

—Y aquellas cosas en los estantes de arriba, que llevaban tantos años allí. Grandes tinteros con la tinta reseca y cositas de porcelana que se habían descascarillado…

—Sueño muy a menudo con la tienda.

—Yo también. Alrededor de una vez por semana.

—Qué raro. Siempre siento miedo, es siempre como una pesadilla.

—Cuando sueño con ella —dijo Priscilla—, está siempre vacía; inmensa y vacía, un cascarón de madera, el mostrador, los estantes y las cajas, todo vacío…

—Seguro que ya sabéis lo que esa tienda representa —dijo Francis—. El seno materno.

—El seno vacío —dijo Priscilla. Reanudó aquel huu-huu-huu y rompió a llorar, ocultando los ojos tras la amplia manga colgante de mi pijama.

—Qué disparate —dije.

—No, no está vacío. Tú estás en él. Estás recordando tu existencia dentro del seno materno.

—¡Eso es ridículo! ¡Cómo iba nadie a acordarse de eso! Además, ¿cómo iba a probarlo nadie? Serénate, Priscilla, es hora de que duermas.

—Me he pasado todo el día durmiendo… ahora no podría dormir…

—Sí que podrás —dijo Francis—. Te he echado un somnífero en el chocolate.

—Me estás drogando. Roger quiso envenenarme…

Le hice a Francis una seña para que se retirara y salió de la habitación murmurando «Lo siento, lo siento, lo siento».

—¿Qué voy a hacer…?

—Dormir.

—Bradley, no dejarás que digan que estoy loca, ¿verdad? Roger me dijo una vez que estaba loca y que haría que los médicos lo declarasen así y me encerraran.

—El que debería ser declarado y encerrado por loco es él.

—Bradley, ¿qué será de mí? Tendré que suicidarme, no me queda otra salida. No puedo volver con Roger, estaba destruyendo mi mente, me estaba volviendo loca. Rompía cosas y luego decía que las había roto yo y que no lo recordaba.

—Es un mal hombre.

—No, la mala soy yo, malísima, le dije cosas muy duras. Estoy segura de que iba con mujeres. Una vez encontré un pañuelo. Y yo sólo uso Kleenex.

—Acomódate, Priscilla. Te arreglaré las almohadas.

—Cógeme la mano, Bradley.

—¡Pero si te la tengo cogida!

—¿Crees que querer suicidarse es señal de estar enloqueciendo?

—No. Además, tú no quieres suicidarte. Estás un poco deprimida, eso es todo.

—¡Deprimida! Si supieras lo que significa estar en mi piel. Me siento como si estuviera hecha de trapos viejos, un cadáver hecho de harapos. Bradley, no me dejes, esta noche me volveré loca.

—¿Recuerdas cuando éramos niños y le pedíamos a mamá que se mantuviera despierta para velar por nosotros? Y ella lo hacía, y cuando nos quedábamos dormidos salía de puntillas de la habitación.

—Y aquella mariposa… Bradley, ¿no podría tener una mariposa?

—No tengo ninguna y es demasiado tarde para ir a comprarla. Mañana te conseguiré una. La lámpara está junto a ti, puedes dejarla encendida.

—En casa de Christian había un montante en abanico sobre la puerta y yo veía la luz del corredor.

—Dejaré la puerta entornada, así verás la luz del descansillo.

—Creo que a oscuras me moriría de terror, mis pensamientos me matarían.

—Mira, Priscilla, mañana me iré al campo unos días para trabajar. Te quedarás aquí con Francis…

—No, no, no, Bradley, no me dejes, Roger podría venir…

—No vendrá, sé que no…

—Si Roger viniera, me moriría de vergüenza y de temor… Qué espantosa es mi vida, qué espantoso es ser yo, no sabes lo que es despertar cada mañana y descubrir el horror de que sigues siendo tú misma. Bradley, no te irás, ¿verdad que no? Sólo te tengo a ti.

—Está bien, está bien…

—¿Me prometes que no te irás, me lo prometes?

—No me iré, aún no…

—Di «prometido», dilo, di la palabra.

—«Prometido».

—Estoy ofuscada.

—Es el sueño. Buenas noches, anda, sé buena chica. Dejaré la puerta entornada. Francis y yo estaremos cerca.

Ella seguía protestando, pero la dejé y volví al salón. Sólo había una lámpara encendida y la habitación tenía un color rojizo y estaba en penumbra. Se oyeron unos murmullos procedentes del dormitorio, luego se hizo un silencio. Me sentía agotado. Había sido un día muy largo.

—¿Qué es ese olor tan desagradable?

—El gas, Brad. No he encontrado las cerillas.

Francis estaba sentado en el suelo junto a la resplandeciente estufa de gas y con la botella de jerez. El nivel de la botella había descendido considerablemente.

—¡Cómo va nadie a acordarse de haber estado dentro del seno materno! Eso es imposible.

—No. Sí que puedes recordarlo.

—Tonterías.

—Recordamos haber estado dentro del seno materno y a nuestros padres realizando el acto sexual.

—Pues si crees eso, puedes creerte cualquier cosa.

—Lamento haber disgustado a Priscilla.

—No para de hablar de suicidio. Dicen que cuando las personas hablan de suicidarse, no lo hacen.

—Eso no es verdad. La creo capaz de hacerlo.

—¿Te quedarías con ella si me marcho?

—Pues claro, me conformo con que me des alojamiento, comida y un poco de…

—Pero no puedo marcharme. Dios. —Me apoyé de espaldas en uno de los sillones y cerré los ojos. La apacible imagen de Rachel se elevó ante mí como una luna tropical. Deseaba hablarle a Francis de mí, pero mis palabras habrían sido un auténtico galimatías. Dije—: El marido de Priscilla está enamorado de una joven. Hace tiempo que son amantes. Él está muy satisfecho de haberse librado de Priscilla. Va a casarse con esa joven. A Priscilla no se lo he dicho, claro. Qué raro es eso de enamorarse. Es algo que puede sucederle a cualquiera y en cualquier momento.

—Así que Priscilla está en el infierno —dijo Francis—. En fin, todos lo estamos. La vida es un tormento. Nuestras artimañas son como morfina para no ponernos a gritar.

—No, no —repuse—, también pueden suceder cosas gratas. Como, bueno, como enamorarse.

—Todos estamos gritando dentro de nuestra celda acolchada.

—No estoy de acuerdo. Cuando se quiere a alguien de verdad…

—Así que estás enamorado —dijo Francis.

—¡Qué voy a estarlo!

—¿De quién? Bueno, ya lo sé y podría decírtelo.

—Lo que has visto esta mañana…

—No, si no me refería a ella.

—¿Pues a quién?

—A Arnold Baffin.

—¿Pretendes decirme que estoy enamorado de…? ¡Qué obscenidad más absurda!

—Y él está enamorado de ti. ¿Por qué se ha liado con Christian? ¿Por qué te has liado con Rachel?

—Yo no…

—Para dar celos al otro. Ambos estáis tratando inconscientemente de provocar una nueva fase en vuestra relación. ¿Por qué tienes pesadillas de tiendas vacías, por qué estás obsesionado con la torre de correos, por qué esa manía con los olores…?

—Es Priscilla quien sueña con tiendas vacías, las mías siempre están llenas…

—Bien, ahí lo tienes.

—Y todo ser viviente en Londres está obsesionado con la torre de correos, y…

—Pero ¿no te habías dado cuenta de que eres un homosexual reprimido?

—Mira —dije—, te agradezco que me eches una mano con Priscilla. Y no me malinterpretes, soy un hombre absolutamente tolerante. No tengo reparos contra la homosexualidad. Los demás pueden hacer lo que les plazca. Pero sucede que soy un heterosexual completamente normal y corriente…

—Tenemos que aceptar nuestro cuerpo, aprender a sentirnos cómodos en él. Tu manía con los olores es un sentimiento de culpa relacionado con tus tendencias reprimidas, no quieres aceptar tu cuerpo, es una neurosis conocida…

—¡No soy un neurótico!

—Tiemblas de nervios y tienes la sensibilidad a flor de piel…

—Desde luego. ¡Soy un artista!

—Tienes que fingirte artista debido a Arnold, te identificas con él…

—¡Yo le descubrí! —protesté—. ¡Llevo escribiendo mucho más tiempo que él, yo ya era conocido cuando él andaba todavía en pañales!

—Calla, vas a despertar a Priscilla. La emoción ha contagiado a las mujeres, pero la fuente de esa emoción sois Arnold y tú, estáis locos el uno por el otro…

—No soy homosexual, no soy neurótico, me conozco…

—Está bien —dijo Francis, cambiando de postura y apartándose de la estufa de gas—. Está bien. Como quieras.

—Son invenciones tuyas para fastidiar…

—Sí, son invenciones mías. Yo sí soy neurótico y homosexual, y ello hace que me sienta condenadamente desgraciado. Está claro que no te conoces, por suerte para ti. Yo me conozco demasiado bien.

Rompió a llorar.

Raras veces he visto llorar a un hombre, y el espectáculo me inspira disgusto y turbación. Francis sollozaba estruendosamente, produciendo gran cantidad de lágrimas de golpe. Al resplandor de la estufa vi sus manos gruesas y rojizas humedecidas por el llanto.

—¡Basta!

—Lo siento, Brad. Soy tan desgraciado… he tenido tantas desdichas en mi vida… cuando me suspendieron como médico… creí que me moriría de pena… Y nunca he tenido una relación grata con nadie, nunca… Anhelo el amor, todo el mundo lo anhela, es tan natural como orinar… y nunca he disfrutado de una sola migaja de amor… y he dado tanto amor a los demás… sé querer a los demás, sé quererles, dejo que me pisoteen… pero a mí nadie me ha querido, ni siquiera mis malditos padres… y no tengo un hogar, nunca tendré un hogar, todo el mundo acaba por despacharme tarde o temprano, más temprano que tarde. Soy un errante por la faz de la Tierra… Creí que Christian se portaría bien conmigo. Jesús, me habría metido en cualquier rincón… sólo quiero servir y ayudar a la gente y ser bueno con todo el mundo, pero siempre sale mal… No paro de pensar en el suicidio, cada maldito día siento ganas de morir y poner fin a este tormento, pero me sigo arrastrando, cagándome de desolación y de miedo… me siento tan maldito, tan horriblemente solo que me pasaría las horas gritando…

—¡Deja de decir disparates y estupideces!

—Está bien, está bien. Lo siento, Brad. Perdóname. Perdóname, por favor. Debe de ser que me gusta sufrir. Soy un masoquista. El sufrimiento debe de gustarme, o no podría seguir viviendo, hace años que me habría tragado un frasco entero de somníferos. Lo he pensado muchas veces. Dios mío, ahora vas a pensar que soy una mala influencia para Priscilla y me darás la patada…

—Deja de hacer ese ruido tan desagradable, no lo soporto.

—Perdóname, Brad. No soy más que un…

—Procura comportarte como un hombre, procura…

—Es que no puedo… Dios mío… este maldito dolor… no soy como los demás, mi vida no funciona, no ha funcionado nunca… y ahora me echarás, y, Dios, si supieras…

—Me voy a acostar —dije—. ¿Te has traído tu saco de dormir?

—Sí, está…

—Pues métete dentro y cierra la boca.

—Quiero hacer pis.

—¡Buenas noches!

Salí de la habitación apresuradamente, recorrí el pasillo y me detuve a escuchar tras la puerta de la habitación donde dormía Priscilla. Primero me pareció que también lloraba. Pero no, estaba roncando. Al cabo de un rato, su respiración empezó a sonar como la de Cheyne-Stokes. Me dirigí al cuarto de huéspedes, cuya cama seguía por hacer, y me tendí vestido, con la luz encendida. La casa crujía suavemente con las pisadas de mi vecino de arriba, un oscuro joven que vendía corbatas en Jermyn Street. Los pasos sonoros y furtivos de otro hombre le siguieron arriba. Hicieran lo que hiciesen, por suerte lo hacían en silencio. Percibí entonces otro sonido, como unos golpes sofocados. Era mi corazón. Decidí que al día siguiente temprano iría a ver a Rachel.

—¿Dónde está Arnold?

—Ha ido a la biblioteca. Eso dijo. Y Julian está en un festival pop.

—He enviado a Arnold mi crítica. ¿Ha dicho algo?

—Nunca le veo leyendo sus cartas. No ha hecho ningún comentario. ¡Bradley, gracias a Dios que has venido!

Abracé a Rachel en el vestíbulo, tras la puerta de vidrios de colores, junto al perchero de la entrada y cerca del grabado iluminado de la señora Siddons, que yo divisaba por entre la maraña rojiza de su pelo. En mis ojos seguía impresa la visión de su semblante amplio y pálido al abrirme la puerta, contraído en un éxtasis de alivio. Es un privilegio verse recibido de esta manera. Hay seres humanos que nunca han sido acogidos así. Había algo también en la edad de Rachel, en su cansancio, su no sentirse joven, visible y conmovedor.

—Mira, subamos.

—Rachel, quiero hablar…

—Podremos hablar arriba, no voy a comerte.

Me llevó de la mano y al momento nos encontramos en el dormitorio donde yo había visto a Rachel tendida como un cadáver con la sábana tapándole la cara. Al entrar, Rachel corrió las cortinas y retiró la colcha de seda verde de la cama.

—Y ahora, Bradley, siéntate a mi lado.

Nos sentamos juntos, con cierta torpeza, y nos quedamos mirándonos. La imagen de la acogida se había disipado y yo estaba rígido de confusión y ansiedad.

—Sólo quiero tocarte —dijo ella. Y lo hizo, con las puntas de los dedos, rozándome el rostro, la garganta y el cabello con suavidad, como si yo fuera una imagen sagrada.

—Rachel, debemos ser conscientes de lo que hacemos, no quiero comportarme mal.

—Los remordimientos entorpecerían tu trabajo. —Me cerró los ojos suavemente con las yemas de los dedos.

Me aparté bruscamente.

—Rachel, ¿no estarás haciendo esto sólo para vengarte de Arnold?

—No. Creo que empecé a pensar en ello por una especie de autodefensa, y luego, aquel día tan espantoso, ya sabes, en esta habitación, tú estabas aquí, dentro de la barrera, por decirlo así, y hace tanto que te conozco. Es como si tuvieras un papel especial, como un caballero al que se le ha confiado un deber, mi caballero, tan necesario y precioso, y siempre te he visto un poco como un hombre sabio, algo así como un eremita o un asceta…

—Y a las damas siempre os ha fascinado seducir a los ascetas.

—Es posible. ¿Te estoy seduciendo? En cualquier caso he de hacer un acto de voluntad. Si no, me moriré de humillación o algo parecido. Siento que este momento es sagrado.

—La idea podría resultar bastante poco sagrada.

—También es idea tuya, Bradley. ¡Fíjate dónde estás!

—Somos dos personas convencionales y maduras.

—Yo no soy convencional.

—Bien, yo sí lo soy; aún no he llegado a la permisividad. Y tú eres la mujer de mi mejor amigo. Y con la mujer de nuestro mejor amigo no…

—¿Qué?

—No se inicia nada.

—Pero si ya se ha iniciado, está aquí, sólo queda por ver qué hacemos con ello. Bradley, confieso que disfruto bastante discutiendo contigo.

—Ya sabes dónde terminan las discusiones como ésta.

—Bajo las sábanas.

—¡Dios!, parecemos dos críos de dieciocho años.

—Esos ya no discuten.

—Mira, ¿todo esto se debe a que Arnold tiene un lío con Christian? ¿Está liado con Christian?

—No lo sé y ya no me importa.

—Todavía quieres a Arnold, ¿no?

—Sí, sí, sí, pero eso tampoco importa. Se ha comportado como un tirano demasiado tiempo. Debo tener un nuevo amor, un amor fuera de la jaula de Arnold…

—Supongo que las mujeres de tu edad…

—No me vengas con eso, Bradley.

—Me refiero a que es natural que uno desee un cambio, pero no hagamos nada…

—Bradley, con toda tu filosofía, por fuerza debes ver que no importa lo que hagamos.

—Sí que importa. Dijiste que no engañaríamos a Arnold. Importa si lo hacemos e importa si no lo hacemos.

—¿Es que le tienes miedo a Arnold?

Reflexioné y dije:

—Sí.

—Bien, pues deja de tenérselo. Querido, ¿no comprendes que de eso se trata? Debo verte sin temor. Eso es lo que representa ser mi caballero. Eso fue lo que me liberó. Y también en ti tendrá efectos maravillosos. ¿Por qué no puedes escribir? Pues porque eres un tímido y un reprimido y te sientes atado. Quiero decir de una forma espiritual.

Eso se parecía bastante a lo que yo había pensado.

—¿Debemos, pues, amarnos de forma espiritual?

—Bradley, mira, basta de discutir, desnudémonos.

Habíamos estado todo ese tiempo sentados el uno junto al otro, mirándonos, sin tocarnos, salvo cuando las puntas de sus dedos habían palpado levemente mi rostro, las solapas de mi chaqueta, mis hombros y mis brazos, como si me estuviera hechizando.

Rachel se volvió y de un solo y retorcido movimiento se despojó de la blusa y del sujetador. Desnuda de cintura para arriba, se quedó contemplándome. Esto ya era un asunto muy diferente.

Se estaba sonrojando y su rostro de pronto se tornó más tímido. Tenía los pechos voluminosos, redondos, con unos pezones enormes y oscuros. La cabeza de un cuerpo desvestido es muy distinta a la de un cuerpo vestido. El rubor se extendió por su garganta y se desvaneció en la profunda V de motas castañas que manchaban la piel entre sus pechos. Su cuerpo tenía aire de castidad, de no estar acostumbrado a exhibirse. Yo sabía que este gesto era totalmente inusitado. Y hacía mucho tiempo que no contemplaba los pechos de una mujer. Miré pero no me moví.

—Rachel —dije—, me siento enternecido y emocionado, pero esto me parece una imprudencia.

—Oh, basta ya. —Inopinadamente se me abrazó al cuello y me tumbó de espaldas sobre la cama. Hubo cierto forcejeo y al instante la tuve completamente desnuda junto a mí. Su cuerpo estaba ardiente. Jadeaba, sus labios oprimidos contra mi mejilla. Murmuró—:… Dios mío…

Quizá no sea muy galante yacer vestido, con los zapatos puestos, junto a una mujer desnuda y jadeante. Me incorporé sobre un codo para mirarla a la cara. No quería verme inmerso en ese cálido huracán. Observé su cara atentamente. En ella se pintaba un rictus que me recordaba ciertas ilustraciones japonesas, una mezcla de dolor y de gozo, los ojos entornados, la boca rectangular. Toqué sus pechos, rozándolos con mucha suavidad, escrutándolos con mi roce. Bajé la vista y contemplé su cuerpo rollizo, carnoso. Pasé la mano sobre su vientre y éste se contrajo bajo mis dedos. Me sentía excitado, aturdido, aunque no a causa del deseo. Me parecía estar fuera, viéndome como en un cuadro, un hombre maduro vestido con un traje oscuro y una corbata azul, tendido junto a una señora sonrosada, desnuda, con forma de pera.

—Bradley, desnúdate.

—Rachel —dije—, me siento, como he dicho, conmovido. Te estoy muy agradecido. Pero no puedo hacerte el amor. No es que no quiera, es que no puedo. La maquinaria no funcionará.

—¿Siempre tienes… dificultades?

—Lo de «siempre» no tiene aquí ningún peso. No he estado con una mujer desde hace muchos años. El privilegio es insólito e inesperado. Y no puedo estar a la altura de las circunstancias.

—Desnúdate. Sólo quiero abrazarte.

Yo experimentaba una asombrosa frialdad, viéndome todavía a mí mismo. Me quité los zapatos y los calcetines, los pantalones, los calzoncillos y la corbata. Una especie de instinto de autodefensa me hizo conservar la camisa, pero dejé que Rachel, con dedos ardientes y temblorosos, desabrochara los botones. Mientras yacía entre sus brazos, inmóvil y físicamente helado, y sus manos recorrían mi cuerpo tímidamente, vi por encima de la maraña de su pelo, a través de una rendija en las cortinas, las hojas de un árbol meciéndose en la brisa, y entonces sentí como si estuviera en el infierno.

—Estás frío como el hielo, Bradley. Parece que vayas a llorar. Descuida, querido, no importa.

—Sí que importa.

—La próxima vez todo irá mejor.

No habrá una próxima vez, pensé. Y entonces me sentí tan terriblemente apenado por Rachel, que la estreché entre mis brazos. Ella emitió un breve y excitado suspiro.

Entonces se oyó:

—¡Rachel! ¡Eh!, ¿dónde estás? —Era la voz de Arnold, llamando desde abajo.

Igual que las almas de los condenados hostigadas por la horquilla de Satanás, nos pusimos en pie de un salto. Me apresuré a recoger mis ropas, que estaban hechas un lío en el suelo. Parecían trenzadas entre sí. Rachel se había vestido con la blusa y la falda, sin ropa interior. Se apoyó en mí mientras mis manos trataban en vano de volver los pantalones del derecho; su aliento me hacía cosquillas en el oído.

—Le llevaré al jardín —dijo. Y salió, cerrando la puerta tras de sí. Oí voces abajo.

Tardé varios minutos en vestirme. Mis pantalones parecían anudados por sus extremos, y cuando por fin logré introducir un pie en una pernera, oí un desgarrón. Me puse los zapatos sin calcetines, empecé a quitármelos de nuevo, luego cambié de opinión. Los tirantes estaban hechos un ovillo. Llené mis bolsillos con la corbata, los calzoncillos y los calcetines. Cuando por fin me acerqué de puntillas a la ventana y atisbé por la rendija en las cortinas, vi a Arnold y a Rachel al fondo del jardín. Rachel tenía una mano apoyada en el hombro de Arnold y le indicaba una planta. Ofrecían una imagen bucólica.

Salí sigilosamente, bajé las escaleras y abrí la puerta principal. Una vez fuera, tiré de la puerta suavemente, pero no se cerró. Tiré con más fuerza y se cerró dando un portazo. Bajé corriendo por el sendero, resbalé sobre el musgo y caí estrepitosamente. Me puse en pie como pude y salí huyendo calle abajo.

Al llegar al final de la calle siguiente, reduje la marcha a un paso apresurado y, al doblar la esquina, me topé con alguien. Era una muchacha vestida con una prenda muy corta y rayada, con las piernas y los pies desnudos; era Julian.

—Perdón. Oh, Bradley, ¡qué estupendo! Habrás estado visitando a la familia. Lástima que yo no estuviera. ¿Vas hacia la estación? ¿Puedo acompañarte? —Dio media vuelta y echamos a andar juntos.

—Creí que estabas en un festival pop —dije, sin aliento, frenético de la emoción, aunque disimulándolo.

—No pude tomar el tren. Es decir, lo habría tomado de no importarme que me aplastaran, pero me importa mucho, soy algo claustrofóbica.

—Yo también. Los festivales pop no son sitio para los que tenemos claustrofobia.

Yo hablaba ahora sosegadamente, aunque pensaba: le dirá a Arnold que se ha encontrado conmigo.

—Supongo que no. Nunca he asistido a uno. Ahora te pondrás a sermonearme sobre drogas, ¿no?

—No. ¿Quieres que te sermonee?

—No me importaría que lo hicieras. Pero preferiría que me hablaras de Hamlet. Bradley, ¿crees que Gertrudis estaba confabulada con Claudio para asesinar al rey?

—No.

—¿Crees que había tenido una aventura con Claudio antes de que muriera su marido?

—No.

—¿Por qué no?

—Demasiado convencional —dije—. Le faltaba valor. Eso habría requerido un enorme valor.

—Claudio pudo haberla convencido, era muy poderoso.

—También lo era su marido.

—Sólo le vemos a través de los ojos de Hamlet.

—No. El espectro es un espectro real.

—¿Cómo lo sabes?

—Pues porque lo sé, sencillamente.

—En ese caso, el rey debió de ser un rollo.

—Ésa es otra cuestión.

—Creo que algunas mujeres sienten como un impulso nervioso de cometer adulterio, sobre todo cuando llegan a cierta edad.

—Posiblemente.

—¿Crees que el rey y Claudio simpatizaban?

—Existe la teoría de que estaban enamorados. Gertrudis mató a su marido porque éste tenía una aventura amorosa con Claudio. Hamlet lo sabía, desde luego. No es de extrañar que fuera un neurótico. Hay bastantes alusiones veladas al vicio contra natura. «Podrida mies que corrompió al hermano». Lo de la mies es fálico y el resto es un juego de…

—¡Caramba! ¿Dónde puedo leer todo eso?

—Te estoy tomando el pelo. Eso todavía no se les ha ocurrido, ni siquiera en Oxford.

Yo caminaba rápido y Julian tenía que dar de vez en cuando unas carreritas para alcanzarme, volviéndose todo el rato hacia mí, ejecutando una especie de danza a mi lado. Bajé la vista para contemplar sus sucios y bronceados pies ejecutando esos brincos, cabriolas y saltitos.

Nos acercábamos al punto donde yo la había visto aquel atardecer rompiendo las cartas de amor, cuando la confundí con un muchacho. Dije:

—¿Cómo está el señor Belling?

—Por favor, Bradley…

—Disculpa.

—No, ya sabes que puedes decirme lo que quieras. Todo eso ha terminado, gracias a Dios.

—¿Tu globo no volvió a ti? ¿No te despertaste un día y lo encontraste sujeto a tu ventana?

—¡No!

Su rostro, vuelto hacia mí, salpicado por el sol y las sombras, parecía muy juvenil, casi como el de una niña, con la ávida y concentrada seriedad de los jóvenes. Qué saludable y fresca se me antojó en aquellos momentos, con sus absurdos pies descalzos y su ingenua preocupación por los exámenes. Yo experimentaba una sensación de culpabilidad que en realidad era algo así como vergüenza ante ella. ¿Qué era lo que acababa de hacer, y por qué? La vida de un hombre debería ser sencilla y vivida abiertamente. Mentir merece mucho menos la pena, ni siquiera por motivos hedonistas, de lo que suele creerse en los círculos sofisticados. Me sentía abochornado y confuso, y eso me asustaba. También sentía una tierna compasión por Rachel, mezclada con el recuerdo de su cuerpo cálido y rollizo. Por supuesto que no la abandonaría en un momento de necesidad. Pero qué infernal mala suerte haberme tropezado con Julian. ¿Podía pedirle que no le contara a su padre que me había visto? ¿Se me ocurriría algún ingenioso motivo para rogárselo sin parecer un gusano? No podía limitarme a pedírselo y dejar que ella lo adivinara. Las mezquinas palabras me mancharían para siempre a sus ojos. Pero ¿no me había manchado ya bastante?

Y ¿era realmente importante lo que pensara Julian? Lo que pensara Arnold importaba muchísimo más.

En aquellos momentos Julian se detuvo ante la misma zapatería donde yo me separé de ella en la ocasión anterior.

—Me encantan esas botas, las de color púrpura, ¡ojalá no fueran tan caras!

Movido por un impulso, dije:

—Yo te las compraré.

Deseaba ganar tiempo para pensar en alguna forma conveniente y plausible de pedirle que guardara silencio.

—Pero, Bradley, no puedes, son demasiado caras, es muy amable de tu parte, pero no puedes…

—¿Por qué no? Hace siglos que no te hago un regalo. Solía hacértelos cuando eras pequeña. Vamos, sé valiente.

—Oh, Bradley, me encantaría, y eres tan amable; eso es aún mejor que las botas, pero no puedo…

—¿Por qué?

—Es que no llevo medias. No puedo probármelas así.

—Comprendo. A propósito, ese culto a los pies descalzos me parece una solemne estupidez. ¿Y si pisas cristales?

—Ya lo sé. A mí también me parece una estupidez, no volveré a hacerlo, sólo lo hice por lo del festival; es muy incómodo, los pies me duelen horrores. Qué lástima.

—¿No puedes comprarte unas medias?

—Por aquí no hay ninguna tienda…

Yo había estado hurgando en mi bolsillo buscando mi cartera. De pronto, al sacar la mano, un montón de cosas se desparramaron por el suelo: la corbata, los calzoncillos y los calcetines. Con el rostro encendido a causa de los remordimientos me abalancé sobre ellas.

—Anda, mira, qué suerte, puedo ponerme tus calcetines. Hace tanto calor que no me extraña que te los hayas quitado. ¿Puedo? ¿No te importa?

—Claro que puedes… esta mañana estaban limpios… ahora no es que estén precisamente…

—Bobadas, eso sí que es convencional, no como lo de no gustarle a uno los pies descalzos. Ay, Bradley, deseo tanto esas botas, pero es mucho dinero. ¿Y si te lo devuelvo cuando…?

—No. Basta de discutir. Aquí tienes los calcetines.

Se los puso enseguida, haciendo equilibrios sobre uno y otro pie mientras se aferraba a la manga de mi chaqueta. Entramos en el establecimiento.

Dentro hacía fresco y estaba en penumbra. Nada parecido a la tienda de pesadilla que nos perseguía a mi hermana y a mí; ni tampoco al recordado interior del seno materno. Era más parecido al templo de un culto desapasionado y un tanto asceta. Las hileras de receptáculos blancos (quizá conteniendo reliquias o exvotos), los silenciosos acólitos vestidos de oscuro, las voces quedas, las filas de asientos de meditación, las banquetas con forma rara. Los calzadores.

Nos sentamos el uno junto al otro y Julian dijo su número de pie. La joven vestida de negro empezó a ajustar la bota púrpura en torno al pie de Julian y mi calcetín de nailon gris. La alta bota envolvía su pierna y la cremallera se deslizó con suavidad hasta arriba.

—Se adapta divinamente. ¿Puedo probarme la otra?

Se calzó la otra bota con idéntica facilidad.

Julian se colocó ante el espejo y contemplé su imagen reflejada. Las botas le sentaban estupendamente. Por encima de la rodilla se veía un pedazo de muslo desnudo, un poco bronceado, luego el dobladillo de rayas azules, verdes y blancas de su vestido corto.

El gozo de Julian era de hecho indescriptible. Su rostro se derretía y brillaba, palmoteo inconscientemente, volvió corriendo a mi lado y me sacudió por los hombros, luego se apresuró a ponerse otra vez ante el espejo. En otras circunstancias aquello me habría conmovido profundamente. ¿Cómo había pensado yo en ella como la imagen de la vanidad? Ese gozo del animal joven en sí mismo era algo muy puro. No pude menos de sonreír.

—Bradley, ¿te gustan? ¿No parecen absurdas?

—Son imponentes.

—Estoy tan contenta, qué amable eres… ¡Muchas gracias!

—Gracias a ti. Ofrecer un regalo es una especie de autosatisfacción. —Pedí el tíquet.

Julian, exclamando, empezó a quitarse las botas. A continuación, luciendo todavía mis calcetines, que se había enrollado hasta los tobillos, y embelesada con su trofeo, cruzó una pierna sobre otra. Al contemplar yo las botas púrpura que yacían en el suelo, y luego los pies y las piernas de Julian, un poco más bronceadas por debajo de la rodilla y levemente cubiertas por un vello castaño, algo muy inesperado y excepcional sucedió. Aquella experiencia que yo había perseguido inútilmente mientras sostenía a Rachel desnuda entre mis brazos me sobrevino de pronto con una punzada de dolor y gran agitación: el deseo físico, con sus absurdos síntomas, alarmantes e inequívocos, la aspiración antigravitatoria del órgano masculino, uno de los fenómenos más raros e inquietantes de la naturaleza. Tan intensa era mi turbación, que trascendía el concepto. También sentía una ridícula e inclasificable sensación de júbilo. A la vez, la simple satisfacción que me produjo comprarle a la niña un obsequio se desató por un instante y me sentí dichoso. Levanté la vista. Julian me expresaba sonriente su gratitud. Me reí, a causa de la sensación física que me habían inspirado sus piernas y porque ella lo ignoraba. Ocultar nuestros paroxismos a menudo puede ser penoso, pero no deja de ser un privilegio y puede tener su lado cómico. Reí, y Julian, manifestando un infantil alborozo con sus botas, rió también.

—No, no voy a ponérmelas, hace demasiado calor —explicaba Julian a la dependienta—. Bradley, eres un ángel. ¿Puedo ir a visitarte pronto para hablar de Shakespeare? Tengo todos los días libres… el lunes, el martes… ¿qué te parece el martes por la mañana a las once en tu casa? O cuando me digas.

—De acuerdo, de acuerdo.

—¿Y hablaremos seriamente y estudiaremos el texto con todo detalle?

—Sí, sí.

—¡Qué contenta estoy con las botas!

Al separarnos delante de la estación y mirar yo aquellos ojos de un azul tan puro, no tuve valor para empañar su gozo pidiéndole que dijera una mentira, aunque entonces ya se me había ocurrido una fantástica historia bastante ingeniosa. Sólo más tarde recordé que ella se había ido con mis calcetines puestos.

Eran ya las doce del mediodía. Al volver a casa en dirección este me sentía bastante más sereno, y pronto lamenté mi «magnánima» incapacidad de pedirle a Julian que guardara silencio. Un absurdo sentido de la dignidad me había impedido tomar una precaución absolutamente esencial. Cuando Julian soltara que se había encontrado conmigo, ¿qué adivinaría Arnold? ¿Qué urdiría Rachel? ¿Qué confesaría? Tratando de centrar el problema sin conseguirlo, experimenté un excitado y doloroso sentimiento de culpabilidad no distinto de los deseos sexuales. Julian ya debía de haber llegado a su casa. ¿Qué estaría sucediendo? Tal vez nada. Sentí la imperiosa necesidad de telefonear a Rachel de inmediato, pero sabía que sería algo inútil. Lo de «enterarme de lo peor» tendría que esperar.

Había abandonado Charlotte Street cerca de las nueve y media. Ahora, con una súbita sensación de angustia respecto a Priscilla, entré en el piso, y al punto comprendí que algo extraño había sucedido. La puerta de la habitación de Priscilla estaba abierta de par en par. Entré en ella rápidamente. Priscilla había desaparecido. Christian estaba tendida en la cama leyendo una novela policíaca.

—¿Dónde está Priscilla?

—No te sulfures, Brad. Ha vuelto a mi casa.

Christian se había quitado los zapatos, que yacían en la cama. Sus esbeltas y sedosas piernas estaban airosamente cruzadas. Las piernas no tienen edad.

—¿Cómo te atreves a inmiscuirte una y otra vez en lo que no te concierne?

—No lo he hecho, vine a visitarla, y la encontré tan llorosa y deprimida, diciendo que pensabas irte y dejarla, que le dije: «¿Por qué no vuelves conmigo?», y ella respondió que lo estaba deseando, conque los envié a ella y a Francis a mi casa en un taxi.

—Mi hermana no es ninguna pelota de ping-pong.

—No te enfades, Brad. Ahora podrás marcharte con la conciencia tranquila.

—No quiero marcharme.

—Pues Priscilla creyó que sí.

—Ahora mismo voy a buscarla.

—Brad, no seas tonto. Es mucho mejor que esté en Notting Hill. Le he pedido a un médico que la visite esta tarde. Déjala en paz unos días.

—¿Ha acudido Arnold a ti esta mañana?

—Ha venido a verme. ¿Por qué dices «ha acudido a ti» en ese tono tan intencionado? Estaba muy disgustado por tu venenosa crítica. ¿Cómo se te ocurrió enviársela? ¿Por qué causar dolor sin más ni más? A ti no te habría gustado que te lo hicieran.

—¿Es que recurrió a ti como paño de lágrimas?

—No. Vino para discutir una cuestión de negocios.

—¿Negocios?

—Eso es. Vamos a montar un negocio juntos. A mí me sobra mucho dinero, y a él también. En Illinois no me pasé la vida ocupada con la Asociación de Damas. Ayudaba a Evans a dirigir sus negocios. Terminé dirigiéndolos sola. No voy a quedarme aquí de brazos cruzados. Pienso dedicarme al comercio de la lencería. Y Arnold va a asociarse conmigo.

—¿Por qué no me dijiste que eras judía?

—Nunca tuviste interés en averiguarlo.

—Así que Arnold y tú vais a hacer juntos un dinerito. ¿Se te ha ocurrido preguntarte cómo va a sentarle a Rachel?

—Yo no voy detrás de Arnold. Y a mí me parece que te encuentras en una posición más bien débil para criticar a los que persiguen a otros.

—¿Qué quieres decir?

—¿No vas detrás de Rachel?

—¿Qué te hace suponer eso?

—Rachel se lo dijo a Arnold.

—¿Rachel le dijo a Arnold que yo le iba detrás?

—Sí. Les hizo mucha gracia.

—Estás mintiendo —dije. Salí de la habitación. Oí decir a Christian:

—Brad, seamos amigos, por favor.

Ya había alcanzado la puerta de la casa con una intención general, ir en busca de Priscilla, y otra más inmediata, la necesidad de alejarme de Christian, cuando sonó el timbre. Abrí la puerta y allí estaba Arnold.

Esbozó una bien preparada sonrisa, irónica, compungida, en son de disculpa.

—Tu socia está aquí —dije yo.

—¿Así que te lo ha contado?

—Sí. Vais a dedicaros al comercio de la lencería. Pasa.

—Hola, encanto —dijo Christian a mis espaldas, saludando a Arnold. Desfilaron hacia la sala, y tras unos minutos de vacilación les seguí. Christian, que se estaba poniendo los zapatos, llevaba un hermoso vestido de algodón de un tono verde muy vivo. Desde luego, ahora veía yo con toda claridad que era judía: esa boca curvada y astuta, esa nariz marrullera y con la punta redondeada, esos ojos velados y traidores. Estaba tan hermosa como su vestido, una reina en Israel.

—¿Sabías que era judía? —le pregunté a Arnold.

—¿Quién? ¿Christian? Pues claro. Lo averigüé en nuestro primer encuentro.

—¿Cómo?

—Preguntando.

—Brad cree que mantenemos una relación amorosa —dijo Christian.

—Mira —respondió Arnold—, entre Chris y yo sólo hay amistad. Habrás oído hablar de eso, ¿no?

—Entre un hombre y una mujer no puede existir —dije. Sólo entonces de pronto comprendí con clarividencia que era una gran verdad.

—Sí que puede, si ambos son lo bastante inteligentes —afirmó Christian.

—Las personas casadas no pueden mantener amistades —dije—. Si lo hacen, le están siendo infieles al otro.

—No te inquietes por Rachel —dijo Arnold.

—Pues mira, sí que me tiene inquieto, aunque te parezca raro. Me inquietó mucho verla el otro día con el ojo a la funerala que le habías puesto.

—Yo no le puse el ojo a la funerala. Fue un accidente. Ya te lo expliqué.

—Antes de que sigamos —dije—, ¿no podrías rogarle a tu socia, que acaba de raptar a mi hermana por segunda vez, que se vaya, por favor?

—Ya me voy —dijo Christian—, pero antes permíteme que pronuncie un breve discurso. Mira, lamento mucho todo esto. Pero, en serio, Brad, estás viviendo en un mundo de fantasía. Yo estaba muy alterada emocionalmente cuando regresé y acudí directa a ti. Algunos hombres se habrían sentido halagados. Puedo haber rebasado los cincuenta años, pero no soy un vejestorio. En el barco me hicieron tres propuestas de matrimonio, y todas de hombres que ignoraban que fuese rica. Además, ¿qué tiene de malo ser rica? Es una cualidad, resulta atrayente. Las personas ricas son más agradables, menos quisquillosas. Soy un excelente partido. Y acudí a ti. Casualmente conocí a Arnold y estuvimos charlando y él me hizo muchas preguntas, estaba interesado. Eso hace que la gente entable amistad, y nosotros somos amigos. Pero no estamos viviendo una aventura amorosa. ¿Por qué habíamos de hacerlo? Somos demasiado inteligentes. No soy una jovencita minifaldera en busca de emociones. Soy una mujer muy lista que quiere pasarse el resto de su vida divirtiéndose, divirtiéndose por todo lo alto, y lo que pretendo es encontrar la felicidad, no líos emocionales. Ahora puedo comprender mi motivación. En Illinois estuve años sometiéndome a psicoanálisis. Quiero tener amistad con hombres. Quiero ayudar a la gente. ¿Sabías que ayudar a la gente es el medio de ser feliz? Y soy curiosa. Quiero conocer a muchas personas y descubrir qué las hace funcionar. No voy a enredarme con dramas bajo mano. Voy a vivir a plena luz. Y a plena luz es donde hemos estado Arnold y yo. Tú no lo has entendido. Quiero ser tu amiga, Brad.

Quiero que redimamos el pasado con nuestra amistad, como una especie de amor redentor…

Emití un gemido.

—No te burles de mí, estoy haciendo un esfuerzo. Ya sé que puedo parecerte ridícula…

—¡Qué ocurrencia!

—Las mujeres de mi edad fácilmente podemos parecer ridículas cuando de hecho hablamos en serio, pero, en cierto modo, puesto que tenemos menos que perder, también podemos ser más astutas. Y dado que somos mujeres, tenemos obligación de ir por ahí sembrando calor y ternura. No estoy tratando de acorralarte ni apresarte ni nada parecido. Sólo quiero que lleguemos a conocernos nuevamente y a lo mejor simpatizamos. En Illinois tuve mi buena dosis de desgracia, alejándome cada vez más del pobre Evans y recordando la ojeriza que habías llegado a sentir por mí, figurándote que siempre quería fastidiarte, y puede que fuera cierto, no me estoy justificando. Pero ahora soy algo más lista y creo ser mejor persona. ¿Por qué no nos vemos un día tú y yo para charlar sobre los viejos tiempos, sobre nuestro matrimonio…?

—Sobre el cual, imagino, ya habrás discutido con Arnold.

—¿Y por qué no? Es lógico que él sintiera interés, y yo fui sincera. No es un tema sagrado, ¿por qué no iba a discutirlo? Creo que tú y yo deberíamos procurar ser francos el uno con el otro y hablar de estas cosas para que dejen de oprimirnos. Sé que a mí me haría mucho bien. Oye, ¿te has psicoanalizado alguna vez?

—¿Psicoanalizarme yo? ¡Por supuesto que no!

—Pues no estés tan seguro de que fuera una pérdida de tiempo. A mí me parece que estás hecho un lío.

—Pídele a tu amiga que se vaya, ¿quieres? —le dije a Arnold.

Él sonrió.

—Ya me voy, ya me voy, Brad. Mira, no es preciso que me respondas ahora, pero piensa en ello. Te suplico humildemente, y lo de humildemente lo digo en serio, que hablemos pronto, como es debido, que hablemos sobre el pasado, sobre lo que se torció, y que lo hagas no porque ello va a ayudarte, sino porque va a ayudarme a mí. Esto es todo. Piénsalo. Hasta la vista.

Se encaminó hacia la puerta.

—Espera un momento —dije—. A alguien que se ha pasado años sometiéndose a psicoanálisis esto puede parecerle pueril, pero resulta que no me caes bien, sencillamente, y no deseo verte.

—Ya sé que estás asustado…

—No estoy asustado. Lo que pasa es que te detesto. Eres el tipo de mujer insinuante y que trafica con el poder que detesto. No puedo perdonarte y no quiero verte.

—Debe de ser el clásico amor-odio

—Amor, no. Sólo odio. Ya que eres tan inteligente, ten la franqueza de aceptarlo. Y otra cosa. Cuando Arnold y yo nos hayamos dicho lo que tenemos que decirnos, iré a recoger a mi hermana y después de esto toda relación entre tú y yo habrá terminado.

—Mira, Brad, quiero añadir otra cosa. Creo comprender tus motivos…

—Lárgate. ¿O prefieres que recurra a la violencia?

Ella se rió divertida, una risa de lengua encarnada y dientes blancos.

—Vaya, ¿y eso qué querrá decir, me pregunto? Más vale que te andes con cuidado, en la Asociación de Damas aprendí kárate. En fin, me marcho. Pero piensa en lo que he dicho. ¿Por qué elegir el odio? ¿Por qué no elegir la felicidad y el hacernos un poco de bien mutuamente, para variar? Conforme, conforme, ya me voy, adiós.

Salió y la oí reír mientras cerraba la puerta principal.

Me encaré con Arnold y dije:

—No sé qué te imaginas que Rachel…

—Bradley, no golpeé a Rachel adrede, sé que tuve la culpa, pero fue un accidente. ¿Me crees?

—No.

Aquel sentimiento de pura y tierna compasión hacia Rachel retornó a mí, nada de tonterías sobre piernas, sólo compasión.

—Alto, alto. A Rachel no le pasa nada. Eres tú quien se indigna respecto a Christian y yo. Es natural que Christian te inspire un sentimiento de posesión…

—¡Eso no es cierto!

—Pero, te lo aseguro, aquí sólo hay amistad. Rachel lo ha comprendido. Eres tú quien se ha inventado ese mito sobre tu exmujer y yo. Y pareces estar empleándolo como pretexto para importunar a Rachel de una forma que de ser yo más chapado a la antigua podría llegar a enojarme. Por fortuna, Rachel se lo ha tomado con sentido del humor. Me ha contado que te has presentado esta mañana, acusándome y dispuesto a consolarla. Claro que sé, eso lo sabemos todos, que aprecias a Rachel. Ese sentimiento ha sido un aspecto de nuestra amistad. Siempre nos has apreciado a los dos. Y no me malinterpretes, Rachel no sólo se lo ha tomado como una broma, se siente muy conmovida. A toda mujer le gusta que la cortejen. Pero cuando te pones a importunarla colmándola de atenciones y de paso insinuando que yo le soy infiel, eso se convierte en algo que ella lógicamente no está dispuesta a consentir. No sé si crees en realidad que Chris y yo somos amantes, o si fingiste creerlo ante Rachel. Pero, desde luego, ella no cree una sola palabra en ese sentido.

Arnold estaba sentado con las piernas estiradas hacia delante, apoyadas en los talones. Una pose característica en él. En su rostro se pintaba la afectuosa y divertida expresión de ironía que en un tiempo atrás me agradaba mucho.

—Tomemos una copa —dije yo. Me acerqué a la alacena de nogal.

No se me había pasado por la cabeza que Rachel pudiera defenderse sacrificándome a mí. Había imaginado, en el caso de producirse una revelación, una pelea enardecida, o acusaciones mutuas, a Rachel deshecha en llanto. O mejor dicho, para ser sincero, no había imaginado nada con detalle. Cuando obramos mal, solemos anestesiar nuestra imaginación. Sin duda, para la mayoría de la gente, esto es un requisito previo a obrar mal, y de hecho forma parte de ello. Supuse que habría jaleo, y por lo visto estaba tan resignado a que lo hubiera que ni siquiera me molesté en contarle a Julian un cuento, o, lo que habría sido más sencillo, negar que estuve en su casa. («Tenía intención de ir a visitaros, pero de pronto no me sentí bien»: todo habría sido preferible a quedarse cruzado de brazos). Pero mi visión se había inhibido ante lo que supondría aquel jaleo. Así actúan siempre los que rondan por los confines de los matrimonios, sin preocuparse del verdadero carácter de los dramas que se desarrollan tras esa misteriosa y sagrada barrera.

Como cabe suponer, debía sentirme, y en cierto modo me sentía, aliviado de que el asunto se llevara tan en silencio. Pero también me sentía irritado y disgustado, y me entraron ganas de aplastar la satisfacción de Arnold mostrándole la carta de Rachel. La carta estaba sobre la mesa de aletas, donde incluso divisaba una esquina del sobre asomando por debajo de unos papeles. Esa traición no fue contemplada en serio, naturalmente. Es prerrogativa de la mujer salvarse a expensas del hombre. Y pese a que, según parecía en aquellos momentos, lo ocurrido había sido idea de Rachel y no mía, yo debía asumir toda responsabilidad y sufrir las consecuencias. Resolví que no debía ponerme a discutir ni refutar la opinión expuesta, sino liquidar el asunto tan fríamente como pudiera. Entonces se me ocurrió: ¿no estará Arnold mintiendo? Bien podía estar mintiendo respecto a Christian. ¿Mentiría también respecto a Rachel? ¿Qué había pasado entre Arnold y su mujer? ¿Lo sabría algún día?

Miré a Arnold y comprobé que él me miraba a mí. Parecía inmensamente divertido. Tenía buen aspecto, sano, fuerte, joven, y su enjuto, pálido y grasiento semblante parecía el de un sagaz universitario. Parecía un universitario muy listo burlándose de su profesor.

—Bradley, lo que he dicho sobre Chris y yo es cierto. Mi trabajo me importa demasiado para meterme en líos. Y Christian también es sensata. De hecho, es la mujer más sensata que he conocido. ¡Qué sentido más práctico tiene de la vida!

—El tener un sentido práctico de la vida es perfectamente compatible con acostarse contigo, digo yo. En cualquier caso, como me has indicado amablemente, no me incumbe. Lo lamento si he ofendido a Rachel. Nada más lejos de mi ánimo que importunarla con mis atenciones. Me sentía deprimido y ella me consoló. Trataré de alborotar menos. ¿Podemos dejarlo así?

—He leído tu presunta crítica con cierto interés.

—¿A qué viene llamarla presunta crítica? Se trata de una crítica. No voy a publicarla.

—No debiste enviármela.

—Cierto. Y si ello te sirve de satisfacción, siento haberlo hecho. ¿No podrías romperla y olvidarte de ella?

—Ya la he roto. Se me ocurrió que podía verme tentado a leerla de nuevo. No puedo olvidarla. Bradley, ya sabes lo vanidosos y susceptibles que somos los artistas.

—Lo sé por mi propia experiencia.

—No te estaba excluyendo. Nosotros, tú también. Cuando te ves atacado a través de tu obra, eso se te clava como una espina en el corazón. No me refiero a que te preocupes de los periodistas, me estoy refiriendo a las personas que conoces. Estas imaginan a veces que pueden aborrecer la obra de alguien y seguir siendo amigo suyo. Eso es imposible. La ofensa es imperdonable.

—De manera que nuestra amistad ha llegado a su fin.

—No. Porque en ocasiones, excepcionalmente, se puede superar la ofensa sintiéndose más cerca de la otra persona. Creo que ése es nuestro caso. Pero hay una o dos cosas que debo añadir.

—Adelante.

—Tú, y no eres el único, todo crítico tiende a hacerlo, te expresas como si estuvieras dirigiéndote a una persona con una invencible autocomplacencia; te expresas como si el artista no advirtiera nunca sus errores. Lo cierto es que la mayoría de los artistas comprenden sus fallos mucho mejor que los críticos. Sólo que, como es natural, no hay razón para airear en público ese conocimiento. Cuando se pretende publicar una obra hay que dejar que la obra hable por sí misma. Sería impensable acompañarla lamentándose: «¡Ya sé que no vale nada!». Hay que mantener la boca cerrada.

—Por supuesto.

—Sé que soy un mediocre.

—Ya.

—Creo que lo mío tiene cierto mérito, o no lo habría publicado. Pero yo vivo, vivo, con un total y persistente sentimiento de fracaso. Siempre estoy derrotado, siempre. Cada libro mío es la ruina de una idea perfecta. Los años van pasando y sólo tenemos una vida. Si tenemos sólo una cosa y nada más que una debemos actuar y seguir adelante y perseverar tratando de hacerlo mejor. Por eso todo artista debe establecer un ritmo de trabajo. No creo que yo lo hubiese hecho mejor si escribiera menos. La única consecuencia sería que habría menos de lo que pudo haber habido. Y también menos de mí. Tal vez esté equivocado, pero opino así y defiendo esta opinión. ¿Comprendes?

—Sí.

—También disfruto con ello. Para mí es un producto natural de la joie de vivre. ¿Por qué no? ¿Por qué no iba a ser feliz pudiendo serlo?

—Eso digo yo.

—Una alternativa sería imitar lo que tú haces. No concluir nada, no publicar nada, alimentar una constante inquina contra el mundo en general, y vivir con una idea no realizada de la perfección que te hace sentirte superior a los que se esfuerzan y fracasan.

—Con qué claridad lo has expresado.

—¿No estás disgustado conmigo?

—No.

—Bradley, no te enojes, nuestra amistad se ha debilitado por el hecho de tener yo éxito y tú no, me refiero en un sentido mundano. Temo que eso sea cierto, ¿no?

—Sí.

—Créeme, no pretendo molestarte; de modo instintivo, me estoy defendiendo de ti. A menos que lo haga con razonable eficacia, sé que voy a sentir un hondo resentimiento y no quiero sentirlo. ¿No es eso simple psicología?

—Sin duda.

—Bradley, no debemos ser enemigos. No quiero decir únicamente que sería grato que no lo fuéramos, sino que sería fatal que lo fuéramos. Podríamos llegar a destrozamos. Bradley, di algo, por el amor de Dios.

—Cómo te gusta el melodrama —dije—. Yo no podría destrozar a nadie. Me siento viejo y estúpido. Sólo me importa llegar a escribir mi libro. Hay un libro, eso me ocupa del todo. El resto es paja. Lamento haber disgustado a Rachel. Creo que será conveniente que me ausente un tiempo de Londres. Necesito un cambio.

—Deja de estar tan ensimismado y tranquilo. ¡Grita, agita los brazos! Maldíceme, interrógame. Debemos estar más cerca el uno del otro, o estamos perdidos. La mayor parte de las relaciones amistosas constituyen una especie de hostilidad semicongelada y por desarrollar. Debemos luchar a fin de amar. No me demuestres esa frialdad.

—No creo lo que me has dicho sobre ti y Christian —dije.

—Estás celoso.

—Lo que pretendes es que me ponga a gritar y a gesticular, pero no vas a conseguirlo. Aunque no le estés haciendo el amor a Christian, vuestra «amistad», como lo denominas, debe ofender a Rachel.

—Mi matrimonio es un organismo muy resistente. Toda esposa tiene momentos de celos. Pero Rachel sabe que es la única mujer en mi vida. Cuando se lleva años durmiendo junto a una mujer, ésta se convierte en parte de ti mismo, no es posible una separación. Algunas personas ajenas, deseosas de que así fuera, tienden a subestimar la resistencia de un matrimonio.

—No me sorprendería.

—Bradley, veámonos un día de éstos y hablemos como es debido, no sobre temas enojosos, sino de literatura, como solíamos hacer. Voy a escribir otro análisis crítico sobre Meredith. Me gustaría mucho conocer tu opinión.

—¡Meredith! Sí.

—Y me gustaría mucho que vieras a Christian y que hablaras con ella a fondo. Ella necesita esa conversación contigo, lo que dijo acerca de una redención no era una tontería. Sería muy provechoso. Deseo que la veas.

—Lo que Christian podría llamar tu motivación es algo oscuro para mí.

—No te refugies en la ironía. ¡Dios, parece que tenga que convencerte! Despierta de una vez, vas por ahí sumido en un trance. Tenemos que luchar por ser francos. Vale la pena, ¿no?

—Sí. Arnold ¿Puedes irte ahora? ¿Te importa? Puede que yo me esté haciendo viejo, pero ya no resisto tan bien como antes estas emotivas conversaciones.

—Escríbeme. Solíamos escribirnos. No nos dejemos de lado estúpidamente.

—De acuerdo. Lo siento.

—Yo también lo siento.

—Bien, ¿quieres hacer el favor de irte de una puñetera vez?

—¡Querido Bradley, eso está mucho mejor! Adiós, pues. Hasta pronto.

Esperé a oír los pasos de Arnold alejándose por la plazuela; luego marqué el número de los Baffin. Julian contestó al teléfono. Colgué enseguida.

Pensé: ¿qué le habrán contado a Julian?

—¿Sabe él que estás conmigo?

—Me ha enviado él.

Era la mañana siguiente y Rachel y yo estábamos sentados en un banco de Soho Square. Brillaba el sol y había un polvoriento y derrotado olor a Londres en plena canícula: aceitoso, sucio, acre, melancólico y viejo. A nuestro alrededor había unos pichones desgreñados y de aspecto envejecido que nos contemplaban con sus ojos duros e insensibles. Otros bancos estaban ocupados por gente desalentada. El cielo sobre Oxford Street era de un azul sofocante e implacable. Aunque todavía era temprano, yo estaba sudando.

Rachel, que no cesaba de frotarse los ojos y agachar la cabeza, parecía una persona enferma. Su apatía y su cara hinchada y fatigada me recordaban a Priscilla. Sus ojos tenían la mirada vaga y no querían mirarme. Llevaba un vestido sin mangas de color crema. La espalda estaba desabrochada, la cremallera a medio subir, revelando una espina dorsal protuberante y cubierta de un vello rojizo. Un tirante satinado, no limpio, colgaba sobre la señal de la vacuna en su rollizo y pálido brazo. Las sisas del vestido se clavaban en la abultada carne del hombro. El cabello rojo estaba apelmazado y ella se lo retorcía constantemente, estirándoselo hacia la cara con un ademán instintivo de ocultación. Encontré ese desaliño ligeramente sucio y descuidado físicamente atrayente. Había en él una suerte de intimidad, y me sentí mucho más próximo a ella que la vez que estuvimos tendidos en la cama. Aquello se me antojaba ahora una pesadilla. También sentía hacia ella esa confusa compasión que previamente había reconocido y experimentado. No es cierto que la compasión sea una pobre sustituía del amor, aunque muchos de los que la inspiran lo creen así. Con frecuencia es el mismo sentimiento del amor.

Sin pensarlo, dije:

—¡Pobre Rachel, pobre Rachel!

Ella rió con una especie de gruñido, arándose del pelo, y dijo:

—Sí. ¡Pobre Rachel!

—Lo siento, yo… ¡Maldita sea! ¿Quieres decir que te dijo: «Ve a ver a Bradley»?

—Sí.

—Pero ¿cuáles fueron sus palabras exactamente? Los que no sois escritores nunca describís las cosas con exactitud.

—No lo sé. No me acuerdo.

—Rachel, tienes que acordarte. No debe de hacer ni dos horas que…

—Bradley, no me atormentes. Siento como si me cortaran a rajas y fuera atropellada por todo, me parece estar bajo la cuchilla del arado.

—Conozco esa sensación.

—No creo que la conozcas. Tu vida funciona a la perfección. Eres libre. Tienes dinero. Te preocupas por tu trabajo, pero puedes irte al campo o marcharte al extranjero y ponerte a pensar en cualquier hotel. Dios, ¡ojalá estuviera yo en un hotel! ¡Eso sería el paraíso!

—Lo de «preocuparse uno por su trabajo» puede responder a una especie de infierno.

—Todo eso es trivial, ¿cómo se dice…?, frívolo. Todo es… ¿cómo se dice…?

—Gratuito.

—No forma parte de la vida real, de lo que es obligatorio. Toda mi vida es una obligación. Mi hija, mi marido, todo es una obligación. Estoy enjaulada.

—A mí no me vendrían mal algunas obligaciones en la vida.

—No sabes lo que dices, Bradley. Tú tienes dignidad. Las personas solteras pueden tener dignidad. Una mujer casada no tiene dignidad, no tiene pensamientos que se sostengan por sí mismos. Es una subdivisión de la mente de su marido, y éste puede derramar infelicidad en la conciencia de ella cuando le apetezca, como la tinta que se extiende por el agua.

—Rachel, creo que estás desvariando. Una comparación sorprendente, pero nunca he oído tantos disparates.

—Bueno, puede que sólo esté describiendo lo que ocurre entre Arnold y yo. No soy más que una excrecencia sobre él. No tengo vida propia. No puedo afectarle. Ni siquiera lo haría si me suicidara. Eso le interesaría, tendría su propia teoría al respecto. No tardaría en encontrar a otra mujer con la que se llevaría mejor, y se pondrían a discutir mi caso.

—Rachel, esos pensamientos son muy mezquinos.

—Bradley, tu simplicidad me encanta. ¡Como si yo pudiera seguir comprendiendo ese lenguaje! Le estás hablando a un sapo, a un gusano partido en dos que se retuerce.

—Rachel, no me disgustes más.

—Eres muy sensible, ¿no? ¡Y pensar que te tenía por un caballero andante!

—Bastante tronado…

—Tú eras algo aparte. ¿Comprendes?

—¿Algo así como una amplia explanada donde plantar tu tienda? ¿O nos estamos pasando con lo de las comparaciones?

—Te burlas de todo.

—No, es una forma de expresarme. Deberías conocerme.

—Sí, sí, te conozco. Lo he embarullado todo. Te he estropeado incluso a ti. Hasta de ti se ha apoderado Arnold. Te estima mucho más que a mí. Él se apodera de todo.

—Rachel, escucha. Mi relación contigo no es parte de mi relación con Arnold.

—Valientes palabras. Pero ahora sí lo es.

—Te ruego que trates de recordar lo que te ha dicho esta mañana, ya sabes, cuando te ha pedido…

—¡Me estás hiriendo y fastidiando! Ha dicho algo como: «No creas que no debes ir a ver a Bradley. Es más, deberías ir a verle enseguida. Estará loco por verte y discutir sobre nuestra conversación. ¿Por qué no vas a hablar francamente con él y aclararlo todo? A ti te dirá más de lo que me diría a mí. Está algo molesto y eso le hará bien. Anda, vete».

—¡Dios! ¿Acaso pretende que le repitas la conversación que tengamos?

—Tal vez.

—¿Y vas a hacerlo?

—Tal vez.

—No comprendo esta situación.

—Ja, ja.

—¿Está Arnold liado con Christian?

—Tú estás enamorado de Christian.

—No seas tonta. ¿Está Arnold…?

—No lo sé. Esa pregunta empieza a cansarme. Posiblemente no lo esté en el sentido literal de la palabra, pero no importa. Él se conduce como un hombre libre, siempre lo ha hecho. Si quiere ver a Christian, va y la ve. Van a emprender juntos un negocio. Me importa un bledo que también se acuesten juntos.

—Rachel, procura ser algo más concisa. ¿Es cierto que Arnold piensa que te estoy importunando contra tu voluntad? ¿O se lo ha inventado para suavizar las cosas?

—No sé lo que piensa y me tiene sin cuidado.

—Te ruego que hagas un esfuerzo. La verdad importa mucho. ¿Qué ocurrió ayer exactamente, cuando volvió Arnold y nosotros estábamos…? Haz el favor de describir los hechos con detalle. Quiero una descripción que empiece por «bajé corriendo las escaleras».

—Bajé corriendo las escaleras. Arnold había salido a la veranda, de modo que me colé por la cocina, salí al pasaje lateral y aparecí en el jardín como si acabara de verle; luego lo conduje hasta el fondo del jardín para mostrarle algo, le retuve allí y todo pareció salir a pedir de boca. Entonces, a la media hora más o menos, se presentó Julian diciendo que se había encontrado contigo y que le habías dicho que venías de nuestra casa.

—No lo dije. Ella debió de suponerlo y yo no lo negué.

—Bueno, viene a ser lo mismo. Julian nos contó que le habías comprado unas botas. Debo admitir que aquello me sorprendió un poco. Eres un tipo muy frío. En fin, el caso es que Arnold enarcó las cejas, ya sabes que tiene esa costumbre. Pero no dijo nada mientras Julian estuvo con nosotros.

—Espera un momento. ¿Notó Arnold que Julian llevaba puestos mis calcetines?

—¡Ah! Ésa es otra cosa. No, no lo creo. Julian subió enseguida a probarse las botas. No volví a verla hasta que Arnold salió para ir a verte. Entonces ella me explicó lo de los calcetines. Le pareció la mar de divertido.

—Es que me los había metido en el bolsillo y…

—Sí, eso me figuré. A propósito, aquí los tienes. Te los he lavado. Todavía están algo húmedos. Le advertí a Julian que no te nombrara delante de Arnold durante unos días. Le dije que estaba muy enfadado por lo de la crítica. Conque me imagino que el incidente de los calcetines ha quedado zanjado.

Hice desaparecer aquellos objetos lacios y grises, un sórdido recordatorio.

—Continúa, ¿qué dijo Arnold cuando se fue Julian?

—Me preguntó por qué no le había dicho que habías venido.

—¿Y qué dijiste?

—¿Qué podía decir? Me pilló desprevenida. Me reí y le dije que me habías estado fastidiando. Le conté que te habías puesto un poco emotivo y que te despedí, y que no se lo había dicho para no perjudicarte.

—¿No se te ocurrió nada mejor que eso?

—Pues no, no se me ocurrió. Mientras Julian estuvo con nosotros no podía pensar, y algo tenía que decir. En mi cabeza no había más que la verdad. Lo mejor era contarle la verdad a medias, de forma confusa.

—Pudiste inventarte una mentira.

—Tú también. No tenías necesidad de dejar que Julian adivinara que habías estado de visita.

—Lo sé, lo sé. ¿Te creyó Arnold?

—No estoy segura. Él sabe que soy una mentirosa, me ha pillado en muchas mentiras. Él también miente. Nos aceptamos mutuamente como un par de embusteros, es lo que hacen la mayoría de los matrimonios.

—Rachel, Rachel…

—Qué pena te da este mundo tan imperfecto, ¿verdad? En fin, a él no le preocupa realmente. Si yo tuviera algún asunto, eso tranquilizaría su conciencia y le dejaría más libre. Y mientras él siga mandando y pueda seguir atosigándote un poco, incluso le divertiría. Él no te considera una amenaza seria para nuestro matrimonio.

—Ya.

—Y tiene toda la razón. No existe tal amenaza.

—¿Ah, no?

—No. Tú me has seguido el juego por un confuso sentimiento de afecto y compasión. No protestes, lo sé. En cuanto a que Arnold no te tome por un libertino, no creo que eso vaya a asombrarte. Lo curioso es que Arnold te aprecia mucho.

—Sí —dije—. Y lo curioso es que aunque creo que en algunos aspectos habría como para insultarle, yo también le estimo mucho.

—De manera que, como habrás visto, el drama está entre él y tú. Yo, como de costumbre, sólo soy una cuestión marginal.

—No, no.

—Los hombres, cuando habláis entre vosotros, traicionáis instintivamente a las mujeres, no podéis remediarlo. Arnold te estaba demostrando cierto desprecio al fingir ante ti que había creído en mis palabras. Desprecio hacia mí y desprecio hacia ti. Sin embargo, algún guiño te haría…

—No hizo ningún guiño.

—No me estaba refiriendo a un guiño en el sentido literal de la palabra, tonto. En fin, mi breve reivindicación de libertad no ha durado mucho, ¿eh? Ha terminado en un pequeño lío indigno y sórdido y con Arnold tomando de nuevo las riendas. ¡Dios!, qué mezcla tan rara de odio y amor es el matrimonio… A Arnold le temo y le aborrezco, y hay momentos en que hasta podría matarle. Pero a pesar de eso, también le amo. Si no le amara, él no tendría este terrible poder sobre mí. Y le admiro, admiro su obra, sus libros me parecen maravillosos.

—¡Rachel, no es posible!

—Y esa crítica tuya me ha parecido ruin y estúpida.

—Vaya, vaya…

—Te corroe la envidia.

—No discutamos eso, Rachel, te lo ruego.

—Lo siento. Me siento como rota. Estoy resentida contigo por no haber tenido tú el gesto o la suerte de… rescatarme o defenderme o algo parecido. Ni siquiera sé lo que digo. No es que quiera abandonar a Arnold, no podría hacerlo, me moriría. Sólo quiero tener un poco de vida privada, de intimidad, disfrutar de algunas cosas mías que no estén enteramente teñidas o saturadas de Arnold. Pero, según parece, eso es imposible. Tú y él volveréis a enredaros otra vez y…

—¡Vaya una frase!

—Tendréis vuestras charlas intelectuales mientras yo estoy fuera fregando los cacharros y escuchando vuestras voces hablando sin cesar. Será como en los viejos tiempos.

—Querida Rachel, escucha —dije—, ¿por qué no has de tener algo privado? No me refiero a una aventura sentimental, ninguno de los dos tenemos temperamento para eso. Confieso que estoy terriblemente reprimido, aunque ello me tiene sin cuidado. Y una aventura nos envolvería en mentiras y no estaría bien…

—¡Con qué sencillez lo expones!

—No quiero alentarte a que engañes a tu marido…

—¡Ni yo te he pedido que lo hagas!

—Hace años que nos conocemos y nunca nos habíamos sentido realmente cerca. Ahora de golpe topamos el uno con el otro y todo sale mal. Eso podría hacernos retroceder al punto anterior o quizá incluso más lejos. Sugiero que no lo hagamos. Podemos ser amigos. Arnold me soltó un discurso acerca de la amistad que tenía con Christian…

—¿Ah, sí?

—Sugiero que tú y yo nos dediquemos a construir una amistad, nada clandestino, todo muy alegre y como debe ser…

—¿Alegre?

—¿Por qué no? ¿Por qué ha de ser triste la vida?

—Eso me pregunto yo muchas veces.

—¿Por qué no podemos querernos un poco y hacernos mutuamente más felices?

—Me gusta eso de «un poco». Eres un hombre de pesos y medidas.

—Intentémoslo. Te necesito.

—Eso es lo mejor que me has dicho hasta ahora.

—Arnold no puede oponerse a…

—No, si le encantaría. Eso es lo malo. Bradley, a veces me pregunto si realmente tienes condiciones para ser escritor. Tus opiniones sobre la naturaleza humana son de una ingenuidad…

—Cuando una persona se propone algo, lo más aconsejable suele ser una simple formulación. Además, lo moral es muy sencillo.

—Y nosotros debemos ser morales, ¿no?

—En resumidas cuentas, sí.

—En resumidas cuentas. Esto sí que es divertido. ¿Vas a dejar a Priscilla con Christian?

Aquello no me lo esperaba.

Dije:

—Por el momento. —No había decidido qué hacer con Priscilla.

—Priscilla es un completo desastre. No te la sacarás nunca de encima. A propósito, he decidido no cuidar de ella. Acabaría por volverme loca. Además, la dejarás con Christian. Irás a visitarla allí. Y te pondrás a hablar con Christian y discutiréis las causas por las que vuestro matrimonio fracasó, tal como dijo Arnold que debías hacer. No te das cuenta de lo seguro que está Arnold de que él es el centro de todo. Nosotros, los seres insignificantes como tú y como yo, somos los mezquinos, envidiosos y celosos. Arnold se siente tan satisfecho de sí mismo que es auténticamente generoso, eso es virtud. Sí, acabarás por volver con Christian. Ésa es la meta. No lo moral, sino el poder. Ella es una mujer muy poderosa. Es como un imán. Es tu sino. Y lo curioso es que Arnold creerá que ha sido obra suya. Todos somos su gente. Christian es tu sino.

—¡De ningún modo!

—Dices «de ningún modo» pero por dentro sonríes. También tú te sientes fascinado por ella. Así que, como verás, nuestra amistad nunca será posible, Bradley. No soy más que un apéndice, no puedes separarme, tendrías que centrarte mucho en mí, y no lo harás. Estarás pensando en Christian y en lo que sucede por allí. Incluso durante lo nuestro estabas celoso de lo de ella y Arnold…

—Rachel, sabes bien que todo esto es indigno, cruel y disparatado. No soy una persona fría y calculadora. No soy más que un atolondrado que espera que le perdonen algún día, lo mismo que tú.

—Un atolondrado que espera ser perdonado. Eso suena muy modesto y conmovedor. Posiblemente fuera de gran eficacia en uno de tus libros. Pero siento una especie de desesperación que me vuelve ciega y sorda. Tú no lo entenderías. Vives abiertamente con todo lo tuyo esparcido a tu alrededor. A mí me están despedazando dentro de una máquina. Ni siquiera el decir que todo es culpa mía tiene el menor sentido. Pero no te preocupes demasiado por mí. Me figuro que eso les sucederá a todos los casados. Ello no me impide disfrutar de una taza de té.

—Rachel, ¿seremos amigos, no te alejarás de mí corriendo? No es preciso que te muestres digna conmigo.

—Qué mojigato eres, Bradley. No puedes remediarlo. Eres una persona profundamente estirada y mojigata. Sin embargo, tu intención es buena, eres un buen tipo. Puede que más adelante me alegre de que dijeras todas esas cosas.

—Esto es un pacto, pues.

—De acuerdo —dijo ella. Luego agregó—: Hay mucho fuego en mi interior, ¿sabes? No soy una ruina como la pobre Priscilla. Todavía me queda mucho fuego y mucha fuerza. Sí.

—Por supuesto…

—Tú no lo comprendes. No me estoy refiriendo a nada que tenga que ver con la simplicidad o el amor. Ni siquiera me refiero al propósito de sobrevivir. Me refiero a fuego. Fuego. Lo que atormenta. Lo que mata. En fin…

—Rachel, mira. El sol está brillando.

—No te pongas soso.

Echó la cabeza hacia atrás, se puso en pie súbitamente y se lanzó a través de la plaza como una máquina a la que acabaran de poner en marcha silenciosamente. Yo corrí tras ella y la tomé de la mano. Su brazo estaba rígido, pero se volvió hacia mí esbozando una mueca-sonrisa como las que a veces adoptan las mujeres, sonriendo a través de su fatiga y con deseos de entregarse al llanto. Al aproximarnos a Oxford Street apareció ante nosotros la torre de correos, con gran fuerza y claridad, resplandeciente, peligrosa, marcial y distinguida.

—Mira, Rachel.

—¿El qué?

—La torre.

—Ah, eso. Bradley, no sigas. Me voy a la estación.

—¿Cuándo te veré?

—Nunca, supongo. No. No. Llámame. Mañana no.

—Rachel, ¿estás segura de que Julian no sabe nada de… nada?

—Completamente segura. ¡Y no es probable que nadie vaya a decírselo! Dime una cosa: ¿cómo se te ocurrió comprarle esas botas tan caras?

—Quería ganar tiempo para pensar en una forma verosímil de pedirle que no dijera que me había visto.

—Pues no parece que emplearas el tiempo muy provechosamente.

—No, yo… Es verdad.

—Adiós, Bradley. Incluso, gracias.

Rachel se fue. La vi desaparecer entre la muchedumbre, su gastado bolso azul balanceándose, la rolliza y pálida carne de su brazo temblando levemente, su cabello apelmazado, su rostro aturdido y fatigado. Con gesto mecánico se había subido el tirante que le colgaba. Luego la vi otra vez, y otra y otra más. Oxford Street estaba llena de mujeres maduras fatigadas y con el rostro aturdido, empujándose ciegamente como una horda de animales. Crucé la calle deprisa y giré hacia el norte, en dirección a mi apartamento.

Pensé: debo irme, debo irme, debo irme. Pensé: me alegro de que Julian no sepa nada de todo esto. Pensé: puede que fuera más conveniente que Priscilla se quedara en Notting Hill. Pensé: puede que sí que vaya a ver a Christian, después de todo.

Al aproximarme ahora al primer punto culminante de mi libro, permíteme hacer una pausa, querido amigo, para refrescarme de nuevo charlando un rato directamente contigo.

Vistos desde la paz y el aislamiento de nuestro presente paraíso, los sucesos acaecidos en ese breve intervalo entre la primera aparición de Francis Marloe y mi conversación con Rachel, en Soho Square, deben parecer una trama de absurdos. Es evidente que la vida está llena de imprevistos. Pero a la intensidad de esa impresión también contribuimos nosotros con nuestra ansiedad y nuestro miedo. La ansiedad es lo que mejor caracteriza al animal humano. Es quizá el nombre más general para todos los vicios cuando operan en un bajo nivel. Es una suerte de concupiscencia, de temor, envidia, de odio. Ahora que soy un afortunado solitario, puedo, al tiempo que va disminuyendo la ansiedad, medir tanto mi libertad como mi previa servidumbre. Tienen suerte los que son suficientemente conscientes de este problema para realizar un mínimo esfuerzo encaminado a reprimir esa ofuscadora preocupación. Quizá sin las circunstancias de una vida dedicada, no sea posible realizar más que ese mínimo esfuerzo.

La tendencia natural del alma humana es hacia la protección del ego. La fuerza arrolladora de esa tendencia puede reconocerse fácilmente mediante la introspección, y sus resultados están a la vista por doquier. Ansiamos ser más ricos, más guapos, más inteligentes, más fuertes, más adorados y aparentemente más buenos que los demás. Digo «aparentemente» porque el hombre común, mientras codicia la riqueza real, por lo general sólo codicia el bien aparente. La carga que supone el verdadero bien es instintivamente tachada de intolerable, y aspirar a ella sería sacar de quicio los otros deseos vulgares con arreglo a los cuales vivimos. Desde luego, muy rara vez y sólo por un instante, hasta el peor de los hombres puede aspirar a la bondad. Todo artista puede percibir su magnetismo. Empleo aquí la palabra «bien» a guisa de velo. Lo que encubre puede conocerse, pero no así ser nombrado. La mayoría de nosotros nos salvamos de la autodestrucción en medio de un caos de brutal y pueril egoísmo, no por el magnetismo de ese misterio sino por lo que de manera pomposa se denomina «deber» y más apropiadamente «costumbre». Dichosa es la civilización que puede criar a hombres acostumbrados desde la infancia a juzgar como inconcebibles, al menos algunas de las actividades naturales del ego.

Este entrenamiento, cuya eficacia, en circunstancias favorables, puede durar toda la vida, se considera trivial cuando irrumpe el horror: en la guerra, en los campos de concentración, en la espantosa intimidad de la familia y el matrimonio.

Con estas observaciones presento un nuevo análisis de mi reciente conducta (por decirlo así), que ahora deseo, mi querido amigo, exponer ante ti. En lo tocante a Rachel puse en funcionamiento una combinación de temas no demasiado elegantes. Creo que su emotiva carta fue el punto crucial. Qué peligrosos instrumentos son las cartas. Una carta puede ser infinitamente releída y reinterpretada, estimula la imaginación y la fantasía, persiste, es un testimonio candente. Hacía mucho tiempo que yo no recibía nada semejante a una carta de amor. Y el mismo hecho de tratarse de una carta y no de una expresión de viva voce, le otorgó un poder abstracto sobre mí. Con frecuencia realizamos en nuestra vida importantes jugadas en una situación desindividualizada. De pronto creemos estar simbolizando algo.

Esto puede ser una fuente de inspiración y también un medio para disculparnos. La intensidad de la carta de Rachel comunicaba autoimportancia, energía, el sentido de desempeñar un papel.

A la vez me sentí movido, como he dicho, por la idea de humillar a Arnold, sobre todo al excluirle de un secreto. También ese instinto puede a menudo conducirnos a obrar mal. Ver a alguien que «no está al corriente» es verle disminuido. Mi resentimiento hacia Arnold no concernía exclusivamente a nuestra común y larga amistad. Se derivaba asimismo de la conmoción que había experimentado al ver a Rachel tendida en su lecho en la habitación con cortinas y cubriéndose el rostro con la sábana. Fue entonces cuando concebí por ella aquella poderosa compasión, la cual, si bien estaba contaminada, quizá como lo está toda compasión, por un sentido de superioridad, representaba los pequeños fragmentos de una emoción moderadamente limpia en medio de la amalgama. ¿Creí a Arnold cuando me dijo que había sido «un accidente»? Es posible. Tal vez, en la penumbra de mi compasión egoísta, empezara a ver a Rachel a través de los ojos de Arnold, como una mujer madura, levemente histérica y no siempre veraz. Cuando uno trata con una pareja de casados, no le es posible mantenerse neutral. El ardiente poder magnético de la opinión que cada cónyuge tiene del otro hace oscilar al espectador. También me sentía resentido con Rachel por haberme obligado a conducirme de manera ridícula. Es difícil perdonar a quienes nos hacen perder la dignidad.

La vanidad y la ansiedad me habían implicado con Rachel, así como la envidia (de Arnold), la compasión, una suerte de amor y ciertamente la aparición intermitente de deseos físicos. Como he explicado, los cuerpos humanos, incluso entonces (y no debido a un mérito especial por mi parte), solían inspirarme indiferencia. Los experimentaba involuntariamente y sin llegar a hacerme estremecer en los metros atestados. Pero, en general, esos tegumentos del alma por aquel entonces me traían bastante sin cuidado. Mis amigos, naturalmente, poseían unas facciones, mas el resto, en lo que a mí se refería, podía ser ectoplasma. Yo no era por naturaleza ni un sobón ni un mirón. Por tanto, fue interesante para mí comprobar que deseaba besar a Rachel, que deseaba, después de un intervalo considerable, besar a una determinada mujer. Eso era parte de mi emoción ante la idea de desempeñar un papel nuevo. Sin embargo, al besarla, no abrigaba la menor intención de ir más lejos. Lo que sucedió después no fue más que un embrollo involuntario. Claro está que no me desentendí de él, y hasta supuse que podía tener graves consecuencias. Como efectivamente las tuvo.

Sospecho que todavía no he logrado reflejar con exactitud la peculiar condición de mi amistad con Arnold. Acaso deba intentar describirla de nuevo. Yo era, como he dicho, su «descubridor»: al principio su protector. Él era mi agradecido protegé. Recuerdo, incluso, que por aquella época yo le consideraba como una mascota. (Arnold se parece a un terrier). Hasta existía entre nosotros un chiste «perruno», perdido ahora en la historia. El veneno se introdujo paulatinamente, derivado sobre todo del hecho de su éxito (mundano) y de mi fracaso (mundano). (¡Cuán difícil es, siquiera para el más inteligente de nosotros, mostrarse indiferente al mundo!). Pero hasta en esto nos comportábamos, hasta un punto asombroso, como caballeros. Es decir, yo fingía una magnanimidad y él una humildad que en parte sentíamos. Tal fingimiento es esencial en las vidas de nosotros, los seres imperfectos. Nuestra relación jamás estuvo ociosa. Era evidente que pensábamos continuamente en el otro. Él era (aunque desde luego no en el sentido que le atribuía Marloe) el hombre más importante de mi vida.

Y esto resulta notable por cuanto yo tenía muchas amistades masculinas, empleados de la oficina como Hartbourne y Grey-Pelham, así como escritores, periodistas, abogados y eruditos, a los que no menciono sencillamente porque en este drama no tuvieron papel alguno. No sería excesivo afirmar que Arnold me fascinaba. En nuestra amistad había una cualidad áspera, no del todo «cordial», que le confería un sentido de la realidad. Conversar con él era provocar una nueva corriente de pensamiento. Asimismo, y paradójicamente, él se me antojaba a veces una emanación de mí mismo, un otro yo extraviado y ajeno. Él me hacía reír a carcajadas. Su cara perruna, aduladora y humorística me gustaba, y también sus ojos pálidos e irónicos. Era mordaz, siempre levemente burlón, siempre levemente agresivo, siempre coqueteando levemente conmigo (no puedo evitar esa palabra). Tenía plena conciencia de ser el hijo díscolo y hasta un tanto amenazador. Desempeñaba el papel con gracia y con afabilidad, generalmente. Sólo años más tarde, y tras varias disputas, empecé a verle como la causa de un dolor que me obligó a retraerme un poco. Sus observaciones me parecían «inútiles». Y mientras discurría mi vida sin ese gran don en el que creía ciegamente, el fácil éxito que Arnold conseguía me irritaba más y más.

¿Estoy siendo injusto con él como escritor? Es posible. Alguien dijo una vez que «todos los escritores contemporáneos son o nuestros amigos o nuestros enemigos»; y enjuiciar con objetividad al grupo de los contemporáneos es ciertamente difícil. La escandalizada irritación que me asaltaba cuando veía que uno de sus libros recibía una crítica favorable tenía parte de sus orígenes en la mezquindad, por supuesto. Pero también había puesto gran empeño, numerosas veces, en reflexionar de manera racional sobre el valor de la obra de Arnold. Creo que mis reparos se basaban en que era un charlatán. Por cierto, escribía de forma muy descuidada. Pero su charlatanería no era tan sólo despreocupada e insustancial, era un aspecto de lo que podría denominarse su «metafísica». Arnold aspiraba continuamente, por decirlo así, a apoderarse del mundo vertiéndose sobre el mismo como agua de colonia. Ese extenso y católico imperialismo era extraño a mi idea del arte, mucho más exigente, como la condensación y el refinamiento de una concepción hasta hacer de ella prácticamente nada. Siempre he creído que el arte es un aspecto de lo bueno que tiene la vida, y, por consiguiente, difícil, mientras que Arnold, lamento decirlo, consideraba el arte como algo «divertido». Ése era el caso, pese a esa pomposidad «mitológica» que ha llevado a algunos críticos a tomarle en serio como «pensador». Arnold nunca trabajó lo de su «simbolismo». Él veía significado por doquier, todo era vagamente parte de su mito. Todo le gustaba y todo lo aceptaba. Y si bien «en la vida» era un hombre inteligente, un intelectual y un hábil argumentador, «en el arte» se ablandaba y no atinaba a hacer distinciones. (Lo de hacer distinciones es el centro del arte, como es el centro de la filosofía). La causa de su fracaso, al menos en parte, se debía a una especie de fervorosa y parlanchina religiosidad. En cierto modo, un tanto oscuro, era discípulo de Jung. (No pretendo mostrarme irrespetuoso con ese teórico, cuya obra simplemente me parece ilegible). Para Arnold, el artista, la vida era tan sólo una grande y maravillosa metáfora. Creo que sería oportuno no seguir describiéndole, puesto que ya me parece percibir el veneno filtrándose en mi voz. Mi amigo P. me ha enseñado mucho respecto a la absoluta necesidad espiritual del silencio. Como artista, esto lo había conocido yo con anterioridad de forma más modesta e instintiva, y tal conocimiento configuró el género de desdén que siempre sentí por Arnold.

Mis relaciones con mi hermana eran mucho más sencillas y a la vez mucho más complejas. Las relaciones fraternas suelen ser complicadas y sin embargo aceptadas de modo tan natural por los sujetos no sofisticados, que a menudo éstos se ven inconscientemente atrapados en una maraña de amor y odio, de rivalidad y solidaridad. Como ya he explicado, me identificaba con Priscilla. Mi escandalizado disgusto ante la dicha de Roger fue una reacción de autodefensa. Me sentía indignado por la impunidad con que ese marido trocaba a su madura esposa por una muchacha joven. Tal es el sueño de todo marido, sin duda; sólo que en este contexto la madura esposa era yo. En efecto, y de manera extraña, mi compasión por Rachel se derivaba de mi compasión por Priscilla, pese a que Rachel era un caso muy distinto, mucho más resistente, más inteligente, más interesante y más atractiva. Por otra parte, Priscilla me irritaba hasta el extremo de la crueldad. A los lloricas y a los quejicas jamás he podido soportarlos. (Me sentí conmovido cuando Rachel habló de «fuego». La aflicción debería arrojar chispas, no inducir a la autocompasión). El silencio que yo siempre había valorado incluía el firme propósito de callar aunque me golpearan. Tampoco doy pie para que me hagan lacrimosas confidencias. El lector habrá observado lo rápidamente que le cerré la boca a Francis Marloe. También en esto éramos distintos Arnold y yo. Aunque alegaba que era parte de su «trabajo» como escritor, él alentaba continua e indiscriminadamente a las personas a que le relataran sus cuitas. (Esa habilidad la puso en práctica la primera vez que vio a Christian). Ello, por supuesto, tenía más que ver con una malsana curiosidad que con la conmiseración, y a menudo inducía a errores y a la consiguiente amargura. Arnold era un gran «sonsacador» de personas de ambos sexos. Yo detestaba eso. Para volver a Priscilla, sin embargo, aunque sus aflicciones me afectaban mucho, no deseaba verme envuelto en ellas. Siempre he creído que para ser un buen prójimo es esencial tener un sentido realista de las propias limitaciones como auxiliador. (Arnold carecía absolutamente de este sentido). Yo no iba a dejar que Priscilla entorpeciera mi trabajo.

Y me negaba a considerarla, tal como hacía Rachel, «acabada». A las personas no se las destruye tan fácilmente.

El hecho de que Christian se hiciera cargo de Priscilla, aunque totalmente «obsceno», se estaba convirtiendo más en un problema que en un ultraje. Yo tendía cada vez más a dejar la situación como estaba. Christian no sacaría provecho de su rehén. Pero tampoco creía que ella fuera a abandonar o a «quitarse de encima» a Priscilla. Quizá también en esto le había influido Arnold. En ciertas personas la voluntad sustituye a la moralidad. Lo que Arnold calificaba de «dominio». Christian, mientras fue mi esposa, se había servido de esa voluntad para invadir y conquistarme. Otro hombre se habría rendido a cambio de un matrimonio que hasta pudo haber sido feliz. Es frecuente ver a hombres viviendo felices, poseídos y dirigidos (tripulados, como se tripula una embarcación) por mujeres de tremenda voluntad. Lo que me salvó de Christian fue el arte. Mi espíritu de artista rechazaba esa invasión masiva. (Era como una invasión de microbios). El odio que durante todos estos años había alimentado hacia ella era el producto natural de mi lucha por la supervivencia, con su primaria punta de lanza. Para derrocar a un tirano, en público o en privado, se tiene que aprender a odiar. Ahora, sin embargo, al no verme en realidad amenazado y deseoso de ser más objetivo, yo veía lo bien, lo inteligentemente que se había organizado Christian. Puede que el conocimiento de que ella era judía hubiera alterado mi visión. Casi me sentía dispuesto para un nuevo género de contienda en la que yo la derrotaría con toda facilidad. El exorcismo final sería una exhibición de fría y divertida indiferencia. Pero esos pensamientos eran un tanto oscuros. Lo principal era que ahora estaba dispuesto a confiar en que Christian se mostraría práctica y fiable con respecto a Priscilla, ya que yo no tenía la menor intención de ser ninguna de esas dos cosas.

A la luz de acontecimientos posteriores, casi todo lo que había hecho a lo largo de la época narrada hasta aquí, me inclinaba a considerarlo censurable. Supongo que la maldad humana es a veces el resultado de una especie de perverso propósito descaradamente consciente. (Yo solía pensar que Christian era malvada en tal sentido, aunque más adelante esto se me antojó bastante exagerado). Pero con mayor frecuencia es resultado de una inadvertencia semideliberada, como una desvanecida relación con el tiempo. Como he dicho antes, todo artista sabe que el espacio entre una fase en que su obra es demasiado informe para haberse comprometido y otra en que es demasiado tarde para mejorarla, puede ser estrecho como un alfiler. Quizá el genio consista en desplegar esa estrecha zona como un alfiler hasta que abarque todo nuestro tiempo de trabajo. La mayoría de los artistas, por pura ociosidad, aburrimiento, incapacidad para poner atención, van y vienen de una fase a otra, pese a los buenos propósitos y a la esperanza con que inician cada nueva obra. Esto es, por supuesto, un problema moral, ya que todo arte es una lucha para llegar a ser, en cierta manera, virtuoso. En los actos cotidianos del agente moral hay una transición análoga. Pasamos por alto lo que hacemos hasta que es demasiado tarde para modificarlo. Nunca nos permitimos concentrarnos de manera total en los momentos de decisión; y éstos, aun cuando los buscamos, a menudo son difíciles de encontrar. Dejamos que esa imprecisa corriente de nuestro ser, que busca de placeres y evita incomodidades, nos empuje hacia delante hasta el momento en que anunciamos que no podemos hacer otra cosa. Hay, pues, una eterna discrepancia entre el autoconocimiento que adquirimos mediante una objetiva observación de nosotros mismos y la autoconciencia que es subjetiva; discrepancia que seguramente impide que accedamos a la verdad. Nuestro autoconocimiento es demasiado abstracto, nuestra autoconciencia demasiado íntima, desvanecida, aturdida. Tal vez una suerte de integridad de la imaginación, un genio moral, podría verificar la escena, produciendo por un minuto una sensibilidad y un control del momento en calidad de función de una conciencia mucho más amplia. ¿Puede existir una felicidad natural, shakespeariana, por decirlo así, en la vida moral? ¿O están en lo cierto los sabios orientales al asignar como tarea a sus discípulos una gradual y total destrucción del ego soñador?

De hecho, el problema permanece oscuro porque ningún filósofo y apenas ningún novelista ha logrado explicar de qué está hecho eso tan curioso, la conciencia humana. Cuerpo, objetos externos, recuerdos fugaces, cálidas fantasías, otras mentes, culpa, temor, vacilación, mentiras, gozos, congojas, insoportables dolores, un millar de cosas a las que las palabras sólo pueden aproximarse, muchas de ellas fundidas entre sí en una sola unidad de conciencia. Que la responsabilidad humana sea posible bien podría desconcertar a un estudioso extragaláctico de ese extraño método de proceder a través del tiempo. ¿Cómo puede manipularse y mejorar tal cosa? ¿Cómo se puede variar la calidad de la conciencia? Fluye en torno a la «voluntad» como el agua en torno a una piedra. ¿Podría la oración continua servir de algo? Dicha oración debería ser la incesante inserción de sucesivos gránulos de preocupación antiegoísta en cada una de esas unidades multiformes. (Esto, claro está, nada tiene que ver con «Dios»). Hay tanto cascajo en el fondo del contenedor. Casi todas nuestras preocupaciones naturales son ruines, y en la mayoría de los casos el revoltijo de la conciencia sólo se unifica a través de la experiencia del arte sublime o del amor intenso. Sin embargo, nada de eso venía al caso en mi despistada y desordenada conducta.

Quizá no haya conseguido subrayar lo mucho que en aquel tiempo estaba dominado por una creciente y poderosa sensación de la inminencia de una gran obra de arte en mi vida. Ese pequeño gránulo irradiaba cada uno de los «estados» de mi conciencia de tal forma que, aun cuando escuchaba la voz de Rachel, por ejemplo, o contemplaba el rostro de Priscilla, al mismo tiempo pensaba: el momento ha llegado. Es decir, no pensaba esas palabras, no pensaba nada con palabras; sólo era consciente de que algo grande, oscuro y maravilloso iba a producirse en un futuro próximo, magnéticamente vinculado a mí, vinculado a mi mente, a mi cuerpo, que a veces temblaba y oscilaba literalmente bajo esa inmensa y autoritaria fuerza de atracción. ¿Qué imaginaba yo que sería mi libro? Lo ignoraba. Pero, de manera instintiva, presentía tanto su ser como su excelencia. Un artista, en un estado de poder, está unido al tiempo por una serena relación. La fruición es sencillamente cuestión de aguardar. La obra se anuncia a sí misma, a menudo emerge entera, llegado el momento, si el aprendizaje ha sido adecuado. (Al igual que el sabio pasa años observando la rama de bambú y luego la arranca de súbito y sin esfuerzo). A mí me parecía que lo único que necesitaba era soledad.

Lo que constituyen los frutos de la soledad, mi querido amigo, ahora lo sé mejor y más profundamente que entonces, gracias a mis experiencias y gracias a tu sabiduría. La persona que yo era entonces parece cautiva y ciega. Mis instintos eran verdad y mi sentido de la orientación acertado. Pero el camino resultó mucho más largo de lo que yo había anticipado.

A la mañana siguiente, es decir, al otro día de mi deprimente conversación con Rachel, empecé de nuevo a hacer mi equipaje. Había pasado una noche agitada, como si la cama estuviera ardiendo debajo de mí. Había decidido irme al campo. También había decidido llegarme hasta Notting Hill, visitar a Priscilla y tener con Christian una fría charla de negocios. No intentaría ver a Rachel o a Arnold antes de irme. A ambos les escribiría sendas cartas desde mi retiro. Me apetecía escribir esas cartas; afectuosa y alentadora para Rachel, compungida e irónica para Arnold. Necesitaba tiempo para reflexionar y resolver esa situación, defenderme y darles una satisfacción. Para Rachel, una amitié amoureuse, para Arnold, una batalla.

La mente, tan a menudo ocupada con su propio bienestar, siempre está archivando y catalogando con sensibilidad los modos en que nuestro autorrespeto (vanidad) se ha visto dañado. Al mismo tiempo, anda diligentemente descubriendo medios para repararlo. Me sentía apenado y avergonzado de que Rachel me considerara un atolondrado fracasado, y Arnold fingiese, en un sentido no especificado, «haberme descubierto». (Y, lo que era peor, «¡haberme perdonado!»). La reflexión sobre lo sucedido ya estaba pintándome el cuadro una vez más. Yo era lo bastante fuerte para «mantenerlos a raya» a los dos, consolando a Rachel y siguiéndole a Arnold el juego. La sensación de desafío que ello comportaba ya lograba que mi maltrecha vanidad levantara un poco la cabeza.

Yo consolaría a Rachel con un amor inocente. Tal resolución y el sonido de esa grata palabra hicieron que me sintiera en aquella trascendental mañana un hombre mejor. Pero lo que ocupaba más bien mis pensamientos era la imagen de Christian; su imagen más que un propósito definido con respecto a ella. Esas imágenes que flotan en la cueva de la mente (y, pese a lo que digan los filósofos, la mente es una oscura cueva llena de seres que van y vienen) no son, desde luego, apariciones neutrales, sino que están ya saturadas de criterio, están morbosamente teñidas de juicio. Mi viejo y venenoso odio por aquella mandona volvía a mí en oleadas intermitentes. También experimentaba el mencionado deseo, no muy edificante, de borrar, con un alarde de indiferencia, la poco digna impresión que yo había dado. Había desplegado una emoción excesiva. Ahora, en cambio, debía ponerme a observar con fría curiosidad. Mientras ensayaba contemplar su imagen potente, parecía disolverse y cambiar ante mis ojos. ¿Empezaba por fin a recordar que una vez la había amado?

Volví a la realidad y cerré la maleta. Estaba ansioso de ponerme manos a la obra con el libro. Un día de soledad, y me sería posible escribir algo, un algo precioso y preñado como una semilla que está germinando. Con esto acompañándome en mi vida, podría hacer las paces con el pasado. Y no estaba pensando en reconciliaciones o exorcismos, sino en liberarme de la carga de remordimientos que llevaba arrastrando toda la vida.

Sonó el teléfono.

—Soy Hartbourne.

—Ah, hola.

—¿Por qué no viniste a la fiesta?

—¿Qué fiesta?

—La de la oficina. La celebramos precisamente el día que dijiste que te iba bien.

—Dios mío. Lo lamento.

—A todos les supo muy mal.

—Lo lamento mucho.

—Nosotros también.

—Yo… en fin… espero que la fiesta fuera divertida…

—Pese a tu ausencia, la fiesta fue un éxito.

—¿Quiénes estabais?

—Toda la pandilla de antes. Bingley, Grey-Pelham, Dyson, Randolph, Matheson, Hadley-Smith y…

—¿Fue la mujer de Grey-Pelham?

—No.

—Me alegro. Hartbourne, lo siento.

—No te preocupes, Pearson. ¿Quedamos para almorzar juntos?

—Me voy de la ciudad.

—Ya, qué le vamos a hacer… Ojalá pudiera irme yo. Envíame una postal.

—Oye, lo siento…

—No te preocupes.

Colgué el auricular. Sentía que la mano del destino pesaba sobre mí. Hasta el ambiente se había vuelto espeso, como impregnado de incienso o polen. Miré el reloj. Era hora de ir a Notting Hill. Me detuve unos instantes para contemplar la dama del búfalo que yacía de costado en la vitrina lacada. No me había atrevido a enderezar la pata del búfalo por temor a partir el delicado bronce. Miré hacia el punto donde una línea de sol oblicua dibujaba un arbotante sobre el muro exterior, haciendo resaltar la suciedad con labrado relieve, perfilando los ladrillos. La habitación, el muro, temblaban de precisión, como si el mundo inanimado estuviera a punto de pronunciar una palabra.

Entonces sonó el timbre de la puerta. Fui a abrirla. Era Julian Baffin. La miré perplejo.

—¡Bradley, lo habías olvidado! He venido por lo de la conferencia sobre Hamlet.

—No lo había olvidado —dije, maldiciendo en mi interior—. Pasa.

Ella me precedió hasta la sala y acercó un par de sillas con el respaldo en forma de lira a la mesa de marquetería que había en el centro. Se sentó y abrió su libro. Lucía las botas púrpura, unas medias rosa y un vestido corto color malva que parecía una camisa. Se había peinado o amontonado su mata de pelo castaño dorado en una especie de cresta. Su cara estaba reluciente, veraniega, saludable.

—Veo que llevas las botas —dije.

—Sí. Hace demasiado calor para llevarlas, pero quería enseñártelas. Estoy tan contenta y agradecida… ¿Seguro que no te importa que hablemos de Shakespeare? Pareces a punto de irte a algún sitio. ¿Te acordabas de que iba a venir?

—Desde luego.

—Bradley, cómo me tranquilizas. Todo el mundo me irrita menos tú. No he traído los textos. Imagino que tendrás uno.

—Sí. Aquí está.

Tomé asiento frente a ella. Julian estaba sentada de medio lado, con las botas juntas, exhibiéndose. Me senté a horcajadas, aferrando la silla entre las rodillas. Abrí el ejemplar de Shakespeare que tenía delante. Julian rió.

—¿De qué te ríes?

—De lo prosaico que eres. Estoy segura de que no me esperabas. Te habías olvidado hasta de que yo existía. Pareces un maestro de escuela.

—Tal vez tú también me tranquilices.

—Esto es divertidísimo, Bradley.

—No ha pasado nada todavía. Quizá no resulte tan divertido. ¿Qué te parece que hagamos?

—Yo te haré preguntas y tú las contestas.

—Pues adelante.

—Mira, he traído un montón de preguntas que hacerte.

—Esta ya la he contestado.

—Sobre Gertrudis y… Sí, pero lo que me has dicho no me convence.

—¿Vas a hacerme perder el tiempo con tus preguntas para luego no creer lo que te diga?

—Bueno, eso podría ser el punto de partida para una discusión.

—Así que también vamos a discutir…

—Si tienes tiempo… Ya sé que soy afortunada porque me dediques un poco de tu tiempo, con lo ocupado que estás.

—No estoy ocupado. No tengo nada que hacer.

—Creí que estabas escribiendo un libro.

—Mentiras.

—Me estás tomando el pelo otra vez.

—Bien, adelante, no dispongo de todo el día.

—¿Por qué Hamlet retrasó la muerte de Claudio?

—Porque era un joven intelectual, soñador y escrupuloso que no iba a cometer un asesinato de manera impulsiva sólo por tener la impresión de haber visto un espectro. Pasemos a la siguiente pregunta.

—Pero, Bradley, tú mismo dijiste que el espectro era real.

—Ya sé que el espectro es real, pero Hamlet no.

—Ah. Pero debía haber otra razón más importante para que él lo aplazara, ¿no es de eso de lo que trata la obra?

—No dije que no hubiera otra razón.

—¿Cuál es?

—Él identifica a Claudio con su padre.

—¿De veras? ¿Así que eso es lo que le hace vacilar, porque quiere a su padre y no puede tocar a Claudio?

—No. A su padre lo odia.

—¿Y no sería eso un motivo para que asesinara a Claudio de inmediato?

—No. Al fin y al cabo él no asesinó a su padre.

—Pues no veo que el identificar a Claudio con su padre le haga no matar a Claudio.

—Él no disfruta odiando a su padre. Le hace sentirse culpable.

—¿Así que está como paralizado por los remordimientos? Pero él no lo dice. Es un estirado. Fíjate en lo antipático que se muestra con Ofelia.

—Eso es parte de lo mismo.

—¿Qué quieres decir?

—A Ofelia la identifica con su madre.

—Pero yo creía que él quería a su madre.

—Ahí está la cosa.

—¿Qué quieres decir con que ahí está la cosa?

—A su madre la censura por haber cometido adulterio con su padre.

—Espera un momento, Bradley, me estoy haciendo un lío.

—Claudio no es más que una continuación de su hermano en un nivel consciente.

—Pero no se puede cometer adulterio con el marido, no es lógico.

—El subconsciente no sabe nada de lógica.

—¿Quieres decir que Hamlet está celoso, que está enamorado de su madre?

—Esa es más o menos la idea. Una idea tediosamente común, me parece.

—Ah, eso.

—Eso.

—Ya comprendo. Pero todavía no comprendo que creyera que Ofelia es Gertrudis, no se parecen en nada.

—El subconsciente se complace en identificar a las personas entre sí. Sólo tiene algunos personajes con que jugar.

—¿Así que muchos actores tienen que desempeñar el mismo papel?

—Sí.

—Me parece que no creo en el subconsciente.

—Buena chica.

—Bradley, te estás burlando otra vez.

—En absoluto.

—¿Por qué no podía Ofelia salvar a Hamlet? En realidad, ésta es otra de mis preguntas.

—Porque, mi querida Julian, las jóvenes puras e inocentes no pueden salvar del desastre a hombres mayores que ellas, complicados, neuróticos y supereducados, por mucho que ellas se engañen pensando que sí pueden.

—Ya sé que yo soy ignorante, y no puedo negar que soy joven, pero no me identifico con Ofelia.

—Claro que no. Te identificas con Hamlet. Eso le pasa a todo el mundo.

—Supongo que uno se identifica siempre con el héroe.

—No en las grandes obras de la literatura. ¿Acaso te identificas con Macbeth o con Lear?

—No, bueno, no de esa forma…

—¿O con Aquiles, Agamenón, Eneas, Raskolnikov, madame Bovary, Marcel, Fanny Price o…?

—Espera un segundo. De algunas de esas personas no había oído hablar. Y creo que sí que me identifico con Aquiles.

—Háblame de él.

—Bradley… es que no se me ocurre… ¿No mató a Héctor?

—Déjalo. ¿Has comprendido el punto que he querido destacar?

—No estoy muy segura de cuál es ese punto.

—Hamlet es una excepción porque es una gran obra de literatura en la que todo el mundo se identifica con el héroe.

—Ya. ¿Y eso la hace menos buena que otras obras de Shakespeare? Me refiero a las que son buenas.

—No. Es la más grande de las obras de Shakespeare.

—Entonces aquí ha pasado algo raro.

—Exacto.

—Bueno, ¿qué es, Bradley? Oye, ¿te importa que tome algunas notas sobre lo que hemos dicho antes, eso de que Hamlet creyera que su madre había cometido adulterio con su padre y todo lo demás? Caramba, qué calor hace aquí. Por favor, ¿podríamos abrir la ventana? ¿Y tienes inconveniente en que me quite las botas? Me están cociendo viva.

—Te prohíbo que tomes notas. No puedes abrir la ventana. Puedes quitarte las botas.

—Muchas gracias por ese alivio. —Se bajó la cremallera de las botas, exhibiendo, sus piernas enfundadas en medias rosa. Se admiró las piernas, movió los dedos de los pies, se desabrochó otro botón del cuello, y luego se echó a reír.

—¿Te importa que me quite la chaqueta? —pregunté.

—Claro que no.

—Verás mis tirantes.

—Qué divertido. Debes de ser el único hombre en Londres que todavía lleva tirantes. Se están convirtiendo en accesorios tan raros y excitantes como las ligas.

Me quité la chaqueta, dejando al descubierto unos tirantes grises, sobrante del ejército, sobre una camisa gris con rayas negras.

—Me temo que no sean muy excitantes. De haberlo sabido me habría puesto los rojos.

—¿De manera que no me esperabas?

—No seas tonta. ¿Te importa que me quite la corbata?

—No seas tonto.

Me quité la corbata y desabroché los dos botones superiores de mi camisa. Luego volví a abrochar uno. El vello de mi pecho era copioso pero grisáceo. (O, si lo prefieren, plateado). Sentí cómo el sudor me resbalaba por las sienes y la nuca, y se abría camino por la selva sobre el diafragma.

—Tú no sudas —le dije a Julian—. ¿Cómo te las arreglas?

—Sí que sudo. Mira. —Introdujo las manos por entre su cabello y luego las extendió hacia mí por encima de la mesa. Los dedos eran largos pero no excesivamente delgados. Estaban un poco húmedos—. ¿Dónde nos habíamos quedado, Bradley? Estabas diciendo que Hamlet era la única…

—Dejemos esa conversación, ¿te parece?

—¡Ya sabía que iba a aburrirte! Y ahora me pasaré meses sin verte, te conozco.

—Cállate. Este aburrido tema sobre Hamlet, su mamá y su papá puedes sacarlo de un libro. Te diré cuál.

—¿Así que no es cierto?

—Es cierto, pero no importa. Un lector sofisticado no le da importancia a esas cosas. Tú eres un lector sofisticado in ovo.

—¿En qué?

—Está claro que Hamlet es Shakespeare.

—Mientras que Lear, Macbeth y Otelo son…

—No lo son.

—Oye, Bradley, ¿Shakespeare era homosexual?

—Desde luego.

—Ah, ya. Entonces, Hamlet de quien está enamorado es de Horacio.

—Silencio, muchacha. En las obras mediocres, el héroe es el autor.

—Mi padre es el héroe de todas sus novelas.

—Eso es lo que induce al lector a identificarse. Ahora bien, cuando el más grande de todos los genios se permite ser el héroe de una de sus obras, ¿ha sucedido por casualidad?

—No.

—¿Es inconsciente de ello?

—No.

—Correcto. De manera que su obra trata de eso precisamente.

—Ah. ¿De qué?

—De la propia identidad de Shakespeare. De su necesidad de eternizarse como el más romántico de todos los héroes románticos. ¿Dónde se manifiesta Shakespeare más críptico?

—¿Qué quieres decir?

—¿Cuál es la parte más misteriosa e infinitamente debatida de su obra?

—¿Los sonetos?

—Exacto.

—Bradley, he leído una teoría extraordinaria sobre los sonetos…

—Silencio. De modo que Shakespeare se manifiesta absolutamente críptico cuando habla de sí. ¿Cómo es que Hamlet es la más célebre y accesible de sus obras?

—Pero la gente también discute eso.

—Sí, pero de todos modos es la obra literaria más conocida en el mundo. Los campesinos indios, los madereros australianos, los ganaderos argentinos, los marinos noruegos, los miembros del Ejército Rojo, los estadounidenses, todos los especímenes más remotos y brutos de la humanidad han oído hablar de Hamlet.

—¿No querrás decir los madereros canadienses? Creía que Australia…

—¿Cómo es posible?

—No lo sé, Bradley, dímelo tú.

—Porque Shakespeare, en virtud de la pura intensidad de su meditación sobre el problema de su identidad ha creado un nuevo lenguaje, una retórica especial de la conciencia…

—No te sigo.

—Las palabras eran el ser de Hamlet como lo eran de Shakespeare.

—Palabras, palabras, palabras.

—¿Qué obra de literatura tiene más versos que se citan?

—«¡Oh, noble inteligencia quebrantada!».

—«¡Cómo en mi contra los sucesos hablan!».

—«Desde que mi alma fuera dueña de elegir».

—«¡Oh! ¡Cuán infame soy, cuán vil esclavo!».

—«Evita esa ventura que apeteces».

—Ya es suficiente. Como iba diciendo. Es un monumento de palabras, es la obra más retórica de Shakespeare, es su ejercicio literario más inventivo e intrincado. Fíjate con qué facilidad, con qué lúcida gracia establece los orígenes de la prosa inglesa moderna…

—«Cuán maravillosa obra es el hombre».

—Hamlet está más cerca de los vientos de lo que Shakespeare los hubiera surcado jamás, ni siquiera en los sonetos. ¿Odiaba Shakespeare a su padre? Por supuesto. ¿Estaba enamorado de su madre? Por supuesto. Pero eso no es más que el principio de lo que nos cuenta de sí mismo. ¿Cómo se atreve a hacerlo? ¿Cómo esto no hace que se abata sobre él un castigo tanto más exquisito que aquel de los escritores vulgares, igual que el dios a quien él adora está por encima del dios al que adoran los otros? Ha realizado una suprema proeza creativa, una obra que reflexiona sin cesar en sí misma, no discursivamente sino en su misma esencia, una cajita china de palabras tan elevadas como la torre de Babel, una reflexión sobre la insondable estratagema de la conciencia y el papel redentor de las palabras en las vidas de los sin identidad, es decir, los seres humanos. Hamlet es palabras, y también lo es Hamlet. Es tan ingenioso como Jesucristo, pero si bien Cristo habla, Hamlet es el habla. Él es la atormentada, vacía y pecaminosa conciencia del hombre cauterizada por la brillante luz del arte, la víctima desollada del dios ejecutando la danza de la creación. El grito de angustia es oscuro porque es escuchado. Es la elocuencia del discurso directo, es oratio recta, no oratio obliqua. Pero no va dirigida a nosotros. Shakespeare se está exhibiendo apasionadamente ante la causa y autor de su ser. Habla como pocos artistas pueden hablar, en primera persona, y sin embargo en el pináculo del artificio. Cuán velada es esa divinidad, cuán peligroso acercarse a ella, cuán imposible casi dirigirse a ella impunemente, esto Shakespeare lo sabía mejor que ningún hombre. Hamlet es un furioso gesto de audacia, un completo autocastigo para purgarse a sí mismo en la presencia del dios. ¿Es Shakespeare un masoquista? Por supuesto. Es el rey de los masoquistas, su escrito se estremece con ese secreto. Pero puesto que su dios es un dios real y no un eidolon de fantasía íntima, y puesto que el amor ha inventado aquí por primera vez el lenguaje, puede transformar el dolor en poesía y los orgasmos en puro pensamiento…

—Bradley, espera, por favor, espera, no te entiendo…

—Shakespeare transforma aquí la crisis de su identidad en el verdadero núcleo de su arte. Transmuta sus obsesiones particulares en una retórica tan pública que puede ser mascullada por un niño. Lleva a cabo la purificación del lenguaje y eso ya es también algo cómico, una especie de ardid, como un enorme juego de palabras, como una prolongada broma casi sin motivo. Shakespeare lanza un grito de agonía, se retuerce, danza, ríe, brama, y nos hace reír y bramar hasta arrancarnos de nuestro infierno. Ser es actuar. Nosotros somos tejido sobre tejido de personalidades diversas y, así y todo, no somos nada. Lo que nos redime es el hecho de que el lenguaje sea esencialmente divino. ¿Qué papel quiere representar todo actor? Hamlet.

—Yo hice una vez de Hamlet —dijo Julian.

—¿Qué?

—Que una vez hice de Hamlet, en el colegio, tenía dieciséis años.

Yo había cerrado el libro y tenía ambas manos extendidas sobre la mesa. Miré a la chica fijamente. Ella sonrió, y cuando no correspondí a su sonrisa, rió y se ruborizó, apartándose el pelo con un dedo curvado.

—No lo hice demasiado bien. Oye, Bradley, ¿mis pies huelen?

—Sí, pero resulta encantador.

—Volveré a ponerme las botas. —Estiró un pie rosado, introduciéndolo en su vaina púrpura—. Siento haberte interrumpido, sigue, por favor.

—No. La función ha terminado.

—Te lo ruego. Lo que has dicho es maravilloso, aunque no lo he entendido bien. Quisiera que me dejaras tomar notas. ¿Puedo hacerlo ahora? —Se estaba subiendo la cremallera de las botas.

—No. Lo que he dicho no te servirá en el examen. Ha sido erudición esotérica. Te catearían si trataras de decir cosas semejantes. Además, no lo comprendes. No importa. Será mejor que te aprendas unas cuantas cosas sencillas. Te enviaré unas notas y un par de libros para que los leas. Ya sé las preguntas que te harán y las respuestas que debes dar para sacar una buena calificación.

—Pero no quiero lo fácil, quiero lo difícil, además, si lo que dices es verdad…

—A tu edad no se pueden hacer malabarismos con esa palabra.

—Pero es que quiero comprender. Tenía a Shakespeare por una especie de hombre de negocios, creí que lo que le importaba era hacer dinero…

—Y así es.

—Pero, entonces, ¿cómo podía…?

—Tomemos una copa.

Me levanté. De pronto me sentía agotado, casi aturdido, empapado en sudor de los pies a la cabeza, como delineado con mercurio caliente. Abrí la ventana y en la habitación penetró un soplo de aire algo más fresco, contaminado y polvoriento, portando, sin embargo, los semidestruidos espectros de las flores de lejanos parques. Un zumbido de ruidos diversos llenó la habitación, coches, voces, el interminable murmullo del ser de Londres. Me desabroché la camisa hasta la cintura y me rasqué la ensortijada mata de vello gris. Me volví hacia Julian. Luego me dirigí al aparador de nogal, saqué dos copas y la botella de jerez. Escancié un poco de jerez en las copas.

—Así que hiciste de Hamlet. Descríbeme tu traje.

—Ah, pues, el corriente. Todos los Hamlet se visten igual, ¿no? A menos que lleven ropas modernas, y yo no las llevaba.

—Haz lo que te pido, por favor.

—¿El qué?

—Describe tu traje.

—Bueno, llevaba medias negras, zapatos de terciopelo negros con hebillas plateadas, una chaquetilla negra, ceñida con un escote muy bajo, una camisa de seda blanca, una enorme cadena de oro en torno al cuello y… ¿Qué pasa, Bradley?

—Nada.

—A mí se me antojó que me parecía mucho a una fotografía que había visto de John Gielgud.

—¿Quién es?

—Pero, Bradley, es un actor…

—No me comprendes, niña. Sigue.

—Eso es todo. Lo pasé muy bien. Sobre todo con la lucha del final.

—Volveré a cerrar la ventana —dije—, si no te importa.

La cerré y el zumbido de Londres se hizo confuso, como algo interior, algo que estaba dentro de la mente, y nosotros nos encontrábamos en una pequeña soledad cálida y material. Contemplé a la muchacha. Parecía estar soñando, peinándose las capas de cabello dorado verdoso con largos dedos, viéndose como Hamlet, espada en mano.

—«Tu pócima, asesino, incestuoso, maldito, vil danés».

—Bradley, me has leído el pensamiento. Oye, sigue con lo que decías, ¿no podrías hacer una especie de resumen?

—Hamlet es una obra a clef. Trata de alguien a quien Shakespeare amaba.

—Pero eso no es lo que decías, Bradley, tú…

—Basta, basta. ¿Cómo están tus padres?

—Qué malo eres. Pues están como de costumbre. Papá se pasa todo el día en la biblioteca, escribiendo, escribe que te escribirás. Mamá se queda en casa cambiando los muebles de sitio y rumiando. Es una lástima que no pudiera cultivarse. Es muy inteligente.

—No te sientas tan apenada por ellos —dije yo—. Son unas personas extraordinarias, los dos, unas personas extraordinarias con una vida interior auténtica.

—Lo siento. Ha debido de sonarte muy mal lo que he dicho. Debo de ser una persona horrible. Puede que todos los jóvenes seamos unos seres horribles.

—«Al alma no apliquéis la grata untura…». Sólo un poco.

—Lo siento, Bradley. Mira, me gustaría mucho que fueras a visitar a la familia más a menudo, creo que sería algo positivo.

Sentí cierta vergüenza de preguntarle por Arnold y Rachel, pero quería estar seguro, y ahora lo estaba, de que no habían dicho nada que fuera a perjudicarme.

—¿Así que quieres ser escritora? —dije. Seguía apoyado contra la ventana. Ella tenía su carita levantada hacia mí, alerta y reservada. Su mata de pelo la hacía parecerse más a un simpático perrito que a un miembro de la familia real danesa. Tenía las piernas cruzadas, una extendida horizontal sobre la otra, exhibiendo las botas púrpura y una generosa porción de medias rosa. Con una mano jugueteaba con su escote, desabrochándose otro botón, hurgando en el interior. Yo percibía el olor de su transpiración, sus pies, sus senos.

—Creo que puedo llegar a serlo. No me importa esperar. No tengo prisa. Quiero escribir libros difíciles, densos, impersonales, no como soy yo.

—Buena chica.

—Desde luego, no me llamaré Julian Baffin.

—Julian —dije—. Creo que es mejor que te vayas.

—Discúlpame… Bradley, no sabes lo bien que lo he pasado. ¿Podemos volver a vernos pronto? Sé que te fastidia sentirte atado. ¿No te vas de viaje?

—No.

—En tal caso, ya me dirás cuándo podemos vernos.

—Sí.

—Bien, supongo que debo irme…

—Te debo una cosa.

—¿El qué?

—Una cosa. A cambio de la dama del búfalo. ¿Te acuerdas?

—Sí. No quería recordártelo…

—Aquí tienes.

Di dos pasos hasta la repisa del hogar y tomé una cajita de rapé ovalada de color dorado, una de mis piezas más estimadas. La puse en sus manos.

—Oh, Bradley, qué amable eres, tiene un aire tan elegante y valioso… y lleva una inscripción, «Obsequio de un amigo», ¡qué bonito! Somos amigos, ¿verdad?

—Sí.

—Bradley, no sabes lo agradecida…

—Vete. Fuera, fuera.

—¿No te olvidarás de mí…?

—Fuera.

La acompañé hasta la puerta de entrada y la cerré tras ella inmediatamente, en cuanto salió. Entré de nuevo en mi piso, en la salita, y cerré la puerta. La habitación estaba inundada de sol, una luz pesada y polvorienta que la hacía acogedora. La silla de Julian seguía en su lugar. Se había dejado su ejemplar de Hamlet encima de la mesa.

Caí de rodillas y luego me tumbé cuan largo era boca abajo, sobre la estera frente al hogar. Algo muy extraordinario acababa de sucederme.